Yo nací en Ávila, la vieja ciudad de las murallas, y creo que el silencio y el
recogimiento casi místico de esta ciudad se me metieron en el alma nada más nacer.
No dudo de que, aparte otras varias circunstancias, fue el clima pausado y retraído de
esta ciudad el que determinó, en gran parte, la formación de mi carácter.
De mi primera niñez bien poco recuerdo. Casi puede decirse que comencé a vivir, a
los diez años, en casa de don Mateo Lesmes, mi profesor. Me acuerdo perfectamente,
como si lo estuviera viendo, del día que mi tutor me presentó él...
Se iniciaba ya el otoño. Los árboles de la cuidad comenzaban a acusar la ofensiva
de la estación. Por las calles había hojas amarillas que el viento, a ratos, levantaba del
suelo haciéndolas girar en confusos remolinos. Hicimos el camino en la última carretela
descubierta que quedaba en la ciudad. Tengo impresos en m cerebro los menores
detalles de aquella mi primera experiencia viajera. Los cascos caballos martilleaban las
piedras de la calzada rítmicamente, en tanto las ruedas, rígidas y sin ballestas, hacían
saltar y crujir el coche con gran desesperación de mi tío y extraordinario regocijo por
mi parte.
Ignoro las calles que recorrimos hasta llegar a la placita silente donde habitaba don
Mateo. Era una plaza rectangular con una meseta en el centro, a la que se llegaba
merced al auxilio de tres escalones de piedra. En la meseta crecían unos árboles
gigantescos que Cobijaban bajo sí una fuente de agua cristalina, llena de rumores y
ecos extraños.
Del otro lado de la plaza, cerraba sus confines una mansión añosa e imponente,
donde un extraño relieve, protegido en una hornacina, hablaba de hombres y tiempos
remotos; hombres y tiempos idos, pero cuya historia perduraba amarrada a aquellas
piedras milenarias.
Miguel Delibes, La sombra del ciprés es alargada
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