Dispone su cuerpo hacia la izquierda, dándole la espalda al sitio donde antes dormía su amor y entonces ve, ¡ahí!, encima del reloj digital del buró, a la cabrona. No había duda esta vez: se distinguían con claridad sus antenas color bronce, su textura como metálica y sus patitas horribles que sonaban sobre la superficie del reloj, una fría caja de fierro. Irene no cabía de la emoción ante semejante epifanía, milagro o como se lo quiera llamar. Con los ojos brillantes, dijo en voz bajita, como no queriendo la cosa, «¡Me escuchaste, Diosito!».
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