(merci à Elena d'avoir pris contact avec l'auteur pour la cession des droits)
(un très merci à l'auteur, Hugo Aqueveque d'avoir accepté de nous laisser publier sa nouvelle sur notre blog, de la traduire et de l'intégrer dans le projet C2C pour la journée d'étude organisée par l'Université de Paris X - Nanterre… Encore un bel accueil et une grande générosité !)
Amélie Rioual et Cloé Riou travailleront donc sur « Azul » – une nouvelle que, personnellement, j'aime beaucoup.
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AZUL
HUGO AQUEVEQUE
Harry se levantó desganado esa mañana, como lo venía haciendo desde hacía treinta y siete años, no obstante se sintió preparado para terminar los planes especiales que tenía para esa jornada. Entró en su práctica ducha térmica de agua y aire comprimidos de un minuto y salió más despierto y animado, aunque la lentitud de sus movimientos fue inevitable. Al volver a su amplio dormitorio, pasó desnudo frente al espejo del baño, el único de su departamento, aunque evitó mirarse. Presionó un botón en la cabecera de la cama y las cortinas del ventanal se abrieron; de inmediato el vidrio se enroscó dejando ver la ciudad sin obstáculos. Fue aparente el limpio panorama, cuando se asomó confirmó el espeso smog de siempre que cubría de un gris tenebroso las gigantescas construcciones. Parecía un atardecer en pleno invierno, pero el reloj marcaba recién las siete de la mañana de un caluroso día de verano. La hermosa y nociva luz del sol permanecía latente sobre aquella capa de humo envenenado; como una contradicción aberrante la polución protegía a la ciudad de los rayos ultravioleta. Melancólico recordó los tiempos en que se podía ver el cielo en toda plenitud en el desértico clima de su niñez, donde ni siquiera había nubes que impidieran el resplandor de ese azul que ya no existía. Ahora sólo quedaban las imágenes y hologramas que jamás serían capaces de repetir las reales sensaciones que él había experimentado alguna vez. Eso definitivamente se había extinguido.
Escuchando a Bach se vistió con la escasa destreza que su cúmulo de años le permitía. Después, ya ataviado con sus prendas de látex, se encaminó hacia la puerta del ascensor en la misma habitación. A una orden oral el elevador comenzó a bajar veloz los doscientos pisos del rascacielos, entre tanto se acomodó unos grandes anteojos que se adhirieron a su piel como ventosas, en cuyos lentes se activaba una pantalla. Arrastrando el anular de la mano derecha por una zona demarcada sobre su pantalón seleccionó en el cristal el enlace de su vehículo y lo puso en marcha.
Al abrirse el elevador, su compacto coche, que tenía forma de una media luna vuelta hacia abajo, lo esperaba. Montó en el único asiento y a un mandato oral el vehículo rodó con lentitud hacia la salida de la torre. El transporte era estrecho, no tenía palancas, pedales, volante ni espejos, y a él se le antojaba como un sarcófago con ventanillas polarizadas, donde su ocupante podía viajar, incluso, recostado y dormido. El senil pasajero marcó su destino; luego de un par de segundos, en el diminuto monitor de sus gafas, un mensaje de Autorizado por la Central de Tránsito y otro de Ruta asignada parpadearon junto con un sinnúmero de anotaciones menores. Se confortó al percatarse de que le correspondió la cuarta pista, la única que dejaba ver por lo menos los edificios y el oscuro cielo; las otras eran como viajar por túneles y no le agradaban. Ya raudo por la autopista, intentó mirar su resumen noticioso favorito en la pantalla, pero no pudo concentrarse. Sus pensamientos andaban en otro lugar; era la nostalgia simbolizada en aquel azul que por más que trataba no evocaba con nitidez, y con ello su pasado se extinguía sin remedio. El smog, las luces, las altas construcciones y los otros vehículos que transitaban a su alrededor se desvanecían poco a poco; su pensamiento y su razón hacían un viaje distinto, partían al pasado, al reducido fondo de recuerdos que guardaba en su memoria, recuerdos como residuos de un sueño. Ahí casi no habían imágenes ni voces ni sensaciones, sólo afirmaciones que apenas distinguía: nombres, fechas, lugares y acontecimientos que si no los tuviera de antemano por ciertos hubiese dudado de ellos.
Había estudiado medicina, aunque en definitiva la carrera que siguió no fue la de médico sino la de empresario en el rubro. Estableció varias compañías, una de las cuales se convirtió en una verdadera mina de oro que le dio fortuna y fama mundial. Esos habían sido los buenos tiempos; ahora se encontraba en el ocaso de su existencia, convertido en un anónimo y filantrópico anciano que intentaba vivir sus últimos días en soledad. Lo tuvo todo, en especial amor, salud y dinero. El verdadero amor se había ido con la muerte de su mujer hacía 37 años; la riqueza material le sobraba; y la salud fue fácil conservarla, porque a esas alturas ya nadie se enfermaba, ni siquiera en la hambrienta Europa, además la tecnología permitía recuperar o reemplazar casi cualquier miembro u órgano humano, y si no se podía, siempre estaba la opción de la criogenización. Él se había sometido a muchas operaciones; su corazón, estómago y pulmones eran máquinas de longeva duración certificadas desde fábrica, la mayoría de sus huesos consistían en estructuras de firme titanio, sus músculos permanentemente reforzados con inserciones de material semibiológico, al igual que sus venas limpiadas y regeneradas cada lustro. Y la piel de su cuerpo la había estirado tantas veces que la tenía tan delgada como la cáscara de una cebolla. Le repugnaba su reflejo en el espejo y mirar los venosos rostros de los demás, y daba gracias por la imperante moda de vestir todo el cuerpo, incluso la cara con esos enormes anteojos digitales.
El sonido intermitente de una sutil alarma lo sacó de sus cavilaciones, estaba a un minuto de su destino, una de sus innumerables clínicas de asistencia. Una sonrisa cómplice lo regocijó al imaginar lo curioso que se sentiría ser cliente de su propia empresa, la que estaba en las confiables manos de uno de sus herederos, quien en persona trataría su caso a pesar de no ser su labor.
Harry había nacido el año setenta y dos del siglo XX y la fecha de ese día correspondía el año veintiocho del siglo XXII, tenía ciento cincuenta y seis años de edad, una centuria exacta más de lo que había vivido su padre. Había olvidado el rostro de su progenitor y ése era el recuerdo perdido que más le dolía. Fue el primero en morir, bastantes años antes que su madre y mucho antes que sus hermanos, y aunque poseía fotografías e imágenes en video de la época, a su padre lo veía como a un completo extraño, nunca podía dibujar su rostro sin la ayuda de las fotos que guardaba, ni hablar de los sentimientos, no los sentía más que como una obligación, porque sabía que habían sido muy fuertes alguna vez. Temía que era demasiado el tiempo que los separaba y demasiadas las cosas que su cerebro y su corazón no podían retener. Eso lo avergonzaba ante la memoria de quien le dio el ser y la formación. No cabía duda, su generación había dado un salto tecnológico tan antinatural que el metabolismo humano no pudo asimilar, los hombres no estaban evolucionados para vivir tantos años… ni para recordarlos.
En el portal del edificio lo recibió Héctor, su tataranieto, y después de un breve e íntimo intercambio de palabras pasaron a una iluminada habitación en el centésimo nivel. Ahí se vistió con unas cómodas prendas hospitalarias que llevaban su apellido impreso a un costado, al igual que toda la maquinaria y mobiliario. Estaba tranquilo, ya acostumbrado por tantos paseos por esas salas, aunque el caso fuera diferente. Se recostó en una ostentosa cama de metal cromado, respiró sereno mientras su joven pariente en silencio preparaba dos catéteres, que en breve le incrustó, con destreza y sin causarle dolor, a la yugular. Pronto Héctor se acercó de nuevo y le puso en su mano derecha un diminuto aparato de liviano metal negro.
—Cuando tú quieras, viejo —le dijo con afecto. Según las reglas el propio cliente debía accionar la máquina.
—Ahora mismo, muchacho, antes de que me arrepienta —y sonriendo nervioso presionó el botón oscuro del aparato en sus manos.
Algo asustado, notó como un líquido azulino subió por la manguera hasta inyectarse en su vena. Se relajó en el momento en que sintió la gélida substancia entrando en su cuerpo. Una sonrisa infantil, pero legítima, se dibujó en su cara deformada por las numerosas cirugías, mientras recordó con nitidez —o soñó— un momento exacto de su pasado: «Se vio siendo niño, lo experimentó como si estuviera allí. Se encontraba en una playa, junto a su padre. El sol repuntaba radiante sobre sus tibias cabezas mientras pescaban envueltos en una templada brisa marina. Se sintió maravillado… y ansioso observó el jovial y sereno rostro de su progenitor que le sonreía. Al mirarlo lo sintió suyo como no lo sentía hace más de cien años, de su sangre y de su carne... como a un hijo que murió joven. Vio en sus profundos ojos azulados, que no recordaba hasta ese entonces, el reflejo del azul del mar, el resplandor del azul del cielo, el azul que nunca más sería, ése que cuando nació por derecho le correspondió y que había dejado el planeta hacía años, y que él debió acompañar. Y en ese preciso momento tuvo la certeza de que el haber alargado su vida de esa manera había sido un imperdonable error, que esa vida extra no le fue asignada por Dios o quien fuera, nunca la quiso en realidad, y se arrepintió por tantos años de existencia inútil y forzada».
Al irse durmiendo, mientras lágrimas dulces y amargas acariciaban su piel, escuchó a Héctor que, como la lejana voz de un ángel, le hablaba:
—Hasta siempre abuelo… se te va a extrañar aquí —era su último adiós, pues, en esos tiempos de inmortales artificiales su lucrativa empresa se dedicaba a dar el oneroso servicio del suicidio asistido y Harry, cansado y solo, ya no deseaba vivir más.
Luego, un líquido rojo intenso subió por otro de los tubos hacia sus añejas y fatigadas venas, pero el anciano ya estaba dormido, y en su sueño nada más que el azul existía.
Julio 2001.
1 commentaire:
Gracias una vez mas a Víctor (Hugo), en nombre de C2C (nuestro equipo colectivo de traducción) por habernos dado su autorización sin reserva alguna y por haberme propuesto y enviado rápidamente la versión corregida de su cuento.
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