mardi 3 avril 2012

Version – à rendre pour le 20 avril

Fue una tarde de junio cuando su madre decidió enseñarle a contar. Lo acomodó en su regazo y con la misma voz indiferente con la cual narraba historias de ángeles y bestias le reveló el secreto de las matemáticas, susurrando cada cifra como si se tratase de una estación más en el vía crucis, o un salmo inserto en sus plegarias. Detrás de los cristales, la arboleda se estremecía con la primera tormenta del verano; su violento martilleo les recordaba la presencia de Dios y el tamaño de su misericordia. Ese día, Frank obtuvo un remedio contra las tempestades y aprendió, además, que los números son mejores que las personas. A diferencia de los seres humanos -pensaba en la repentina cólera de su padre o en la distante soberbia de su madre-, uno siempre puede confiar en ellos: no se alteran ni mudan su ánimo, no engañan ni traicionan, no te golpean por ser frágil.
Pasaron varios años antes de que descubriera, durante un ataque de fiebre, que la aritmética oculta sus propios trastornos y manías, y que no forma, como creyó en un principio, una comunidad tenue e inconmovible. Entre delirios -el médico había bañado su cuerpo desnudo con trozos de hielo-,  el pequeño Frank observó por primera vez sus pasiones secretas. Al igual que los hombres que conocía hasta entonces, los números luchaban entre sí con una ferocidad que no admitía capitulaciones. Luego comprobó la variedad de sus conductas: se amaban entre paréntesis, fornicaban al multiplicarse, se aniquilaban en las sustracciones, construían palacios con los sólidos pitagóricos, danzaban de un extremo a otro de la vasta geometría euclidiana, inventaban utopías en el cálculo diferencial y se condenaban a muerte en el abismo de las raíces cuadradas. Su infierno era peor: no yacía debajo del cero, en los números negativos -odiosa simplificación infantil- sino en las paradojas, en las anomalías, en el penoso espectro de las probabilidades.

Jorge Volpí, En busca de Klingsor

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