El box lo atendía la misma chica que gritaba los números. En ese momento, no había nadie sentado en su escritorio y se sonreía mientras tecleaba concentrada frente a la computadora. Lidia carraspeó para llamarle la atención, la otra le puso mala cara y preguntó en qué podía ayudarla.
— Vengo a pedir un préstamo, querida.
Ocupó una de las sillas y en la vecina apoyó el paquete. La chica no sabía cómo explicarle que nadie en su sano juicio prestaría dinero a una jubilada de noventa años. Lidia abrió la cartera, sacó el periódico de esa misma mañana y le mostró la publicidad de la compañía: “Soluciones inmediatas” decía el slogan.
Los ojos de la empleada viraron hacia el antiguo reloj de pulsera: si la señora realmente necesitaba el dinero, ella conocía una casa de empeño. Lidia revoleó el periódico de la mesa. Cómo se atrevía la mocosa a insultarla así, acaso no se daba cuenta de que ese reloj era lo único que le quedaba. El enojo la había rejuvenecido. Enseguida la chica llamó al supervisor.
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