Siempre se
espera un verano
mejor
y propicio para
hacer
lo que nunca se
hizo.
Había cantado un poeta de adolescencia
contemporánea a la de Carvalho, de la que le llegaban poemas rotos
que alguna vez había leído o incluso le habían leído:
No hubo
fornicación
y la muchacha
vive todavía.
¿De quién era? Qué más daba. La
sensación de extranjería la llevaba en los huesos, como un frío
intransferible, parecida a la que había sentido en los Getsemanís
del franquismo, desde un exilio interior al que entonces le empujaba
la obscenidad de la dictadura y ahora la inmensa, implícita presión
de las multitudes olímpicas le empujaba al arcén de los coches
deprimidos que no quieren correr porque han dejado de creer en la
carrera. Durante diecisiete días la ciudad estaría ocupada por una
amplia minoría de deportistas practicantes y por una inmensa mayoría
de deportistas de palabra, pensamiento y omisión. Una ciudad ocupada
por gente disfrazada de saludable puede llegar a ser insoportable y
más insoportable todavía si, a causa de los Juegos Olímpicos, la
ciudad se ha hecho la cirugía estética y de su rostro han
desaparecido importantes arrugas de su pasado. Reyes, presidentes de
repúblicas probables, la insoportable levedad del ser de todos los
miembros del COI, gordos y gordas con las mochilas llenas de
filosofía olímpica negados para siempre a distinguir entre los
caníbales y sus víctimas y a las puertas de la ciudad acampados, en
espera de su oportunidad neologizada, los paralímpicos,
eufemismo de otro eufemismo, los disminuidos, para
protagonizar a continuación la olimpiada de la piedad peligrosa en
el marco de una sociedad que sólo se preocupa de sus disminuidos
cuando consiguen meter goles con la nariz. Carvalho decidió recurrir
a un sucedáneo de suicidio metafísico que había ensayado en sus
tiempos de deprimido histórico, cuando debía convivir con la
excelente salud del cadáver del franquismo y el general permanecía
como un muñeco embalsamado en vida, sólo capaz de mover el brazo y
la pistola, obstinado en permanecer en el escenario del crimen, como
convidado de piedra en los escenarios de su propia obsolescencia de
bárbaro primum inter pares. Vaciar una habitación, cerrarla
a cal y canto, con Carvalho dentro, desnudo, sin otro nexo con el
pasado y el futuro que un frigorífico lleno de alimentos populares y
fantasiosos perecederos y un jamón, como recurso alimentario
vinculable con la eternidad. La cultura metafísica y gastronómica
de Carvalho había mejorado mucho desde sus crisis de finales de los
sesenta y esta vez decidió encerrarse en su casa de Vallvidrera,
puertas y ventanas selladas, incluso ranuras y rendijas, con cinta
aislante. El cuerpo todo lo desnudo que exigía el verano y la
angustia, pero con el breve slip que reclama el sentido del
ridículo a partir de los cincuenta años y tanto en el frigorífico
como en la despensa, de Chez Fauchon para arriba, sin descuidar
productos gastronómicos españoles que hubieran conseguido superar
con dignidad las asechanzas de la posmodernidad, que tantos estragos
ha causado en la cultura del mercado del paladar.
Manuel Vázquez Montalbán, Sabotaje olímpico
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