El primer dia que a Nelet le
enviaron solo a la ciudad, su inteligencia de chicuelo torpe adivinó
vagamente que iba a entrar en un nuevo periodo de su vida.
Comenzaba a ser hombre. Su
madre se quejaba de verle jugar a todas horas, sin servir para otra
cosa, y el hecho de colgarle el capazo a la espalda, enviándolo a
Valencia a recoger estiércol, equivalia a la sentencia de que, en
adelante, tendria que ganarse el mendrugo negro y la cucharada de
arroz haciendo algo más que saltar acequias, cortar flautas en los
verdes cañares o formar coronas de flores rojas y amarillas con los
tupidos dompedros que adornaban la puerta de la barraca.
Las cosas iban mal. El
padre, cuando no trabajaba los cuatro terrones en arriendo, iba con
el viejo carro a cargar vino en Utiel; las hermanas estaban en la
fábrica de sedas hilando capullo; la madre trabajaba como una bestia
todo el dia, y el pequeñin, que era el gandul de la familia, debia
contribuir con sus diez años, aunque no fuera más que agarrándose
a la espuerta, como otros de su edad, y aumentando aquel estercolero
inmediato a la barraca, tesoro que fortalecia las entrañas de la
tierra, vivificando su producción.
Salió de madrugada, cuando
por entre las moreras y los olivos marcábase el dia con resplandor
de lejano incendio. En la espalda, sobre la burda camisa, bailoteaban
al compás de la marcha el flotante rabo de su pañuelo anudado a las
sienes y el capazo de esparto, que parecia una joroba. Aquel dia
estrenaba ropa: unos pantalones de pana de su padre, que podian ir
solos por todos los caminos de la provincia sin riesgo de perderse, y
que, acortados por la tia Pascuala, se sostenian merced a un tirante
cruzado a la bandolera.
Vicente Blasco Ibáñez, El femater
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