vendredi 4 mai 2012

Version à rendre pour le 18 mai

¿Qué tenía en común con aquellas gentes que se encaramaban a un podium colectivo para que les pusieran las medallas del olimpismo? Contempló por televisión la llegada de la antorcha olímpica, la fiesta greco-catalana de recepción y lo mejor fue la espléndida muchacha que llevó la antorcha a tierra firme para que iniciara un paseo por toda España, en manos de políticos, deportistas y cualquier otra gloria local, en pos de marcar un territorio épico a la vez que zoológico. Si lo hubieran presentado como una fiesta recaudatoria de fondos para mejorar la ciudad o la especie residual celtibérica o le hubieran preguntado, al menos, si valía la pena mejorarla, Carvalho se hubiera abstenido igual, pero al menos habría aceptado el pringue de las personas, las cosas y los días, dejándose llevar por un verano más verano que los otros:

Siempre se espera un verano
mejor
y propicio para hacer
lo que nunca se hizo.

Había cantado un poeta de adolescencia contemporánea a la de Carvalho, de la que le llegaban poemas rotos que alguna vez había leído o incluso le habían leído:

No hubo fornicación
y la muchacha vive todavía.

¿De quién era? Qué más daba. La sensación de extranjería la llevaba en los huesos, como un frío intransferible, parecida a la que había sentido en los Getsemanís del franquismo, desde un exilio interior al que entonces le empujaba la obscenidad de la dictadura y ahora la inmensa, implícita presión de las multitudes olímpicas le empujaba al arcén de los coches deprimidos que no quieren correr porque han dejado de creer en la carrera. Durante diecisiete días la ciudad estaría ocupada por una amplia minoría de deportistas practicantes y por una inmensa mayoría de deportistas de palabra, pensamiento y omisión. Una ciudad ocupada por gente disfrazada de saludable puede llegar a ser insoportable y más insoportable todavía si, a causa de los Juegos Olímpicos, la ciudad se ha hecho la cirugía estética y de su rostro han desaparecido importantes arrugas de su pasado. Reyes, presidentes de repúblicas probables, la insoportable levedad del ser de todos los miembros del COI, gordos y gordas con las mochilas llenas de filosofía olímpica negados para siempre a distinguir entre los caníbales y sus víctimas y a las puertas de la ciudad acampados, en espera de su oportunidad neologizada, los paralímpicos, eufemismo de otro eufemismo, los disminuidos, para protagonizar a continuación la olimpiada de la piedad peligrosa en el marco de una sociedad que sólo se preocupa de sus disminuidos cuando consiguen meter goles con la nariz. Carvalho decidió recurrir a un sucedáneo de suicidio metafísico que había ensayado en sus tiempos de deprimido histórico, cuando debía convivir con la excelente salud del cadáver del franquismo y el general permanecía como un muñeco embalsamado en vida, sólo capaz de mover el brazo y la pistola, obstinado en permanecer en el escenario del crimen, como convidado de piedra en los escenarios de su propia obsolescencia de bárbaro primum inter pares. Vaciar una habitación, cerrarla a cal y canto, con Carvalho dentro, desnudo, sin otro nexo con el pasado y el futuro que un frigorífico lleno de alimentos populares y fantasiosos perecederos y un jamón, como recurso alimentario vinculable con la eternidad. La cultura metafísica y gastronómica de Carvalho había mejorado mucho desde sus crisis de finales de los sesenta y esta vez decidió encerrarse en su casa de Vallvidrera, puertas y ventanas selladas, incluso ranuras y rendijas, con cinta aislante. El cuerpo todo lo desnudo que exigía el verano y la angustia, pero con el breve slip que reclama el sentido del ridículo a partir de los cincuenta años y tanto en el frigorífico como en la despensa, de Chez Fauchon para arriba, sin descuidar productos gastronómicos españoles que hubieran conseguido superar con dignidad las asechanzas de la posmodernidad, que tantos estragos ha causado en la cultura del mercado del paladar.

Manuel Vázquez Montalbán, Sabotaje olímpico

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