Llevaba varias horas con él y acababa de darme cuenta de que no sabía su nombre. Me lo había dicho, incluso se había apresurado a darme su tarjeta, antes de que nos sentáramos en los taburetes del falso bar inglés en la zona de tránsitos del aeropuerto de Pittsburgh, pero yo no presté atención, o me olvidé del nombre nada más oírlo, y ahora me encontraba en la circunstancia absurda de estar recibiendo las confesiones sentimentales o sexuales de un desconocido que me llamaba por mi first name y se comportaba como si fuéramos amigos de toda la vida. As a matter of fact, como dicen aquí, nos habíamos visto por primera vez hacia las once a.m., en un puesto de prensa, o más bien él había visto sobresalir del bolsillo de mi gabardina un ejemplar atrasado de El País Internacional, e inmediatamente se había dirigido a mí en español, con la seguridad absoluta, según dijo más tarde, de que éramos compatriotas.
-Tú haz caso de lo que me dice la experiencia, Claudio -yo no me acordaba de su nombre, pero él manejaba ya fluidamente el mío-. Un español reconoce a otro mucho antes de oírlo hablar, nada más que viéndole la pinta. Vas por Nueva York, un ejemplo, por la Quinta Avenida, a la hora de más gentío y más tráfico, ves en un semáforo a una pareja, de espaldas a ti, los dos con camisas y vaqueros, de unos treinta y tantos años, ella con un poco de culo, con zapatillas de deporte muy nuevas, con un jersey fino echado por los hombros, o atado a la
cintura, y no sé por qué pero lo sabes, lo puedes jurar: «Esos dos son españoles».
Qué le vas a hacer, tenemos esa pinta, ese look, como dicen ahora.
Me disgustó que una persona tan vulgar se concediera tales prerrogativas sobre lo que él llamaba mi pinta. Si alguien así, tan cheap, para decirlo con crudeza, me identificaba tan rápidamente como compatriota suyo, era que tal vez yo compartía, sin darme cuenta, una parte de su vulgaridad, de su ruda franqueza española. También debo añadir que con los años me he acostumbrado a lo que al principio me atosigaba tanto, a las formalidades y reservas de la etiqueta académica norteamericana, y que ya me siento incómodo, o más exactamente, embarrassed, ante cualquier despliegue excesivo de simpatía, que casi nunca llega sin su contrapartida de mala educación.
Hay otra consideración que no debo eludir: en los viajes soy del todo incapaz de relacionarme con los otros, apenas salgo de casa hacia el aeropuerto o la estación de ferrocarril, es como si me sumergiera en el agua vestido con un traje de buzo, y cualquier amenaza de conversación me incomoda. Pertenezco a lo que los sociólogos llaman aquí, con una metáfora no infortunada, el tipo cocoon. Aunque no esté en mi casa, bien calefactada y forrada de moquetas, por dondequiera que voy me envuelve mi capullo cálido de confortable privacy. Abro con avaricia cualquiera de los libros o los journals que he escogido para el viaje, o recurro, si tengo mucho trabajo, a algún paper urgente, a mi pequeño ordenador, mi imprescindible lap top, me pongo las gafas de cerca, las que llevan una oportuna cadenita para evitar su pérdida, guardo las otras en su funda y en el bolsillo interior de mi chaqueta, y por lo que a mí respecta, aunque me encuentre en un aeropuerto populoso, igualmente podía estar en mi despacho del departamento, en una de esas tardes de final de semestre en que ya apenas quedan estudiantes y reina en las aulas, en los patios alfombrados de césped y en los corredores, un silencio de verdad claustral.
-Tú haz caso de lo que me dice la experiencia, Claudio -yo no me acordaba de su nombre, pero él manejaba ya fluidamente el mío-. Un español reconoce a otro mucho antes de oírlo hablar, nada más que viéndole la pinta. Vas por Nueva York, un ejemplo, por la Quinta Avenida, a la hora de más gentío y más tráfico, ves en un semáforo a una pareja, de espaldas a ti, los dos con camisas y vaqueros, de unos treinta y tantos años, ella con un poco de culo, con zapatillas de deporte muy nuevas, con un jersey fino echado por los hombros, o atado a la
cintura, y no sé por qué pero lo sabes, lo puedes jurar: «Esos dos son españoles».
Qué le vas a hacer, tenemos esa pinta, ese look, como dicen ahora.
Me disgustó que una persona tan vulgar se concediera tales prerrogativas sobre lo que él llamaba mi pinta. Si alguien así, tan cheap, para decirlo con crudeza, me identificaba tan rápidamente como compatriota suyo, era que tal vez yo compartía, sin darme cuenta, una parte de su vulgaridad, de su ruda franqueza española. También debo añadir que con los años me he acostumbrado a lo que al principio me atosigaba tanto, a las formalidades y reservas de la etiqueta académica norteamericana, y que ya me siento incómodo, o más exactamente, embarrassed, ante cualquier despliegue excesivo de simpatía, que casi nunca llega sin su contrapartida de mala educación.
Hay otra consideración que no debo eludir: en los viajes soy del todo incapaz de relacionarme con los otros, apenas salgo de casa hacia el aeropuerto o la estación de ferrocarril, es como si me sumergiera en el agua vestido con un traje de buzo, y cualquier amenaza de conversación me incomoda. Pertenezco a lo que los sociólogos llaman aquí, con una metáfora no infortunada, el tipo cocoon. Aunque no esté en mi casa, bien calefactada y forrada de moquetas, por dondequiera que voy me envuelve mi capullo cálido de confortable privacy. Abro con avaricia cualquiera de los libros o los journals que he escogido para el viaje, o recurro, si tengo mucho trabajo, a algún paper urgente, a mi pequeño ordenador, mi imprescindible lap top, me pongo las gafas de cerca, las que llevan una oportuna cadenita para evitar su pérdida, guardo las otras en su funda y en el bolsillo interior de mi chaqueta, y por lo que a mí respecta, aunque me encuentre en un aeropuerto populoso, igualmente podía estar en mi despacho del departamento, en una de esas tardes de final de semestre en que ya apenas quedan estudiantes y reina en las aulas, en los patios alfombrados de césped y en los corredores, un silencio de verdad claustral.
Antonio Muñoz Molina, Carlota Fainberg
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