Santiago se sentía pleno, dueño de una íntima certidumbre que siempre le había sido ajena. Desde arriba, todo parecía distinto. Los mil ojos de la noche, menudos y brillantes como salamandras, bullían alrededor de él. Oteó el cielo vasto y limpio y por primera vez creyó entender el mundo, esa vida que se agazapaba bajo la oscuridad, todos esos gritos sofocados, todas esas miradas crispadas, todos esos deseos que aguijoneaban a los hombres. Él velaba el sueño de la ciudad y la noche se desplegaba y le tendía una mano gigantesca para recogerlo y llevarlo por los aires.
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