A las tres de la tarde entró doña Manuela en la plaza del Mercado, envuelto el airoso busto en un abrigo cuyos faldones casi llegaban al borde de la falda, cuidadosamente enguantada, con el limosnero al puño y velado el rostro por la tenue blonda de la mantilla.
Tras ella, formando una pareja silenciosa, marchaban el cochero y la criada: un mocetón de rostro carrilludo y afeitado, que respiraba brutal jocosidad, luciendo con tanta satisfacción como embarazo los pesados borceguíes, el terno azul con vivos rojos y botones dorados y la gorra de hule de ancho plato, y a su lado, una muchacha morena y guapota, con peinado de rodete y agujas de perlas, completando este tocado de la huerta su traje mixto, en el que se mezclan los adornos de la ciudad con los del campo.
El cochero, con una enorme cesta en la mano y una espuerta no menor a la espalda, tenía la expresión resignada y pacienzuda de la bestia que presiente la carga. La muchacha también llevaba una cesta de blanco mimbre, cuyas tapas movíanse al compás de la marcha, haciendo que el interior sonase a hueco; pero no se preocupaba de ella, atenta únicamente a mirar con ceño a los transeúntes demasiado curiosos o pasear ojeadas hurañas de la señora al cochero o viceversa.
Cuando, doblando la esquina, entraron los tres en la plaza del Mercado, doña Manuela se detuvo como desorientada.
¡Gran Dios..., cuánta gente! Valencia entera estaba allí. Todos los años ocurría lo mismo en el día de Nochebuena. Aquel mercado extraordinario, que se prolongaba hasta bien entrada la noche, resultaba una festividad ruidosa, la explosión de alegría y bullicio de un pueblo que, entre montones de alimentos y aspirando el tufillo de las mil cosas que satisfacen la voracidad humana, regocijábase al pensar en los atracones del día siguiente. En aquella plaza larga, ligeramente arqueada y estrecha en sus extremos, como un intestino hinchado, amontonábanse las nubes de alimentos que habían de desparramarse como nutritiva lluvia sobre las mesas, satisfaciendo la gigantesca gula de Navidad, fiesta gastronómica, que es como el estómago del año.
Doña Manuela permaneció inmóvil algunos minutos en la bocacalle. Parecía mareada y confusa por el ruidoso oleaje de la multitud; pero, en realidad, lo que más la turbaba eran los pensamientos que acudían a su memoria. Conocía bien la plaza; había pasado en ella una parte de su juventud, y cuando, de tarde en tarde, iba al mercado por ser víspera de festividad, en que se encendían todos los hornillos de su cocina, experimentaba la impresión del que, tras un largo viaje por países extraños, vuelve a su verdadera patria.
¡Cómo estaba grabado en su memoria el aspecto de la plaza! La veía cerrando los ojos y podía ir describiéndola sin olvidar un solo detalle.
Desde el lugar que ocupaba veía al frente la iglesia de los Santos Juanes, con su terraza de oxidadas barandillas, teniendo abajo, casi en los cimientos, las lóbregas y húmedas covachuelas donde los hojalateros establecen sus tiendas desde fecha remota. Arriba, la fachada, de piedra lisa, amarillenta, carcomida, con un retablo de gastada escultura, dos portadas vulgares, una fila de ventanas bajo un alero, santos berroqueños al nivel de los tejados, y como final, el campanil triangular con sus tres balconcillos, su reloj descolorido y descompuesto, rematado todo por la fina pirámide, a cuyo extremo, a guisa de veleta y posado sobre una esfera, gira pesadamente el pájaro fabuloso, el popular pardalot, con su cola de abanico.
En el lado opuesto, la Lonja de la Seda, acariciada por el sol de invierno y luciendo sobre el fondo azul del cielo todas las esplendideces de su fachada ojival. La torre del reloj, cuadrada, desnuda, monótona, partiendo el edificio en dos cuerpos, y éstos, exhibiendo los ventanales con sus bordados pétreos; las portadas que rasgan el robusto paredón, con sus entradas de embudo, compuestas de atrevidos arcos ojivales, entre los que corretean en interminable procesión figurillas de hombres y animales en todas las posiciones estrambóticas que pudo discurrir la extraviada imaginación de los artistas medievales; en las esquinas, ángeles de pesada y luenga vestidura, diadema bizantina y alas de menudo plumaje, sustentando con visible esfuerzo los escudos de las barras de Aragón y las enroscadas cintas con apretados caracteres góticos de borrosas inscripciones; arriba, en el friso, bajo las gárgolas de espantosa fealdad que se tienden audazmente en el espacio con la muda risa del aquelarre, todos los reyes aragoneses en laureados medallones, con el casco de aletas sobre el perfil enérgico, feroz y barbudo; y rematando la robusta fábrica, en la que alternan los bloques ásperos con los escarolados y encajes del cincel, la apretada fila de almenas cubiertas con la antigua corona real.
Frente a la Lonja, el Principal, pobrísimo edificio, mezquino cuerpo de guardia, por cuya puerta pasea el centinela arma al brazo, con aire aburrido, rozando con su bayoneta a los soldados libres de servicio, que digieren el insípido rancho contemplando el oleaje de alimentos que se extiende por la plaza. Más allá, sobre el revoltillo de toldos, el tejado de cinc del mercadillo de las flores; a la derecha, las dos entradas de los pórticos del Mercado Nuevo, con las chatas columnas pintadas de amarillo rabioso; en el lado opuesto, la calle de las Mantas, como un portalón de galera antigua, empavesada con telas ondeantes y multicolores que la tiendas de ropas cuelgan como muestra de los altos balcones; en torno de la plaza, cortados por las bocacalles, grupos de estrechas fachadas, balcones aglomerados, paredes con rótulos, y en todos los pisos bajos, tiendas de comestibles, ropas, drogas y bebidas luciendo en las puertas, como título del establecimiento, cuantos santos tiene la corte celestial y cuantos animales vulgares guarda la escala zoológica.
En este ancho espacio, que es para Valencia vientre y pulmón a un tiempo, el día de Nochebuena reinaba una agitación que hacía subir hasta más arriba de los tejados un sordo rumor de colosal avispero.
La plaza, con sus puestos de venta al aire libre, sus toldos viejos, temblones al menor soplo del viento y bañados por el sol rojo con una transparencia acaramelada; sus vendedoras vociferantes, su cielo azul sin nube alguna, su exceso de luz que lo doraba todo a fuego, desde los muros de la Lonja a los cestones de caña de las verduleras, y su vaho de hortalizas pisoteadas y frutas maduras prematuramente por una temperatura siempre cálida, hacía recordar las ferias africanas, un mercado marroquí con su multitud inquieta, sus ensordecedores gritos y el nervioso oleaje de los compradores.
Doña Manuela contemplaba con fruición este espectáculo. Tachábase en su interior de poco distinguida; pero..., ¡qué remedio!, por más que ella tomase a empeño el transformarse, y, obedeciendo a las niñas, revistiera un empaque de altiva señoría, siempre conservaba amortiguados y prontos a manifestarse los gustos y aficiones de la antigua tendera que había pasado lo mejor de su juventud en la plaza del Mercado. ¡Qué tiempos tan dichosos los transcurridos siendo ella dueña de la tienda de Las Tres Rosas! Si el dinero es la felicidad, nunca había tenido tanta como en los últimos años que pasó entre mantas e indianas, sedas y percalinas, arrullada a todas horas por el estrépito del mercado y viendo por las mañanas, al levantarse, el pardalot de San Juan.
Tras ella, formando una pareja silenciosa, marchaban el cochero y la criada: un mocetón de rostro carrilludo y afeitado, que respiraba brutal jocosidad, luciendo con tanta satisfacción como embarazo los pesados borceguíes, el terno azul con vivos rojos y botones dorados y la gorra de hule de ancho plato, y a su lado, una muchacha morena y guapota, con peinado de rodete y agujas de perlas, completando este tocado de la huerta su traje mixto, en el que se mezclan los adornos de la ciudad con los del campo.
El cochero, con una enorme cesta en la mano y una espuerta no menor a la espalda, tenía la expresión resignada y pacienzuda de la bestia que presiente la carga. La muchacha también llevaba una cesta de blanco mimbre, cuyas tapas movíanse al compás de la marcha, haciendo que el interior sonase a hueco; pero no se preocupaba de ella, atenta únicamente a mirar con ceño a los transeúntes demasiado curiosos o pasear ojeadas hurañas de la señora al cochero o viceversa.
Cuando, doblando la esquina, entraron los tres en la plaza del Mercado, doña Manuela se detuvo como desorientada.
¡Gran Dios..., cuánta gente! Valencia entera estaba allí. Todos los años ocurría lo mismo en el día de Nochebuena. Aquel mercado extraordinario, que se prolongaba hasta bien entrada la noche, resultaba una festividad ruidosa, la explosión de alegría y bullicio de un pueblo que, entre montones de alimentos y aspirando el tufillo de las mil cosas que satisfacen la voracidad humana, regocijábase al pensar en los atracones del día siguiente. En aquella plaza larga, ligeramente arqueada y estrecha en sus extremos, como un intestino hinchado, amontonábanse las nubes de alimentos que habían de desparramarse como nutritiva lluvia sobre las mesas, satisfaciendo la gigantesca gula de Navidad, fiesta gastronómica, que es como el estómago del año.
Doña Manuela permaneció inmóvil algunos minutos en la bocacalle. Parecía mareada y confusa por el ruidoso oleaje de la multitud; pero, en realidad, lo que más la turbaba eran los pensamientos que acudían a su memoria. Conocía bien la plaza; había pasado en ella una parte de su juventud, y cuando, de tarde en tarde, iba al mercado por ser víspera de festividad, en que se encendían todos los hornillos de su cocina, experimentaba la impresión del que, tras un largo viaje por países extraños, vuelve a su verdadera patria.
¡Cómo estaba grabado en su memoria el aspecto de la plaza! La veía cerrando los ojos y podía ir describiéndola sin olvidar un solo detalle.
Desde el lugar que ocupaba veía al frente la iglesia de los Santos Juanes, con su terraza de oxidadas barandillas, teniendo abajo, casi en los cimientos, las lóbregas y húmedas covachuelas donde los hojalateros establecen sus tiendas desde fecha remota. Arriba, la fachada, de piedra lisa, amarillenta, carcomida, con un retablo de gastada escultura, dos portadas vulgares, una fila de ventanas bajo un alero, santos berroqueños al nivel de los tejados, y como final, el campanil triangular con sus tres balconcillos, su reloj descolorido y descompuesto, rematado todo por la fina pirámide, a cuyo extremo, a guisa de veleta y posado sobre una esfera, gira pesadamente el pájaro fabuloso, el popular pardalot, con su cola de abanico.
En el lado opuesto, la Lonja de la Seda, acariciada por el sol de invierno y luciendo sobre el fondo azul del cielo todas las esplendideces de su fachada ojival. La torre del reloj, cuadrada, desnuda, monótona, partiendo el edificio en dos cuerpos, y éstos, exhibiendo los ventanales con sus bordados pétreos; las portadas que rasgan el robusto paredón, con sus entradas de embudo, compuestas de atrevidos arcos ojivales, entre los que corretean en interminable procesión figurillas de hombres y animales en todas las posiciones estrambóticas que pudo discurrir la extraviada imaginación de los artistas medievales; en las esquinas, ángeles de pesada y luenga vestidura, diadema bizantina y alas de menudo plumaje, sustentando con visible esfuerzo los escudos de las barras de Aragón y las enroscadas cintas con apretados caracteres góticos de borrosas inscripciones; arriba, en el friso, bajo las gárgolas de espantosa fealdad que se tienden audazmente en el espacio con la muda risa del aquelarre, todos los reyes aragoneses en laureados medallones, con el casco de aletas sobre el perfil enérgico, feroz y barbudo; y rematando la robusta fábrica, en la que alternan los bloques ásperos con los escarolados y encajes del cincel, la apretada fila de almenas cubiertas con la antigua corona real.
Frente a la Lonja, el Principal, pobrísimo edificio, mezquino cuerpo de guardia, por cuya puerta pasea el centinela arma al brazo, con aire aburrido, rozando con su bayoneta a los soldados libres de servicio, que digieren el insípido rancho contemplando el oleaje de alimentos que se extiende por la plaza. Más allá, sobre el revoltillo de toldos, el tejado de cinc del mercadillo de las flores; a la derecha, las dos entradas de los pórticos del Mercado Nuevo, con las chatas columnas pintadas de amarillo rabioso; en el lado opuesto, la calle de las Mantas, como un portalón de galera antigua, empavesada con telas ondeantes y multicolores que la tiendas de ropas cuelgan como muestra de los altos balcones; en torno de la plaza, cortados por las bocacalles, grupos de estrechas fachadas, balcones aglomerados, paredes con rótulos, y en todos los pisos bajos, tiendas de comestibles, ropas, drogas y bebidas luciendo en las puertas, como título del establecimiento, cuantos santos tiene la corte celestial y cuantos animales vulgares guarda la escala zoológica.
En este ancho espacio, que es para Valencia vientre y pulmón a un tiempo, el día de Nochebuena reinaba una agitación que hacía subir hasta más arriba de los tejados un sordo rumor de colosal avispero.
La plaza, con sus puestos de venta al aire libre, sus toldos viejos, temblones al menor soplo del viento y bañados por el sol rojo con una transparencia acaramelada; sus vendedoras vociferantes, su cielo azul sin nube alguna, su exceso de luz que lo doraba todo a fuego, desde los muros de la Lonja a los cestones de caña de las verduleras, y su vaho de hortalizas pisoteadas y frutas maduras prematuramente por una temperatura siempre cálida, hacía recordar las ferias africanas, un mercado marroquí con su multitud inquieta, sus ensordecedores gritos y el nervioso oleaje de los compradores.
Doña Manuela contemplaba con fruición este espectáculo. Tachábase en su interior de poco distinguida; pero..., ¡qué remedio!, por más que ella tomase a empeño el transformarse, y, obedeciendo a las niñas, revistiera un empaque de altiva señoría, siempre conservaba amortiguados y prontos a manifestarse los gustos y aficiones de la antigua tendera que había pasado lo mejor de su juventud en la plaza del Mercado. ¡Qué tiempos tan dichosos los transcurridos siendo ella dueña de la tienda de Las Tres Rosas! Si el dinero es la felicidad, nunca había tenido tanta como en los últimos años que pasó entre mantas e indianas, sedas y percalinas, arrullada a todas horas por el estrépito del mercado y viendo por las mañanas, al levantarse, el pardalot de San Juan.
Vicente Blasco Ibáñez, Arroz y tartana, 1894.
***
Laëtitia Sw nous propose sa traduction :
Il était trois heures de l’après-midi quand doña Manuela entra sur la place du Marché, le buste élégamment ceint dans une veste dont les basques descendaient presque jusqu’au bas de sa jupe, les mains soigneusement gantées, l’aumônière au poing et le visage voilé par la fine blonde de sa mantille.
À sa suite, formant un couple silencieux, venaient le cocher et la servante : un grand gaillard au visage joufflu et rasé de près, qui respirait une drôlerie brutale et qui luisait avec autant de satisfaction que l’embarrassaient de lourds brodequins, vêtu d’un complet bleu avec des touches rouge vif et des boutons dorés et d’un bonnet en caoutchouc aux larges bords ; à ses côtés, une jeune fille brune et bien faite, coiffée d’un chignon piqué d’épingles de perles, et portant, en complément de cette coiffure de la plaine valencienne, un costume mixte, mêlant les atours de la ville et ceux de la campagne.
Le cocher, un énorme panier à la main et une couffe qui ne l’était pas moins dans le dos, revêtait l’expression résignée et infiniment patiente de la bête qui pressent la charge. De même, la jeune fille portait un panier en osier blanc, dont le couvercle tressautait au rythme de ses pas, ce qui faisait résonner l’intérieur d’un son creux ; mais elle ne s’en souciait guère, tout occupée qu’elle était à dévisager d’un froncement de sourcils les passants trop curieux ou à décocher des coups d’œil farouches à la dame puis au cocher et vice-versa.
Lorsqu’ils tournèrent au coin de la rue et qu’ils entrèrent tous les trois sur la place du Marché, doña Manuela s’arrêta net comme désorientée.
Grand Dieu…, quel monde ! Valence tout entière se trouvait là. Tous les ans, c’était la même répétition la veille de Noël. Ce marché extraordinaire, qui perdurait une fois la nuit bien avancée, était l’occasion d’une fête bruyante, de l’explosion de joie et du tumulte d’un peuple qui, humant au milieu des mets foisonnants le fumet de mille choses promptes à satisfaire la voracité humaine, se réjouissait en pensant aux goinfreries du lendemain. Sur cette longue place, légèrement arquée et rétrécie à ses extrémités, comme un intestin gonflé, s’amoncelaient les nuages de mets qui devaient se répandre en une pluie nourricière sur les tables, pour satisfaire la gigantesque gourmandise de Noël, fête gastronomique, consacrée en estomac de l’année.
Pendant quelques minutes, Doña Manuela demeura immobile à l’entrée de la place. Elle semblait étourdie et confuse par la houle bruyante de la foule ; mais, en réalité, son trouble était davantage causé par les pensées qui affleuraient à son esprit. Elle connaissait bien cette place ; elle y avait passé une partie de sa jeunesse, et quand, un après-midi après l’autre, elle se rendait au marché, les veilles de fêtes, alors que tous les fourneaux de sa cuisine étaient allumés, elle avait l’impression de retourner à sa véritable patrie, comme après un long voyage passé à l’étranger.
Avec quelle netteté la configuration de la place était gravée dans sa mémoire ! Elle la voyait en fermant les yeux et elle pouvait s’employer à la décrire sans oublier un seul détail.
De l’endroit qu’elle occupait elle voyait face à elle l’église de los Santos Juanes, avec sa plateforme aux balustrades rouillées, au bas de laquelle se trouvent, presque au niveau des fondations, les caves obscures et humides où les ferblantiers établissent leurs boutiques depuis des temps anciens. En haut, le frontispice, aux pierres lisses, jaunâtres, vermoulues, avec un retable aux ciselures vieillies, deux portails ordinaires, des fenêtres en enfilade sous un auvent, des saints en granit au niveau des toits, et pour finir, le campanile triangulaire avec ses trois petits balcons et son horloge décolorée et délabrée, le tout couronné par une fine pyramide, à l’extrémité de laquelle, en guise de girouette, posé sur une sphère, tourne pesamment cet oiseau fabuleux qu’est le populaire Pardalot, avec sa queue en éventail.
De l’autre côté, on peut voir la Lonja de la Seda, caressée par le soleil hivernal, dont toutes les splendeurs de la façade en ogive scintillent sur le fond bleu du ciel. La tour de l’horloge, carrée, nue, monotone, partage l’édifice en deux corps qui exhibent leurs grandes fenêtres aux rebords en pierre. Les portails qui déchirent les murs robustes, s’ouvrent sur des entrées en entonnoir, composées d’audacieux arcs en ogive, sur lesquels s’ébattent en procession interminable des figurines d’hommes et d’animaux représentés dans toutes les positions extravagantes nées de l’imagination débordante des artistes médiévaux. Dans les angles, des anges revêtus de longs habits pesants, coiffés d’un diadème byzantin, aux ailes recouvertes d’un léger plumage, soutiennent dans un effort visible les blasons figurant les barres d’Aragon et les phylactères enroulés dont les inscriptions en caractères gothiques serrés sont à moitié effacées. En haut, sous les gargouilles d’une épouvantable laideur qui s’étirent audacieusement dans l’espace en arborant le rire muet du sabbat, on distingue, sur la frise, dans des médaillons ornés de lauriers, tous les rois aragonais, leur casque ailé se découpant sur leur profil énergique, farouche et barbu. Enfin, couronnant le robuste ensemble, dans l’alternance des âpres blocs de pierre et des reliefs plissés et dentelés par le burin, se découpent en rangs serrés les créneaux, coiffés de l’antique couronne royale.
Face à la Lonja se trouve le Principal, édifice ô combien pauvre, mesquin corps de garde, devant la porte duquel passe et repasse la sentinelle, l’arme au bras, d’un air las, frôlant de sa baïonnette les soldats qui, après leur service, digèrent leur insipide rata en contemplant la houle des mets s’étalant sur la place. Plus loin, au-dessus des bannes bigarrées, on voit le toit en zinc du petit marché aux fleurs et à droite, les deux porches du Nouveau Marché, avec ses colonnes aplaties peintes d’un jaune criard. À l’opposé, se trouve la rue des Mantas, telle une coupée de galère antique, pavoisée de toiles ondoyantes et multicolores que les marchands de vêtements suspendent en échantillonnage du haut de leurs balcons. Autour de la place, entrecoupés par l’entrée des rues, ce sont des groupes de façades étroites et de balcons entassés, des murs tapissés d’enseignes, et dans les bâtiments les plus bas, des magasins vendant comestibles, vêtements, remèdes et breuvages, avec sur leurs portes, brillant en guise d’enseigne, tous les saints de la cour céleste et tous les animaux ordinaires du règne zoologique.
Dans ce vaste espace, qui est à la fois le ventre et le poumon de Valence, régnait, la veille de Noël, une agitation qui faisait monter jusqu’au plus haut des toits la sourde rumeur d’un gigantesque nid de guêpes.
La place, avec ses éventaires, ses vieilles bannes, tremblant au moindre souffle du vent et baignées par le soleil rouge dans une transparence caramel ; les hurlements de ses vendeuses, son ciel azur sans aucun nuage, son excès de lumière qui dorait tout à petit feu, depuis les murs de la Lonja jusqu’aux corbeilles en osier des marchandes des quatre-saisons, l’exhalaison de ses légumes foulés aux pieds et de ses fruits mûris prématurément par une température toujours élevée, tout cela rappelait les foires africaines, un marché marocain avec sa foule inquiète, ses cris assourdissants et la houle nerveuse de ses acheteurs.
Doña Manuela contemplait ce spectacle avec délectation. Elle se reprochait en son for intérieur son manque de distinction ; mais…, que pouvait-elle y faire ?, elle avait beau s’efforcer de changer, et, obéissant aux petites, de revêtir l’allure altière d’une dame, elle conservait toujours tapis dans son cœur mais prompts à se manifester les goûts et les penchants de l’ancienne commerçante qu’elle avait été et qui avait passé les plus belles années de sa jeunesse sur la place du Marché. Quelle heureuse époque elle avait vécue lorsqu’elle tenait sa boutique Les Trois Roses ! Si l’argent fait le bonheur, elle n’avait jamais été aussi heureuse que durant ces dernières années passées au milieu des cotonnades et des indiennes, des soieries et des percalines, bercée à toute heure par le grondement du marché et égayée le matin, à son lever, par la vue du Pardalot de Saint Jean.
Il était trois heures de l’après-midi quand doña Manuela entra sur la place du Marché, le buste élégamment ceint dans une veste dont les basques descendaient presque jusqu’au bas de sa jupe, les mains soigneusement gantées, l’aumônière au poing et le visage voilé par la fine blonde de sa mantille.
À sa suite, formant un couple silencieux, venaient le cocher et la servante : un grand gaillard au visage joufflu et rasé de près, qui respirait une drôlerie brutale et qui luisait avec autant de satisfaction que l’embarrassaient de lourds brodequins, vêtu d’un complet bleu avec des touches rouge vif et des boutons dorés et d’un bonnet en caoutchouc aux larges bords ; à ses côtés, une jeune fille brune et bien faite, coiffée d’un chignon piqué d’épingles de perles, et portant, en complément de cette coiffure de la plaine valencienne, un costume mixte, mêlant les atours de la ville et ceux de la campagne.
Le cocher, un énorme panier à la main et une couffe qui ne l’était pas moins dans le dos, revêtait l’expression résignée et infiniment patiente de la bête qui pressent la charge. De même, la jeune fille portait un panier en osier blanc, dont le couvercle tressautait au rythme de ses pas, ce qui faisait résonner l’intérieur d’un son creux ; mais elle ne s’en souciait guère, tout occupée qu’elle était à dévisager d’un froncement de sourcils les passants trop curieux ou à décocher des coups d’œil farouches à la dame puis au cocher et vice-versa.
Lorsqu’ils tournèrent au coin de la rue et qu’ils entrèrent tous les trois sur la place du Marché, doña Manuela s’arrêta net comme désorientée.
Grand Dieu…, quel monde ! Valence tout entière se trouvait là. Tous les ans, c’était la même répétition la veille de Noël. Ce marché extraordinaire, qui perdurait une fois la nuit bien avancée, était l’occasion d’une fête bruyante, de l’explosion de joie et du tumulte d’un peuple qui, humant au milieu des mets foisonnants le fumet de mille choses promptes à satisfaire la voracité humaine, se réjouissait en pensant aux goinfreries du lendemain. Sur cette longue place, légèrement arquée et rétrécie à ses extrémités, comme un intestin gonflé, s’amoncelaient les nuages de mets qui devaient se répandre en une pluie nourricière sur les tables, pour satisfaire la gigantesque gourmandise de Noël, fête gastronomique, consacrée en estomac de l’année.
Pendant quelques minutes, Doña Manuela demeura immobile à l’entrée de la place. Elle semblait étourdie et confuse par la houle bruyante de la foule ; mais, en réalité, son trouble était davantage causé par les pensées qui affleuraient à son esprit. Elle connaissait bien cette place ; elle y avait passé une partie de sa jeunesse, et quand, un après-midi après l’autre, elle se rendait au marché, les veilles de fêtes, alors que tous les fourneaux de sa cuisine étaient allumés, elle avait l’impression de retourner à sa véritable patrie, comme après un long voyage passé à l’étranger.
Avec quelle netteté la configuration de la place était gravée dans sa mémoire ! Elle la voyait en fermant les yeux et elle pouvait s’employer à la décrire sans oublier un seul détail.
De l’endroit qu’elle occupait elle voyait face à elle l’église de los Santos Juanes, avec sa plateforme aux balustrades rouillées, au bas de laquelle se trouvent, presque au niveau des fondations, les caves obscures et humides où les ferblantiers établissent leurs boutiques depuis des temps anciens. En haut, le frontispice, aux pierres lisses, jaunâtres, vermoulues, avec un retable aux ciselures vieillies, deux portails ordinaires, des fenêtres en enfilade sous un auvent, des saints en granit au niveau des toits, et pour finir, le campanile triangulaire avec ses trois petits balcons et son horloge décolorée et délabrée, le tout couronné par une fine pyramide, à l’extrémité de laquelle, en guise de girouette, posé sur une sphère, tourne pesamment cet oiseau fabuleux qu’est le populaire Pardalot, avec sa queue en éventail.
De l’autre côté, on peut voir la Lonja de la Seda, caressée par le soleil hivernal, dont toutes les splendeurs de la façade en ogive scintillent sur le fond bleu du ciel. La tour de l’horloge, carrée, nue, monotone, partage l’édifice en deux corps qui exhibent leurs grandes fenêtres aux rebords en pierre. Les portails qui déchirent les murs robustes, s’ouvrent sur des entrées en entonnoir, composées d’audacieux arcs en ogive, sur lesquels s’ébattent en procession interminable des figurines d’hommes et d’animaux représentés dans toutes les positions extravagantes nées de l’imagination débordante des artistes médiévaux. Dans les angles, des anges revêtus de longs habits pesants, coiffés d’un diadème byzantin, aux ailes recouvertes d’un léger plumage, soutiennent dans un effort visible les blasons figurant les barres d’Aragon et les phylactères enroulés dont les inscriptions en caractères gothiques serrés sont à moitié effacées. En haut, sous les gargouilles d’une épouvantable laideur qui s’étirent audacieusement dans l’espace en arborant le rire muet du sabbat, on distingue, sur la frise, dans des médaillons ornés de lauriers, tous les rois aragonais, leur casque ailé se découpant sur leur profil énergique, farouche et barbu. Enfin, couronnant le robuste ensemble, dans l’alternance des âpres blocs de pierre et des reliefs plissés et dentelés par le burin, se découpent en rangs serrés les créneaux, coiffés de l’antique couronne royale.
Face à la Lonja se trouve le Principal, édifice ô combien pauvre, mesquin corps de garde, devant la porte duquel passe et repasse la sentinelle, l’arme au bras, d’un air las, frôlant de sa baïonnette les soldats qui, après leur service, digèrent leur insipide rata en contemplant la houle des mets s’étalant sur la place. Plus loin, au-dessus des bannes bigarrées, on voit le toit en zinc du petit marché aux fleurs et à droite, les deux porches du Nouveau Marché, avec ses colonnes aplaties peintes d’un jaune criard. À l’opposé, se trouve la rue des Mantas, telle une coupée de galère antique, pavoisée de toiles ondoyantes et multicolores que les marchands de vêtements suspendent en échantillonnage du haut de leurs balcons. Autour de la place, entrecoupés par l’entrée des rues, ce sont des groupes de façades étroites et de balcons entassés, des murs tapissés d’enseignes, et dans les bâtiments les plus bas, des magasins vendant comestibles, vêtements, remèdes et breuvages, avec sur leurs portes, brillant en guise d’enseigne, tous les saints de la cour céleste et tous les animaux ordinaires du règne zoologique.
Dans ce vaste espace, qui est à la fois le ventre et le poumon de Valence, régnait, la veille de Noël, une agitation qui faisait monter jusqu’au plus haut des toits la sourde rumeur d’un gigantesque nid de guêpes.
La place, avec ses éventaires, ses vieilles bannes, tremblant au moindre souffle du vent et baignées par le soleil rouge dans une transparence caramel ; les hurlements de ses vendeuses, son ciel azur sans aucun nuage, son excès de lumière qui dorait tout à petit feu, depuis les murs de la Lonja jusqu’aux corbeilles en osier des marchandes des quatre-saisons, l’exhalaison de ses légumes foulés aux pieds et de ses fruits mûris prématurément par une température toujours élevée, tout cela rappelait les foires africaines, un marché marocain avec sa foule inquiète, ses cris assourdissants et la houle nerveuse de ses acheteurs.
Doña Manuela contemplait ce spectacle avec délectation. Elle se reprochait en son for intérieur son manque de distinction ; mais…, que pouvait-elle y faire ?, elle avait beau s’efforcer de changer, et, obéissant aux petites, de revêtir l’allure altière d’une dame, elle conservait toujours tapis dans son cœur mais prompts à se manifester les goûts et les penchants de l’ancienne commerçante qu’elle avait été et qui avait passé les plus belles années de sa jeunesse sur la place du Marché. Quelle heureuse époque elle avait vécue lorsqu’elle tenait sa boutique Les Trois Roses ! Si l’argent fait le bonheur, elle n’avait jamais été aussi heureuse que durant ces dernières années passées au milieu des cotonnades et des indiennes, des soieries et des percalines, bercée à toute heure par le grondement du marché et égayée le matin, à son lever, par la vue du Pardalot de Saint Jean.
***
Amélie nous propose sa traduction :
Il était trois heures de l’après-midi quand doña Manuela arriva sur la place du Marché, le buste gracieux enveloppé dans un manteau dont les pans descendaient presque jusqu’en bas de la jupe, les mains gantées avec soin, l’aumônière pendue au poignet et le visage voilé par la fine blonde de sa mantille.
Derrière elle, tel un couple silencieux, venaient le cocher et la domestique : un grand gaillard au visage joufflu et rasé de près, qui respirait une vive jovialité et qui brillait avec autant de satisfaction que l’embarrassaient ses lourds brodequins, son complet bleu aux boutons dorés teinté de rouge vif, et sa casquette large en caoutchouc, et à ses côtés, une jeune femme brune et bien faite, coiffée d’un chignon retenu par des épingles de perles, et vêtue, pour agrémenter cette coiffure champêtre, d’un costume mixte où se mêlaient les atours de la ville et ceux de la campagne.
Le cocher, un énorme panier à la main et une banne non moins importante sur le dos, avait l’air résigné et infiniment patient de la bête qui pressent la charge. La jeune femme portait également un panier en osier blanc, dont le couvercle remuait au rythme de ses pas, ce qui faisait résonner l’intérieur d’un son creux ; mais elle ne s’en inquiétait pas, plus occupée à dévisager d’un froncement de sourcil les passants trop curieux ou à jeter des coups d’œil farouches à la dame puis au cocher, ou vice-versa.
Quand ils franchirent l’angle de la rue et arrivèrent tous trois sur la place du Marché, doña Manuela s’arrêta, comme désorientée.
Grand Dieu… Quel monde ! Valence toute entière s’était donné rendez-vous. Tous les ans, la veille de Noël, c’était la même chose. Ce marché extraordinaire, qui se prolongeait bien après la tombée de la nuit, devenait une fête bruyante, l’explosion de joie et le tumulte d’un peuple qui, humant parmi les quantités de nourriture le fumet de mille choses pouvant satisfaire la voracité humaine, se réjouissait en pensant aux ventrées du lendemain. Sur cette grande place, légèrement arquée et rétrécie aux extrémités, tel un intestin enflé, s’amoncelaient les nuages de nourriture qui devaient se répandre sur les tables telle une pluie nourricière, pour satisfaire la gloutonnerie gargantuesque de Noël, cette fête gastronomique, devenu estomac de l’année.
Pendant quelques minutes, doña Manuela demeura immobile à l’entrée de la place. Elle semblait déboussolée, abasourdie par la houle bruyante de la foule ; mais ce qui la troublait le plus, en réalité, c’étaient les souvenirs qui lui revenaient en tête. Elle connaissait bien cette place ; elle y avait passé une partie de sa jeunesse, et quand, de temps en temps, elle se rendait au marché la veille d’un jour de fête, qui voyait s’allumer tous les fours de sa cuisine, elle ressentait la même sensation que celui qui retrouve sa véritable patrie, après un long voyage à l’étranger.
Avec quelle précision l’image de la place était gravée dans sa mémoire ! Elle la voyait les yeux fermés et pouvait alors la décrire sans oublier un seul détail.
D’où elle se trouvait, elle voyait devant elle l’église de los Santos Juanes, avec sa plate-forme aux balustrades rouillées, et en-dessous, presque au niveau des fondations, les caves lugubres et humides, où les ferblantiers installent leurs boutiques depuis très longtemps. En haut, la façade, en pierre lisse, jaunâtre, vermoulue, pourvue d’un retable aux sculptures polies, de deux portails ordinaires, de fenêtres en enfilade sous un auvent, de saints en granit au niveau des toits, et pour finir, d’un campanile triangulaire avec ses trois petits balcons, son horloge décolorée et altérée, le tout couronné par une fine pyramide, dont l’extrémité est coiffée de cet oiseau fabuleux, le fameux Pardalot, avec sa queue en éventail, qui, posé sur une sphère, tourne inlassablement, faisant office de girouette.
De l’autre côté, caressée par le soleil d’hiver, se dresse la Lonja de la Seda, dont toutes les splendeurs de sa façade en ogive rayonnent sur le fond bleu du ciel. La tour de l’horloge, carré, nue, monotone, sépare le bâtiment en deux corps qui exhibent leurs grandes fenêtres aux rebords de pierre ; les portails qui déchirent le mur robuste précèdent les entrées en entonnoir, composées d’audacieux arcs en ogive, parmi lesquels galope une procession interminable de petites figurines humaines et animales, disposées dans toutes les positions farfelues que l’imagination extravagante des artistes médiévaux peut faire naître. Dans les coins, des anges revêtus de longs vêtements pesants, coiffés d’un diadème byzantin, aux ailes recouvertes d’un léger plumage soutiennent dans un effort perceptible les blasons où figurent les barres d’Aragon et les rubans enroulés dont les inscriptions en caractère gothique serrés sont presque effacées. En haut, sous les gargouilles d’une abominable laideur qui s’étirent audacieusement dans l’espace en affichant le rire muet du sabbat, on aperçoit sur la frise, dans des médaillons ornés de lauriers, tous les rois aragonais dont le casque ailé surmonte leur profil énergique, féroce et barbu. Enfin, couronnant la construction robuste, où alternent les âpres blocs de pierre et les coups fraisés et dentelés du burin, se distinguent les créneaux en rangs serrés recouverts de l’ancienne couronne royale.
Face à la Lonja se trouve le Principal, édifice extrêmement pauvre, mesquin corps de garde, par la porte duquel passe et repasse la sentinelle, l’arme au bras, l’air morose, frôlant de sa baïonnette les soldats en quartier libre, qui digèrent leur gamelle insipide en contemplant la vague de nourriture qui envahit la place. Plus loin, au-dessus du fouillis des bannes, le toit de zinc du marché aux fleurs ; à droite, l’entrée des deux porches du Nouveau Marché, avec ses colonnes plates peintes en jaune criard ; du côté opposé, la rue des Mantas, telle une coupée de galère antique, pavoisée de toiles ondoyantes et multicolores que les marchands de vêtements suspendent du haut de leur balcon en guise de modèle. Autour de la place, entrecoupés par les entrées de rues, ce sont des blocs de façades étroites, des balcons agglomérés, des murs recouverts d’enseignes, et dans tous les étages inférieurs, des boutiques proposant nourriture, vêtements, remèdes et breuvages avec en guise d’enseigne, brillant sur leurs portes, tous les saints de la cour céleste et les animaux communs du monde zoologique.
Dans ce grand espace, qui est à la fois le ventre et le poumon de Valence, régnait le jour de Noël une agitation qui faisait monter jusqu’au-dessus des toits la sourde rumeur d’un gigantesque nid de guêpes.
La place, avec ses étals à l’air libre, ses vieilles bannes, tremblant au moindre souffle de vent et baignées par le soleil rouge dans une transparence couleur caramel ; ses vendeuses qui vocifèrent, son ciel bleu sans le moindre nuage, son excès de lumière qui dorait tout à petit feu, des murs de la Lonja jusqu’aux corbeilles en osier des marchandes de légumes, et son odeur de légumes piétinés et de fruits mûris prématurément par une température constamment élevée, tout cela n’était pas sans rappeler les foires africaines, un marché marocain et sa foule agitée, ses cris assourdissants et la houle nerveuse des acheteurs.
Doña Manuela contemplait ce spectacle avec délectation. En son for intérieur, elle se reprochait son manque de distinction ; mais … que pouvait-elle y faire ! Elle avait beau s’acharner à changer et, obéissant aux petites, revêtir l’allure d’une dame hautaine, elle conservait toujours, atténués mais prêts à se manifester, les goûts et les penchants de l’ancienne commerçante qui avait passé les meilleurs moments de sa jeunesse sur la place du Marché. Comme les temps étaient heureux quand elle était propriétaire du magasin Las Tres Rosas ! Si l’argent fait le bonheur, elle n’avait jamais été aussi heureuse que les dernières années qu’elle passa parmi les cotonnades et les indiennes, les soieries et les percalines, bercée à toute heure par le ronronnement du marché et dès le réveil, enchantée par la vue sur le Pardalot de San Juan.
Il était trois heures de l’après-midi quand doña Manuela arriva sur la place du Marché, le buste gracieux enveloppé dans un manteau dont les pans descendaient presque jusqu’en bas de la jupe, les mains gantées avec soin, l’aumônière pendue au poignet et le visage voilé par la fine blonde de sa mantille.
Derrière elle, tel un couple silencieux, venaient le cocher et la domestique : un grand gaillard au visage joufflu et rasé de près, qui respirait une vive jovialité et qui brillait avec autant de satisfaction que l’embarrassaient ses lourds brodequins, son complet bleu aux boutons dorés teinté de rouge vif, et sa casquette large en caoutchouc, et à ses côtés, une jeune femme brune et bien faite, coiffée d’un chignon retenu par des épingles de perles, et vêtue, pour agrémenter cette coiffure champêtre, d’un costume mixte où se mêlaient les atours de la ville et ceux de la campagne.
Le cocher, un énorme panier à la main et une banne non moins importante sur le dos, avait l’air résigné et infiniment patient de la bête qui pressent la charge. La jeune femme portait également un panier en osier blanc, dont le couvercle remuait au rythme de ses pas, ce qui faisait résonner l’intérieur d’un son creux ; mais elle ne s’en inquiétait pas, plus occupée à dévisager d’un froncement de sourcil les passants trop curieux ou à jeter des coups d’œil farouches à la dame puis au cocher, ou vice-versa.
Quand ils franchirent l’angle de la rue et arrivèrent tous trois sur la place du Marché, doña Manuela s’arrêta, comme désorientée.
Grand Dieu… Quel monde ! Valence toute entière s’était donné rendez-vous. Tous les ans, la veille de Noël, c’était la même chose. Ce marché extraordinaire, qui se prolongeait bien après la tombée de la nuit, devenait une fête bruyante, l’explosion de joie et le tumulte d’un peuple qui, humant parmi les quantités de nourriture le fumet de mille choses pouvant satisfaire la voracité humaine, se réjouissait en pensant aux ventrées du lendemain. Sur cette grande place, légèrement arquée et rétrécie aux extrémités, tel un intestin enflé, s’amoncelaient les nuages de nourriture qui devaient se répandre sur les tables telle une pluie nourricière, pour satisfaire la gloutonnerie gargantuesque de Noël, cette fête gastronomique, devenu estomac de l’année.
Pendant quelques minutes, doña Manuela demeura immobile à l’entrée de la place. Elle semblait déboussolée, abasourdie par la houle bruyante de la foule ; mais ce qui la troublait le plus, en réalité, c’étaient les souvenirs qui lui revenaient en tête. Elle connaissait bien cette place ; elle y avait passé une partie de sa jeunesse, et quand, de temps en temps, elle se rendait au marché la veille d’un jour de fête, qui voyait s’allumer tous les fours de sa cuisine, elle ressentait la même sensation que celui qui retrouve sa véritable patrie, après un long voyage à l’étranger.
Avec quelle précision l’image de la place était gravée dans sa mémoire ! Elle la voyait les yeux fermés et pouvait alors la décrire sans oublier un seul détail.
D’où elle se trouvait, elle voyait devant elle l’église de los Santos Juanes, avec sa plate-forme aux balustrades rouillées, et en-dessous, presque au niveau des fondations, les caves lugubres et humides, où les ferblantiers installent leurs boutiques depuis très longtemps. En haut, la façade, en pierre lisse, jaunâtre, vermoulue, pourvue d’un retable aux sculptures polies, de deux portails ordinaires, de fenêtres en enfilade sous un auvent, de saints en granit au niveau des toits, et pour finir, d’un campanile triangulaire avec ses trois petits balcons, son horloge décolorée et altérée, le tout couronné par une fine pyramide, dont l’extrémité est coiffée de cet oiseau fabuleux, le fameux Pardalot, avec sa queue en éventail, qui, posé sur une sphère, tourne inlassablement, faisant office de girouette.
De l’autre côté, caressée par le soleil d’hiver, se dresse la Lonja de la Seda, dont toutes les splendeurs de sa façade en ogive rayonnent sur le fond bleu du ciel. La tour de l’horloge, carré, nue, monotone, sépare le bâtiment en deux corps qui exhibent leurs grandes fenêtres aux rebords de pierre ; les portails qui déchirent le mur robuste précèdent les entrées en entonnoir, composées d’audacieux arcs en ogive, parmi lesquels galope une procession interminable de petites figurines humaines et animales, disposées dans toutes les positions farfelues que l’imagination extravagante des artistes médiévaux peut faire naître. Dans les coins, des anges revêtus de longs vêtements pesants, coiffés d’un diadème byzantin, aux ailes recouvertes d’un léger plumage soutiennent dans un effort perceptible les blasons où figurent les barres d’Aragon et les rubans enroulés dont les inscriptions en caractère gothique serrés sont presque effacées. En haut, sous les gargouilles d’une abominable laideur qui s’étirent audacieusement dans l’espace en affichant le rire muet du sabbat, on aperçoit sur la frise, dans des médaillons ornés de lauriers, tous les rois aragonais dont le casque ailé surmonte leur profil énergique, féroce et barbu. Enfin, couronnant la construction robuste, où alternent les âpres blocs de pierre et les coups fraisés et dentelés du burin, se distinguent les créneaux en rangs serrés recouverts de l’ancienne couronne royale.
Face à la Lonja se trouve le Principal, édifice extrêmement pauvre, mesquin corps de garde, par la porte duquel passe et repasse la sentinelle, l’arme au bras, l’air morose, frôlant de sa baïonnette les soldats en quartier libre, qui digèrent leur gamelle insipide en contemplant la vague de nourriture qui envahit la place. Plus loin, au-dessus du fouillis des bannes, le toit de zinc du marché aux fleurs ; à droite, l’entrée des deux porches du Nouveau Marché, avec ses colonnes plates peintes en jaune criard ; du côté opposé, la rue des Mantas, telle une coupée de galère antique, pavoisée de toiles ondoyantes et multicolores que les marchands de vêtements suspendent du haut de leur balcon en guise de modèle. Autour de la place, entrecoupés par les entrées de rues, ce sont des blocs de façades étroites, des balcons agglomérés, des murs recouverts d’enseignes, et dans tous les étages inférieurs, des boutiques proposant nourriture, vêtements, remèdes et breuvages avec en guise d’enseigne, brillant sur leurs portes, tous les saints de la cour céleste et les animaux communs du monde zoologique.
Dans ce grand espace, qui est à la fois le ventre et le poumon de Valence, régnait le jour de Noël une agitation qui faisait monter jusqu’au-dessus des toits la sourde rumeur d’un gigantesque nid de guêpes.
La place, avec ses étals à l’air libre, ses vieilles bannes, tremblant au moindre souffle de vent et baignées par le soleil rouge dans une transparence couleur caramel ; ses vendeuses qui vocifèrent, son ciel bleu sans le moindre nuage, son excès de lumière qui dorait tout à petit feu, des murs de la Lonja jusqu’aux corbeilles en osier des marchandes de légumes, et son odeur de légumes piétinés et de fruits mûris prématurément par une température constamment élevée, tout cela n’était pas sans rappeler les foires africaines, un marché marocain et sa foule agitée, ses cris assourdissants et la houle nerveuse des acheteurs.
Doña Manuela contemplait ce spectacle avec délectation. En son for intérieur, elle se reprochait son manque de distinction ; mais … que pouvait-elle y faire ! Elle avait beau s’acharner à changer et, obéissant aux petites, revêtir l’allure d’une dame hautaine, elle conservait toujours, atténués mais prêts à se manifester, les goûts et les penchants de l’ancienne commerçante qui avait passé les meilleurs moments de sa jeunesse sur la place du Marché. Comme les temps étaient heureux quand elle était propriétaire du magasin Las Tres Rosas ! Si l’argent fait le bonheur, elle n’avait jamais été aussi heureuse que les dernières années qu’elle passa parmi les cotonnades et les indiennes, les soieries et les percalines, bercée à toute heure par le ronronnement du marché et dès le réveil, enchantée par la vue sur le Pardalot de San Juan.
***
Brigitte nous propose sa traduction :
A trois heures de l’après-midi, doña Manuela arriva sur la place du Marché, le buste gracieux enveloppé dans un manteau dont les pans atteignaient presque le bas de sa jupe, soigneusement gantée, l’aumônière au poignet et le visage voilé par la fine blonde de sa mantille.
A sa suite, formant un couple silencieux, marchaient le cocher et la servante : un grand gaillard au visage joufflu et bien rasé, qui respirait une cocasserie brutale, arborant avec autant de satisfaction que de gaucherie ses lourds brodequins, son costume bleu aux tons rouges vifs et aux boutons dorés et sa casquette de toile huilée à large bord et, à côté de lui, une fille brune et jolie, coiffée avec des macarons piqués d’épingles à perles, cette coiffure de la huerta étant complétée par son costume mixte où les atours de la ville se mêlaient à ceux de la campagne.
Le cocher, un énorme panier à la main et un cabas non moindre sur le dos, affichait l’expression résignée et patiente de la bête de somme qui pressent son fardeau. La jeune fille portait également un panier d’osier blanc dont les rabats se soulevaient au rythme de son pas, faisant sonner creux l’intérieur ; mais elle ne se s’en souciait guère, uniquement attentive à regarder de travers les passants trop curieux ou à promener des coups d’œil bourrus de la femme au cocher, et inversement.
Quand, tournant au coin de la rue, ils pénétrèrent tous trois sur la place du Marché, doña Manuela s’arrêta, comme désorientée.
Grands dieux… Que de monde ! Valence entière était là. Tous les ans c’était pareil à la veille de Noël. Ce marché extraordinaire qui se prolongeait jusqu’à une heure avancée de la nuit, était une festivité bruyante, l’explosion de joie et de tumulte d’un peuple qui, parmi des montagnes de nourriture et humant les parfums des mille choses qui rassasient la gourmandise humaine, se réjouissait en songeant aux ripailles du lendemain. Sur cette longue place, légèrement courbée et rétrécie à ses extrémités comme un intestin gonflé, s’entassaient les nuages d’aliments qui allaient se déverser sur les tables telle une pluie nourricière, satisfaisant cet appétit pantagruélique de Noël, fête gastronomique, ventrée de l’année.
Doña Manuela resta quelques minutes immobile à l’entrée de la rue. Elle semblait étourdie et décontenancée par le flot bruyant de la foule ; mais, en réalité, ce qui la troublait le plus c’était les pensées qui affluaient à sa mémoire. Elle connaissait cette place ; elle y avait passé une partie de sa jeunesse et, lorsque de temps en temps elle se rendait au marché parce que c’était veille de fête, moment où tous les feux de ses fourneaux s’allumaient, elle éprouvait la sensation de celui qui, après un long voyage en terres étrangères, est de retour dans sa véritable patrie.
Comme le souvenir de cette place restait gravé dans sa mémoire ! Elle se la représentait les yeux fermés et pouvait en faire la description sans en omettre le moindre détail.
De l’endroit où elle se trouvait, elle voyait en face l’église des Santos Juanes, avec sa terrasse aux balustrades oxydées, avec en bas, presque dans les soubassements, les niches sombres et humides où les ferblantiers installent leurs échoppes depuis des lustres. En haut, la façade, de pierre lisse, jaunâtre, rongée, avec un retable à la sculpture abîmée, deux portails ordinaires, une rangée de fenêtres sous un auvent, des saints de granit au niveau des toitures, et enfin, le clocher triangulaire avec ses trois balconnets, son horloge décolorée et détraquée, le tout surmonté par la fine pyramide, à l’extrémité de laquelle, en guise de girouette et posé sur une sphère, tourne avec lourdeur l’oiseau fabuleux, le populaire pardalot, avec sa queue en éventail.
A l’opposé, la Lonja de la Seda, caressée par le soleil d’hiver et arborant sur le fond bleu du ciel toutes les splendeurs de sa façade ogivale. La tour de l’horloge, carrée, dénudée, uniforme, partageant l’édifice en deux corps, et ceux-ci exhibant leurs grandes fenêtres aux dentelles de pierre ; les portes qui déchirent la robuste paroi, avec ses entrées en entonnoir, composées d’arcs en ogive audacieux, entre lesquels gambadent en une procession interminable, des figurines d’hommes et d’animaux dans toutes les postures les plus extravagantes qu’ait pu produire l’imagination délirante des artistes médiévaux; aux angles, des anges en habit long et pesant, serre-tête byzantin et ailes au rare plumage, soutenant dans un effort visible les blasons aux barres de l’Aragon et les rubans en volutes dont les inscriptions aux étroits caractères gothiques sont effacées ; en haut, au niveau de la frise, sous les gargouilles d’une effroyable laideur qui tendent avec audace leur cou dans l’espace, arborant leur sourire muet de sabbat, tous les rois aragonais dans des médaillons auréolés de lauriers, avec leur casque ailé sur leur profil énergique, féroce et barbu ; et, surmontant le robuste édifice où alternent les âpres blocs et les frises et dentelles ciselés, la rangée serrée de créneaux coiffés de l’ancienne couronne royale.
Face à la Lonja, le Principal, bâtiment extrêmement désuet, corps de garde mesquin, devant la porte duquel la sentinelle déambule avec ennui, l’arme au poing, frôlant de sa baïonnette les soldats en permission qui digèrent leur insipide rata en contemplant le flot d’aliments qui se déploie sur la place. Plus loin, au-dessus de l’amas de toiles, le toit de zinc du marché aux fleurs ; à droite, les deux portails du Marché Nouveau, avec ses colonnes plates peintes en jaune criard ; sur le côté opposé, la rue de Las Mantas, telle une coupée de galère antique, pavoisée d’étoffes ondoyantes et multicolores que les échoppes de vêtements accrochent aux balcons supérieurs en guise d’échantillon ; autour de la place, entrecoupés par les entrées de rues, des groupes d’étroites façades, de balcons agglomérés, de murs couverts d’inscriptions et, à tous les rez-de-chaussée, des boutiques d’alimentation, de vêtements, de remèdes et de boissons, affichant à l’entrée, en guise d’enseigne à leur établissement autant de saints qu’en possède la cour céleste et autant d’animaux ordinaires qu’en comporte l’échelle zoologique.
A l’intérieur de ce vaste espace, qui est pour Valence à la fois ventre et poumon, en cette veillée de Noël, il régnait une agitation qui faisait s’élever bien au-dessus des toits le bourdonnement sourd d’une ruche colossale.
La place, avec ses étals en plein air, ses vieilles toiles, tremblotantes au moindre souffle du vent et baignées par le soleil rouge à la transparence caramélisée ; ses vendeuses tonitruantes, son ciel d’azur sans le moindre nuage, son excès de lumière qui dore tout comme le feu, depuis les murs de la Lonja jusqu’aux grands paniers de roseau des marchandes de quatre-saisons et son odeur de légumes piétinés et de fruits mûrs prématurément à cause d’une température toujours élevée, faisait penser aux foires africaines, à un marché marocain avec sa foule inquiète, ses cris assourdissants et son flot fébrile d’acheteurs.
Doña Manuela contemplait avec délectation ce spectacle. Elle se reprochait intérieurement d’être peu distinguée ; mais… Que faire ! Elle avait beau s’évertuer à changer, et, obéissant aux filles, à prendre l’allure hautaine d’une grande dame, elle gardait toujours en sommeil et prompts à se manifester, les goûts et penchants de l’ancienne marchande qui avait vécu le meilleur de sa jeunesse sur la place du Marché. Que de bons moments elle avait passés lorsqu’elle était propriétaire de la boutique Les Trois Roses ! Si l’argent fait le bonheur, jamais elle n’avait été aussi heureuse qu’au cours des dernières années passées parmi les cotonnades et les indiennes, les soieries et les percalines, bercée à toute heure par le brouhaha du marché et voyant le matin, à son lever, le pardalot de Saint Jean.
A trois heures de l’après-midi, doña Manuela arriva sur la place du Marché, le buste gracieux enveloppé dans un manteau dont les pans atteignaient presque le bas de sa jupe, soigneusement gantée, l’aumônière au poignet et le visage voilé par la fine blonde de sa mantille.
A sa suite, formant un couple silencieux, marchaient le cocher et la servante : un grand gaillard au visage joufflu et bien rasé, qui respirait une cocasserie brutale, arborant avec autant de satisfaction que de gaucherie ses lourds brodequins, son costume bleu aux tons rouges vifs et aux boutons dorés et sa casquette de toile huilée à large bord et, à côté de lui, une fille brune et jolie, coiffée avec des macarons piqués d’épingles à perles, cette coiffure de la huerta étant complétée par son costume mixte où les atours de la ville se mêlaient à ceux de la campagne.
Le cocher, un énorme panier à la main et un cabas non moindre sur le dos, affichait l’expression résignée et patiente de la bête de somme qui pressent son fardeau. La jeune fille portait également un panier d’osier blanc dont les rabats se soulevaient au rythme de son pas, faisant sonner creux l’intérieur ; mais elle ne se s’en souciait guère, uniquement attentive à regarder de travers les passants trop curieux ou à promener des coups d’œil bourrus de la femme au cocher, et inversement.
Quand, tournant au coin de la rue, ils pénétrèrent tous trois sur la place du Marché, doña Manuela s’arrêta, comme désorientée.
Grands dieux… Que de monde ! Valence entière était là. Tous les ans c’était pareil à la veille de Noël. Ce marché extraordinaire qui se prolongeait jusqu’à une heure avancée de la nuit, était une festivité bruyante, l’explosion de joie et de tumulte d’un peuple qui, parmi des montagnes de nourriture et humant les parfums des mille choses qui rassasient la gourmandise humaine, se réjouissait en songeant aux ripailles du lendemain. Sur cette longue place, légèrement courbée et rétrécie à ses extrémités comme un intestin gonflé, s’entassaient les nuages d’aliments qui allaient se déverser sur les tables telle une pluie nourricière, satisfaisant cet appétit pantagruélique de Noël, fête gastronomique, ventrée de l’année.
Doña Manuela resta quelques minutes immobile à l’entrée de la rue. Elle semblait étourdie et décontenancée par le flot bruyant de la foule ; mais, en réalité, ce qui la troublait le plus c’était les pensées qui affluaient à sa mémoire. Elle connaissait cette place ; elle y avait passé une partie de sa jeunesse et, lorsque de temps en temps elle se rendait au marché parce que c’était veille de fête, moment où tous les feux de ses fourneaux s’allumaient, elle éprouvait la sensation de celui qui, après un long voyage en terres étrangères, est de retour dans sa véritable patrie.
Comme le souvenir de cette place restait gravé dans sa mémoire ! Elle se la représentait les yeux fermés et pouvait en faire la description sans en omettre le moindre détail.
De l’endroit où elle se trouvait, elle voyait en face l’église des Santos Juanes, avec sa terrasse aux balustrades oxydées, avec en bas, presque dans les soubassements, les niches sombres et humides où les ferblantiers installent leurs échoppes depuis des lustres. En haut, la façade, de pierre lisse, jaunâtre, rongée, avec un retable à la sculpture abîmée, deux portails ordinaires, une rangée de fenêtres sous un auvent, des saints de granit au niveau des toitures, et enfin, le clocher triangulaire avec ses trois balconnets, son horloge décolorée et détraquée, le tout surmonté par la fine pyramide, à l’extrémité de laquelle, en guise de girouette et posé sur une sphère, tourne avec lourdeur l’oiseau fabuleux, le populaire pardalot, avec sa queue en éventail.
A l’opposé, la Lonja de la Seda, caressée par le soleil d’hiver et arborant sur le fond bleu du ciel toutes les splendeurs de sa façade ogivale. La tour de l’horloge, carrée, dénudée, uniforme, partageant l’édifice en deux corps, et ceux-ci exhibant leurs grandes fenêtres aux dentelles de pierre ; les portes qui déchirent la robuste paroi, avec ses entrées en entonnoir, composées d’arcs en ogive audacieux, entre lesquels gambadent en une procession interminable, des figurines d’hommes et d’animaux dans toutes les postures les plus extravagantes qu’ait pu produire l’imagination délirante des artistes médiévaux; aux angles, des anges en habit long et pesant, serre-tête byzantin et ailes au rare plumage, soutenant dans un effort visible les blasons aux barres de l’Aragon et les rubans en volutes dont les inscriptions aux étroits caractères gothiques sont effacées ; en haut, au niveau de la frise, sous les gargouilles d’une effroyable laideur qui tendent avec audace leur cou dans l’espace, arborant leur sourire muet de sabbat, tous les rois aragonais dans des médaillons auréolés de lauriers, avec leur casque ailé sur leur profil énergique, féroce et barbu ; et, surmontant le robuste édifice où alternent les âpres blocs et les frises et dentelles ciselés, la rangée serrée de créneaux coiffés de l’ancienne couronne royale.
Face à la Lonja, le Principal, bâtiment extrêmement désuet, corps de garde mesquin, devant la porte duquel la sentinelle déambule avec ennui, l’arme au poing, frôlant de sa baïonnette les soldats en permission qui digèrent leur insipide rata en contemplant le flot d’aliments qui se déploie sur la place. Plus loin, au-dessus de l’amas de toiles, le toit de zinc du marché aux fleurs ; à droite, les deux portails du Marché Nouveau, avec ses colonnes plates peintes en jaune criard ; sur le côté opposé, la rue de Las Mantas, telle une coupée de galère antique, pavoisée d’étoffes ondoyantes et multicolores que les échoppes de vêtements accrochent aux balcons supérieurs en guise d’échantillon ; autour de la place, entrecoupés par les entrées de rues, des groupes d’étroites façades, de balcons agglomérés, de murs couverts d’inscriptions et, à tous les rez-de-chaussée, des boutiques d’alimentation, de vêtements, de remèdes et de boissons, affichant à l’entrée, en guise d’enseigne à leur établissement autant de saints qu’en possède la cour céleste et autant d’animaux ordinaires qu’en comporte l’échelle zoologique.
A l’intérieur de ce vaste espace, qui est pour Valence à la fois ventre et poumon, en cette veillée de Noël, il régnait une agitation qui faisait s’élever bien au-dessus des toits le bourdonnement sourd d’une ruche colossale.
La place, avec ses étals en plein air, ses vieilles toiles, tremblotantes au moindre souffle du vent et baignées par le soleil rouge à la transparence caramélisée ; ses vendeuses tonitruantes, son ciel d’azur sans le moindre nuage, son excès de lumière qui dore tout comme le feu, depuis les murs de la Lonja jusqu’aux grands paniers de roseau des marchandes de quatre-saisons et son odeur de légumes piétinés et de fruits mûrs prématurément à cause d’une température toujours élevée, faisait penser aux foires africaines, à un marché marocain avec sa foule inquiète, ses cris assourdissants et son flot fébrile d’acheteurs.
Doña Manuela contemplait avec délectation ce spectacle. Elle se reprochait intérieurement d’être peu distinguée ; mais… Que faire ! Elle avait beau s’évertuer à changer, et, obéissant aux filles, à prendre l’allure hautaine d’une grande dame, elle gardait toujours en sommeil et prompts à se manifester, les goûts et penchants de l’ancienne marchande qui avait vécu le meilleur de sa jeunesse sur la place du Marché. Que de bons moments elle avait passés lorsqu’elle était propriétaire de la boutique Les Trois Roses ! Si l’argent fait le bonheur, jamais elle n’avait été aussi heureuse qu’au cours des dernières années passées parmi les cotonnades et les indiennes, les soieries et les percalines, bercée à toute heure par le brouhaha du marché et voyant le matin, à son lever, le pardalot de Saint Jean.
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