Ellas nadaban, flotaban, bajo una cascada de estrellitas, al ritmo de una música suave, cogían un ramo de luceros, los ensartaban en sus cabellos, los atravesaban con un hilo de plata para hacerse collares o simplemente los hacían bailar en sus palmas como si fuesen trompos, y viajaban por todo el amplio cielo oscuro de la sala de la casa de Rutka, y la cascada se hacía cada vez más grande, tanto, que al extender la mano caían sobre nuestras palmas decenas de estrellitas y podíamos sentir su peso como un puñado de plumas acariciando nuestra piel. «Se llama omegascopio —dijo Rutka—.
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