Por la noche, Gonzalo llamó a Ramón.
—He estado pensando. Tengo una idea, un buen desafío para ti. Pero creo que es demasiado fuerte.
—Te escucho.
—Bueno, si no te atreves lo comprenderé. No es tan fácil como irse de un sitio sin pagar. Puede ser peligroso.
—¿Y qué es?
—Bah, nada, olvídalo. Nos veremos mañana en clase.
—Te conozco —dijo Ramón sonriendo—, sé que haces todo esto para intrigarme. Suéltalo de una vez.
—No, en serio, primero quiero pensarlo despacio, y después será mejor que lo hablemos entre los tres. No quiero pasarme y que te ocurra algo por mi culpa.
—Escucha —se impacientó Ramón—, estoy en pijama, descalzo, y se me están quedando los pies helados. Me has sacado de la cama y ahora no me vas a dejar intrigado sin saber qué es lo que se te ha ocurrido. Así que dilo de una vez. ¡Ahora!
—En serio, no sería un juego. Podría acabar mal. Es... bueno, te lo digo y luego lo olvidas, ¿de acuerdo? Es como una prueba de supervivencia. Un plazo no muy largo, pongamos tres días. Tienes que sobrevivir tres días por tus propios medios. No vale pedir ayuda a tus padres ni a nadie que conozcas. Tú solo, tres días y tres noches.
—¿Quieres que me vaya a la selva a pasar tres días como Tarzán? —ironizó Ramón—. No sé qué habrás cenado, pero te ha sentado mal.
—A la selva no. A una gran ciudad.
Con el teléfono en la mano, Ramón se paseaba por el pasillo para combatir el frío. Se detuvo ante el espejo del recibidor, que le devolvió la imagen de un chico despeinado con un aspecto corriente, ni demasiado alto ni muy bajo, ni guapo ni feo. No era un atleta ni un héroe, y lo del restaurante había sido la primera cosa excepcional que hacía en su vida.
Comprendió que su amigo hablaba en serio. Sintió como un escalofrío anticipado. Por supuesto que sería peligroso. Sería una locura.
—Tengo que colgar —dijo Gonzalo sin darle tiempo a responder.
Y así fue como empezó todo.
—He estado pensando. Tengo una idea, un buen desafío para ti. Pero creo que es demasiado fuerte.
—Te escucho.
—Bueno, si no te atreves lo comprenderé. No es tan fácil como irse de un sitio sin pagar. Puede ser peligroso.
—¿Y qué es?
—Bah, nada, olvídalo. Nos veremos mañana en clase.
—Te conozco —dijo Ramón sonriendo—, sé que haces todo esto para intrigarme. Suéltalo de una vez.
—No, en serio, primero quiero pensarlo despacio, y después será mejor que lo hablemos entre los tres. No quiero pasarme y que te ocurra algo por mi culpa.
—Escucha —se impacientó Ramón—, estoy en pijama, descalzo, y se me están quedando los pies helados. Me has sacado de la cama y ahora no me vas a dejar intrigado sin saber qué es lo que se te ha ocurrido. Así que dilo de una vez. ¡Ahora!
—En serio, no sería un juego. Podría acabar mal. Es... bueno, te lo digo y luego lo olvidas, ¿de acuerdo? Es como una prueba de supervivencia. Un plazo no muy largo, pongamos tres días. Tienes que sobrevivir tres días por tus propios medios. No vale pedir ayuda a tus padres ni a nadie que conozcas. Tú solo, tres días y tres noches.
—¿Quieres que me vaya a la selva a pasar tres días como Tarzán? —ironizó Ramón—. No sé qué habrás cenado, pero te ha sentado mal.
—A la selva no. A una gran ciudad.
Con el teléfono en la mano, Ramón se paseaba por el pasillo para combatir el frío. Se detuvo ante el espejo del recibidor, que le devolvió la imagen de un chico despeinado con un aspecto corriente, ni demasiado alto ni muy bajo, ni guapo ni feo. No era un atleta ni un héroe, y lo del restaurante había sido la primera cosa excepcional que hacía en su vida.
Comprendió que su amigo hablaba en serio. Sintió como un escalofrío anticipado. Por supuesto que sería peligroso. Sería una locura.
—Tengo que colgar —dijo Gonzalo sin darle tiempo a responder.
Y así fue como empezó todo.
Manuel L. Alonso, Juego de adultos
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