En photo : Leon Bloy by Andre Rouveyrepar A Journey Round My Skull
Le Vieux de la maison
Ah ! elle pouvait se vanter d'en avoir de la vertu, Mme Alexandre ! Songez donc ! Depuis trois ans
qu'elle le supportait, ce vieux fricoteur, cette vieille ficelle à pot−au−feu qui déshonorait sa maison, vous pensez bien que si ce n'était pas son père, il y avait longtemps qu'elle lui aurait collé son billet de retour pour le poussier des invalos de la Publique !
Mais quoi ! on est bien forcé de garder les convenances, de subvenir à ses auteurs quand on n'est pas des enfants de chiens et surtout quand on est dans le commerce.
Oh ! la famille ! Malheur de malheur ! Et il y en a qui disent qu'il y a un bon Dieu ! Il ne crèvera donc pas un de ces quatre matins, le chameau ?
La fréquence extrême de ce monologue filial en avait malheureusement altéré la fraîcheur. Il ne se passait pas de jour que Mme Alexandre ne se plaignît en ces termes de la coriacité de son destin.
Quelquefois, pourtant, elle s'attendrissait lorsqu'il lui fallait divulguer son âme à des clients jeunes qui n'eussent qu'imparfaitement saisi la noblesse de ses jérémiades.
− Bon et cher papa, roucoulait−elle, si vous saviez comme nous l'aimons ! Nous n'avons toutes qu'un coeur pour le chérir. Le métier n'y fait rien, voyez−vous ! On a beau être des déclassées, des malheureuses, si vous voulez, le coeur parle toujours. On se souvient de son enfance, des joies pures de la famille, et je me sens bien relevée à mes propres yeux, je vous le jure, quand je vois aller et venir, dans ma maison, ce vénérable vieillard couronné de cheveux blancs qui nous fait penser à la céleste patrie. Etc., etc.
L'inconscience professionnelle permettait sans doute à la drôlesse de fonctionner, avec une égale bonne foi, dans l'une ou l'autre posture, et l'hôte septuagénaire du grand 12, alternativement habillé de gloire et d'ignominie, croupissait au bord de sa fille, − dans l'inaltérable sérénité du soir de sa vie, − comme une guenille d'hôpital sur la rive du grand collecteur.
Léon Bloy, « Le vieux de la maison », Histoires désobligeantes, 1894.
***
Laëtitia nous propose sa traduction :
El Viejo de la casa
¡ Ah ! ¡ Podía jactarse de tener virtud la señora Alexandre ! ¡ Piénselo bien ! ¡ Desde tres años que soportaba a ese viejo estafador, a ese viejo marrullero del hogar que deshonraba su casa, figúrese que si no fuera su padre, le hubiera largado desde hacía mucho tiempo su billete de vuelta para el cuchitril de los inválidos de la Beneficencia Pública !
Pero ¿ qué quiere ? uno está necesariamente obligado a guardar el decoro, a mantener a sus genitores cuando no es hijo de perros y sobre todo cuando está en los negocios.
¡ Oh ! ¡ la familia ! ¡ Qué desgracia ! ¡ Y hay algunos para decir que Dios existe ! ¿ No va a reventar uno de estos días, ese pajarraco ?
La extrema frecuencia de aquel monólogo filial hacía desgraciadamente que había perdido de su frescura. No había un día en que la señora Alexandre no se quejara en aquellos términos de lo correoso de su destino.
Sin embargo, a veces, se enternecía cuando tenía que descubrir su alma a unos clientes jóvenes que no hubieran entendido sino imperfectamente la nobleza de sus jeremiadas.
− Bueno y querido papá, arrullaba ella, ¡ si supiera cuánto lo queremos ! Todas no tenemos más que un corazón para quererlo. Mire, el oficio no cambia nada. Por más que somos unas desclasadas y desgraciadas, si quiere, siempre habla el corazón. Me acuerdo de mi infancia, de las alegrías puras de la familia, y me siento muy valorada a mis propios ojos, se lo juro, cuando veo ir y venir, en mi casa, a aquel venerable anciano coronado de canas que nos hace pensar en la celeste patria. Etc., etc.
La inconsciencia profesional permitía sin duda a la bribona actuar, con la misma buena fe, en una u otra postura, y el huésped septuagenario del gran 12, alternativamente vestido de gloria y de ignominia, se encenagaba cerca de su hija − en la inalterable serenidad de la tarde de su vida − como un guiñapo de hospital en la orilla del gran colector.
El Viejo de la casa
¡ Ah ! ¡ Podía jactarse de tener virtud la señora Alexandre ! ¡ Piénselo bien ! ¡ Desde tres años que soportaba a ese viejo estafador, a ese viejo marrullero del hogar que deshonraba su casa, figúrese que si no fuera su padre, le hubiera largado desde hacía mucho tiempo su billete de vuelta para el cuchitril de los inválidos de la Beneficencia Pública !
Pero ¿ qué quiere ? uno está necesariamente obligado a guardar el decoro, a mantener a sus genitores cuando no es hijo de perros y sobre todo cuando está en los negocios.
¡ Oh ! ¡ la familia ! ¡ Qué desgracia ! ¡ Y hay algunos para decir que Dios existe ! ¿ No va a reventar uno de estos días, ese pajarraco ?
La extrema frecuencia de aquel monólogo filial hacía desgraciadamente que había perdido de su frescura. No había un día en que la señora Alexandre no se quejara en aquellos términos de lo correoso de su destino.
Sin embargo, a veces, se enternecía cuando tenía que descubrir su alma a unos clientes jóvenes que no hubieran entendido sino imperfectamente la nobleza de sus jeremiadas.
− Bueno y querido papá, arrullaba ella, ¡ si supiera cuánto lo queremos ! Todas no tenemos más que un corazón para quererlo. Mire, el oficio no cambia nada. Por más que somos unas desclasadas y desgraciadas, si quiere, siempre habla el corazón. Me acuerdo de mi infancia, de las alegrías puras de la familia, y me siento muy valorada a mis propios ojos, se lo juro, cuando veo ir y venir, en mi casa, a aquel venerable anciano coronado de canas que nos hace pensar en la celeste patria. Etc., etc.
La inconsciencia profesional permitía sin duda a la bribona actuar, con la misma buena fe, en una u otra postura, y el huésped septuagenario del gran 12, alternativamente vestido de gloria y de ignominia, se encenagaba cerca de su hija − en la inalterable serenidad de la tarde de su vida − como un guiñapo de hospital en la orilla del gran colector.
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