Pour faire plus ample connaissance avec votre animatrice-meneuse d'ateliers d'écriture, Stéphanie Benson, quelques lignes du début de son roman Un meurtre de cordeaux, Paris, Rivages, col. Noir, 1999.
Le plus bizarre, c'est que ce fut justement cette nuit-là que je me mis à songer au suicide, comme si la mort était dans l'air, en train de rôder, à l'affût. Je pensais à Florence, comme toutes les nuits, ma compagne de solitude fidèle et irremplaçable. Mais même elle n'arrivait pas à me consoler et je me trouvai tout d'un coup envahi par une fatigue incommensurable, une lourdeur de corps et d'âme, alors je me dis : ça suffit. Comme ça, rien de plus. Un simple constat. Assez. Seulement, je suis un lâche et je ne veux pas souffrir. Je veux que la mort me surprenne, que je traverse la rivière avant de me rendre compte ; je ne veux pas d'yeux larmoyants, emplis de reproches tus, agglutinés à mon chevet. Je veux être pris au dépourvu ; les surprendre, eux, également, et la surprise, ça se prépare. Si j'avais eu une arme à portée de main, peut-être me serais-je supprimé, sur le coup, mais en réfléchissant à la laideur d'une tête partiellement éclatée, l'envie de faire sauter la mienne disparut. Restaient la fatigue, la tristesse, le vide de la nuit.
Je ne pense pas avoir entendu de cri, et pourtant, subitement j'étais debout, aux aguets, mon cœur battait à toute allure, me rappelait à la vie. Je restai là, tendis l'oreille, alors qu'aucun son ne venait déranger le silence ambiant. Je pris ma lampe, fermai la veste en cuir que Florence m'avait offerte (un blouson d'aviateur parce que ça faisait artiste) et sortis dans la nuit.
Il faisait froid. Depuis ma dernière ronde une gelée blanche était venue recouvrir arbres et bâtiments. Je me souviens d'avoir pensé que si j'avais une voiture, j'aurais du mal à nettoyer le pare-brise, mais je venais travailler à pied, et à l'heure où je suis finalement parti, il ne gelait plus.
Je n'aimais pas faire les rondes ; des peurs enfantines m'envahissaient la tête à chaque pas ; je voyais des vampires et croque-mitaines à chaque tournant, une sorcière dans l'ombre de la porte, trois lutins maléfiques derrière les buissons, un tueur fou qui m'attendait tapi dans l'ombre, en suivant des yeux ma lente progression vers la mort…
Les ateliers étaient vides, toutes lumières éteintes, les portes coulissantes verrouillées et cadenassées. Je les imaginais mal en état de fonctionnement, remplis de monde, de bruit, de moniteurs qui passaient de table en table pour surveiller, aider, corriger. Je n'y était venu qu'une seule fois, tout au début, quand Jean-Pierre m'avait fait la visite guidée de l'ensemble avec tant de fierté que j'avais longtemps cru qu'il était à l'origine de tout le projet, que c'était lui l'instigateur, le bienfaiteur premier. C'était déconcertant la première fois, toutes ces têtes difformes, ces regards étranges, ces voix trop fortes, trop basses ou trop aiguës. On avait l'impression de se trouver parachuté en arrière, dans la chambre des horreur d'une foire médiévale. J'étais mal à l'aise. Eux aussi.
***
Brigitte nous propose sa traduction :
Lo más extraño fue que aquella noche precisamente empecé a imaginar el suicidio, como si la muerte estuviera en el aire, merodeando, al acecho. Como cada noche estaba pensando en Florence, mi compañera de soledad, fiel e insustituible. Pero ni siquiera ella lograba consolarme y me encontré de repente sumergido por un cansancio sin par, una pesadez de cuerpo y alma, entonces me dije : ya está bien. Así no más. Una simple constatación. Basta ya. Sólo que soy un cobarde y no quiero sufrir. Quiero que la muerte venga a cogerme de improviso, que yo cruce el río antes de enterarme ; no quiero ojos llorosos, llenos de reproches callados, aglutinados a mi cabecera. Quiero que me coja desprevenido ; y a ellos también, pero la sorpresa es algo que se prepara. Si hubiera tenido un arma al alcance de la mano, tal vez me hubiera matado en el instante, pero al imaginar lo horrible de una cabeza medio destrozada, el deseo de hacer estallar la mía se desvaneció. Entonces permanecían el cansancio, la tristeza, el vacío de la noche.
No pienso haber oído grito alguno y, sin embargo, de golpe, estaba de pie, al acecho, mi corazón latía a toda prisa, me traía otra vez a la vida. Me quedé ahí, agucé el oído, sin que ningún ruido turbara el silencio ambiante. Cogí mi linterna, me abroché la cazadora de piel que me había regalado Florence (una cazadora de aviador porque daba la impresión de ser artista) y salí en medio de la noche.
Hacía frío. Desde mi última rondan una escarcha blanca había ido cubriendo los árboles y edificios. Recuerdo haber pensado que de tener un coche, me costaría mucho limpiar el parabrisas, pero iba al trabajo andando, y a la hora a la que salí por fin, ya no helaba.
No me gustaba nada hacer las rondas/patrullar ; unos temores infantiles invadían mi mente a cada paso ; veía vámpiros y espantajos en cada bocacalle, un bruja en el umbral oscuro de la puerta, tres duendes maléficos detrás de los matorrales, un asesino loco esperándome, agazapado en la oscuridad, que seguía con la mirada mi lenta progresión camino de la muerte…
Los talleres estaban desiertos, con todas las luces apagadas, todas las puertas correderas cerradas con cerrojos y candados. Me costaba imaginarlos en estado de funcionamiento, llenos de gente, de ruido, de montadores que pasaban de una mesa a otra para vigilar, ayudar, corregir. Sólo había venido aquí una vez, en su mismo principio, cuando Jean–Pierre me había guiado en la visita del conjunto con tanto orgullo que durante mucho tiempo había pensado que era él el iniciador de todo el proyecto, que era él el instigador, el bienhechor inicial. A la primera vez, era desconcertante ver todas esas cabezas deformes, esas miradas extrañas, esas voces demasiado fuertes, demasiado bajas o demasiado águdas. Daba la sensación de haber sido proyectado siglos atrás, en la cámara de horrores de una feria medieval. Yo sentía un profundo malestar. Ellos también.
Lo más extraño fue que aquella noche precisamente empecé a imaginar el suicidio, como si la muerte estuviera en el aire, merodeando, al acecho. Como cada noche estaba pensando en Florence, mi compañera de soledad, fiel e insustituible. Pero ni siquiera ella lograba consolarme y me encontré de repente sumergido por un cansancio sin par, una pesadez de cuerpo y alma, entonces me dije : ya está bien. Así no más. Una simple constatación. Basta ya. Sólo que soy un cobarde y no quiero sufrir. Quiero que la muerte venga a cogerme de improviso, que yo cruce el río antes de enterarme ; no quiero ojos llorosos, llenos de reproches callados, aglutinados a mi cabecera. Quiero que me coja desprevenido ; y a ellos también, pero la sorpresa es algo que se prepara. Si hubiera tenido un arma al alcance de la mano, tal vez me hubiera matado en el instante, pero al imaginar lo horrible de una cabeza medio destrozada, el deseo de hacer estallar la mía se desvaneció. Entonces permanecían el cansancio, la tristeza, el vacío de la noche.
No pienso haber oído grito alguno y, sin embargo, de golpe, estaba de pie, al acecho, mi corazón latía a toda prisa, me traía otra vez a la vida. Me quedé ahí, agucé el oído, sin que ningún ruido turbara el silencio ambiante. Cogí mi linterna, me abroché la cazadora de piel que me había regalado Florence (una cazadora de aviador porque daba la impresión de ser artista) y salí en medio de la noche.
Hacía frío. Desde mi última rondan una escarcha blanca había ido cubriendo los árboles y edificios. Recuerdo haber pensado que de tener un coche, me costaría mucho limpiar el parabrisas, pero iba al trabajo andando, y a la hora a la que salí por fin, ya no helaba.
No me gustaba nada hacer las rondas/patrullar ; unos temores infantiles invadían mi mente a cada paso ; veía vámpiros y espantajos en cada bocacalle, un bruja en el umbral oscuro de la puerta, tres duendes maléficos detrás de los matorrales, un asesino loco esperándome, agazapado en la oscuridad, que seguía con la mirada mi lenta progresión camino de la muerte…
Los talleres estaban desiertos, con todas las luces apagadas, todas las puertas correderas cerradas con cerrojos y candados. Me costaba imaginarlos en estado de funcionamiento, llenos de gente, de ruido, de montadores que pasaban de una mesa a otra para vigilar, ayudar, corregir. Sólo había venido aquí una vez, en su mismo principio, cuando Jean–Pierre me había guiado en la visita del conjunto con tanto orgullo que durante mucho tiempo había pensado que era él el iniciador de todo el proyecto, que era él el instigador, el bienhechor inicial. A la primera vez, era desconcertante ver todas esas cabezas deformes, esas miradas extrañas, esas voces demasiado fuertes, demasiado bajas o demasiado águdas. Daba la sensación de haber sido proyectado siglos atrás, en la cámara de horrores de una feria medieval. Yo sentía un profundo malestar. Ellos también.
***
Sonita nous propose sa traduction :
Lo más extraño, es que fue justamente esa noche que empecé a pensar en el suicidio, como si la muerte estuviera en el aire, merodeando, al acecho. Pensaba en Florence, como todas las noches, mi compañera de soledad fiel e irremplazable. Pero ni ella lograba consolarme, y de repente me sentía invadido por un cansancio inconmensurable, una pesadez en el cuerpo y en el alma, entonces me dije a mi mismo: basta. Así, nada más. Una simple constatación. Suficiente. No obstante, soy un cobarde y no quiero sufrir. Quiero que la muerte me sorprenda, cruzar el río antes de darme cuenta; no quiero ojos llorosos, llenos de reproches callados, aglutinados en mi cabecera. Quiero que me agarren desprevenido, sorprenderlos por igual, y la sorpresa, necesita preparación. Si hubiera tenido un arma al alcance de la mano, quizá me hubiera borrado, en ese instante, pero al reflexionar sobre la fealdad de una cabeza parcialmente estallada, las ganas de hacer explotar la mía desapareció. Quedaban el cansancio, la tristeza, el vacío de la noche. No creo haber escuchado algún grito, y sin embargo, de repente estaba de pie, al acecho, mi corazón latía a toda marcha, llamándome a la vida. Me quedé ahí, agucé el oído, mientras ningún sonido venía a perturbar el silencio que reinaba. Tomé mi lámpara, cerré la chaqueta de cuero que me había regalado Florence (una cazadora de aviador porque daba un aire de artista) y salí en la noche. Hacía frío. Desde mi última ronda una helada blanca había venido a cubrir los árboles y los edificios. Recuerdo haber pensado que si hubiera tenido un coche, me habría sido difícil limpiar el parabrisas, pero yo venía al trabajo caminando, y a la hora a la que finalmente me fui ya no helaba. No me gustaba hacer las rondas; miedos infantiles me invadían la mente a cada paso; veía vampiros y el coco en cada esquina, una bruja en la sombra de la puerta, tres duendes maléficos en los matorrales, un asesino loco que me esperaba escondido en la sombra, siguiendo con su mirada mi lenta progresión hacia la muerte… Los talleres estaban vacíos, todas las luces apagadas, las puertas correderas cerradas con llave y candado. Me los imaginaba mal laborando, llenos de gente, de ruido, supervisores que iban de mesa en mesa vigilando, ayudando, corrigiendo. Solamente había estado ahí una única vez, totalmente al inicio, cuando Jean Pierre me había hecho la visita guiada del lugar con tanto orgullo que por mucho tiempo creí que él había estado en el origen del proyecto, que él era el instigador, el benefactor del principio. Fue desconcertante la primera vez, todos esos rostros deformes, esas miradas raras, esas voces tan fuertes, demasiado bajas o demasiado agudas. Uno tenía la sensación de haber sido arrojado al pasado, en la recámara de los horrores de una feria medieval. No me sentía cómodo. Ellos tampoco.
Lo más extraño, es que fue justamente esa noche que empecé a pensar en el suicidio, como si la muerte estuviera en el aire, merodeando, al acecho. Pensaba en Florence, como todas las noches, mi compañera de soledad fiel e irremplazable. Pero ni ella lograba consolarme, y de repente me sentía invadido por un cansancio inconmensurable, una pesadez en el cuerpo y en el alma, entonces me dije a mi mismo: basta. Así, nada más. Una simple constatación. Suficiente. No obstante, soy un cobarde y no quiero sufrir. Quiero que la muerte me sorprenda, cruzar el río antes de darme cuenta; no quiero ojos llorosos, llenos de reproches callados, aglutinados en mi cabecera. Quiero que me agarren desprevenido, sorprenderlos por igual, y la sorpresa, necesita preparación. Si hubiera tenido un arma al alcance de la mano, quizá me hubiera borrado, en ese instante, pero al reflexionar sobre la fealdad de una cabeza parcialmente estallada, las ganas de hacer explotar la mía desapareció. Quedaban el cansancio, la tristeza, el vacío de la noche. No creo haber escuchado algún grito, y sin embargo, de repente estaba de pie, al acecho, mi corazón latía a toda marcha, llamándome a la vida. Me quedé ahí, agucé el oído, mientras ningún sonido venía a perturbar el silencio que reinaba. Tomé mi lámpara, cerré la chaqueta de cuero que me había regalado Florence (una cazadora de aviador porque daba un aire de artista) y salí en la noche. Hacía frío. Desde mi última ronda una helada blanca había venido a cubrir los árboles y los edificios. Recuerdo haber pensado que si hubiera tenido un coche, me habría sido difícil limpiar el parabrisas, pero yo venía al trabajo caminando, y a la hora a la que finalmente me fui ya no helaba. No me gustaba hacer las rondas; miedos infantiles me invadían la mente a cada paso; veía vampiros y el coco en cada esquina, una bruja en la sombra de la puerta, tres duendes maléficos en los matorrales, un asesino loco que me esperaba escondido en la sombra, siguiendo con su mirada mi lenta progresión hacia la muerte… Los talleres estaban vacíos, todas las luces apagadas, las puertas correderas cerradas con llave y candado. Me los imaginaba mal laborando, llenos de gente, de ruido, supervisores que iban de mesa en mesa vigilando, ayudando, corrigiendo. Solamente había estado ahí una única vez, totalmente al inicio, cuando Jean Pierre me había hecho la visita guiada del lugar con tanto orgullo que por mucho tiempo creí que él había estado en el origen del proyecto, que él era el instigador, el benefactor del principio. Fue desconcertante la primera vez, todos esos rostros deformes, esas miradas raras, esas voces tan fuertes, demasiado bajas o demasiado agudas. Uno tenía la sensación de haber sido arrojado al pasado, en la recámara de los horrores de una feria medieval. No me sentía cómodo. Ellos tampoco.
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