El afilado peine de dientes de cerdo se posó delicadamente sobre la piel del antebrazo, el anciano alzó con firmeza el pequeño mazo de madera y Tapú Tetuanúi cerró el puño y apretó los labios dispuesto a demostrar que era un hombre, y ni el más leve lamento, ni tan siquiera un gesto, delataría que el dolor que sabía que iba a experimentar le afectaba en lo más mínimo.
El viejo tatuador comprobó que cada una de las púas estaba colocada sobre el lugar exacto siguiendo el cuidado dibujo que previamente había trazado, clavó los ojos en el rostro de su jovencísimo paciente, sonrió para sus adentros al comprobar la decisión que se podía leer en su mirada, y por último golpeó secamente la cabeza del largo mango de hueso de ballena haciendo que las blancas agujas se clavaran lo justo para atravesar la piel sin llegar a herir la carne.
Pese a estarlo aguardando casi desde que tenía uso de razón, el joven Tapú Tetuanúi no pudo evitar un leve gesto de sorpresa ante la agresión, puesto que era aquél un dolor que no se parecía a ningún otro que hubiese experimentado hasta el presente, quizá debido precisamente al hecho de llevar tanto tiempo esperándolo.
El dolor solía llegar casi siempre de improviso, debido a un golpe, una caída o un descuido a la hora de pisar un erizo mientras pescaba en la laguna, pero advertir cómo el mazo caía y de inmediato la nuca parecía contraérsele, era algo chocante que jamás había sufrido hasta el presente.
El anciano volvió a mirarle a los ojos, y se diría que sabía de antemano lo que iba a descubrir en ellos, puesto que de inmediato retiró el peine, y tras mojarlo en una gran concha que contenía una tinta hecha a base de aceite de nuez de «tairí» y carbón vegetal, lo posó apenas sobre la siguiente línea del dibujo.
El viejo tatuador comprobó que cada una de las púas estaba colocada sobre el lugar exacto siguiendo el cuidado dibujo que previamente había trazado, clavó los ojos en el rostro de su jovencísimo paciente, sonrió para sus adentros al comprobar la decisión que se podía leer en su mirada, y por último golpeó secamente la cabeza del largo mango de hueso de ballena haciendo que las blancas agujas se clavaran lo justo para atravesar la piel sin llegar a herir la carne.
Pese a estarlo aguardando casi desde que tenía uso de razón, el joven Tapú Tetuanúi no pudo evitar un leve gesto de sorpresa ante la agresión, puesto que era aquél un dolor que no se parecía a ningún otro que hubiese experimentado hasta el presente, quizá debido precisamente al hecho de llevar tanto tiempo esperándolo.
El dolor solía llegar casi siempre de improviso, debido a un golpe, una caída o un descuido a la hora de pisar un erizo mientras pescaba en la laguna, pero advertir cómo el mazo caía y de inmediato la nuca parecía contraérsele, era algo chocante que jamás había sufrido hasta el presente.
El anciano volvió a mirarle a los ojos, y se diría que sabía de antemano lo que iba a descubrir en ellos, puesto que de inmediato retiró el peine, y tras mojarlo en una gran concha que contenía una tinta hecha a base de aceite de nuez de «tairí» y carbón vegetal, lo posó apenas sobre la siguiente línea del dibujo.
Alberto Vázquez Figueroa, Bora Bora
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