Plateforme communautaire et participative de traduction espagnol / français ; français / espagnol – Université Paris Nanterre
samedi 31 décembre 2011
Les Jupiter – Phrase 5
Les étoiles Filantes – « Réplique » / phrase 12 bis
Les Étoiles Filantes – « Réplique » / phrases 14 à 17
Les Étoiles Filantes – « Réplique » / phrase 13
Avertissement Projet C2C
Les Étoiles Filantes – « Réplique » / phrase 12
Les Jupiter – Phrase 4
Les Étoiles Filantes – « Réplique » / phrase 11
Les stelR-2 « Azul » – phrase 6
Les Étoiles Filantes – « Réplique » / phrase 10
Les Étoiles Filantes – « Réplique » / phrase 9
vendredi 30 décembre 2011
Le poème du vendredi – F. García Lorca / « Vaca »
VACA
A Luis Lacasa
Se tendió la vaca herida;
Árboles y arroyos trepaban por sus cuernos.
Su hocico sangraba en el cielo.
Su hocico de abejas
bajo el bigote lento de la baba.
Un alarido blanco puso en pie la mañana.
Las vacas muertas y las vivas,
rubor de luz o miel de establo,
balaban con los ojos entornados.
Que se enteren las raíces
y aquel niño que afila su navaja
de que ya se pueden comer la vaca.
Arriba palidecen
luces y yugulares.
Cuatro pezuñas tiemblan en el aire.
Que se entere la luna
y esa noche de rocas amarillas:
que ya se fue la vaca de ceniza.
Que ya se fue balando
por el derribo de los cielos yertos
donde meriendan muerte los borrachos.
Les Jupiter – Phrase 3
Les StelR-2 « Azul » – phrase 5
jeudi 29 décembre 2011
Les Jupiter – Phrase 2
Les Étoiles Filantes – « Réplique » / phrase 8
Pour en savoir plus sur le métier de traducteur de sous-titrage
Master pro de sous-titrage
Les StelR-2 « Azul » – phrase 4
Les Jupiter – Phrase 1
Le texte choisi par l'équipe des Jupiter (Justine Ladaique et Julie Sanchez) / «hWord», de Gustavo Courault
Nous remercions collectivement l'auteur de nous avoir aimablement donner l'autorisation de traduire et de publier sa nouvelle sur notre blog et ensuite, pour la version définitive, dans les actes de la journée d'étude SF organisée en mai prochain par l'université de Paris X – Nanterre.
—Hoy entrevistamos al prolífico escritor y desarrollador de software Germán Catalano —dijo el periodista en un primer plano, luego la cámara amplió el cuadro y apareció la imagen sonriente de un hombre canoso y de bigotes de foca oscuros que saludaba con la cabeza—. ¿A qué se debe tamaña producción de novelas y libros de cuentos, a razón de uno por mes? —le preguntó sin más trámite con su voz estridente.
—Buenas noches, a usted y a toda la audiencia —comenzó diciendo el entrevistado con mucha calma—. Es bien sabido que la profusión de mi trabajo se debe al software que he desarrollado, el hWord, un verdadero hallazgo en el ámbito literario.
—Háblenos un poco más de ese software, por favor —intervino el periodista.
—En primer lugar tiene incorporada una base de datos de miles de escritores, desde Cervantes Saavedra hasta Saer, pasando por Borges, Hemingway y García Márquez. El software, entonces, compara el texto del usuario del hWord contra todos estos geniales autores y corrige sintaxis, gramática, palabras repetidas y otros errores comunes respetando el estilo y todo esto en tiempo real, es decir, mientras se escribe —dijo Catalano, haciendo el gesto de tipear en el aire.
—Es como tener a todos esos genios como tutores —interrumpió el entrevistador.
—Claro, por eso es capaz de sugerir párrafos enteros, escritos de manera impecable, como si leyera la mente del autor.
—¿Por qué se denomina “hWord”? —preguntó el periodista inclinándose un poco.
—Es por Hermes, el dios griego de la comunicación y ya sabe que Word era el procesador de textos de la extinta Microsoft, de modo que traté de aprovechar ese recuerdo popular para mi producto.
—Me han dicho que cada licencia es muy cara, ¿por qué, si ya lo tiene desarrollado?
—En primer lugar, no queremos que haya tantos escritores de éxito —dijo riendo Catalano—, en segundo lugar, estamos actualizando y alimentando en forma continua la base de datos que le mencioné, a tal punto que en un futuro habrá que tener sólo una buena idea y el hWord la escribirá por usted. Es por eso que creemos que el hWord es una especie de coautor tal como está explícito en su licencia de uso.
—Pero algunos escritores renombrados recibieron una copia gratis de su software.
—Sí, por supuesto, ellos prueban nuevas funcionalidades y nos envían sugerencias de muchísimo provecho para mejorar la versión que publicamos cada seis meses.
—¿El hWord reemplaza a las musas inspiradoras? —preguntó, insidioso, el entrevistador.
—Debe tener algo que comunicar, una idea, una inspiración como dice usted; luego hWord le permite jugar con párrafos, comienzos, finales y tiempos verbales hasta que usted quede satisfecho y con la certeza de un castellano perfecto —afirmó Catalano.
—Además, es dueño una editorial muy exitosa: la Editorial Software Hermes.
—Sí, me di ese lujo debido a mi producción literaria, de esa manera tengo el control de mis ediciones sin intermediarios —explicó Catalano con aire suficiente.
—Usted es un programador, un escritor y un empresario de éxito, lo felicito —dijo el periodista parándose y señalándolo con las dos manos en un gesto teatral.
—Muchas gracias —contestó sin humildad alguna Catalano y mientras sonreía, la televisión comenzó a pasar los comerciales.
Carlos Muñoz subió las escaleras mojado de sudor por los nervios y el calor. Esperaba que ese abogado hiciera justicia. Sí, Justicia con mayúsculas. Su rabia crecía a cada escalón y disminuyó cuando entró al vestíbulo fresco y bien amueblado.
Cargaba con un libro y su propio manuscrito que lo incomodaban, decidió esperar sentado a pesar de que no podía quedarse quieto.
“Me robaron y me las van a pagar”, pensaba mientras vigilaba para ver si la secretaria lo llamaba.
—Señor… —dijo por fin ella, mirándolo por sobre los lentes.
—Muñoz, Carlos Muñoz —respondió él, secándose los restos de transpiración de la frente con un pañuelo arrugado.
—Pase, señor Muñoz, el doctor Robasio lo espera.
El abogado se levantó de su asiento y le dio la mano con fuerza. Muñoz observó su sonrisa de político y se sintió menos seguro de llevar ante él su reclamo, pero había oído que era el mejor.
—Siéntese…
—Muñoz, Carlos Muñoz, doctor.
—Ah, sí, sí. ¿Es a usted a quien le copiaron la novela ésta de tanto éxito ?
—Sí, “Poseídas”, esa misma. ¡Ni el título le cambiaron! ¡Mire! —dijo mostrándole su manuscrito puntillosamente encuadernado y el libro, uno en cada mano.
—¿Alguien habrá entrado a su casa y le robó el archivo u otro manuscrito? —dijo el abogado mirándose las uñas.
—¡Nadie! Sólo tengo impreso éste que ve aquí y tengo el documento digital encriptado con una clave de doce dígitos, combinaciones de letras, números y signos de puntuación que a una Cray le llevaría tres años quebrar —dijo con suficiencia Muñoz.
—¿No le mandó algún adelanto de su obra a algún amigo o amiga? —preguntó Robasio, haciendo énfasis en “amiga”.
—No y no, esta novela me iba a hacer rico y famoso, ¡no le mandé nada a nadie! —dijo, sacudiendo la cabeza como para que no quedara la menor duda.
—¿Entonces se la apropió la editorial a la cual se la envió para que se la publiquen?
—Escuche, doctor, muy atentamente, ésta —volvió a señalar las hojas prolijamente impresas— es la única copia. ¿Capito?
El abogado tomó el manuscrito y el libro. El autor de “Poseídas” era el mismo Germán Catalano. En la contratapa estaban impresos muchos otros best-sellers de los más diversos géneros junto a su cara sonriente.
—¡Ladrón! —gritó Muñoz agitando la mano al verlo.
—Editorial Software Hermes —leyó el abogado.
—Sí, ellos venden su procesador de textos, el “hWord”, que nos facilita tanto la vida a nosotros, los escritores —dijo Muñoz con un dejo de pedantería—. Corrige la ortografía, la gramática, los excesos de adjetivos, las frases largas y los sonsonetes. Si es una poesía busca sonoridad, ritmo y por supuesto, la rima. Hasta es capaz de corregir el estilo. Un escritor con buenas ideas sólo tiene que sentarse a escribir y el hWord hace su magia —terminó de decir haciendo un gesto en el aire.
—Sí, anoche mismo vi la entrevista que le hicieron a Germán Catalano —dijo el abogado mirando los textos con detenimiento—. Veo que es copia palabra por palabra —comentó, luego de pasar algunas páginas.
—Quiero resarcimiento económico y moral —suspiró Muñoz indignado.
—Sólo falta demostrar que usted lo escribió antes —respondió con cierta ironía Robasio.
Sin decir nada, Muñoz sacó de su bolsillo un paquete cerrado con un matasellos y le mostró la fecha.
—Hace tres meses, me envié a mí mismo un DVD con la novela por correo, ¿ve?
—Bien, vamos a ver qué podemos hacer —dijo mientras lo despedía.
Muñoz bajó las escaleras más aliviado, quizás dentro de poco tiempo su nombre y su foto reemplazarían a los de Germán Catalano.
Ya en su casa aplicó el parche al hWord para que siguiera funcionando un mes más. Como muchos colegas, lo había hecho funcionar mediante un crack escondido en la Red, muy laborioso de instalar y que exigía actualizarlo periódicamente desde la misma Internet.
Sólo de esa manera lo podía utilizar, su costo era prohibitivo para él como para casi todos sus conocidos. Odiaba a la Editora Software Hermes, ¿por qué vendía tan cara cada licencia? De algún modo se merecía que usara el hWord sin pagarlo, era una suerte de justicia poética.
Unos dos meses después el teléfono despertó a Muñoz muy temprano a la mañana.
—Soy el doctor Robasio —escuchó entredormido—, debe venir urgente al juzgado, tenemos una audiencia con el juez y la editora.
Gruñó al teléfono una respuesta y cortó, se bañó, se afeitó con cuidado y eligió su mejor traje para vestirse, seguro que ganaba el caso. No había dudas de que “Poseídas” era suya, su novela.
Ya en la calle paró un taxi, ahora que iba a ser rico podía darse esos lujos. Todavía estaba dormido cuando llegó a los tribunales. Unos inquietantes autos con vidrios polarizados estaban estacionados a la entrada del edificio. Cuando llegó a la puerta el doctor Robasio lo saludó con efusión apretándole la mano.
—Ganaremos con mucha facilidad —le dijo sin soltarlo.
—Me dijeron que usted era uno de los mejores —respondió Muñoz, exultante.
Robasio le palmeó la espalda y entraron a la sala.
El juez entró un poco después y Robasio demostró sin dudas que la obra le pertenecía a Muñoz.
Germán Catalano y los abogados de la empresa escuchaban impasibles. Cuando les tocó el turno, se levantó el de más baja estatura, miró a la sala y al juez, luego señaló a Muñoz.
—Este señor dice que le plagiamos su obra, sin embargo, él la escribió usando una copia ilegal del hWord de nuestra editora —dijo con voz de barítono—. En consecuencia no pagó por el desarrollo de nuestros correctores de gramática, de ortografía y otras herramientas que posee nuestro producto. Aquí tenemos —dijo desplegando un largo listado— todos los parches ilegales —hizo énfasis en la palabra “ilegales”— que el demandante usó para continuar su uso y violar la licencia una y otra vez.
—¿Es cierto eso? —preguntó Robasio a Muñoz en voz baja.
Muñoz no contestó, estaba sudando como cada vez que se ponía nervioso y se acomodó la corbata. Miró hacia atrás y vio a dos policías firmes ante la entrada. ¿Cómo saben que usé esos cracks y que la copia es ilegal?, pensaba mientras miraba al abogado sin poder decir palabra.
—Por lo tanto —prosiguió el hombrecito—, “Poseídas” nos pertenece tal como lo dice la licencia de uso violada por el señor Carlos Muñoz, quien además adeuda todas y cada una de las actualizaciones, lo que suma la cantidad de dos millones de créditos internacionales, que si no son pagados en este mismo acto, nuestra empresa pide que sea puesto en custodia hasta tanto cancele la deuda con sus correspondientes intereses.
El juez hizo una seña a unos uniformados que esposaron a Muñoz.
—¡Ladrones, malditos! La obra es mía, mía —gritaba Muñoz. Los policías lo arrastraron y lo sacaron del recinto sin mucha delicadeza.
—¿Hay muchos que usan sus parches? —le preguntó Robasio a Catalano cuando vio que Muñoz ya no podía escucharlo.
—Muchos —respondió sonriendo Catalano.
—Admirable —dijo Robasio, entrecerrando los ojos.
—Vendo pocas licencias del hWord —dijo saliendo y apoyando la mano en el hombro del abogado—, son muy caras; pero como ve, estimado doctor, le encontré la vuelta para tener muchas ideas y además ya escritas; nadie lee las licencias de uso y todos quieren una copia del hWord sin pagar un centavo, así que les dejo los parches que son muy difíciles de instalar adrede, ¿sabe por qué?
—¿Por qué? —preguntó Robasio en la puerta del juzgado, disfrutando de un cigarro.
—Es en realidad un programa que me envía todos y cada uno de los patéticos manuscritos de estos perdedores —Catalano hizo una pausa como para que el abogado sopesara sus palabras.
—Usted se los roba —dijo con una sonrisa cómplice el abogado.
—No —lo corrigió sonriente—, el hWord es el coautor, no lo olvide. Y yo —dijo señalándose con el pulgar—, soy el autor del hWord. Ellos usan ilegalmente mi programa, haciendo enormes esfuerzos para instalar mis propios parches y cracks, ¿no soy genial? —preguntó, sonriente bajos sus mostachos, Catalano.
—Sí, sí —respondió molesto Robasio—, ahora págueme mi parte. Tal como se lo prometí, lo traje al juzgado para que usted se lo saque de encima usando todo el peso de la ley.
—Por supuesto, doctor —dijo dándole un cheque—. ¿Sabe? Son tan perezosos que tampoco se dan cuenta de que Hermes, además de ser el dios de la comunicación y de los médicos —Catalano hizo una pausa, creando suspenso— es el de los ladrones y los estafadores. ¡Soy un completo genio! —terminó de decir con una risotada.
Robasio lo miró asustado y apuró sus pasos hasta un taxi.
—Dios me valga con estos escritores. Sáqueme rápido de aquí —le dijo al chofer apenas abrió la puerta.
Les StelR-2 « Azul » – phrase 3
mercredi 28 décembre 2011
Les StelR-2 « Azul » – phrase 2
Projet C2C – pour info
Les Étoiles Filantes – « Réplique » / phrase 7
À propos de la rubrique « Question de lexique »
Les StelR-2 « Azul » – phrase 1
Projet C2C – le choix de l'équipe des « StelR-2 »
(merci à Elena d'avoir pris contact avec l'auteur pour la cession des droits)
(un très merci à l'auteur, Hugo Aqueveque d'avoir accepté de nous laisser publier sa nouvelle sur notre blog, de la traduire et de l'intégrer dans le projet C2C pour la journée d'étude organisée par l'Université de Paris X - Nanterre… Encore un bel accueil et une grande générosité !)
Amélie Rioual et Cloé Riou travailleront donc sur « Azul » – une nouvelle que, personnellement, j'aime beaucoup.
***
AZUL
HUGO AQUEVEQUE
Harry se levantó desganado esa mañana, como lo venía haciendo desde hacía treinta y siete años, no obstante se sintió preparado para terminar los planes especiales que tenía para esa jornada. Entró en su práctica ducha térmica de agua y aire comprimidos de un minuto y salió más despierto y animado, aunque la lentitud de sus movimientos fue inevitable. Al volver a su amplio dormitorio, pasó desnudo frente al espejo del baño, el único de su departamento, aunque evitó mirarse. Presionó un botón en la cabecera de la cama y las cortinas del ventanal se abrieron; de inmediato el vidrio se enroscó dejando ver la ciudad sin obstáculos. Fue aparente el limpio panorama, cuando se asomó confirmó el espeso smog de siempre que cubría de un gris tenebroso las gigantescas construcciones. Parecía un atardecer en pleno invierno, pero el reloj marcaba recién las siete de la mañana de un caluroso día de verano. La hermosa y nociva luz del sol permanecía latente sobre aquella capa de humo envenenado; como una contradicción aberrante la polución protegía a la ciudad de los rayos ultravioleta. Melancólico recordó los tiempos en que se podía ver el cielo en toda plenitud en el desértico clima de su niñez, donde ni siquiera había nubes que impidieran el resplandor de ese azul que ya no existía. Ahora sólo quedaban las imágenes y hologramas que jamás serían capaces de repetir las reales sensaciones que él había experimentado alguna vez. Eso definitivamente se había extinguido.
Escuchando a Bach se vistió con la escasa destreza que su cúmulo de años le permitía. Después, ya ataviado con sus prendas de látex, se encaminó hacia la puerta del ascensor en la misma habitación. A una orden oral el elevador comenzó a bajar veloz los doscientos pisos del rascacielos, entre tanto se acomodó unos grandes anteojos que se adhirieron a su piel como ventosas, en cuyos lentes se activaba una pantalla. Arrastrando el anular de la mano derecha por una zona demarcada sobre su pantalón seleccionó en el cristal el enlace de su vehículo y lo puso en marcha.
Al abrirse el elevador, su compacto coche, que tenía forma de una media luna vuelta hacia abajo, lo esperaba. Montó en el único asiento y a un mandato oral el vehículo rodó con lentitud hacia la salida de la torre. El transporte era estrecho, no tenía palancas, pedales, volante ni espejos, y a él se le antojaba como un sarcófago con ventanillas polarizadas, donde su ocupante podía viajar, incluso, recostado y dormido. El senil pasajero marcó su destino; luego de un par de segundos, en el diminuto monitor de sus gafas, un mensaje de Autorizado por la Central de Tránsito y otro de Ruta asignada parpadearon junto con un sinnúmero de anotaciones menores. Se confortó al percatarse de que le correspondió la cuarta pista, la única que dejaba ver por lo menos los edificios y el oscuro cielo; las otras eran como viajar por túneles y no le agradaban. Ya raudo por la autopista, intentó mirar su resumen noticioso favorito en la pantalla, pero no pudo concentrarse. Sus pensamientos andaban en otro lugar; era la nostalgia simbolizada en aquel azul que por más que trataba no evocaba con nitidez, y con ello su pasado se extinguía sin remedio. El smog, las luces, las altas construcciones y los otros vehículos que transitaban a su alrededor se desvanecían poco a poco; su pensamiento y su razón hacían un viaje distinto, partían al pasado, al reducido fondo de recuerdos que guardaba en su memoria, recuerdos como residuos de un sueño. Ahí casi no habían imágenes ni voces ni sensaciones, sólo afirmaciones que apenas distinguía: nombres, fechas, lugares y acontecimientos que si no los tuviera de antemano por ciertos hubiese dudado de ellos.
Había estudiado medicina, aunque en definitiva la carrera que siguió no fue la de médico sino la de empresario en el rubro. Estableció varias compañías, una de las cuales se convirtió en una verdadera mina de oro que le dio fortuna y fama mundial. Esos habían sido los buenos tiempos; ahora se encontraba en el ocaso de su existencia, convertido en un anónimo y filantrópico anciano que intentaba vivir sus últimos días en soledad. Lo tuvo todo, en especial amor, salud y dinero. El verdadero amor se había ido con la muerte de su mujer hacía 37 años; la riqueza material le sobraba; y la salud fue fácil conservarla, porque a esas alturas ya nadie se enfermaba, ni siquiera en la hambrienta Europa, además la tecnología permitía recuperar o reemplazar casi cualquier miembro u órgano humano, y si no se podía, siempre estaba la opción de la criogenización. Él se había sometido a muchas operaciones; su corazón, estómago y pulmones eran máquinas de longeva duración certificadas desde fábrica, la mayoría de sus huesos consistían en estructuras de firme titanio, sus músculos permanentemente reforzados con inserciones de material semibiológico, al igual que sus venas limpiadas y regeneradas cada lustro. Y la piel de su cuerpo la había estirado tantas veces que la tenía tan delgada como la cáscara de una cebolla. Le repugnaba su reflejo en el espejo y mirar los venosos rostros de los demás, y daba gracias por la imperante moda de vestir todo el cuerpo, incluso la cara con esos enormes anteojos digitales.
El sonido intermitente de una sutil alarma lo sacó de sus cavilaciones, estaba a un minuto de su destino, una de sus innumerables clínicas de asistencia. Una sonrisa cómplice lo regocijó al imaginar lo curioso que se sentiría ser cliente de su propia empresa, la que estaba en las confiables manos de uno de sus herederos, quien en persona trataría su caso a pesar de no ser su labor.
Harry había nacido el año setenta y dos del siglo XX y la fecha de ese día correspondía el año veintiocho del siglo XXII, tenía ciento cincuenta y seis años de edad, una centuria exacta más de lo que había vivido su padre. Había olvidado el rostro de su progenitor y ése era el recuerdo perdido que más le dolía. Fue el primero en morir, bastantes años antes que su madre y mucho antes que sus hermanos, y aunque poseía fotografías e imágenes en video de la época, a su padre lo veía como a un completo extraño, nunca podía dibujar su rostro sin la ayuda de las fotos que guardaba, ni hablar de los sentimientos, no los sentía más que como una obligación, porque sabía que habían sido muy fuertes alguna vez. Temía que era demasiado el tiempo que los separaba y demasiadas las cosas que su cerebro y su corazón no podían retener. Eso lo avergonzaba ante la memoria de quien le dio el ser y la formación. No cabía duda, su generación había dado un salto tecnológico tan antinatural que el metabolismo humano no pudo asimilar, los hombres no estaban evolucionados para vivir tantos años… ni para recordarlos.
En el portal del edificio lo recibió Héctor, su tataranieto, y después de un breve e íntimo intercambio de palabras pasaron a una iluminada habitación en el centésimo nivel. Ahí se vistió con unas cómodas prendas hospitalarias que llevaban su apellido impreso a un costado, al igual que toda la maquinaria y mobiliario. Estaba tranquilo, ya acostumbrado por tantos paseos por esas salas, aunque el caso fuera diferente. Se recostó en una ostentosa cama de metal cromado, respiró sereno mientras su joven pariente en silencio preparaba dos catéteres, que en breve le incrustó, con destreza y sin causarle dolor, a la yugular. Pronto Héctor se acercó de nuevo y le puso en su mano derecha un diminuto aparato de liviano metal negro.
—Cuando tú quieras, viejo —le dijo con afecto. Según las reglas el propio cliente debía accionar la máquina.
—Ahora mismo, muchacho, antes de que me arrepienta —y sonriendo nervioso presionó el botón oscuro del aparato en sus manos.
Algo asustado, notó como un líquido azulino subió por la manguera hasta inyectarse en su vena. Se relajó en el momento en que sintió la gélida substancia entrando en su cuerpo. Una sonrisa infantil, pero legítima, se dibujó en su cara deformada por las numerosas cirugías, mientras recordó con nitidez —o soñó— un momento exacto de su pasado: «Se vio siendo niño, lo experimentó como si estuviera allí. Se encontraba en una playa, junto a su padre. El sol repuntaba radiante sobre sus tibias cabezas mientras pescaban envueltos en una templada brisa marina. Se sintió maravillado… y ansioso observó el jovial y sereno rostro de su progenitor que le sonreía. Al mirarlo lo sintió suyo como no lo sentía hace más de cien años, de su sangre y de su carne... como a un hijo que murió joven. Vio en sus profundos ojos azulados, que no recordaba hasta ese entonces, el reflejo del azul del mar, el resplandor del azul del cielo, el azul que nunca más sería, ése que cuando nació por derecho le correspondió y que había dejado el planeta hacía años, y que él debió acompañar. Y en ese preciso momento tuvo la certeza de que el haber alargado su vida de esa manera había sido un imperdonable error, que esa vida extra no le fue asignada por Dios o quien fuera, nunca la quiso en realidad, y se arrepintió por tantos años de existencia inútil y forzada».
Al irse durmiendo, mientras lágrimas dulces y amargas acariciaban su piel, escuchó a Héctor que, como la lejana voz de un ángel, le hablaba:
—Hasta siempre abuelo… se te va a extrañar aquí —era su último adiós, pues, en esos tiempos de inmortales artificiales su lucrativa empresa se dedicaba a dar el oneroso servicio del suicidio asistido y Harry, cansado y solo, ya no deseaba vivir más.
Luego, un líquido rojo intenso subió por otro de los tubos hacia sus añejas y fatigadas venas, pero el anciano ya estaba dormido, y en su sueño nada más que el azul existía.
Julio 2001.
mardi 27 décembre 2011
La chanson du mardi, choisie par Elena
http://youtu.be/Sb4xBrCdH7k
http://youtu.be/1gb5L5cgsiI
Danse :
http://youtu.be/e55a6jFAEwU
Los indios Warao (musique de fond, bof...):
http://youtu.be/s4GuV-wMqOU
lundi 26 décembre 2011
samedi 24 décembre 2011
vendredi 23 décembre 2011
Les Étoiles Filantes – « Réplique » / phrase 6
Je me demande…
Et la poésie, ça sert à quoi ? La réponse de C. Peri Rossi
Qu'est-ce que la matière poétique et qu'en fait le poète ? La réponse de C. Peri Rossi
Les Étoiles Filantes – « Réplique » / phrase 5
jeudi 22 décembre 2011
Les Étoiles Filantes – « Réplique » / phrase 4
Projet Fuentes
Projet C2C – Les StelR-2
mercredi 21 décembre 2011
Les Étoiles Filantes – « Réplique » / phrase 3
Précision à propos des commentaires – Projets C2C
De l'utilité de communiquer avec les auteurs…
mardi 20 décembre 2011
« Las traducciones literarias al español, un arte complejo », par Jorge Fondebriden
Lisez et relisez José Martí…, amis traducteurs
Hay una raza vil de hombres tenaces
De sí propio inflados, y hechos todos,
Todos, del pelo al pie, de garra y diente:
Y hay otros, como flor, que al viento exhalan
En el amor del hombre su perfume.
Como en el bosque hay tòrtolas y fieras
Y plantas insectívoras y pura
Sensitiva y clavel en los jardines.
De alma de hombres los unos se alimentan:
Los otros su alma dan a que se nutran
Y perfumen su diente los glotones,
Tal como el hierro frío en las entrañas
De la virgen que mata se calienta.
A un banquete se sientan los tiranos
Donde se sirven hombres; y esos viles
Que a los tiranos aman, diligentes
Cerebro y corazòn de hombres devoran:
Pero cuando la mano ensangrentada
Hunden en el manjar, del mártir muerto
Surge una luz que les aterra, flores
Grandes como una cruz súbito surgen
Y huyen, rojo el hocico, y pavoridos
A sus negras entrañas los tiranos.
Los que se aman a sí: los que la augusta
Razòn a su avaricia y gula ponen:
Los que no ostentan en la frente honrada
Ese cinto de luz que el yugo funde
Como el inmenso sol en ascuas quiebra
Los astros que a su seno se abalanzan:
Los que no llevan del decoro humano
Ornado el sano pecho: los menores
Y segundones de la vida, sòlo
A su goce ruin y medro atentos
Y no al concierto universal.
Danzas, comidas, músicas, harenes,
Jamás la aprobaciòn de un hombre honrado.
Y si acaso sin sangre hacerse puede
Hágase... clávalos, clávalos
En el horcòn más alto del camino
Por la mitad de la villana frente,
A la grandiosa humanidad traidores.
Como implacable obrero
Que un féretro de bronce clavetea,
Los que contigo
Se parten la naciòn a dentelladas.
Les Étoiles Filantes – « Réplique » / phrase 2
lundi 19 décembre 2011
Récapitulatif Projet C2C
Les Étoiles Filantes – « Réplique » / phrase 1
Projet C2C – Équipe « Les étoiles filantes »
Dentro del transporte, el teniente Eric Deirmir permanecía quieto en el puesto designado, con la espalda apoyada contra el duro metal del vehículo y las manos sujetando los protectores de sus rodillas. La mirada vidriosa y lejana estaba clavada en los restos de barro que se asomaban por la punta de sus botas, mientras el sudor le resbalaba por el rostro y descendía por el cuello, hasta perderse en alguna parte del interior del traje de combate. Podía escuchar la respiración intensa de sus compañeros de pelotón, el estrépito de las ametralladoras al chocar unas con otras y la voz estentórea del capitán Madubar mientras gruñía sus indicaciones pero, en lo profundo de su mente, era capaz de clasificar y atenuar todos esos ruidos con el fin de captar con mayor claridad aquellos provenientes del exterior del blindado.
Opacos, como leves golpeteos producidos debajo del agua, percibía los disparos y las explosiones que los esperaban. Los sonidos apenas lograban hacer vibrar los tejidos de sus tímpanos, pero su estómago y su pecho se sacudían, producto de las fuerzas subsónicas. Absorto, intentaba determinar la procedencia de los disparos para así construir un mapa mental de la localización de las tropas y maquinarias enemigas. Más allá de los reportes satelitales y de la información de inteligencia, eran sus instintos y sentido común los que lo guiaban en el campo de batalla. Los químicos que invadían su torrente sanguíneo suprimían las respuestas naturales de temor o duda y elevaban —a su vez—, la agresividad y la rapidez en la toma de decisiones, de modo que luchaba con fortaleza y total entrega, pero no por ello dejaba de escuchar nunca lo que sus entrañas tenían que decirle durante esas duras campañas.
Después de todo, seguía siendo humano. Tal vez por esa razón todo su cuerpo siempre se estremecía cuando llegaba el momento de salir del acorazado y hacerse uno con el infierno de la guerra.
Justo en ese instante, una ráfaga de alto calibre alcanzó al vehículo e hizo que se agitara y modificara ligeramente su rumbo, pero el impacto no pudo detenerlos. El capitán Madubar soltó una carcajada y se golpeó el casco con la culata de la ametralladora.
—¡Imbéciles! —gritó—. ¡No tienen idea de lo que les espera!
El resto del pelotón explotó en bramidos y miradas centelleantes.
—¡Ya lo saben, señoritas! —prosiguió el capitán—. Controlen las calles y controlaremos el fuerte. Controlen el fuerte y controlaremos la ciudad. Controlen la ciudad y la mitad de la guerra estará ganada.
Los soldados respondieron con vítores de júbilo.
La lámpara roja que indicaba la orden de despliegue iluminó el oscuro interior del acorazado y enseguida el pelotón verificó su armamento y adoptó las posiciones de combate.
—¡Teniente Deirmir, ha llegado el momento! —gritó Madubar.
El teniente asintió con la cabeza y dio un par de golpes al intercomunicador de su casco.
—¡Adelante, Patrulla Uno! —exclamó.
—¡Listo! —confirmó parte del pelotón, y sus voces fueron amplificadas por los auriculares del los cascos.
—¿Patrulla Dos?
—¡Listo!
—Patrullas Tres y Cuatro.
—¡En orden!
—¡Pelotón listo, señor! —confirmó Deirmir.
El capitán Madubar apretó los dientes y caminó hacia el fondo del vehículo, dejando la escotilla libre, así como el estrecho corredor que dirigía a ella. El transporte se detuvo de pronto y la lámpara roja comenzó a titilar frenética.
—¡Fuego hasta la muerte! —gritó el capitán—. ¡Al fin y al cabo no importa!
Entonces los precintos externos de la escotilla se soltaron y las puertas se abrieron de un golpe, permitiendo que las tropas saltaran finalmente al campo de batalla.
Las Patrullas Uno y Dos aseguraron el perímetro del acorazado y luego los soldados restantes, junto al teniente Deirmir, pusieron pie en tierra.
Un segundo después, el pelotón entero cayó abatido presa del fuego enemigo. Sorprendido, el teniente asió con firmeza su arma y levantó la mirada para buscar entre los edificios el origen de los disparos. Su rostro quedó lo suficientemente expuesto como para permitir que una certera bala lo atravesara, haciendo que volara toda su cabeza.
Como el rudo despertar de una pesadilla.
Así lo sentía el teniente Deirmir cada vez que era gestado. La bulla a su alrededor le dañaba los oídos y sus ojos ardían, mientras la realidad dejaba de ser difusa y se tornaba nítida. Agitaba la cabeza y se miraba las manos y los brazos empapados en sudor. Entonces el médico de guardia lo abofeteaba un par de veces y verificaba su estado, extendiendo sus párpados y apuntándole con la luz de esa linterna que hacía palpitar su cabeza; tras asentir satisfecho, le colocaba el casco de un golpe y lo empujaba fuera de la Incubadora.
Vivo de nuevo y de vuelta al puesto de avanzada, el general de Brigada lo tomó por los amarres del traje de combate y le gritó al oído:
—¡Teniente, el capitán Madubar logró sobrevivir al ataque y se encuentra luchando en el interior del fuerte! ¡Un segundo pelotón aseguró el área y acabó con los hostiles. Diríjase de inmediato a la zona y tome el control del pelotón!
Deirmir asintió en un acto reflejo y observó alrededor, para tener clara su ubicación en el teatro de operaciones. Al oeste, la autopista principal que atravesaba gran parte de la ciudad ya había sido controlada por las tropas aliadas. Un par de cuadras más hacia el noroeste, entre los altos y destrozados edificios de metal y concreto, se emplazaba el centro de resistencia enemiga. El teniente verificó el estado de su armamento y después corrió hacia la avenida paralela a la autopista, tomando una ruta alterna al fuerte. Con la respiración acelerada, se adentró con otros soldados en las peligrosas calles de la ciudad, iluminadas parcialmente por el sol matutino que se elevaba en el horizonte.
Todavía conmocionado por la gestación, sus piernas flaquearon, pero sabía que se trataba tan sólo de un efecto secundario del proceso y que pronto su organismo retomaría el ciento por ciento de sus capacidades. Inevitablemente, el teniente siempre se preguntaba cómo lograban hacerlo. Cómo conseguían gestar a los soldados tan aprisa, cómo trasladaban su conciencia y sus recuerdos a los nuevos cuerpos y cómo éstos, en cuestión de minutos, ya estaban listos para el combate. Más aún, se preguntaba cómo era posible que recordara todo, hasta el último segundo de sus muertes recientes. Con un parpadeo, pudo verse de nuevo a los pies del acorazado, rodeado de un pelotón masacrado y buscando entre los edificios a las tropas enemigas, justo antes de ser alcanzado por la bala que acabara con su vida hacía unos minutos... Como teniente, no tenía acceso a la información científica y de inteligencia detrás del proceso de gestación pero, en base a lo que eran puras especulaciones y discusiones entre soldados, la capacidad para recordar debía estar relacionada con el millar de nanomáquinas que bien sabía habitaban su corteza cerebral. Diminutos transmisores inalámbricos, era un término que había escuchado algunas veces. Era una posibilidad, pero Deirmir prefería no ahondar demasiado en ello. Después de todo, de ser cierto, así como podían las nanomáquinas ser transmisoras también podrían ser receptoras de ordenes y al teniente no le gustaba la idea de ser manipulado a distancia sin su plena conciencia y aprobación.
De vuelta a su presente, un desagradable escalofrío lo atacó desde la base de la espina hasta el cuello. Detuvo su avance, apretó los dientes y sacó de uno de los bolsillos de su traje una jeringa colmada de cóctel químico. Se colocó la punta en el cuello y dispensó una dosis entera. Inhaló y exhaló despacio un par de veces y luego retomó su rumbo, casi odiándose a sí mismo por haber aceptado convertirse en un Réplica, aunque sabía muy bien que ellos representaban el arma definitiva contra un enemigo cuyos ejércitos estaban constituidos por simples mortales, tecnológicamente incapaces de duplicarse a sí mismos.
Al llegar al final de la primera cuadra, escrutó la calle transversal y se aseguró de que hubiera sido controlada. Un tanque de asalto permanecía vigilante en medio del asfalto, mientras una docena de soldados patrullaba la zona. Deirmir se encaminó hacia la próxima cuadra por un solitario callejón que separaba dos viejos edificios. Del otro lado, la avenida llevaba directamente al fuerte enemigo. A su derecha, el teniente pudo observar el blindado que lo había llevado allí en el primer avance. Identificó de inmediato su cadáver y negó con la cabeza, molesto por haberse dejado emboscar tan fácilmente.
Hacia el extremo opuesto de la avenida lo esperaba el segundo pelotón de asalto, escudado por dos autobuses destrozados que humeaban muy cerca de la entrada este del fuerte. La edificación era una estructura de metal y concreto gris opaco de cuatro pisos, con un área que alcanzaba casi la de una cuadra entera. Tenía forma octogonal y estaba rodeada por un prominente muro reforzado con torres armadas a cada lado de los portones de acceso. Tanto el muro como gran parte de la fachada del fuerte estaban visiblemente deteriorados y muchas de las ventanas blindadas habían caído dejando expuestas posibles vías al interior del edificio. Al parecer, las torres defensivas enemigas ya habían sido neutralizadas y el fuego hostil se limitaba a tropas que disparaban desde algunas ventanas y de los puestos de observación que enmarcaban el enorme portón del recinto. Unos cuantos francotiradores y artilleros también ofrecían resistencia desde la azotea.
Deirmir corrió hacia los autobuses y fue recibido por el jefe del pelotón.
—¿Cuál es la situación, sargento? —preguntó el teniente.
—Las defensas primarias fueron destruidas. El equipo de explosivos está preparando la maniobra para derribar la puerta de entrada.
—¿Qué hay del capitán Madubar?
El sargento se encogió de hombros.
—Nos reunimos con el capitán allá, junto al acorazado. Avanzamos hasta este punto, pero luego él desapareció en dirección al fuerte y perdimos el contacto.
—¡Excelente! —espetó Deirmir y golpeó su casco en la sien—. Adelante, capitán Madubar; aquí Deirmir. ¿Adelante?
Sus oídos sólo recibieron estática.
—Adelante, Base. Me encuentro con el pelotón —señaló—. ¿Cuál es la situación del capitán Madubar?
—Enseguida, teniente —escuchó una estática intermitente durante unos segundos y luego la voz volvió al intercomunicador—. El capitán fue interceptado camino a la entrada suroeste del fuerte. Sigue con vida pero desconocemos su localización actual.
—Copiado, fuera… ¡Maldita sea!
El teniente se asomó por el borde despejado del autobús y sopesó la situación. Si el equipo de explosivos hacía bien su trabajo, tanto el portón como las torres defensivas caerían íntegras, producto del ataque.
—Muy bien, sargento; envíe a los muchachos. ¡Derriben ese muro!
Cuatro miembros del pelotón sacaron de sus mochilas las cargas explosivas y otros dos prepararon sus armas para acompañarlos. Sin dificultad, colocaron los artefactos en los puntos indicados del portón y las torres y regresaron a los autobuses mientras las demás patrullas disparaban hacia la parte alta del fuerte, desde donde tropas enemigas contraatacaban.
El teniente dio la orden y las cargas volaron, destruyendo el portón y parte del muro fortificado de la entrada, así como todo lo construido o colocado alrededor. El área circundante se llenó de una espesa capa de polvo y humo oscuro que por unos segundos obstruyó totalmente la visión hacia el edificio.
—¡Corran, corran, corran! —le gritó Deirmir al pelotón cuando la visibilidad mejoró lo suficiente.
Se adentraron en la estructura del fuerte y se toparon con unas largas y elaboradas escaleras que daban a una amplia galería. El lugar, más que una construcción militar, parecía un templo, espacioso y suntuoso. Reagrupó las fuerzas al llegar a la parte superior y les ordenó desplegarse.
—Aseguren cualquier otra entrada. Si encuentran al capitán, informen de inmediato.
El teniente caminó con calma hacia el final de la galería. Allí, un elevador y unas escaleras anchas indicaban la ruta hacia los pisos superiores. El elevador se encontraba detenido en el tercer piso. Pulsó el interruptor y la luz de bajada se encendió, pero el aparato no pareció moverse.
Deirmir giró trescientos sesenta grados para contemplar todo su entorno.
—Adelante, Base. La planta baja este del fuerte ha sido asegurada, pero no estoy seguro de tener la situación controlada. Nos resultó demasiado sencillo llegar hasta acá.
—Copiado, teniente. Consideraremos su apreciación. Mientras tanto, le serán despachados refuerzos. Continúe con la misión.
Deirmir se mordió los labios.
—El precio de ser prescindible —murmuró—. ¡Atención, Patrullas Uno y Tres!
—¡Sí, señor!
—¡Es hora de finalizar con todo esto!
Les señaló las escaleras y las tropas se reordenaron disciplinadamente junto a ellas.
El teniente hizo un ademán con las manos y los soldados respondieron subiendo con energía a la siguiente planta. Allí se encontraron con un grupo de al menos cuarenta combatientes que descargaron sus armas contra ellos. El tronar de las ametralladoras se vio amplificado por la acústica propia del corredor y el destello de los cañones lo convirtió todo en un mortal espectáculo de luces. Mientras Deirmir subía, dos de sus muchachos cayeron muertos a sus pies. Se detuvo en el borde de la pared y les ordenó replegarse a los soldados expuestos. Luego tomó una granada de alto impacto y la dejó rodar hacia la formación enemiga.
El estallido fue tan intenso que el suelo vibró y el concreto del techo se resquebrajó. El teniente meneó la cabeza y se llevó las manos al casco, intentando mitigar el zumbido agudo y desagradable que le perforó los oídos.
—¡Ahora! —ordenó y saltó hacia el corredor.
Eficaz, como una máquina, acabó con los soldados que habían sobrevivido a la granada. Una a una, fue recorriendo las habitaciones y pasillos del lugar, asegurándose de colocar una bala entre los ojos de cualquiera que le se les opusiese. Al cabo de dos minutos y medio, toda esa ala de aquel piso estaba consolidada.
—Adelante, refuerzos. ¡Respondan!
Un momento de estática y luego voces:
—¡Aquí Patrullas Nueve, Doce y Quince reportándose!
Los primeros refuerzos habían llegado al pie del edificio.
—Procedan al primer piso.
—¡Sí, señor!
El teniente regresó a las escaleras y esperó que todas las tropas de refuerzo se plantaran ante él. Entretanto, hurgó sus ojos y, al reabrirlos, se topó con la mirada del jefe de pelotón.
—Esperamos encontrar mucha más resistencia arriba —dijo, señalando el techo con el dedo índice—, así que…
—¡Señor! —interrumpió de pronto el soldado, que enarcó las cejas e indicó algo a espaldas del teniente.
Deirmir se volvió y notó que el elevador descendía. Levantó la ametralladora y retrocedió un par de metros. El resto de la tropa se preparó para atacar.
El elevador se detuvo y las puertas se abrieron. Dentro, el capitán Madubar estaba tendido en el suelo, amordazado y con la mirada encendida. Todo su pecho, su espalda, sus piernas y gran parte del piso estaban impregnados con masa gelatinosa de explosivo líquido.
Madubar gruñó algo ininteligible, más molesto que asustado, y luego el líquido verdusco desató su furia destructiva.
Un nuevo puesto de avanzada había sido emplazado justo ante la entrada principal del fuerte, tras los autobuses derribados. La Incubadora, protegida por una coraza móvil capaz de resistir cualquier impacto directo de bajo o alto calibre, bramaba como una fiera mitológica mientras escupía Réplicas al campo de batalla. El teniente Deirmir trastabilló al pisar el asfalto, pero recuperó el equilibrio y se incorporó, mientras luchaba con sus entumecidos sentidos.
Hundió el mentón en el pecho, cerró los ojos y respiró despacio a lo largo de un minuto.
—Maldita sea —murmuró—. Maldita sea, maldita sea…
—¡Están acabando con nuestras tropas! —tronó en los oídos del teniente—. ¡No podemos permitirlo! ¡Eliminen al general a cargo y controlen el fuerte!
—Atención, Base —llamó el teniente, ahora sereno—. Las escaleras y el elevador del ala este han quedado destruidas. ¿Cuál es la situación con los demás accesos?
—Dos pelotones están tomando el control de las alas oeste y suroeste, pero se han encontrado con una resistente compañía enemiga.
—Sin duda están luchando con todo —afirmó—. Me parece que están protegiendo algo muy importante y que están dispuestos a destruir su propio fuerte, si es necesario, para evitar que nosotros demos con ello.
—Inteligencia ya trabaja en esa suposición.
Deirmir meneó la cabeza y llevó su mirada al fuerte. La explosión del segundo piso había arrancado gran parte de la fachada al edificio y llamas intensas comenzaban a extenderse hacia el piso superior. Arriba, en la azotea, los francotiradores y artilleros parecían haber abandonado sus posiciones. El teniente frunció el ceño y caminó de nuevo hacia el derruido portón principal.
—Atención, Base. Necesito información de satélite sobre la situación de la azotea del fuerte.
Sobre el visor del casco se proyectó una transmisión en tiempo real de su solicitud. Unas dos docenas de soldados enemigos, además de cuatro artilleros, se encontraban resguardando el pozo que bajaba hacia el interior de la fortificación. El teniente Deirmir levantó la comisura de la boca en una sonrisa maliciosa.
—Solicito un equipo de asalto aéreo para tomar la azotea.
—Considerando solicitud… Solicitud aprobada. El vehículo aéreo de asalto lo recogerá en treinta segundos.
Con obscena puntualidad, un aerodeslizador apareció en el plano indicado sobre su cabeza y dejó caer el cable de amarre. Aseguró el gancho a su traje de combate y fue llevado al interior de la pequeña nave para reunirse con el resto del equipo de asalto.
—¡Señores, el enemigo se encuentra protegiendo el acceso hacia los pisos inferiores del fuerte! —explicó, mientras una veintena de jóvenes excitados le miraban—. Son apenas un puñado, así que terminémoslos aprisa.
El vehículo se elevó impulsado por sus potentes motores y se detuvo a unos diez metros sobre el centro de la azotea. Cubriría el descenso de los soldados con precisión, formando un perímetro de disparos a su alrededor. El teniente, junto al equipo de asalto, se lanzó al vacío, sostenido por el cable de amarre. Al tocar el suelo de la azotea, él y sus soldados cargaron de inmediato contra las fuerzas enemigas.
Deirmir dirigió sus primeros disparos contra los cuatro artilleros que ya estaban listos para derribar el aerodeslizador. Logró alcanzar a tres de ellos antes de que detonaran sus armas, pero el último tuvo la velocidad y la habilidad suficientes para soltar los misiles y replegarse entre los escombros y escudos que hacían de trinchera, antes que el teniente siquiera le apuntara. En cuestión de segundos, el aerodeslizador recibió el impacto y se desplomó, generando un estruendo ensordecedor. Estimulados por la pérdida del vehículo aéreo, los miembros del equipo de asalto chillaron con odio y arremetieron contra el resto de sus enemigos, haciéndolos caer en secuencia como alineadas piezas de dominó.
—Atención, Base. Perdimos el aerodeslizador, pero la azotea está bajo control. Envíen refuerzos.
—Copiado, teniente. Proceda con el interior del edificio. El capitán Madubar será enviado con los refuerzos cuando termine su gestación.
Deirmir se golpeó el casco y luego les dio las indicaciones a los soldados, agitando las manos en el aire. Uno a uno, descendieron por el estrecho hoyo que daba al cuarto piso del fuerte. Adentro, el sonido de las ametralladoras y las bombas resonaba incesantemente. La lucha por el control de la fortificación sin duda había llegado ya al tercer piso.
Entre tanto, el lugar que recién comenzaban a explorar era una habitación espaciosa, como un cuarto de reuniones, pero gran parte del mobiliario, las computadoras de control y las luces del cielo raso habían sido destruidas. Los soldados encendieron las lámparas de sus cascos y procedieron a ocupar la zona.
Al final de la habitación, pasando un par de cadáveres enemigos, altas puertas de vidrio reforzado aún se mantenían intactas. El teniente reptó hasta ellas y verificó que el pasillo del otro lado estuviese despejado. Satisfecho con lo que había visto (un largo corredor vacío y un poco más iluminado) le ordenó al equipo seguir adelante.
Recorrieron el corredor, de monótonas paredes grisáceas y piso de roca, asegurando cada cuarto y cada rincón con eficacia. Sortearon un par de minas antipersonales y se encontraron con tan sólo tres soldados enemigos durante la mitad del trayecto. Deirmir, dubitativo, murmuró unas palabras que pudieron ser escuchadas claramente por el resto del equipo:
—¿Dónde se han metido todos?
Obtuvo la respuesta a su pregunta un minuto después.
De alguna manera, todos los pasillos y habitaciones de ese piso del fuerte llevaban al mismo sitio: el Cuarto de Control. Así lo indicaban los resplandecientes rótulos electrónicos que estaban colocados a lo alto en todo el perímetro del lugar. Protegidos con escudos, restos de mesas y sillas e incluso cadáveres apilados, las fuerzas enemigas esperaban adentro, dispuestas a matar y morir por defender a algo o a alguien que se escondía en la Sala de Comando.
Un torbellino de fuego se formó dentro del fuerte cuando los ejércitos se enfrentaron. Por su ubicación, las tropas enemigas tenían ventaja y quienes primero fueron abatidos pertenecían al equipo del teniente Deirmir. Éstos se replegaron hacia los diferentes corredores, cubriéndose con los recodos de las paredes y después contraatacaron al afianzar sus posiciones.
El teniente repitió su táctica anterior y lanzó hacia el Cuarto de Control dos granadas de alto calibre, que explotaron simultáneamente sacudiendo las bases enteras del edificio. Con seguridad —pensó—, al menos la mitad de las fuerzas enemigas habían sido anuladas.
Esperaron unos segundos hasta que se disipó la nube de humo y avanzaron de nuevo hacia la habitación. Para su sorpresa, el enemigo había resistido extraordinariamente el ataque. Los sobrevivientes, mutilados y adoloridos, persistían en elevar sus armas y disparar. Lograron detener a más de un tercio del equipo de asalto del teniente Deirmir, pero se vieron perdidos cuando parte de los refuerzos se adentró por el extremo opuesto del Cuarto de Control.
No se tomaron prisioneros.
El lugar se sumió de pronto en un profundo silencio cuando no hubo soldado alguno que luchase en contra de las fuerzas invasoras. Deirmir señaló en dirección a la puerta de la Sala de Comando —un habitáculo rectangular de acero blindado, emplazado en el medio del lugar—, y sus obedientes subalternos dispusieron en ella una poderosa carga explosiva.
El teniente inhaló, sostuvo el aire en sus pulmones y dio la orden de activación. Las puertas de la sala salieron despedidas hacia los lados y una ráfaga de viento caliente se estrelló contra el rostro de los soldados. Casi de inmediato, un par de guerreros enemigos saltó afuera chillando y disparando sus armamentos con frenesí. Deirmir reaccionó velozmente y les colocó tres balas a cada uno en su cuello y rostro.
Cuando el polvo y el humo se dispersaron por completo dentro de la Sala de Comando, el teniente Deirmir observó con claridad una figura que permanecía de pie entre las pantallas de observación y las computadoras de control. Por el peculiar uniforme de combate y las insignias que portaba sobre sus hombros, estaba claro que era el general custodio del fuerte. Imperturbable, esperaba la llegada de sus ejecutores.
—Atención, Base —dijo Deirmir mientras caminaba con cautela hacia el general—. Hemos controlado la Sala de Comando del fuerte.
—¡Excelente, teniente! — explotó la voz en sus oídos —. ¿El general fue capturado o muerto?
—El general ha sido…
Cuando se encontró cara a cara con el oficial enemigo, el teniente enmudeció. Confundido, dio un paso atrás y agitó la cabeza para asegurarse de que sus ojos no lo estaban engañando. Pero no se equivocaba: se trataba de él mismo, que lo miraba desde el otro lado con tranquilidad. El general —el otro él— hizo una mueca sardónica y entrecerró los ojos.
Aquella expresión produjo en el teniente Deirmir un escalofrío tan fuerte que, al llegarle a las manos, las hizo temblar hasta apretar el gatillo. El general se desplomó en el suelo como un saco de ladrillos. Deirmir lo observó con ojos vidriosos, apabullado por un repentino temor.
—¿Cómo es posible? —murmuró con voz trémula.
—¿Teniente Deirmir? Repita.
—El general fue muerto… —señaló—. Pero existe nueva información mucho más relevante, Base.
—¿A qué se refiere?
—Al parecer, el enemigo posee, o ha construido, una Incubadora.
Un segundo de estática y silencio sacudió la comunicación.
—¿Cómo ha llegado a esa conclusión, teniente? —escuchó entonces.
—El general enemigo es un Réplica.
—¡Un Réplica! ¿Puede confirmarlo?
—Totalmente. Es un Réplica idéntico a… a uno de los nuestros.
El asombro y la confusión se apoderaron de las voces tras los intercomunicadores.
Cuando los soldados ocuparon la Sala de Comando, miraron con estupefacción el rostro del cadáver que yacía a los pies del teniente Deirmir. Éste, aún agobiado, ponderó en su mente las implicaciones de ese imprevisto descubrimiento.
Así como ellos mismos, el enemigo tenía ahora la capacidad de generar más y más soldados continuamente. Era posible que las nuevas tropas ya estuvieran siendo gestadas, listas para regresar al fuerte y reanudar la batalla, e incluso que toda la operación formara parte de una elaborada emboscada.
“Controlen el fuerte y controlaremos la ciudad. Controlen la ciudad y la mitad de la guerra estará ganada”, había dicho el capitán Madubar. Ante un conflicto en el que ambos ejércitos poseían tropas imperecederas, ¿sería posible que alguno de ellos obtuviese la victoria? ¿Cuánto duraría entonces esa guerra?
Deirmir tragó saliva, hurgó de nuevo sus ojos y luego verificó el estado de su arma. Consciente de que el verdadero combate estaba por venir, se preguntó cuántas muertes más le esperaban de ahora en adelante…