Ahora que sé que mi amiga Claudia ha enviudado de muerte natural del marido, no he podido evitar acordarme de una noche en París hace seis meses: había salido después de la cena de siete personas para acompañar hasta su casa a una de las invitadas, que no tenía coche pero vivía cerca, quince minutos andando a la ida y quince a la vuelta. Me había parecido una joven algo alocada y bastante simpática, una italiana amiga de mi anfitriona Claudia, también italiana, en cuyo piso de París me alojaba durante unos días, como en otras ocasiones. Era miúltima noche de aquel viaje. La joven, cuyo nombre ya no recuerdo, había sido invitada para complacerme y para diversifcar un poco la mesa, o mejor dicho, para que las dos lenguas habladas estuvieran más repartidas.
Todavía durante el paseo tuve que chapurrear italiano, como había hecho durante media cena. Durante la otra media era francés lo que había chapurreado aún peor, y a decir verdad estaba ya harto de no poder expresarme correctamente con nadie. Tenía ganas de resarcirme, pero esa noche ya no habría posibilidad, pensaba, pues para cuando regresara a la casa mi amiga Claudia que habla un español convincente, ya se habría acostado con su maduro y gigantesco marido y hasta la mañana siguiente no habría ocasión de cruzar unas palabras bien armadas y pronunciadas. Sentía impulsos verbales, pero debía reprimirlos. Desconecté durante el paseo: dejé que fuera la amiga italiana de mi amiga italiana quien hablara con propiedad en su lengua, y yo, contra mi voluntad y deseo, me limitaba a asentir y a comentar de vez en cuando:‘Certo, certo’, sin prestar atención, cansado como estaba por el vino y hastiado por el esfuerzo lingüístico. Mientras caminábamos echando vaho sólo me percataba de que decía cosas sobre nuestra común amiga, como era por lo demás natural, ya que fuera de la reunión de siete de la que procedíamos no teníamos nada de lo que ponernos al tanto. Al menos eso creía.‘Ma certo’, seguía comentando yo sin ningún sentido, mientras ella, que se daría cuenta de mis omisiones, continuaba un poco para sí sola o quizá por cortesía. Hasta que de pronto, siempre hablando de Claudia, hubo una frase que comprendí muy bien como frase y en absoluto como significado, ya que la comprendí sin querer y aislada de todo contexto.‘Claudia sarà ancora con il dottore’, fue lo que dijo su amiga a mi entendimiento. No hice mucho caso, porque estábamos llegando ya a su portal y yo tenía prisa por hablar mi lengua o al menos quedarme a solas pensando en ella.
En aquel portal había una figura esperando, y ella añadió:‘Ah no, ecco il dottore’, o algo por el estilo. Entendí que aquel doctor venía a visitar a su marido, quien por hallarse indispuesto no la había acompañado a la cena. El doctor era un hombre de mi edad o casi joven y que resultó ser español. Quizá fue sólo por eso por lo que fuimos presentados, aunque muy brevemente (ellos dos hablaron entre sí en francés, el de mi compatriota inconfundible acento), y aunque de buen grado me habría quedado un rato charlando conél para satisfacer mis ansias de verbalidad correcta, la amiga de mi amiga no me invitó a subir, sino que apresuró la despedida, dando a entender o diciendo que el doctor Noguera llevaba ya allí minutos, esperándola. Este médico compatriota portaba maletín negro, como los de otraépoca, y tenía un rostro anticuado, como salido de los años treinta: un hombre bien parecido pero huesudo y pálido, con pelo rubio de piloto de caza, peinado hacia atrás. Comoél, pensé un momento, debió haber muchos en París después de la guerra, médicos exiliados republicanos.
Todavía durante el paseo tuve que chapurrear italiano, como había hecho durante media cena. Durante la otra media era francés lo que había chapurreado aún peor, y a decir verdad estaba ya harto de no poder expresarme correctamente con nadie. Tenía ganas de resarcirme, pero esa noche ya no habría posibilidad, pensaba, pues para cuando regresara a la casa mi amiga Claudia que habla un español convincente, ya se habría acostado con su maduro y gigantesco marido y hasta la mañana siguiente no habría ocasión de cruzar unas palabras bien armadas y pronunciadas. Sentía impulsos verbales, pero debía reprimirlos. Desconecté durante el paseo: dejé que fuera la amiga italiana de mi amiga italiana quien hablara con propiedad en su lengua, y yo, contra mi voluntad y deseo, me limitaba a asentir y a comentar de vez en cuando:‘Certo, certo’, sin prestar atención, cansado como estaba por el vino y hastiado por el esfuerzo lingüístico. Mientras caminábamos echando vaho sólo me percataba de que decía cosas sobre nuestra común amiga, como era por lo demás natural, ya que fuera de la reunión de siete de la que procedíamos no teníamos nada de lo que ponernos al tanto. Al menos eso creía.‘Ma certo’, seguía comentando yo sin ningún sentido, mientras ella, que se daría cuenta de mis omisiones, continuaba un poco para sí sola o quizá por cortesía. Hasta que de pronto, siempre hablando de Claudia, hubo una frase que comprendí muy bien como frase y en absoluto como significado, ya que la comprendí sin querer y aislada de todo contexto.‘Claudia sarà ancora con il dottore’, fue lo que dijo su amiga a mi entendimiento. No hice mucho caso, porque estábamos llegando ya a su portal y yo tenía prisa por hablar mi lengua o al menos quedarme a solas pensando en ella.
En aquel portal había una figura esperando, y ella añadió:‘Ah no, ecco il dottore’, o algo por el estilo. Entendí que aquel doctor venía a visitar a su marido, quien por hallarse indispuesto no la había acompañado a la cena. El doctor era un hombre de mi edad o casi joven y que resultó ser español. Quizá fue sólo por eso por lo que fuimos presentados, aunque muy brevemente (ellos dos hablaron entre sí en francés, el de mi compatriota inconfundible acento), y aunque de buen grado me habría quedado un rato charlando conél para satisfacer mis ansias de verbalidad correcta, la amiga de mi amiga no me invitó a subir, sino que apresuró la despedida, dando a entender o diciendo que el doctor Noguera llevaba ya allí minutos, esperándola. Este médico compatriota portaba maletín negro, como los de otraépoca, y tenía un rostro anticuado, como salido de los años treinta: un hombre bien parecido pero huesudo y pálido, con pelo rubio de piloto de caza, peinado hacia atrás. Comoél, pensé un momento, debió haber muchos en París después de la guerra, médicos exiliados republicanos.
Javier Marías, « El médico nocturno »
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