lundi 9 janvier 2012

La cinquième équipe se met en orbite – les Supernovas


Vanessa Canavesi, Perrine Huet et Olivier Marchand, les Supernovas, ont choisi de travailler sur la nouvelle « Salvación » de l'Argentine Claudia De Bella – que nous remercions collectivement de nous avoir donné l'autorisation de traduire et de publier son travail.

(pour vous, ce sera le rose)


Desarticular. Desmembrar. Desollar. No se puede hacer nada contra algo que se lleva en la sangre.
Soy verdugo desde que llegué a Salvación. En la Tierra me perseguían, me encerraban y me drogaban para que no reincidiera. Aquí tengo un sueldo del gobierno. Y, sobre todo, soy feliz.
Me piden que los mate lentamente, pero a veces no lo consigo. Algunos gimen y piden clemencia, y esos son los que más me irritan. Les miro las caras y lo único que deseo es rompérselas... los ojos fuera de las órbitas, las mandíbulas partidas en tres. No puedo esperar a reventarles las costillas a golpes. Quiero verlos muertos. Entonces la excitación me hace apresurar y no reciben el castigo apropiado, la cuota de sufrimiento que ordena la Ley. Pero el jefe del Tribunal está conforme conmigo. Hago muy bien mi trabajo. Soy útil a la sociedad.
No importa el crimen que hayan cometido. El Padre Alfonso dice que cualquier acto contrario a la Doctrina es una afrenta igualmente grave y merece el máximo castigo. En Salvación no hay diferencia entre insultar a un obrero o asesinar a un sacerdote. La pureza se tiene o no se tiene. No se puede atentar contra la obra del Creador de ninguna manera. Salvo en mi caso: soy verdugo, la mano armada de la Justicia Divina.
Entonces vienen a mí. El ritual es muy sencillo. Demostrada la culpabilidad, los sacan rápidamente del Tribunal y me los traen. En este planeta no hay cárceles, sólo salas de espera. Yo los aguardo algo inquieto, con ese cosquilleo de entusiasmo que siempre me provoca la anticipación de mi obra.
Abren la puerta de hierro y veo al condenado por primera vez. De inmediato comienzo a considerar el método. Si son corpulentos y fuertes, mejor. Hay mucho que hacer antes de que no puedan más. Los débiles necesitan más sutileza. Un golpe enérgico y bien aplicado puede matarlos al instante, y esa no es la idea. Hombres, mujeres, jóvenes o viejos... cada uno requiere de un tratamiento especial, personalizado, adaptado a su estructura ósea, a su temperamento más o menos rebelde, a su voluntad de luchar o de resignarse al castigo.
He desarrollado la técnica a tal punto que puedo planificar la totalidad del procedimiento en pocos minutos, diagnosticando de un vistazo las secuencias de garanticen el máximo de horas de dolor con el máximo de daño posible manteniéndolos vivos. La Ley ordena que deben morir como mínimo una semana después de la sentencia. Me enorgullece decir que algunos me duran hasta tres semanas. Me han condecorado por hacerlos durar tanto.
Cuando nos dejan solos, lo primero es quitarles los grilletes. Es más divertido que estén sueltos, corriendo por la mazmorra como ratas histéricas, creyendo que pueden escapar. Otros verdugos usan herramientas, pero eso no es de hombres. Para algo existen las manos, pienso yo, los pies, los hombros, los codos. No hay arma más sagrada que el cuerpo que el Creador nos ha dado. Los nudillos hundiéndose hasta que la sangre comienza a saltar. La de los dos. Mis colegas no saben lo que se pierden.
Es cuestión de golpear y golpear y clavar uñas y arrancar pelos y dislocar miembros y rasgar piel y romper bocas hasta que ya no puedan gritar. Y cuando se han convertido en bultos ensangrentados, administrar castigos más espaciados en el tiempo, pero más insidiosos. Y así hasta que un dolor cualquiera vence sus últimas resistencias y se entregan a la muerte. Eso es misericordia, dice el Padre Alfonso: darles el tiempo suficiente para que el sufrimiento los purifique y se arrepientan de sus pecados.
Nunca entendí por qué Salvación está excluido de las rutas habituales de navegación. Aquí hay tanta santidad, tanto apego a los verdaderos preceptos de la convivencia armónica que todos deberían conocer y seguir su ejemplo.
Cuando los carceleros de la Tierra me abandonaron a mi suerte en un campo cercano a Nueva Belén, con la esperanza de que pronto, incapaz de contenerme, volvería a las andadas y sería descubierto, juzgado y ejecutado por el Tribunal de Salvación, no imaginaron que yo mismo me convertiría en ejecutor. Les estoy eternamente agradecido. Por ellos descubrí mi verdadera vocación, la misión que el Creador me tenía reservada desde que nací. Sólo era cuestión de encontrar el sitio donde mis habilidades fueran necesarias, no consideradas una perversión del carácter sino un don excepcional. Aquí saben valorarme y yo disfruto de cada día de mi vida, sirviendo a la religión verdadera y haciendo lo que más me gusta.
¿Cuántos pecadores he redimido? El registro eclesiástico dice que doscientos treinta y siete... doscientas treinta y siete almas que asumieron sus errores gracias a mí. Sé que ya me he ganado el Cielo. Pero aún no anhelo llegar a él: mi paraíso está aquí, en esta mazmorra de Salvación de la que, es cierto, nunca saldré, porque el Padre Alfonso dice que no debo contaminarme con los impuros de afuera y por eso me resguarda con los candados que aseguran mi puerta. ¿Pero a quién le importa la libertad? Mientras esa puerta se abra, mientras haya pecadores que desafíen a la Ley Divina y sea yo el encargado de acompañarlos en el camino del perdón y, sobre todo, mientras pueda seguir oyendo el estallido de sus huesos cuando los lanzo contra los muros de piedra, seguiré pensando que soy el hombre más afortunado del mundo y daré gracias al Creador por los placeres que me ha concedido y que sin duda merezco.

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