C'est avec grand plaisir que j'accueille Sabrina Wajntraub, une ancienne étudiante de Bordeaux 3, actuellement prof d'espagnol en lycée… Quelqu'un de très sympathique qui, à n'en pas douter, nous sera d'une grande aide pour nos travaux de traduction.
Bienvenue à bord.
Je lui ai confié une nouvelle très intéressante de Teresa Pretrel (Pérou), « Los zapatos debajo de la cama ».
« Los zapatos debajo de la cama »
Teresa Pretrel
La caseta de comidas, en la plazuela abierta que dibuja una esquina del jirón González de Prada, tiene licencia municipal. La madre, cincuentona, cocina en dos hornillas de kerosén. La hija, treintañera ya, sirve media docena de mesas arrimadas a la sombra de un eucalipto enfermo. El quiosco hace las veces de almacén, cocina, ocasionalmente prostíbulo, y ahora también dormitorio porque ellas se cansaron de acarrear cada mañana los peroles y las ollas desde la lejana barriada.
El cliente que se acaba de sentar acomoda las nalgas en la silla y echa el busto hacia delante. Frunce el entrecejo y arruga los párpados para mirar la lista escrita en la pizarra con tiza blanca y gruesas letras de trazo escolar. Más que leer comprueba que el menú no ha cambiado. Mueve los labios mientras deletrea mentalmente: chupe de camarones, papas a la huancaína, churrasco, anticuchos, picante de chicharrones, humitas, chicha morada, colas y refrescos, cervesas...
La hija, una chola gorda y culona, sale de detrás del mostrador y se acerca sonriente. Lleva una chompa encarnada, destejida en los puños, y unos pantalones morados, muy ajustados, que le marcan la tripa y las caderas. Se inclina sobre la mesa hasta casi ponerle los pechos encima y pasa un trapo para limpiar las manchas de grasa y barrer hacia el suelo los residuos de una comida anterior.
—¿Una servesita, don? —dice cuando termina, arrimándose; el tono es burlón, insinuante.
Él asiente apenas con un gesto, sin apartar los ojos de las caderas de la chola.
—Luego me sirves también unos anticuchos —ordena poniéndole la manaza en el trasero.
Halagada, la chola bromea:
—¿Y adónde te agarras cuando estás con la flaca de tu esposa, don?, Una sonrisa le llena la boca ávida al hombre:
—Ya boté a la doña —anuncia displicente—, esta noche vienes a la casa a hacer dormida.
—Se me va a enojar la vieja, dice que le da miedo dormir sola ahí dentro.
Él alza los hombros, ella se da media vuelta y se aleja hacia la caseta, asediada por el humo de los tubos de escape, el bullicio infernal del tráfico, los gritos de los vendedores ambulantes cada día más agresivos. Vuelve con la cerveza en la mano. Descorcha el botellín y mientras él bebe a morro ella pregunta:
—¿De verdad la botaste?, ¡no me mientas, don!, Él golpea la mesa con el culo de la botella:
—Estaba harto de ella y de sus niños tísicos asmáticos; se los dije.
La chola hace un mohín de fingida severidad:
—No seas cojudo: son tus hijos, don.
—Los hijos son siempre de ustedes, de las madres que los han parido; ¿sabes lo que ella me decía?, que eran regalo de amor. ¡Pendejadas! Puro gasto, noches enteras de toses, de llantos, vómitos y babas. No conozco hombre que aguante esa vaina.
La chola asiente, comprensiva y zalamera. Le cosquillea el vicio entre los muslos cuando dice:
—Las noches se hicieron para otra cosa, ¿verdad, don?
—Le mandé que se los llevara donde su madre. De repente te quedas tú también en Chiclayo, le dije, que aquí ya no pintas un caraju.
Almuerza anticuchos, despacio, saboreando cada bocado. Mientras mastica, recuerda la tranquilidad de las dos últimas noches cuando pudo dormir a su gusto y sólo le medio despertaba a veces el estruendo de sus propios ronquidos. Se acabaron las llantinas de los niños enfermizos, los gimoteos de la zonza de su esposa. Se relame escuchando ya los gemidos de la chola en la próxima noche de joda que le aguarda. De sobremesa pide un matecito de coca. Lo necesita para el trabajo en el grifo, tres cuadras más arriba. Si no, los vapores de gasoil se le suben a la cabeza y se le malogra la digestión. Prefiere no pensar en ello. Por entre las mesas ronda un niño algo mayor que el Luis Miguel suyo, un poco menos canijo, con fuerzas suficientes para acarrear sobre la cabeza un montón de diarios. Cuando alguien le compra, él deja momentáneamente la pila de periódicos encima de la mesa mientras busca el vuelto en un bolsillo del pantalón. Hijos así le hubiera gustado tener a él; compra La República y en un súbito arranque de ternura le deja dos cobres de propina.
Va a la sección de policiales: le enardece la violencia, se entusiasma con las balaceras, admira la sangre fría de los victimarios, sin compadecer al taxista abaleado por un puñado de soles ni al transeúnte degollado a la vuelta de una esquina. Al desplegar las páginas, su mirada tropieza con un titular que le produce un cosquilleo desconocido en la boca del estómago: en habitación de hostal de san juan de miraflores madre envenena a sus dos pequeños hijos y se suicida. Cuando termina de leer la noticia entera alza la vista buscando a la chola y le hace una señal para que se acerque.
—Me parece que ya no tengo esposa —dice cuando ella se sienta—. Escucha esto, cholita, Y empieza a leer despacio, separando las sílabas, la voz silbando sobre las eses como una serpiente que reptara entre los recovecos que separan las palabras.
En una de las habitaciones de un hostal situado en San Juan de Miraflores fueron encontrados muertos ayer una mujer joven y dos niños no mayores de ocho años, quienes, aparentemente, serían hijos suyos. Ella estaba colgada del cuello con un cordón de nylon que había sido atado a una de las vigas del techo. Los pequeños yacían, uno al lado del otro, sobre una cama de dos plazas.
Ambos habrían fallecido como consecuencia de envenenamiento, a juzgar por las secreciones que tenían acumuladas en la cavidad bucal y fosas nasales.
Mientras lee, su mano izquierda tantea buscando el matecito de coca. Cuando los dedos tropiezan con el vaso se detiene, bebe dos tragos cortos. El índice de la otra mano permanece fijo sobre la hoja para que los ojos no pierdan la línea. La chola no dice nada., Las víctimas, hasta anoche, no habían sido identificadas. Los cuerpos fueron descubiertos al promediar las 5.00 de la tarde, en un cuarto del hostal "Billinghurts", ubicado en la avenida del mismo nombre Nº 479.
Ana Trinidad Gutiérrez Castro administradora del centro de hospedaje realizó el hallazgo y reportó el hecho en el acto a las autoridades.
La palabra autoridades asusta a la chola que se agita como si le hubiera picado una culebra. Él prosigue, como hipnotizado:
A unos tres metros de la vía de ingreso, la mujer estaba suspendida en el aire, con una gruesa cuerda atada en el cuello.
Tenía ambos pies a no más de 30 centímetros del suelo. Lucía el rostro amoratado y los ojos semiabiertos. A un costado había una silla de madera volteada, mueble desde el cual se cree saltó.
La probable suicida era de raza mestiza, piel trigueña, cabellos lacios y negros, contextura delgada y de 1.60 mts. de estatura, aproximadamente. Aparentaba unos 28 años.
Vestía un pantalón negro desteñido, una blusa blanca y una chompa de lana verde.
—Tu flaquita nunca supo combinar los colores —murmura la chola.
Él se lleva un dedo a los labios sin apartar la vista de las letras de imprenta.
La niña tenía puesto un pantaloncito celeste y un polo de algodón marrón, mientras que el varoncito lucía un short beige y una camisa de franela roja con aplicaciones de color amarillo. Los zapatos de los tres fueron ubicados debajo de la cama.
—¿Has visto?, les compró ropitas nuevas con la plata que se llevó para los boletos del bus —dice él al terminar de leer.
La chola echa un suspiro hondo:
—Tendrás que pasarte por ese hostal mañana a ver si por lo menos te devuelven los tres pares de zapatos.
3 commentaires:
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Au plaisir de jouer avec vous.
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