Comme je ne suis pas là de la semaine et que vous allez donc périr d'ennui sans traduction autre que votre roman, je vous demande de vous y coller – les aimables candidates bordelaises au concours vous seront reconnaissantes de leur faire des propositions… Envoyez-moi cela pour samedi prochain.
Un mazazo, capaz de alurdir a un buey: eso había sido la revelación de Robert. Su famoso dirscurso nos había dejado tontos. Ya, ya irían brotando, como erupción cutánea, las ronchas que en cada cual levantaría tan pesada broma: pues -a unos más y a otros menos- ¿ a quién no había de indigestársele el postre que en aquella cena debimos tragarnos? Cuando al olro día, pasado el estupor de la sorpresa y disipados también con el sueño los vapores alcohólicos que tanto entorpecen el cerebro, amaneció la gente, para muchos era increíble lo visto y lo oído: andábamos todos desconcertados, medio huidos, rabo entre piernas. Tras vueltas, reticencias y tanteos que ocuparían las horas de la mañana, sólo al atardecer se entró de lleno a comentar lo sucedido; y entonces, ¡ qué cosas peregrinas no pudieron escucharse! Por lo pronto, y aunque parezca extraño (yo tenía miedo a los excesos de la chabacanería), aunquo parezca raro, la reaccón furiosa contra la mujer, de que Ruiz Abarca ofreciera en el acto mismo un primer y brutal ejemplo, no fue la actitud más común. Hubiera podido calcularse que ella constituiría el blanco natural de las mayores indignaciones, el objeto de los dicterios más enconados: pero no fue así. La perfidia femenina – corroborada, una vez más, melancólicamente- no sublevaba tanto como la jugarrreta, de Robert, ese canalla que ahora -pensábamos- estaría burlándose de nosotros, y riendo tanto mejor cuanto que era el último en reír. Durante meses y meses nos había dejado creer que le engañábamos, y los engañados éramos nosotros: esto sacaba de tino, ponía rojos de rabia a muchos. Pues, en verdad, la conducta del señor director de Expediciones y Embarques resultaba el bocado de digestión más difícil; pensar que se había destapado con desparpajo inaudito -mejor aún, con frío y repugnante cinismo- como un chulo vulgar, rufián y proxeneta, suscitaba oleadas de rabia y tardío coraje, quizás no tanto por el hecho en sí como por la vejación del chasco.
Un mazazo, capaz de alurdir a un buey: eso había sido la revelación de Robert. Su famoso dirscurso nos había dejado tontos. Ya, ya irían brotando, como erupción cutánea, las ronchas que en cada cual levantaría tan pesada broma: pues -a unos más y a otros menos- ¿ a quién no había de indigestársele el postre que en aquella cena debimos tragarnos? Cuando al olro día, pasado el estupor de la sorpresa y disipados también con el sueño los vapores alcohólicos que tanto entorpecen el cerebro, amaneció la gente, para muchos era increíble lo visto y lo oído: andábamos todos desconcertados, medio huidos, rabo entre piernas. Tras vueltas, reticencias y tanteos que ocuparían las horas de la mañana, sólo al atardecer se entró de lleno a comentar lo sucedido; y entonces, ¡ qué cosas peregrinas no pudieron escucharse! Por lo pronto, y aunque parezca extraño (yo tenía miedo a los excesos de la chabacanería), aunquo parezca raro, la reaccón furiosa contra la mujer, de que Ruiz Abarca ofreciera en el acto mismo un primer y brutal ejemplo, no fue la actitud más común. Hubiera podido calcularse que ella constituiría el blanco natural de las mayores indignaciones, el objeto de los dicterios más enconados: pero no fue así. La perfidia femenina – corroborada, una vez más, melancólicamente- no sublevaba tanto como la jugarrreta, de Robert, ese canalla que ahora -pensábamos- estaría burlándose de nosotros, y riendo tanto mejor cuanto que era el último en reír. Durante meses y meses nos había dejado creer que le engañábamos, y los engañados éramos nosotros: esto sacaba de tino, ponía rojos de rabia a muchos. Pues, en verdad, la conducta del señor director de Expediciones y Embarques resultaba el bocado de digestión más difícil; pensar que se había destapado con desparpajo inaudito -mejor aún, con frío y repugnante cinismo- como un chulo vulgar, rufián y proxeneta, suscitaba oleadas de rabia y tardío coraje, quizás no tanto por el hecho en sí como por la vejación del chasco.
Francisco Ayala, Historia de Macacos (1955), Madrid, Clásicos Castalia, 1995, p. 99-100.
Aucun commentaire:
Enregistrer un commentaire