Era como viajar hacia el centro mismo del sol. Pasaban pitas, chumberas, pueblos como muertos. A veces, naranjeros, huertos grises, filas de palmeras quemadas. Todo el color lo comía la luz.
A veces se detenían en un poblado para repostar agua y entonces acudían chiquillos medio desnudos, morenos, desgreñados. Brotaban de pronto entre una calle vacía. Moscas, infinitas moscas asaltaban el vehículo. Aparecían guardias civiles. En otros sitios, falangistas, soldados también. Saludaban al padre de Martín. Luego, la carretera.
Martín se durmió al salir de Alicante con el fresco de la mañana y cuando se despertó con la boca seca, raspándole la garganta, doliéndole los ojos, se encontró con aquella luz y aquella polvareda de los caminos.
Cambió de postura en el asiento sintiendo hormigueo en una pierna. El sudor le pegaba la camisa a las costillas, pero el sudor era un alivio al fin y al cabo. El padre de Martín, Eugenio Soto, iba delante junto al chófer y el chico pudo ver su nuca poderosa y curtida y sus espaldas anchas dentro de la camisa caqui. La sahariana colgaba del asiento.
Junto a Martín y separada de él por dos bolsas de lona, iba Adela, la mujer del padre. Los ojos le relucían como espantados sobre el pañuelo que tapaba su cara al estilo de las moras, para defenderla del calor y del polvo. En el suelo estaba la maleta de Martín, preparada apresuradamente por la abuela María.
Todo había sucedido muy de prisa, sin tiempo de pensarlo siquiera. La mañana anterior, Martín era un chico aburrido del mundo. Casi un niño con sus pantalones cortos; casi un hombre con sus largas piernas renegridas, iba metido en sus pensamientos por las calles. Se había escapado con la esperanza de encontrar a algún compañero del curso anterior y marcharse con él a una playa. Y sobre todo se había escapado para huir del paseo cotidiano con el abuelo. No encontró a ningún conocido y estuvo vagando al azar, demasiado tímido para presentarse en la casa de un amigo. A él no solían venir a buscarle nunca. Y estaba ofendido. Se ofendía silenciosamente y con facilidad aquella temporada. Había echado una ojeada aprensiva al café donde el abuelo solía sentarse antes de la hora de comer. El abuelo no estaba. Al llegar a su casa el tendero de la esquina le llamó para darle la noticia:
-Martín, corre. Ha llegado tu padre.
Le dio un vuelco el corazón. Así había sucedido. Desde el final de la guerra -y ya había pasado más de un año-, el padre de Martín había anunciado su llegada en dos o tres cartas. Pero hacía meses que el padre no escribía.
En la puerta de la casa, la criada de don Narciso el médico -el vecino del piso de abajo-, volvió a darle la noticia. Martín subió las escaleras de dos en dos, encontró entornada la puerta del piso y en seguida oyó voces en el despacho del abuelo.
No vio a nadie más hasta que su padre abrió los brazos y él se encontró sacudido por aquella fuerza, metido en aquel olor viril. Luego le miró la cara ansiosamente y vio que Eugenio sonreía. Tenía los dientes blancos, fuertes y la misma sonrisa que Martín. En eso se parecían. El chico lo sabía desde siempre, aunque no se lo había dicho nadie.
La abuela María estaba en un rincón. El abuelo, con sus ojos hundidos llenos de picardía, con el guardapolvo de color crudo que se ponía en casa colgando a sus costados y con sus «¡ejem, ejem!» y «Jozú, Jozú», intentaba liar un cigarrillo con sus hermosas y largas manos de viejo. Y además, estaba Adela, la desconocida con quien el padre se había casado al terminar la guerra. Adela estaba sentada en el sillón del abuelo, tan familiar en cambio el sillón, con su tapicería descolorida. Nunca le pareció tan viejo el sillón del abuelo a Martín, como en aquel momento.
Adela era joven, blanda y blanca, con los ojos verdes y el pelo negro, con una boca húmeda y cierta expresión de estupidez. Martín fue hacia ella decidido a admirarla y Adela le sonrió en seguida aunque los ojos seguían como parados.
-¿Este es el nene?...
Hablaba muy despacio, como con un mayido.
-A ver, Martín.
El padre lo apartó para mirarle. La criada -vieja también como todo en casa de los abuelos- apareció en la puerta haciendo señas expresivas y la abuela la siguió al pasillo después de mirar a Martín. Como si ella y Martín tuviesen algún secreto. No lo tenían. El chico se volvió de espaldas dispuesto a atender al padre. Sólo al padre.
Durante la comida -una pobre comida por más señas, indigna de los huéspedes-, Martín dijo claramente que quería vivir con su padre. Lo dijo delante del abuelo, delante de la abuela, sin temor alguno.
-Jozú, Jozú... La ingratitud es una cosa muy fea...
-Don Martín, no se ponga así. El chaval es mi hijo al fin y al cabo. Tenía ganas de verme, coño. ¿Cuánto hace?... Cinco años casi. Martín no levantaba un palmo del suelo.
-Yo creía que el nene era ya un hombrecito...
-Martín va a cumplir quince años en octubre.
-No lo parece, parece un nene más pequeño.
Martín sintió vergüenza de su flacura, de su pecho hundido, de su cara afilada con la piel lisa de niño.
-Bueno, venimos a llevarte con nosotros, Martín.
-¡Ejem, ejem!... Ya era hora de que te acordases, hombre. Ya era hora de que te acordases de tu hijo. Jozú, hasta las gatas se acuerdan de sus crías.
La abuela estaba pálida, con la cara fina sobre su eterno traje negro, el cabello abundante, rizoso, todo gris, recogido en un rodete en la nuca. Y tan marchita junto a Adela, que daba pena mirarla. Tenía los ojos como muertos en aquel momento.
-¿Qué piensas hacer con el chico, Eugenio? Aquí está estudiando el bachillerato. Es buen estudiante.
Era el sistema de la abuela. Nunca atacaba, nunca suplicaba. Hablaba siempre con aquella voz suave. En su mano bailaban dos anillos de boda. El suyo y el de la hija muerta.
La cara de Eugenio Soto parecía muy roja sobre la camisa. Dos manchas de sudor alrededor de sus sobacos y gotitas de sudor en la frente. Era un hombre sano, de aspecto agradable, un poco basto quizá, muy curtido. Tenía unas fuertes manos cuadradas de dedos cortos.
«No sabes lo que te odian. Tú no sabes lo que han tratado de hacer en esta casa para que yo no te quiera.»
-A mí no me interesa estudiar -declaró Martín-. Yo, si España entra en guerra me presento como voluntario.
A veces se detenían en un poblado para repostar agua y entonces acudían chiquillos medio desnudos, morenos, desgreñados. Brotaban de pronto entre una calle vacía. Moscas, infinitas moscas asaltaban el vehículo. Aparecían guardias civiles. En otros sitios, falangistas, soldados también. Saludaban al padre de Martín. Luego, la carretera.
Martín se durmió al salir de Alicante con el fresco de la mañana y cuando se despertó con la boca seca, raspándole la garganta, doliéndole los ojos, se encontró con aquella luz y aquella polvareda de los caminos.
Cambió de postura en el asiento sintiendo hormigueo en una pierna. El sudor le pegaba la camisa a las costillas, pero el sudor era un alivio al fin y al cabo. El padre de Martín, Eugenio Soto, iba delante junto al chófer y el chico pudo ver su nuca poderosa y curtida y sus espaldas anchas dentro de la camisa caqui. La sahariana colgaba del asiento.
Junto a Martín y separada de él por dos bolsas de lona, iba Adela, la mujer del padre. Los ojos le relucían como espantados sobre el pañuelo que tapaba su cara al estilo de las moras, para defenderla del calor y del polvo. En el suelo estaba la maleta de Martín, preparada apresuradamente por la abuela María.
Todo había sucedido muy de prisa, sin tiempo de pensarlo siquiera. La mañana anterior, Martín era un chico aburrido del mundo. Casi un niño con sus pantalones cortos; casi un hombre con sus largas piernas renegridas, iba metido en sus pensamientos por las calles. Se había escapado con la esperanza de encontrar a algún compañero del curso anterior y marcharse con él a una playa. Y sobre todo se había escapado para huir del paseo cotidiano con el abuelo. No encontró a ningún conocido y estuvo vagando al azar, demasiado tímido para presentarse en la casa de un amigo. A él no solían venir a buscarle nunca. Y estaba ofendido. Se ofendía silenciosamente y con facilidad aquella temporada. Había echado una ojeada aprensiva al café donde el abuelo solía sentarse antes de la hora de comer. El abuelo no estaba. Al llegar a su casa el tendero de la esquina le llamó para darle la noticia:
-Martín, corre. Ha llegado tu padre.
Le dio un vuelco el corazón. Así había sucedido. Desde el final de la guerra -y ya había pasado más de un año-, el padre de Martín había anunciado su llegada en dos o tres cartas. Pero hacía meses que el padre no escribía.
En la puerta de la casa, la criada de don Narciso el médico -el vecino del piso de abajo-, volvió a darle la noticia. Martín subió las escaleras de dos en dos, encontró entornada la puerta del piso y en seguida oyó voces en el despacho del abuelo.
No vio a nadie más hasta que su padre abrió los brazos y él se encontró sacudido por aquella fuerza, metido en aquel olor viril. Luego le miró la cara ansiosamente y vio que Eugenio sonreía. Tenía los dientes blancos, fuertes y la misma sonrisa que Martín. En eso se parecían. El chico lo sabía desde siempre, aunque no se lo había dicho nadie.
La abuela María estaba en un rincón. El abuelo, con sus ojos hundidos llenos de picardía, con el guardapolvo de color crudo que se ponía en casa colgando a sus costados y con sus «¡ejem, ejem!» y «Jozú, Jozú», intentaba liar un cigarrillo con sus hermosas y largas manos de viejo. Y además, estaba Adela, la desconocida con quien el padre se había casado al terminar la guerra. Adela estaba sentada en el sillón del abuelo, tan familiar en cambio el sillón, con su tapicería descolorida. Nunca le pareció tan viejo el sillón del abuelo a Martín, como en aquel momento.
Adela era joven, blanda y blanca, con los ojos verdes y el pelo negro, con una boca húmeda y cierta expresión de estupidez. Martín fue hacia ella decidido a admirarla y Adela le sonrió en seguida aunque los ojos seguían como parados.
-¿Este es el nene?...
Hablaba muy despacio, como con un mayido.
-A ver, Martín.
El padre lo apartó para mirarle. La criada -vieja también como todo en casa de los abuelos- apareció en la puerta haciendo señas expresivas y la abuela la siguió al pasillo después de mirar a Martín. Como si ella y Martín tuviesen algún secreto. No lo tenían. El chico se volvió de espaldas dispuesto a atender al padre. Sólo al padre.
Durante la comida -una pobre comida por más señas, indigna de los huéspedes-, Martín dijo claramente que quería vivir con su padre. Lo dijo delante del abuelo, delante de la abuela, sin temor alguno.
-Jozú, Jozú... La ingratitud es una cosa muy fea...
-Don Martín, no se ponga así. El chaval es mi hijo al fin y al cabo. Tenía ganas de verme, coño. ¿Cuánto hace?... Cinco años casi. Martín no levantaba un palmo del suelo.
-Yo creía que el nene era ya un hombrecito...
-Martín va a cumplir quince años en octubre.
-No lo parece, parece un nene más pequeño.
Martín sintió vergüenza de su flacura, de su pecho hundido, de su cara afilada con la piel lisa de niño.
-Bueno, venimos a llevarte con nosotros, Martín.
-¡Ejem, ejem!... Ya era hora de que te acordases, hombre. Ya era hora de que te acordases de tu hijo. Jozú, hasta las gatas se acuerdan de sus crías.
La abuela estaba pálida, con la cara fina sobre su eterno traje negro, el cabello abundante, rizoso, todo gris, recogido en un rodete en la nuca. Y tan marchita junto a Adela, que daba pena mirarla. Tenía los ojos como muertos en aquel momento.
-¿Qué piensas hacer con el chico, Eugenio? Aquí está estudiando el bachillerato. Es buen estudiante.
Era el sistema de la abuela. Nunca atacaba, nunca suplicaba. Hablaba siempre con aquella voz suave. En su mano bailaban dos anillos de boda. El suyo y el de la hija muerta.
La cara de Eugenio Soto parecía muy roja sobre la camisa. Dos manchas de sudor alrededor de sus sobacos y gotitas de sudor en la frente. Era un hombre sano, de aspecto agradable, un poco basto quizá, muy curtido. Tenía unas fuertes manos cuadradas de dedos cortos.
«No sabes lo que te odian. Tú no sabes lo que han tratado de hacer en esta casa para que yo no te quiera.»
-A mí no me interesa estudiar -declaró Martín-. Yo, si España entra en guerra me presento como voluntario.
Carmen Laforet, La insolación, 1963
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C’était comme voyager vers le centre même du soleil. On voyait passer des agaves, des figuiers de Barbarie, des villages qui semblaient morts. Parfois, des marchands d’oranges, des potagers gris, des files de palmiers brûlés. La lumière avalait toutes les couleurs. Parfois ils s’arrêtaient dans un village pour se ravitailler en eau, surgissaient alors des gamins à moitié nus, bronzés, ébouriffés. Ils jaillissaient tout à coup d’une rue déserte. Des mouches, une infinité de mouches prenaient d’assaut le véhicule. Les gardes civils apparaissaient. À d’autres endroits, apparaissaient aussi des phalangistes, des soldats. Ils saluaient le père de Martín. Puis, la route. Martín s’endormit en sortant d’Alicante avec la fraîcheur du matin et quand il s’est réveillé avec la bouche sèche, la gorge irritée, mal aux yeux, il rencontra cette lumière et ce nuage de poussière des chemins. Il changea de position sur le siège et sentit l’une de ses jambes endormies. La sueur lui collait la chemise au dos mais la sueur était un soulagement tout compte fait. Le père de Martín, Eugenio Soto, allait devant à côté du conducteur, et le garçon put voir sa nuque puissante et tannée, le dos large dans la chemise kaki. La saharienne se pendait au siège. À côté de Martín et séparée de lui par deux sacs en tissu, allait Adela, la femme du père. Ses yeux brillaient, comme épouvantés, sous le pan qui cachait son visage, à la manière des maures, pour se protéger de la chaleur et de la poussière. Parterre se trouvait la valise de Martín préparée à la hâte par la grand-mère María. Tout était arrivé très vite, sans même avoir le temps d’y réfléchir. La veille au matin, Martín était un garçon que le monde ennuyait. Presqu’un enfant avec ses pantalons courts, presqu’un homme avec ses longues jambes noirâtres, il était tout à ses pensées le long des rues. Il s’était échappé dans l’espoir de trouver un quelconque camarade du cours précédent et de s’en aller avec lui à la plage. Et surtout, il s’était échappé pour fuir la promenade quotidienne avec son grand-père. Il ne tomba sur aucune connaissance et erra dans les rues au hasard, trop timide pour se présenter chez un ami. On ne venait jamais le chercher. Et il en était offensé. Il s’offensait en silence et facilement en ce temps-là. Il avait jeté un coup d’œil craintif vers le café où son grand-père avait l’habitude d’aller s’asseoir avant l’heure du déjeuner. Son grand-père n’y était pas. En arrivant chez lui, l’épicier du coin de la rue l’appela pour lui donner la nouvelle :
– Martín, cours ! Ton père est arrivé.
Ça lui fit un coup au cœur. C’était donc arrivé. Depuis la fin de la guerre – et une année s’était déjà écoulée – le père de Martín avait annoncé son arrivée dans deux ou trois lettres. Mais cela faisait des mois que le père ne donnait pas de nouvelles. Devant la porte de sa maison, la domestique de monsieur Narciso, le médecin – le voisin d’en dessous – lui donna à nouveau la nouvelle. Martín monta les escaliers deux par deux, trouva la porte de l’appartement entrouverte et aussitôt il écouta des voix venant du bureau du grand-père. Il ne vit personne d’autre jusqu’à ce que son père ouvre les bras et il se trouva secoué par cette force, fourré dans cette odeur virile. Puis il regarda, anxieux, son visage et il vit qu’Eugenio souriait. Il avait les dents blanches, fortes et le même sourire que Martín. Sur ça ils se ressemblaient. Le garçon le savait depuis toujours, même s’il ne l’avait jamais dit à personne. La grand-mère María était dans un coin. Le grand-père, avec ses yeux enfoncés pleins d’espièglerie, dans sa blouse de couleur écrue qu’il mettait à la maison et qui pendait des côtés et ses éternels « hum hum » et « jozú, jozú » essayait de rouler une cigarette avec ses belles et longues mains de vieux. De plus, il y avait là Adela, l’inconnue avec qui le père s’était marié après la guerre. Adela était assise sur le fauteuil du grand-père, en revanche si familier avec son tapissé décoloré. Le fauteuil du grand-père ne lui avait jamais semblé aussi vieux, comme à cet instant-là. Adela était jeune, molle et blanche, avec les yeux verts et les cheveux noirs, avec une bouche humide et une certaine expression de niaiserie. Martín s’avança vers elle décidé à l’admirer et Adela lui sourit aussitôt, bien que ses yeux gardassent une expression vide.
– C’est lui le petit ?
Elle parlait très doucement comme dans un miaulement.
– Voyons voir, Martín. Le père s’écarta pour le regarder. La domestique – vieille aussi, comme tout ce qui était dans la maison des grands-parents – apparut dans l’embrasure de la porte en gesticulant, et la grand-mère la suivit dans le couloir après avoir regardé Martín. Comme si Martín et elle avaient un quelconque secret. Ils n’en avaient pas. Le garçon tourna le dos prêt à s’occuper du père. Exclusivement du père. Pendant le repas – un pauvre repas pour être plus précis, indigne des visiteurs – Martín dit clairement qu’il voulait vivre avec son père. Il le dit devant le grand-père, devant la grand-mère, sans aucune crainte.
– Jozú, Jozú, l’ingratitude est quelque chose de très moche…
– Monsieur Martín, ne vous mettez pas dans cet état-là. Ce jeune homme est mon fils après tout. Il avait envie de me voir, bon sang. Ça fait combien de temps déjà ?... Presque cinq ans. Martín était haut comme trois pommes à l’époque.
– Je croyais que le petit était déjà un jeune homme…
– Martín aura quinze ans en octobre.
– Eh bien, on ne le dirait pas, il paraît bien plus jeune.
Martín eût honte de sa maigreur, de son torse aplati, de son visage en lame de couteau avec sa peau de bébé toute lisse.
– Bon, nous sommes venus pour t’emmener avec nous, Martín.
– Hum, hum !... Il était temps que tu t’en souviennes. Il était temps que tu te souviennes de ton fils. Jozú, même les chattes se souviennent de leurs petits.
La grand-mère était pâle, avec son visage fin sur l’éternel habit noir, la chevelure abondante, bouclée, toute grise, retenue dans un chignon posé sur la nuque. Et si fanée à côté d’Adela qu’elle faisait peine à voir. En cet instant ses yeux s’étaient éteints.
– Que penses-tu faire de ce garçon Eugenio ? Ici il prépare le baccalauréat. C’est un bon étudiant. C’était le système de la grand-mère, elle n’attaquait jamais, elle ne suppliait jamais. Elle parlait toujours avec cette voix douce. Dans ses mains dansaient deux bagues de mariage. La sienne et celle de sa fille décédée. Le visage d’Eugenio Soto semblait très rouge sur la chemise, deux taches autour de ses aisselles et des gouttelettes sur le front. C’était un homme sain, d’aspect agréable, un peu grossier peut-être, à la peau très tannée. Il avait de fortes mains carrées aux doigts courts. « Tu ne sais pas combien il te haïssent. Tu ne sais pas ce qu’ils ont essayé de faire dans cette maison pour que je ne t’aime pas. »
– Étudier ne m’intéresse pas – déclara Martín – Moi, si l’Espagne entre en guerre je m’engage comme volontaire.
Émeline nous propose sa traduction :
C’était comme voyager vers le cœur même du soleil. Des agaves, des figuiers de barbarie, des villages sans vie défilaient. Parfois, des orangers, des vergers gris, des rangées de palmiers brûlés. Toute la couleur était absorbée par la lumière. De temps à autres, ils s’arrêtaient dans un petit village pour se ravitailler en eau, et des enfants bronzés, échevelés et à moitié nus accouraient alors. Ils jaillissaient tout à coup d’une rue déserte. Des mouches, des nuées de mouches assaillaient le véhicule. Des gardes civils apparaissaient. Ailleurs, des phalangistes, des soldats aussi. Ils saluaient le père de Martín. Ensuite, la route.
Martín s’endormit à la sortie d’Alicante, à la fraîcheur du matin, et, quand il se réveilla, la bouche sèche, la gorge irritée, les yeux douloureux, il découvrit cette lumière et cette poussière des chemins.
Il changea de position sur le siège parce qu’il avait des fourmis dans la jambe. La sueur faisait collait la chemise sur ses côtes, mais cette sueur était un soulagement finalement. Le père de Martín, Eugenio Soto, était devant, à côté du chauffeur et le garçon put voir sa nuque puissante et bronzée, et son dos large sous la chemise kaki. Sa saharienne pendait sur le siège.
A côté de Martín, et séparée de lui par deux sacs de toile, il y avait Adela, la femme de son père. Ses yeux brillaient, effrayés, par-dessus le foulard qui cachait son visage à la façon des femmes arabes, pour la protéger de la chaleur et de la poussière. Sur le sol était posée la valise de Martín, préparée en hâte par la grand-mère María.
Tout s’était passé très vite, sans même le temps d’y penser. Le matin précédent, Martín était un garçon que le monde ennuyait. Presque encore un enfant en culottes courtes, presque déjà un homme avec ses longues jambes noirâtres, il était perdu dans ses pensées, au milieu des rues. Il s’était échappé, dans l’espoir de croiser un camarade de l’année précédente et de s’en aller avec lui à la plage. Et surtout, il s’était échappé pour éviter la promenade quotidienne avec son grand-père. Il ne croisa personne qu’il connaissait et erra donc au hasard, trop timide pour se rendre chez un ami. Lui, personne n’avait jamais l’habitude de venir le chercher. Et il en était vexé. Il se vexait en silence et facilement ces derniers temps. Il avait jeté un coup d’œil craintif au café où son grand-père avait l’habitude de s’asseoir avant l’heure du déjeuner. Son grand-père n’y était pas. En arrivant chez lui, l’épicier du coin de la rue l’appela pour lui annoncer la nouvelle.
-Martín, cours, ton père est arrivé.
Son cœur bondit. C’était enfin arrivé. Depuis la fin de la guerre –et cela faisait déjà plus d’un an–, le père de Martín avait annoncé sa venue dans deux ou trois lettres. Mais son père n’écrivait plus depuis des mois.
Sur le seuil de l’immeuble, la servante de don Narciso, le médecin –et voisin du dessous–, lui annonça elle aussi la nouvelle. Martín monta les marches quatre à quatre, trouva la porte de l’appartement entrouverte et, entendit immédiatement des voix dans le bureau de son grand-père.
Il ne vit personne d’autre que son père qui lui ouvrait les bras, et il se retrouva secoué par cette force, pris dans cette odeur virile. Puis il regarda son visage avec anxiété et vit qu’Eugenio souriait. Il avait les dents blanches, larges, et le même sourire que Martín. En cela, ils se ressemblaient. Le garçon le savait depuis toujours, bien que personne ne le lui ait jamais dit.
Sa grand-mère María était dans un coin. Son grand-père, avec ses yeux enfoncés pleins de malice, sa blouse de couleur écru qu’il mettait à la maison et qui flottait sur ses flancs et ses « hem, hem ! » et ses « punaise, punaise », essayait de rouler une cigarette avec ses belles et longues mains de vieux. Et, en plus, il y avait Adela, l’inconnue avec qui son père s’était marié à la fin de la guerre. Adela était assise sur le fauteuil du grand-père, ce fauteuil si familier au contraire, avec sa tapisserie délavée. Jamais le fauteuil du grand-père de Martín ne lui avait semblé aussi vieux qu’à ce moment-là.
Adela était jeune, douce et blanche, avec les yeux verts et les cheveux noirs, une bouche humide et un certain air de stupidité. Martín alla jusqu’à elle, décidé à l’admirer et Adela lui sourit tout de suite même si ses yeux paraissaient immobiles.
-C’est lui le gamin ?
Elle parlait très lentement, comme si elle miaulait.
-Voyons ça, Martín.
Le père l’écarta pour le regarder. La servante –vieille, elle aussi, de même que tout ce qu’il y avait dans la maison des grands-parents– apparût à la porte en faisant de grands signes et la grand-mère la suivit dans le couloir après avoir regardé Martín. Comme si Martín et elle avaient un secret. Ils n’en avaient pas. Le garçon lui tourna le dos disposé à prêter attention à son père. Et rien qu’à son père.
Pendant le repas –un bien pauvre repas, pour être précis, indigne des hôtes–, Martín annonça clairement qu’il voulait vivre avec son père. Il le dit devant son grand-père, devant sa grand-mère, sans aucune peur.
-Punaise, punaise… L’ingratitude est une chose bien laide…
-Don Martín, ne vous mettez pas dans cet état. Ce gosse est mon fils à la fin. Il avait envie de me voir, merde. Cela fait combien ?... Cinq ans presque. Martín ne levait pas encore une main du sol.
-Je croyais que le gamin était presque un homme…
-Martín va avoir quinze ans en octobre.
-On ne dirait pas, on dirait un gamin plus petit.
Martín eut honte de sa maigreur, de son torse creux, de son visage affilé avec sa peau lisse d’enfant.
-Bon, nous sommes venus te chercher, Martín.
-Hem, hem !... Il était temps que t’en souviennes, dis donc. Punaise, il était enfin temps que tu t’en souviennes de ton fils. Même les chattes se souviennent de leurs portées.
La grand-mère était pâle, avec un visage fin sur son éternel tailleur noir, les cheveux épais, frisés, entièrement gris, ramassés en chignon sur la nuque. Et si fanée à côté d’Adela, qu’elle faisait peine à voir. Elle avait les yeux éteints à ce moment-là.
-Tu penses en faire quoi du garçon, Eugenio ? Ici, il étudie le baccalauréat. C’est un bon élève.
C’était la stratégie de la grand-mère. Elle n’attaquait jamais, ne suppliait jamais. Elle parlait toujours avec cette voix douce. Sur sa main deux alliances dansaient. La sienne et celle de sa fille décédée.
Le visage d’Eugenio Soto paraissait plus rouge sur sa chemise. Deux tâches de sueur autour des aisselles et des petites gouttes de sueur sur le front. C’était un homme robuste, à l’aspect agréable, un peu rustre peut-être, très bronzé. Il avait de fortes mains carrées et des doigts courts.
« Tu ne sais pas à quel point ils te détestent. Tu ne sais pas ce qu’ils ont essayé de faire dans cette maison pour que je ne t’aime pas. »
-Ça ne m’intéresse pas d’étudier –déclara Martín. Moi, si l’Espagne entre en guerre, je me porte volontaire.
C’était comme voyager vers le cœur même du soleil. Des agaves, des figuiers de barbarie, des villages sans vie défilaient. Parfois, des orangers, des vergers gris, des rangées de palmiers brûlés. Toute la couleur était absorbée par la lumière. De temps à autres, ils s’arrêtaient dans un petit village pour se ravitailler en eau, et des enfants bronzés, échevelés et à moitié nus accouraient alors. Ils jaillissaient tout à coup d’une rue déserte. Des mouches, des nuées de mouches assaillaient le véhicule. Des gardes civils apparaissaient. Ailleurs, des phalangistes, des soldats aussi. Ils saluaient le père de Martín. Ensuite, la route.
Martín s’endormit à la sortie d’Alicante, à la fraîcheur du matin, et, quand il se réveilla, la bouche sèche, la gorge irritée, les yeux douloureux, il découvrit cette lumière et cette poussière des chemins.
Il changea de position sur le siège parce qu’il avait des fourmis dans la jambe. La sueur faisait collait la chemise sur ses côtes, mais cette sueur était un soulagement finalement. Le père de Martín, Eugenio Soto, était devant, à côté du chauffeur et le garçon put voir sa nuque puissante et bronzée, et son dos large sous la chemise kaki. Sa saharienne pendait sur le siège.
A côté de Martín, et séparée de lui par deux sacs de toile, il y avait Adela, la femme de son père. Ses yeux brillaient, effrayés, par-dessus le foulard qui cachait son visage à la façon des femmes arabes, pour la protéger de la chaleur et de la poussière. Sur le sol était posée la valise de Martín, préparée en hâte par la grand-mère María.
Tout s’était passé très vite, sans même le temps d’y penser. Le matin précédent, Martín était un garçon que le monde ennuyait. Presque encore un enfant en culottes courtes, presque déjà un homme avec ses longues jambes noirâtres, il était perdu dans ses pensées, au milieu des rues. Il s’était échappé, dans l’espoir de croiser un camarade de l’année précédente et de s’en aller avec lui à la plage. Et surtout, il s’était échappé pour éviter la promenade quotidienne avec son grand-père. Il ne croisa personne qu’il connaissait et erra donc au hasard, trop timide pour se rendre chez un ami. Lui, personne n’avait jamais l’habitude de venir le chercher. Et il en était vexé. Il se vexait en silence et facilement ces derniers temps. Il avait jeté un coup d’œil craintif au café où son grand-père avait l’habitude de s’asseoir avant l’heure du déjeuner. Son grand-père n’y était pas. En arrivant chez lui, l’épicier du coin de la rue l’appela pour lui annoncer la nouvelle.
-Martín, cours, ton père est arrivé.
Son cœur bondit. C’était enfin arrivé. Depuis la fin de la guerre –et cela faisait déjà plus d’un an–, le père de Martín avait annoncé sa venue dans deux ou trois lettres. Mais son père n’écrivait plus depuis des mois.
Sur le seuil de l’immeuble, la servante de don Narciso, le médecin –et voisin du dessous–, lui annonça elle aussi la nouvelle. Martín monta les marches quatre à quatre, trouva la porte de l’appartement entrouverte et, entendit immédiatement des voix dans le bureau de son grand-père.
Il ne vit personne d’autre que son père qui lui ouvrait les bras, et il se retrouva secoué par cette force, pris dans cette odeur virile. Puis il regarda son visage avec anxiété et vit qu’Eugenio souriait. Il avait les dents blanches, larges, et le même sourire que Martín. En cela, ils se ressemblaient. Le garçon le savait depuis toujours, bien que personne ne le lui ait jamais dit.
Sa grand-mère María était dans un coin. Son grand-père, avec ses yeux enfoncés pleins de malice, sa blouse de couleur écru qu’il mettait à la maison et qui flottait sur ses flancs et ses « hem, hem ! » et ses « punaise, punaise », essayait de rouler une cigarette avec ses belles et longues mains de vieux. Et, en plus, il y avait Adela, l’inconnue avec qui son père s’était marié à la fin de la guerre. Adela était assise sur le fauteuil du grand-père, ce fauteuil si familier au contraire, avec sa tapisserie délavée. Jamais le fauteuil du grand-père de Martín ne lui avait semblé aussi vieux qu’à ce moment-là.
Adela était jeune, douce et blanche, avec les yeux verts et les cheveux noirs, une bouche humide et un certain air de stupidité. Martín alla jusqu’à elle, décidé à l’admirer et Adela lui sourit tout de suite même si ses yeux paraissaient immobiles.
-C’est lui le gamin ?
Elle parlait très lentement, comme si elle miaulait.
-Voyons ça, Martín.
Le père l’écarta pour le regarder. La servante –vieille, elle aussi, de même que tout ce qu’il y avait dans la maison des grands-parents– apparût à la porte en faisant de grands signes et la grand-mère la suivit dans le couloir après avoir regardé Martín. Comme si Martín et elle avaient un secret. Ils n’en avaient pas. Le garçon lui tourna le dos disposé à prêter attention à son père. Et rien qu’à son père.
Pendant le repas –un bien pauvre repas, pour être précis, indigne des hôtes–, Martín annonça clairement qu’il voulait vivre avec son père. Il le dit devant son grand-père, devant sa grand-mère, sans aucune peur.
-Punaise, punaise… L’ingratitude est une chose bien laide…
-Don Martín, ne vous mettez pas dans cet état. Ce gosse est mon fils à la fin. Il avait envie de me voir, merde. Cela fait combien ?... Cinq ans presque. Martín ne levait pas encore une main du sol.
-Je croyais que le gamin était presque un homme…
-Martín va avoir quinze ans en octobre.
-On ne dirait pas, on dirait un gamin plus petit.
Martín eut honte de sa maigreur, de son torse creux, de son visage affilé avec sa peau lisse d’enfant.
-Bon, nous sommes venus te chercher, Martín.
-Hem, hem !... Il était temps que t’en souviennes, dis donc. Punaise, il était enfin temps que tu t’en souviennes de ton fils. Même les chattes se souviennent de leurs portées.
La grand-mère était pâle, avec un visage fin sur son éternel tailleur noir, les cheveux épais, frisés, entièrement gris, ramassés en chignon sur la nuque. Et si fanée à côté d’Adela, qu’elle faisait peine à voir. Elle avait les yeux éteints à ce moment-là.
-Tu penses en faire quoi du garçon, Eugenio ? Ici, il étudie le baccalauréat. C’est un bon élève.
C’était la stratégie de la grand-mère. Elle n’attaquait jamais, ne suppliait jamais. Elle parlait toujours avec cette voix douce. Sur sa main deux alliances dansaient. La sienne et celle de sa fille décédée.
Le visage d’Eugenio Soto paraissait plus rouge sur sa chemise. Deux tâches de sueur autour des aisselles et des petites gouttes de sueur sur le front. C’était un homme robuste, à l’aspect agréable, un peu rustre peut-être, très bronzé. Il avait de fortes mains carrées et des doigts courts.
« Tu ne sais pas à quel point ils te détestent. Tu ne sais pas ce qu’ils ont essayé de faire dans cette maison pour que je ne t’aime pas. »
-Ça ne m’intéresse pas d’étudier –déclara Martín. Moi, si l’Espagne entre en guerre, je me porte volontaire.
***
Amélie nous propose sa traduction :
Cela ressemblait à un voyage vers le centre du soleil. Ils dépassaient des agaves, des figuiers de Barbarie, des villages fantômes. Parfois, des orangers, des vergers gris, des rangées de palmiers brûlés. La lumière mangeait toute la couleur.
Quelquefois, ils s’arrêtaient dans une ville pour s’approvisionner en eau, et des gamins à moitié nus, bronzés et échevelés accouraient alors. Ils jaillissaient tout d’un coup, au milieu d’une rue vide. Le véhicule était assailli par des mouches, une infinité de mouches. Des gardes civils apparaissaient. Dans d’autres endroits, il y avait aussi des phalangistes, des soldats. Ils saluaient le père de Martín. Et puis, la route.
Martín s’endormit en quittant Alicante, dans la fraîcheur matinale, et quand il se réveilla, la bouche sèche, la gorge irritée et les yeux endoloris, il se retrouva face à cette lumière et au nuage de poussière des chemins.
Il changea de position sur le siège en sentant des fourmis dans une de ses jambes. Sa chemise collait à son dos trempé de sueur, mais finalement, la transpiration était un soulagement. Le père de Martín, Eugenio Soto, était devant, à côté du chauffeur, et le garçon voyait sa nuque puissante et tannée, et ses épaules larges dans sa chemise kaki. Sa saharienne était suspendue au siège.
Adela, la femme du père, se trouvait près de Martín, deux sacs en toile en guise de séparation. Ses yeux brillants semblaient épouvantés au-dessus du foulard qui lui cachait le visage à la manière des musulmanes, pour la protéger de la chaleur et de la poussière. Préparée à la va-vite par la grand-mère María, la valise de Martín était posée par terre.
Tout s’était passé très rapidement, sans même avoir le temps d’y réfléchir. Le matin précédent, Martín était un garçon comme les autres, qui s’ennuyait. Encore un peu enfant avec son bermuda, et presque un homme avec ses longues jambes noirâtres, il traînait dans les rues, plongé dans ses pensées. Il s’était échappé dans l’espoir de rencontrer un camarade de classe de l’année précédente et de partir sur une plage avec lui. Mais surtout, il s’était échappé pour fuir la promenade quotidienne avec le grand-père. Il ne rencontra personne qu’il connaissait et erra sans but, trop timide pour aller frapper à la maison d’un ami. On ne venait jamais le chercher, lui. Et il en était offensé. À cette période, il s’offensait pour un rien, sans dire un mot. Il avait jeté un coup d’œil inquiet au café où le grand-père avait l’habitude de s’asseoir avant l’heure du repas. Le grand-père n’y était pas. Quand il arriva chez lui, l’épicier de l’angle de la rue l’interpella pour lui annoncer la nouvelle :
– Martín, dépêche-toi. Ton père est revenu.
Son cœur fit un bond. Alors, c’était arrivé. Depuis la fin de la guerre – plus d’une année s’était déjà écoulée –, le père de Martín avait fait part de son retour dans deux ou trois lettres. Mais cela faisait des mois que le père n’écrivait plus.
Sur le seuil, la bonne de don Narciso, le médecin – le voisin de l’appartement du dessous –, lui confirma la nouvelle. Martín monta les escaliers quatre à quatre, trouva la porte de l’appartement entrouverte et entendit immédiatement des voix dans le bureau du grand-père.
Il ne regarda plus personne jusqu’à ce que son père lui ouvre les bras et il se retrouva secoué par cette force, plongé dans cette odeur virile. Puis il observa attentivement son visage et vit qu’Eugenio souriait. Il avait les dents blanches et fortes, et le même sourire que Martín. Sur ce point, ils se ressemblaient. Le garçon l’avait toujours su, bien qu’il ne l’eût jamais dit à personne.
La grand-mère María se trouvait dans un coin. Les yeux enfoncés éclatant de malice, le grand-père, portant à la taille la blouse de couleur criarde qu’il mettait dans la maison, et proférant ses « Hem, hem ! » et son « Punaise de punaise », essayait de rouler une cigarette avec ses grandes et belles mains de vieil homme. Adela était là également, l’inconnue avec qui le père s’était marié à la fin de la guerre. Adela, assise dans le fauteuil du grand-père, paraissait bien familière contrairement au fauteuil, dont la tapisserie était décolorée. Martín ne l’avait jamais trouvé aussi vieux.
Adela était jeune, tendre et blanche, elle avait les yeux verts et les cheveux bruns, une bouche humide et un air légèrement stupide. Martín se dirigea vers elle, décidé à l’admirer, et Adela lui sourit immédiatement, bien que son regard restât immobile.
– Alors, c’est lui le petit ?
Elle parlait très lentement, comme si elle miaulait.
– Viens voir, Martín.
Le père l’écarta pour mieux le regarder. La domestique – vieille, elle aussi, de même que tout ce que contenait la maison des grands-parents – apparut dans l’encadrement de la porte en faisant des signes éloquents, et la grand-mère la suivit dans le couloir, non sans avoir observé Martín. Cela donnait l’impression qu’elle et Martín partageaient un secret. Ils n’en partageaient pas. Le garçon se retourna, disposé à s’occuper du père. Uniquement du père.
Pendant le repas – un maigre repas pour être plus précis, indigne des hôtes –, Martín expliqua clairement qu’il voulait vivre avec son père. Il en parla devant le grand-père, devant la grand-mère, sans aucune crainte.
– Punaise de punaise… L’ingratitude est une chose bien laide…
– Don Martín, ne vous mettez pas dans des états pareils. Le gamin est mon fils après tout. Il a envie de me voir, bordel. Ça fait combien de temps ?... Presque cinq ans. Martín était haut comme trois pommes.
– Je croyais que le petit était déjà un jeune homme…
– Martín aura quinze ans en octobre.
– On ne dirait pas, il paraît moins âgé.
Martín eut honte de sa maigreur, de sa poitrine creuse, de son visage affilé à la peau de bébé.
– C’est d’accord, on va t’emmener avec nous, Martín.
– Hem, hem !... A présent, il est temps que tu te souviennes, mon garçon. A présent, il est temps que tu te souviennes de ton fils. Punaise de punaise, même les chattes se souviennent de leurs petits.
La grand-mère était pâle, un visage fin sur son éternelle robe noire, une chevelure abondante, bouclée, toute grise, ramassés en chignon sur sa nuque. Elle était si fanée comparée à Adela qu’elle faisait peine à voir. À cet instant-là, ses yeux semblaient éteints.
– Qu’est-ce que tu comptes faire avec le gamin, Eugenio ? Ici, il étudie le baccalauréat. C’est un bon élève.
Voilà comment la grand-mère s’y prenait. Elle n’attaquait jamais, ne suppliait jamais. Elle parlait toujours de cette voix douce. Dans sa main, deux alliances dansaient. La sienne, et celle de sa fille décédée.
La figure d’Eugenio paraissait très rouge au-dessus de sa chemise. Deux auréoles sous les aisselles et des gouttes de sueur sur le front. C’était un homme propre, agréable à regarder, un peu grossier cependant, et très bronzé. Il avait des mains puissantes et carrées aux doigts boudinés. « Tu ne sais pas à quel point ils te haïssent. Tu ne sais pas, toi, ce qu’ils ont tenté de faire dans cette maison pour que je ne t’aime pas… »
– Les études ne m’intéressent pas – déclara Martín. Si l’Espagne entre en guerre, je me porte volontaire.
Cela ressemblait à un voyage vers le centre du soleil. Ils dépassaient des agaves, des figuiers de Barbarie, des villages fantômes. Parfois, des orangers, des vergers gris, des rangées de palmiers brûlés. La lumière mangeait toute la couleur.
Quelquefois, ils s’arrêtaient dans une ville pour s’approvisionner en eau, et des gamins à moitié nus, bronzés et échevelés accouraient alors. Ils jaillissaient tout d’un coup, au milieu d’une rue vide. Le véhicule était assailli par des mouches, une infinité de mouches. Des gardes civils apparaissaient. Dans d’autres endroits, il y avait aussi des phalangistes, des soldats. Ils saluaient le père de Martín. Et puis, la route.
Martín s’endormit en quittant Alicante, dans la fraîcheur matinale, et quand il se réveilla, la bouche sèche, la gorge irritée et les yeux endoloris, il se retrouva face à cette lumière et au nuage de poussière des chemins.
Il changea de position sur le siège en sentant des fourmis dans une de ses jambes. Sa chemise collait à son dos trempé de sueur, mais finalement, la transpiration était un soulagement. Le père de Martín, Eugenio Soto, était devant, à côté du chauffeur, et le garçon voyait sa nuque puissante et tannée, et ses épaules larges dans sa chemise kaki. Sa saharienne était suspendue au siège.
Adela, la femme du père, se trouvait près de Martín, deux sacs en toile en guise de séparation. Ses yeux brillants semblaient épouvantés au-dessus du foulard qui lui cachait le visage à la manière des musulmanes, pour la protéger de la chaleur et de la poussière. Préparée à la va-vite par la grand-mère María, la valise de Martín était posée par terre.
Tout s’était passé très rapidement, sans même avoir le temps d’y réfléchir. Le matin précédent, Martín était un garçon comme les autres, qui s’ennuyait. Encore un peu enfant avec son bermuda, et presque un homme avec ses longues jambes noirâtres, il traînait dans les rues, plongé dans ses pensées. Il s’était échappé dans l’espoir de rencontrer un camarade de classe de l’année précédente et de partir sur une plage avec lui. Mais surtout, il s’était échappé pour fuir la promenade quotidienne avec le grand-père. Il ne rencontra personne qu’il connaissait et erra sans but, trop timide pour aller frapper à la maison d’un ami. On ne venait jamais le chercher, lui. Et il en était offensé. À cette période, il s’offensait pour un rien, sans dire un mot. Il avait jeté un coup d’œil inquiet au café où le grand-père avait l’habitude de s’asseoir avant l’heure du repas. Le grand-père n’y était pas. Quand il arriva chez lui, l’épicier de l’angle de la rue l’interpella pour lui annoncer la nouvelle :
– Martín, dépêche-toi. Ton père est revenu.
Son cœur fit un bond. Alors, c’était arrivé. Depuis la fin de la guerre – plus d’une année s’était déjà écoulée –, le père de Martín avait fait part de son retour dans deux ou trois lettres. Mais cela faisait des mois que le père n’écrivait plus.
Sur le seuil, la bonne de don Narciso, le médecin – le voisin de l’appartement du dessous –, lui confirma la nouvelle. Martín monta les escaliers quatre à quatre, trouva la porte de l’appartement entrouverte et entendit immédiatement des voix dans le bureau du grand-père.
Il ne regarda plus personne jusqu’à ce que son père lui ouvre les bras et il se retrouva secoué par cette force, plongé dans cette odeur virile. Puis il observa attentivement son visage et vit qu’Eugenio souriait. Il avait les dents blanches et fortes, et le même sourire que Martín. Sur ce point, ils se ressemblaient. Le garçon l’avait toujours su, bien qu’il ne l’eût jamais dit à personne.
La grand-mère María se trouvait dans un coin. Les yeux enfoncés éclatant de malice, le grand-père, portant à la taille la blouse de couleur criarde qu’il mettait dans la maison, et proférant ses « Hem, hem ! » et son « Punaise de punaise », essayait de rouler une cigarette avec ses grandes et belles mains de vieil homme. Adela était là également, l’inconnue avec qui le père s’était marié à la fin de la guerre. Adela, assise dans le fauteuil du grand-père, paraissait bien familière contrairement au fauteuil, dont la tapisserie était décolorée. Martín ne l’avait jamais trouvé aussi vieux.
Adela était jeune, tendre et blanche, elle avait les yeux verts et les cheveux bruns, une bouche humide et un air légèrement stupide. Martín se dirigea vers elle, décidé à l’admirer, et Adela lui sourit immédiatement, bien que son regard restât immobile.
– Alors, c’est lui le petit ?
Elle parlait très lentement, comme si elle miaulait.
– Viens voir, Martín.
Le père l’écarta pour mieux le regarder. La domestique – vieille, elle aussi, de même que tout ce que contenait la maison des grands-parents – apparut dans l’encadrement de la porte en faisant des signes éloquents, et la grand-mère la suivit dans le couloir, non sans avoir observé Martín. Cela donnait l’impression qu’elle et Martín partageaient un secret. Ils n’en partageaient pas. Le garçon se retourna, disposé à s’occuper du père. Uniquement du père.
Pendant le repas – un maigre repas pour être plus précis, indigne des hôtes –, Martín expliqua clairement qu’il voulait vivre avec son père. Il en parla devant le grand-père, devant la grand-mère, sans aucune crainte.
– Punaise de punaise… L’ingratitude est une chose bien laide…
– Don Martín, ne vous mettez pas dans des états pareils. Le gamin est mon fils après tout. Il a envie de me voir, bordel. Ça fait combien de temps ?... Presque cinq ans. Martín était haut comme trois pommes.
– Je croyais que le petit était déjà un jeune homme…
– Martín aura quinze ans en octobre.
– On ne dirait pas, il paraît moins âgé.
Martín eut honte de sa maigreur, de sa poitrine creuse, de son visage affilé à la peau de bébé.
– C’est d’accord, on va t’emmener avec nous, Martín.
– Hem, hem !... A présent, il est temps que tu te souviennes, mon garçon. A présent, il est temps que tu te souviennes de ton fils. Punaise de punaise, même les chattes se souviennent de leurs petits.
La grand-mère était pâle, un visage fin sur son éternelle robe noire, une chevelure abondante, bouclée, toute grise, ramassés en chignon sur sa nuque. Elle était si fanée comparée à Adela qu’elle faisait peine à voir. À cet instant-là, ses yeux semblaient éteints.
– Qu’est-ce que tu comptes faire avec le gamin, Eugenio ? Ici, il étudie le baccalauréat. C’est un bon élève.
Voilà comment la grand-mère s’y prenait. Elle n’attaquait jamais, ne suppliait jamais. Elle parlait toujours de cette voix douce. Dans sa main, deux alliances dansaient. La sienne, et celle de sa fille décédée.
La figure d’Eugenio paraissait très rouge au-dessus de sa chemise. Deux auréoles sous les aisselles et des gouttes de sueur sur le front. C’était un homme propre, agréable à regarder, un peu grossier cependant, et très bronzé. Il avait des mains puissantes et carrées aux doigts boudinés. « Tu ne sais pas à quel point ils te haïssent. Tu ne sais pas, toi, ce qu’ils ont tenté de faire dans cette maison pour que je ne t’aime pas… »
– Les études ne m’intéressent pas – déclara Martín. Si l’Espagne entre en guerre, je me porte volontaire.
***
Coralie nous propose sa traduction :
C’était comme voyager au centre du soleil. Des agaves, des figuiers de Barbarie, des villages morts défilaient. Parfois, des orangers, des jardins gris, des allées de palmiers brûlés. La lumière absorbait toutes les couleurs. Ils s’arrêtaient parfois dans un hameau pour s’approvisionner en eau et des gamins à moitié nus, brunis, échevelés, arrivaient alors. Ils jaillissaient soudain d’une rue vide. Des mouches, d’innombrables mouches assiégeaient le véhicule. Les gardes civils apparaissaient. Dans d’autres endroits, c’étaient des phalangistes, soldats eux aussi. Ils saluaient le père de Martín. Ensuite, la route. Martín s’endormit à la sortie d’Alicante avec la fraicheur matinale et lorsqu’il se réveilla avec la bouche sèche, sa gorge qui le grattait, ses yeux qui lui faisaient mal, il se trouva face à cette lumière et ce nuage de poussière typique des chemins. Il changea de position sur le siège en sentant un fourmillement dans une jambe. La sueur collait sa chemise à ses côtes, mais en fin de compte la sueur est un soulagement. Le père de Martín, Eugenio Soto, était assis devant, à côté du chauffeur, et le garçon put voir sa nuque massive et tannée et ses épaules larges dans sa chemise kaki. Sa saharienne pendait du siège. Près de Martín et séparée de lui par deux sacs en toile, il y avait Adela, la femme de son père. Ses yeux brillaient, effrayés, au travers du foulard qui lui couvrait le visage à la manière des femmes arabes, pour se protéger de la chaleur et de la poussière. Sur le plancher, il y avait la valise de Martín, préparée à la hâte par sa grand-mère María. Tout s’était déroulé très vite, sans même avoir le temps d’y penser. Le matin précédent, Martín était un garçon las du monde. Presque encore un enfant en culottes courtes ; presqu’un homme avec ses longues jambes noirâtres, il errait dans les rues , perdu dans ses pensées. Il s’était échappé avec l’espoir de rencontrer un camarade du cours précédent et d’aller ensemble à la plage. Et il s’était surtout échappé pour fuir la promenade quotidienne avec son grand-père. Il ne rencontra aucune connaissance et déambula au hasard, trop timide pour se présenter chez un ami. Lui, personne ne venait jamais le chercher. Et il s’en offensait. Il s’offensait en silence, et facilement à cette époque. Il avait jeté un coup d’œil craintif au café où son grand-père avait l’habitude de s’asseoir avant l’heure de manger. Son grand-père n’y était pas. En arrivant près chez lui, l’épicier du coin de la rue l’appela pour lui apprendre la nouvelle :
Martín, cours. Ton père est arrivé.
Il tressaillit. C’était enfin arrivé. Depuis la fin de la guerre –et il s’était déjà écoulé plus d’un an-, le père de Martín avait annoncé son retour dans deux ou trois lettres. Mais cela faisait des mois que son père n’écrivait plus. A l’entrée de la maison, la domestique de don Narciso, le médecin, -le voisin de l’appartement du dessous-, lui répéta la nouvelle. Martín monta les marches deux à deux, il trouva la porte de l’appartement entrebâillée et entendit de suite des voix dans le bureau de son grand-père. Il ne vit personne de plus jusqu’à ce que son père ouvre les bras et qu’il se retrouve secoué par cette force, plongé dans cette odeur virile. Il regarda ensuite avec anxiété son visage et vit qu’Eugenio souriait. Il avait les dents blanches, fortes et le même sourire que Martín. Ils se ressemblaient en cela. Le garçon le savait depuis toujours, bien que personne ne le lui ait jamais dit. Sa grand-mère María était dans un coin. Son grand-père, avec ses yeux renfrognés pleins de malice, avec sa blouse écrue, qu’il mettait à la maison, pendant à ses côtés et avec ses « hum, hum ! » et ses « Punaise, Josú », essayait de rouler une cigarette avec ses belles et longues mains de vieux. Et, en plus, il y avait Adela, l’inconnue avec laquelle son père s’était marié à la fin de la guerre. Adela était assise dans la fauteuil du grand-père, si familier en revanche ce fauteuil, avec sa draperie décolorée. Jamais le fauteuil de son grand-père n’avait paru si vieux à Martín qu’à ce moment-là. Adela était jeune, douce et blanche, avec les yeux verts et les cheveux noirs, une bouche humide et un air quelque peu stupide. Martín s’avança vers elle, décidé à l’admirer, et Adela lui sourit de suite bien que ses yeux restèrent immobiles.
C’est lui le petit ?…
Elle parlait très lentement, comme si elle miaulait.
Allons, Martín.
Son père l’éloigna pour le regarder. La domestique –vieille, elle aussi, comme tout ce qui se trouve chez ses grands-parents – apparut sur le pas de la porte en faisant des signes expressifs et sa grand-mère la suivit dans le couloir après avoir regardé Martín. Comme si elle et Martín gardait un quelconque secret. Ils n’en avaient pas. Le garçon se tourna, disposé à répondre à son père. Seulement à son père. Pendant le repas –un repas frugal pour être plus précis, indigne des hôtes-, Martín annonça clairement qu’il voulait vivre avec son père. Il l’annonça devant son grand-père, sa grand-mère, sans aucune crainte.
Punaise, Punaise… l’ingratitude est une chose vraiment moche…
- Don Martín, ne vous fâchez pas. Le gosse est quand même mon fils. Il avait envie de me voir, bordel. Combien ça fait ?… Presque cinq ans. Martín ne levait pas les yeux.
Moi je croyais que le petit était déjà un jeune homme…
Martín va fêter ses quinze ans en octobre.
Il ne les fait pas, on dirait qu’il est plus petit.
Martín eut honte de sa maigreur, de sa poitrine enfoncée, de son visage fin à la peau lisse d’un enfant.
Bon, nous sommes venus te chercher, Martín.
Hum, hum !… Allons donc, il était temps que tu t’en souviennes. Il était temps que tu te souviennes de ton fils. Punaise, même les chattes se souviennent de leurs petits.
Sa grand-mère était pâle, son visage fin sur son éternel tailleur noir, ses cheveux épais, frisés, tous gris, ramassés en un chignon sur sa nuque. Et si décatie à côté d’Adela, qu’elle faisait peine à voir. A ce moment-là, elle avait les yeux inanimés.
- Qu’est-ce que tu comptes faire du petit, Eugenio ? Ici, il prépare son baccalauréat. Il est bon élève. Telle était la stratégie de sa grand-mère. Elle n’attaquait jamais, elle ne suppliait jamais. Elle parlait toujours avec cette voix suave. Sur sa main deux alliances dansaient. La sienne et celle de sa défunte fille. Le visage d’Eugenio semblait très rouge sur sa chemise. Deux auréoles sous ses aisselles et des gouttelettes de sueur sur son front. C’était un homme sain, à l’allure agréable, un peu grossier, peut être, très brun. Il avait de fortes mains carrées aux doigts courts.
« Tu ne sais pas qu’ils te détestent. Toi, tu ne sais tout ce qu’ils ont essayé de faire dans cette maison pour ne pas que je t’aime. »
Moi, ça ne m’intéresse pas d’étudier –déclara Martín-. Moi, si l’Espagne entre en guerre je me porte volontaire.
C’était comme voyager au centre du soleil. Des agaves, des figuiers de Barbarie, des villages morts défilaient. Parfois, des orangers, des jardins gris, des allées de palmiers brûlés. La lumière absorbait toutes les couleurs. Ils s’arrêtaient parfois dans un hameau pour s’approvisionner en eau et des gamins à moitié nus, brunis, échevelés, arrivaient alors. Ils jaillissaient soudain d’une rue vide. Des mouches, d’innombrables mouches assiégeaient le véhicule. Les gardes civils apparaissaient. Dans d’autres endroits, c’étaient des phalangistes, soldats eux aussi. Ils saluaient le père de Martín. Ensuite, la route. Martín s’endormit à la sortie d’Alicante avec la fraicheur matinale et lorsqu’il se réveilla avec la bouche sèche, sa gorge qui le grattait, ses yeux qui lui faisaient mal, il se trouva face à cette lumière et ce nuage de poussière typique des chemins. Il changea de position sur le siège en sentant un fourmillement dans une jambe. La sueur collait sa chemise à ses côtes, mais en fin de compte la sueur est un soulagement. Le père de Martín, Eugenio Soto, était assis devant, à côté du chauffeur, et le garçon put voir sa nuque massive et tannée et ses épaules larges dans sa chemise kaki. Sa saharienne pendait du siège. Près de Martín et séparée de lui par deux sacs en toile, il y avait Adela, la femme de son père. Ses yeux brillaient, effrayés, au travers du foulard qui lui couvrait le visage à la manière des femmes arabes, pour se protéger de la chaleur et de la poussière. Sur le plancher, il y avait la valise de Martín, préparée à la hâte par sa grand-mère María. Tout s’était déroulé très vite, sans même avoir le temps d’y penser. Le matin précédent, Martín était un garçon las du monde. Presque encore un enfant en culottes courtes ; presqu’un homme avec ses longues jambes noirâtres, il errait dans les rues , perdu dans ses pensées. Il s’était échappé avec l’espoir de rencontrer un camarade du cours précédent et d’aller ensemble à la plage. Et il s’était surtout échappé pour fuir la promenade quotidienne avec son grand-père. Il ne rencontra aucune connaissance et déambula au hasard, trop timide pour se présenter chez un ami. Lui, personne ne venait jamais le chercher. Et il s’en offensait. Il s’offensait en silence, et facilement à cette époque. Il avait jeté un coup d’œil craintif au café où son grand-père avait l’habitude de s’asseoir avant l’heure de manger. Son grand-père n’y était pas. En arrivant près chez lui, l’épicier du coin de la rue l’appela pour lui apprendre la nouvelle :
Martín, cours. Ton père est arrivé.
Il tressaillit. C’était enfin arrivé. Depuis la fin de la guerre –et il s’était déjà écoulé plus d’un an-, le père de Martín avait annoncé son retour dans deux ou trois lettres. Mais cela faisait des mois que son père n’écrivait plus. A l’entrée de la maison, la domestique de don Narciso, le médecin, -le voisin de l’appartement du dessous-, lui répéta la nouvelle. Martín monta les marches deux à deux, il trouva la porte de l’appartement entrebâillée et entendit de suite des voix dans le bureau de son grand-père. Il ne vit personne de plus jusqu’à ce que son père ouvre les bras et qu’il se retrouve secoué par cette force, plongé dans cette odeur virile. Il regarda ensuite avec anxiété son visage et vit qu’Eugenio souriait. Il avait les dents blanches, fortes et le même sourire que Martín. Ils se ressemblaient en cela. Le garçon le savait depuis toujours, bien que personne ne le lui ait jamais dit. Sa grand-mère María était dans un coin. Son grand-père, avec ses yeux renfrognés pleins de malice, avec sa blouse écrue, qu’il mettait à la maison, pendant à ses côtés et avec ses « hum, hum ! » et ses « Punaise, Josú », essayait de rouler une cigarette avec ses belles et longues mains de vieux. Et, en plus, il y avait Adela, l’inconnue avec laquelle son père s’était marié à la fin de la guerre. Adela était assise dans la fauteuil du grand-père, si familier en revanche ce fauteuil, avec sa draperie décolorée. Jamais le fauteuil de son grand-père n’avait paru si vieux à Martín qu’à ce moment-là. Adela était jeune, douce et blanche, avec les yeux verts et les cheveux noirs, une bouche humide et un air quelque peu stupide. Martín s’avança vers elle, décidé à l’admirer, et Adela lui sourit de suite bien que ses yeux restèrent immobiles.
C’est lui le petit ?…
Elle parlait très lentement, comme si elle miaulait.
Allons, Martín.
Son père l’éloigna pour le regarder. La domestique –vieille, elle aussi, comme tout ce qui se trouve chez ses grands-parents – apparut sur le pas de la porte en faisant des signes expressifs et sa grand-mère la suivit dans le couloir après avoir regardé Martín. Comme si elle et Martín gardait un quelconque secret. Ils n’en avaient pas. Le garçon se tourna, disposé à répondre à son père. Seulement à son père. Pendant le repas –un repas frugal pour être plus précis, indigne des hôtes-, Martín annonça clairement qu’il voulait vivre avec son père. Il l’annonça devant son grand-père, sa grand-mère, sans aucune crainte.
Punaise, Punaise… l’ingratitude est une chose vraiment moche…
- Don Martín, ne vous fâchez pas. Le gosse est quand même mon fils. Il avait envie de me voir, bordel. Combien ça fait ?… Presque cinq ans. Martín ne levait pas les yeux.
Moi je croyais que le petit était déjà un jeune homme…
Martín va fêter ses quinze ans en octobre.
Il ne les fait pas, on dirait qu’il est plus petit.
Martín eut honte de sa maigreur, de sa poitrine enfoncée, de son visage fin à la peau lisse d’un enfant.
Bon, nous sommes venus te chercher, Martín.
Hum, hum !… Allons donc, il était temps que tu t’en souviennes. Il était temps que tu te souviennes de ton fils. Punaise, même les chattes se souviennent de leurs petits.
Sa grand-mère était pâle, son visage fin sur son éternel tailleur noir, ses cheveux épais, frisés, tous gris, ramassés en un chignon sur sa nuque. Et si décatie à côté d’Adela, qu’elle faisait peine à voir. A ce moment-là, elle avait les yeux inanimés.
- Qu’est-ce que tu comptes faire du petit, Eugenio ? Ici, il prépare son baccalauréat. Il est bon élève. Telle était la stratégie de sa grand-mère. Elle n’attaquait jamais, elle ne suppliait jamais. Elle parlait toujours avec cette voix suave. Sur sa main deux alliances dansaient. La sienne et celle de sa défunte fille. Le visage d’Eugenio semblait très rouge sur sa chemise. Deux auréoles sous ses aisselles et des gouttelettes de sueur sur son front. C’était un homme sain, à l’allure agréable, un peu grossier, peut être, très brun. Il avait de fortes mains carrées aux doigts courts.
« Tu ne sais pas qu’ils te détestent. Toi, tu ne sais tout ce qu’ils ont essayé de faire dans cette maison pour ne pas que je t’aime. »
Moi, ça ne m’intéresse pas d’étudier –déclara Martín-. Moi, si l’Espagne entre en guerre je me porte volontaire.
***
Sonita nous propose sa traduction :
C’était comme voyager vers le centre même du soleil. On voyait passer des agaves, des figuiers de Barbarie, des villages qui semblaient morts. Parfois, des marchands d’oranges, des potagers gris, des files de palmiers brûlés. La lumière avalait toutes les couleurs. Parfois ils s’arrêtaient dans un village pour se ravitailler en eau, surgissaient alors des gamins à moitié nus, bronzés, ébouriffés. Ils jaillissaient tout à coup d’une rue déserte. Des mouches, une infinité de mouches prenaient d’assaut le véhicule. Les gardes civils apparaissaient. À d’autres endroits, apparaissaient aussi des phalangistes, des soldats. Ils saluaient le père de Martín. Puis, la route. Martín s’endormit en sortant d’Alicante avec la fraîcheur du matin et quand il s’est réveillé avec la bouche sèche, la gorge irritée, mal aux yeux, il rencontra cette lumière et ce nuage de poussière des chemins. Il changea de position sur le siège et sentit l’une de ses jambes endormies. La sueur lui collait la chemise au dos mais la sueur était un soulagement tout compte fait. Le père de Martín, Eugenio Soto, allait devant à côté du conducteur, et le garçon put voir sa nuque puissante et tannée, le dos large dans la chemise kaki. La saharienne se pendait au siège. À côté de Martín et séparée de lui par deux sacs en tissu, allait Adela, la femme du père. Ses yeux brillaient, comme épouvantés, sous le pan qui cachait son visage, à la manière des maures, pour se protéger de la chaleur et de la poussière. Parterre se trouvait la valise de Martín préparée à la hâte par la grand-mère María. Tout était arrivé très vite, sans même avoir le temps d’y réfléchir. La veille au matin, Martín était un garçon que le monde ennuyait. Presqu’un enfant avec ses pantalons courts, presqu’un homme avec ses longues jambes noirâtres, il était tout à ses pensées le long des rues. Il s’était échappé dans l’espoir de trouver un quelconque camarade du cours précédent et de s’en aller avec lui à la plage. Et surtout, il s’était échappé pour fuir la promenade quotidienne avec son grand-père. Il ne tomba sur aucune connaissance et erra dans les rues au hasard, trop timide pour se présenter chez un ami. On ne venait jamais le chercher. Et il en était offensé. Il s’offensait en silence et facilement en ce temps-là. Il avait jeté un coup d’œil craintif vers le café où son grand-père avait l’habitude d’aller s’asseoir avant l’heure du déjeuner. Son grand-père n’y était pas. En arrivant chez lui, l’épicier du coin de la rue l’appela pour lui donner la nouvelle :
– Martín, cours ! Ton père est arrivé.
Ça lui fit un coup au cœur. C’était donc arrivé. Depuis la fin de la guerre – et une année s’était déjà écoulée – le père de Martín avait annoncé son arrivée dans deux ou trois lettres. Mais cela faisait des mois que le père ne donnait pas de nouvelles. Devant la porte de sa maison, la domestique de monsieur Narciso, le médecin – le voisin d’en dessous – lui donna à nouveau la nouvelle. Martín monta les escaliers deux par deux, trouva la porte de l’appartement entrouverte et aussitôt il écouta des voix venant du bureau du grand-père. Il ne vit personne d’autre jusqu’à ce que son père ouvre les bras et il se trouva secoué par cette force, fourré dans cette odeur virile. Puis il regarda, anxieux, son visage et il vit qu’Eugenio souriait. Il avait les dents blanches, fortes et le même sourire que Martín. Sur ça ils se ressemblaient. Le garçon le savait depuis toujours, même s’il ne l’avait jamais dit à personne. La grand-mère María était dans un coin. Le grand-père, avec ses yeux enfoncés pleins d’espièglerie, dans sa blouse de couleur écrue qu’il mettait à la maison et qui pendait des côtés et ses éternels « hum hum » et « jozú, jozú » essayait de rouler une cigarette avec ses belles et longues mains de vieux. De plus, il y avait là Adela, l’inconnue avec qui le père s’était marié après la guerre. Adela était assise sur le fauteuil du grand-père, en revanche si familier avec son tapissé décoloré. Le fauteuil du grand-père ne lui avait jamais semblé aussi vieux, comme à cet instant-là. Adela était jeune, molle et blanche, avec les yeux verts et les cheveux noirs, avec une bouche humide et une certaine expression de niaiserie. Martín s’avança vers elle décidé à l’admirer et Adela lui sourit aussitôt, bien que ses yeux gardassent une expression vide.
– C’est lui le petit ?
Elle parlait très doucement comme dans un miaulement.
– Voyons voir, Martín. Le père s’écarta pour le regarder. La domestique – vieille aussi, comme tout ce qui était dans la maison des grands-parents – apparut dans l’embrasure de la porte en gesticulant, et la grand-mère la suivit dans le couloir après avoir regardé Martín. Comme si Martín et elle avaient un quelconque secret. Ils n’en avaient pas. Le garçon tourna le dos prêt à s’occuper du père. Exclusivement du père. Pendant le repas – un pauvre repas pour être plus précis, indigne des visiteurs – Martín dit clairement qu’il voulait vivre avec son père. Il le dit devant le grand-père, devant la grand-mère, sans aucune crainte.
– Jozú, Jozú, l’ingratitude est quelque chose de très moche…
– Monsieur Martín, ne vous mettez pas dans cet état-là. Ce jeune homme est mon fils après tout. Il avait envie de me voir, bon sang. Ça fait combien de temps déjà ?... Presque cinq ans. Martín était haut comme trois pommes à l’époque.
– Je croyais que le petit était déjà un jeune homme…
– Martín aura quinze ans en octobre.
– Eh bien, on ne le dirait pas, il paraît bien plus jeune.
Martín eût honte de sa maigreur, de son torse aplati, de son visage en lame de couteau avec sa peau de bébé toute lisse.
– Bon, nous sommes venus pour t’emmener avec nous, Martín.
– Hum, hum !... Il était temps que tu t’en souviennes. Il était temps que tu te souviennes de ton fils. Jozú, même les chattes se souviennent de leurs petits.
La grand-mère était pâle, avec son visage fin sur l’éternel habit noir, la chevelure abondante, bouclée, toute grise, retenue dans un chignon posé sur la nuque. Et si fanée à côté d’Adela qu’elle faisait peine à voir. En cet instant ses yeux s’étaient éteints.
– Que penses-tu faire de ce garçon Eugenio ? Ici il prépare le baccalauréat. C’est un bon étudiant. C’était le système de la grand-mère, elle n’attaquait jamais, elle ne suppliait jamais. Elle parlait toujours avec cette voix douce. Dans ses mains dansaient deux bagues de mariage. La sienne et celle de sa fille décédée. Le visage d’Eugenio Soto semblait très rouge sur la chemise, deux taches autour de ses aisselles et des gouttelettes sur le front. C’était un homme sain, d’aspect agréable, un peu grossier peut-être, à la peau très tannée. Il avait de fortes mains carrées aux doigts courts. « Tu ne sais pas combien il te haïssent. Tu ne sais pas ce qu’ils ont essayé de faire dans cette maison pour que je ne t’aime pas. »
– Étudier ne m’intéresse pas – déclara Martín – Moi, si l’Espagne entre en guerre je m’engage comme volontaire.
***
Laëtitia Sw nous propose sa traduction :
C’était comme de voyager au cœur même du soleil. Des agaves, des figuiers de Barbarie, des villages comme un défilé de morts. Parfois, des orangers, des vergers gris, une succession de palmiers brûlés. La lumière absorbait toute la couleur.
Ils s’arrêtaient parfois dans un village pour se ravitailler en eau et il accourait alors des gamins à moitié nus, la peau tannée et le cheveu hirsute. Ils surgissaient tout à coup au milieu d’une rue vide. Des mouches, une infinité de mouches assaillait le véhicule. Des gardes civiles faisaient leur apparition. Ailleurs, des phalangistes, mais aussi des soldats. Ils saluaient le père de Martín. Puis, de nouveau, la route.
Martín s’endormit à la sortie d’Alicante avec la fraîcheur du matin et, lorsqu’il se réveilla, la bouche sèche et la gorge irritée, les yeux douloureux, il fut aveuglé par cette lumière et ces nuages de poussière qui s’élevaient des chemins.
Il changea de position sur son siège car il avait des fourmis dans une jambe. La sueur lui collait la chemise aux flancs, mais cette sueur était un soulagement en fin de compte. Le père de Martín, Eugenio Soto, était assis à l’avant, à côté du chauffeur, et le garçon put voir sa nuque puissante et hâlée et ses larges épaules sous sa chemise kaki. Sa saharienne était suspendue au dossier du siège.
À côté de Martín, séparée de lui par deux sacs en toile, il y avait Adela, la femme du père. Ses yeux brillaient, comme apeurés, à travers le foulard qui lui cachait le visage à la façon des musulmanes, pour la protéger de la chaleur et de la poussière. Sur le sol se trouvait la valise de Martín, préparée à la hâte par sa grand-mère María.
Tout était arrivé très vite, sans même qu’ils aient eu le temps d’y penser. La veille au matin, Martín était un garçon qui s’ennuyait au monde. Tantôt comme un enfant en culottes courtes ; tantôt comme un homme aux longues jambes noirâtres, il marchait dans la rue, plongé dans ses pensées. Il s’était échappé dans l’espoir de rencontrer un camarade du cours précédent pour aller avec lui à la plage. Et puis, surtout, il s’était échappé pour fuir la promenade quotidienne avec son grand-père. Il ne rencontra personne de connu et il se mit à errer au hasard, trop timide pour se présenter à la porte d’un ami. En règle générale, on ne venait jamais le chercher, lui. Et il en était offensé. Ces temps-ci, il avait l’offense facile et silencieuse. Il avait jeté un coup d’œil craintif vers le café où son grand-père avait l’habitude de s’asseoir avant de manger. Son grand-père n’était pas là. Alors qu’il arrivait chez lui, le commerçant au coin de la rue le héla pour lui apprendre la nouvelle :
– Martín, dépêche-toi. Ton père est arrivé.
Il tressaillit. Le moment était enfin venu. Depuis la fin de la guerre – et il s’était déjà écoulé plus d’un an –, le père de Martín avait annoncé son arrivée dans deux ou trois lettres. Mais son père n’écrivait plus depuis des mois.
À la porte de la maison, la bonne de Narciso, le médecin – le voisin de l’appartement du dessous –, lui apprit de nouveau la nouvelle. Martín monta les escaliers quatre à quatre, il trouva la porte de l’appartement entrouverte et il entendit aussitôt des voix dans le bureau de son grand-père.
Il ne vit personne d’autre que son père lui ouvrant les bras et il se retrouva secoué par cette force, enveloppé par cette odeur virile. Ensuite, il le dévisagea anxieusement et il vit qu’Eugenio souriait. Il avait les dents blanches, solides et le même sourire que Martín. En cela, ils se ressemblaient. Le garçon le savait depuis toujours, bien que personne ne le lui eût dit.
Sa grand-mère María était dans un coin. Son grand-père, avec ses yeux enfoncés pleins de malice, sa blouse écrue qu’il portait à la maison suspendue à ses côtés, ses « hum, hum ! » et ses « punaise, punaise ! », essayait de se rouler une cigarette de ses longues et belles mains de vieillard. Et il y avait aussi Adela, l’inconnue avec laquelle son père s’était marié à la fin de la guerre. Adela était assise dans le fauteuil de son grand-père, un fauteuil qui, pour sa part, lui était si familier, avec son tissu décoloré. Le fauteuil de son grand-père n’avait jamais paru à Martin aussi vieux qu’en cet instant-là.
Adela était jeune, tendre et blanche, elle avait les yeux verts et les cheveux noirs, une bouche humide et une certaine expression de stupidité. Martín se dirigea vers elle, bien décidé à l’admirer, et Adela lui sourit spontanément bien qu’elle parût suspendre son regard.
– C’est le petit ?...
Elle parlait très lentement, comme dans un miaulement.
– Eh bien, Martín.
Son père le prit entre quatre yeux. La bonne – vieille elle aussi, à l’image de tout ce qui se trouvait dans la maison de ses grands-parents – apparut dans l’encadrement de la porte en faisant des gestes expressifs. Sa grand-mère la suivit dans le couloir après avoir regardé Martín. Comme si elle et Martín avaient un secret. Ils n’en avaient pas. Le garçon se retourna, attentif à son père. Seulement à son père.
Pendant le repas – qui était, pour tout dire, bien pauvre et indigne des hôtes –, Martín exprima clairement son souhait d’aller vivre avec son père. Il l’affirma devant son grand-père, devant sa grand-mère, sans aucune crainte.
– Punaise, punaise... L’ingratitude est une bien vilaine chose...
– Martín, ne le prenez pas comme ça. Ce gamin est mon fils après tout. Il lui tardait de me voir, putain. Combien de temps ça fait ?... Presque cinq ans. Martín ne décollait pas les yeux du sol.
– Moi, je croyais que le petit était déjà presque un homme...
– Martín va faire quinze ans en octobre.
– On ne dirait pas, il paraît plus jeune.
Martín eut honte de sa maigreur, de sa poitrine creuse, de son visage effilé à la peau lisse, comme celle d’un enfant.
– Bon, nous sommes venus te chercher pour t’emmener avec nous, Martín.
– Hum, hum !... Il était grand temps de te souvenir de lui, ma parole. Il était grand temps de te souvenir de ton fils. Punaise, même les chats se souviennent de leurs petits.
Sa grand-mère était pâle, le visage fin au-dessus de son éternelle robe noire, les cheveux épais, bouclés, tous gris, ramassés en chignon sur la nuque. Et tellement flétrie à côté d’Adela qu’elle faisait peine à voir. Ses yeux étaient comme morts à ce moment-là.
– Que penses-tu faire du petit, Eugenio ? Ici, il fait ses études en vue du baccalauréat. C’est un bon élève.
C’était le fonctionnement de sa grand-mère. Elle n’attaquait jamais, ne suppliait jamais. Elle parlait toujours de cette voix douce. Deux alliances dansaient à sa main. La sienne et celle de sa fille défunte.
Le visage d’Eugenio Soto semblait très rouge sur le fond de sa chemise. La sueur lui dessinait deux auréoles sous les aisselles et perlait à son front. C’était un homme sain, d’aspect agréable, un peu rustre peut-être, à la peau très hâlée. Il avait de fortes mains carrées aux doigts courts.
« Tu n’imagines pas la haine qu’on te porte. Non, tu n’imagines pas ce qu’on a essayé de faire dans cette maison pour que je ne t’aime pas. »
– Moi, les études, ça ne m’intéresse pas – déclara Martín –. Si l’Espagne entre en guerre, eh bien, je me porte volontaire.
C’était comme de voyager au cœur même du soleil. Des agaves, des figuiers de Barbarie, des villages comme un défilé de morts. Parfois, des orangers, des vergers gris, une succession de palmiers brûlés. La lumière absorbait toute la couleur.
Ils s’arrêtaient parfois dans un village pour se ravitailler en eau et il accourait alors des gamins à moitié nus, la peau tannée et le cheveu hirsute. Ils surgissaient tout à coup au milieu d’une rue vide. Des mouches, une infinité de mouches assaillait le véhicule. Des gardes civiles faisaient leur apparition. Ailleurs, des phalangistes, mais aussi des soldats. Ils saluaient le père de Martín. Puis, de nouveau, la route.
Martín s’endormit à la sortie d’Alicante avec la fraîcheur du matin et, lorsqu’il se réveilla, la bouche sèche et la gorge irritée, les yeux douloureux, il fut aveuglé par cette lumière et ces nuages de poussière qui s’élevaient des chemins.
Il changea de position sur son siège car il avait des fourmis dans une jambe. La sueur lui collait la chemise aux flancs, mais cette sueur était un soulagement en fin de compte. Le père de Martín, Eugenio Soto, était assis à l’avant, à côté du chauffeur, et le garçon put voir sa nuque puissante et hâlée et ses larges épaules sous sa chemise kaki. Sa saharienne était suspendue au dossier du siège.
À côté de Martín, séparée de lui par deux sacs en toile, il y avait Adela, la femme du père. Ses yeux brillaient, comme apeurés, à travers le foulard qui lui cachait le visage à la façon des musulmanes, pour la protéger de la chaleur et de la poussière. Sur le sol se trouvait la valise de Martín, préparée à la hâte par sa grand-mère María.
Tout était arrivé très vite, sans même qu’ils aient eu le temps d’y penser. La veille au matin, Martín était un garçon qui s’ennuyait au monde. Tantôt comme un enfant en culottes courtes ; tantôt comme un homme aux longues jambes noirâtres, il marchait dans la rue, plongé dans ses pensées. Il s’était échappé dans l’espoir de rencontrer un camarade du cours précédent pour aller avec lui à la plage. Et puis, surtout, il s’était échappé pour fuir la promenade quotidienne avec son grand-père. Il ne rencontra personne de connu et il se mit à errer au hasard, trop timide pour se présenter à la porte d’un ami. En règle générale, on ne venait jamais le chercher, lui. Et il en était offensé. Ces temps-ci, il avait l’offense facile et silencieuse. Il avait jeté un coup d’œil craintif vers le café où son grand-père avait l’habitude de s’asseoir avant de manger. Son grand-père n’était pas là. Alors qu’il arrivait chez lui, le commerçant au coin de la rue le héla pour lui apprendre la nouvelle :
– Martín, dépêche-toi. Ton père est arrivé.
Il tressaillit. Le moment était enfin venu. Depuis la fin de la guerre – et il s’était déjà écoulé plus d’un an –, le père de Martín avait annoncé son arrivée dans deux ou trois lettres. Mais son père n’écrivait plus depuis des mois.
À la porte de la maison, la bonne de Narciso, le médecin – le voisin de l’appartement du dessous –, lui apprit de nouveau la nouvelle. Martín monta les escaliers quatre à quatre, il trouva la porte de l’appartement entrouverte et il entendit aussitôt des voix dans le bureau de son grand-père.
Il ne vit personne d’autre que son père lui ouvrant les bras et il se retrouva secoué par cette force, enveloppé par cette odeur virile. Ensuite, il le dévisagea anxieusement et il vit qu’Eugenio souriait. Il avait les dents blanches, solides et le même sourire que Martín. En cela, ils se ressemblaient. Le garçon le savait depuis toujours, bien que personne ne le lui eût dit.
Sa grand-mère María était dans un coin. Son grand-père, avec ses yeux enfoncés pleins de malice, sa blouse écrue qu’il portait à la maison suspendue à ses côtés, ses « hum, hum ! » et ses « punaise, punaise ! », essayait de se rouler une cigarette de ses longues et belles mains de vieillard. Et il y avait aussi Adela, l’inconnue avec laquelle son père s’était marié à la fin de la guerre. Adela était assise dans le fauteuil de son grand-père, un fauteuil qui, pour sa part, lui était si familier, avec son tissu décoloré. Le fauteuil de son grand-père n’avait jamais paru à Martin aussi vieux qu’en cet instant-là.
Adela était jeune, tendre et blanche, elle avait les yeux verts et les cheveux noirs, une bouche humide et une certaine expression de stupidité. Martín se dirigea vers elle, bien décidé à l’admirer, et Adela lui sourit spontanément bien qu’elle parût suspendre son regard.
– C’est le petit ?...
Elle parlait très lentement, comme dans un miaulement.
– Eh bien, Martín.
Son père le prit entre quatre yeux. La bonne – vieille elle aussi, à l’image de tout ce qui se trouvait dans la maison de ses grands-parents – apparut dans l’encadrement de la porte en faisant des gestes expressifs. Sa grand-mère la suivit dans le couloir après avoir regardé Martín. Comme si elle et Martín avaient un secret. Ils n’en avaient pas. Le garçon se retourna, attentif à son père. Seulement à son père.
Pendant le repas – qui était, pour tout dire, bien pauvre et indigne des hôtes –, Martín exprima clairement son souhait d’aller vivre avec son père. Il l’affirma devant son grand-père, devant sa grand-mère, sans aucune crainte.
– Punaise, punaise... L’ingratitude est une bien vilaine chose...
– Martín, ne le prenez pas comme ça. Ce gamin est mon fils après tout. Il lui tardait de me voir, putain. Combien de temps ça fait ?... Presque cinq ans. Martín ne décollait pas les yeux du sol.
– Moi, je croyais que le petit était déjà presque un homme...
– Martín va faire quinze ans en octobre.
– On ne dirait pas, il paraît plus jeune.
Martín eut honte de sa maigreur, de sa poitrine creuse, de son visage effilé à la peau lisse, comme celle d’un enfant.
– Bon, nous sommes venus te chercher pour t’emmener avec nous, Martín.
– Hum, hum !... Il était grand temps de te souvenir de lui, ma parole. Il était grand temps de te souvenir de ton fils. Punaise, même les chats se souviennent de leurs petits.
Sa grand-mère était pâle, le visage fin au-dessus de son éternelle robe noire, les cheveux épais, bouclés, tous gris, ramassés en chignon sur la nuque. Et tellement flétrie à côté d’Adela qu’elle faisait peine à voir. Ses yeux étaient comme morts à ce moment-là.
– Que penses-tu faire du petit, Eugenio ? Ici, il fait ses études en vue du baccalauréat. C’est un bon élève.
C’était le fonctionnement de sa grand-mère. Elle n’attaquait jamais, ne suppliait jamais. Elle parlait toujours de cette voix douce. Deux alliances dansaient à sa main. La sienne et celle de sa fille défunte.
Le visage d’Eugenio Soto semblait très rouge sur le fond de sa chemise. La sueur lui dessinait deux auréoles sous les aisselles et perlait à son front. C’était un homme sain, d’aspect agréable, un peu rustre peut-être, à la peau très hâlée. Il avait de fortes mains carrées aux doigts courts.
« Tu n’imagines pas la haine qu’on te porte. Non, tu n’imagines pas ce qu’on a essayé de faire dans cette maison pour que je ne t’aime pas. »
– Moi, les études, ça ne m’intéresse pas – déclara Martín –. Si l’Espagne entre en guerre, eh bien, je me porte volontaire.
***
Laëtitia So nous propose sa traduction :
C’était comme de voyager tout droit vers le soleil. Des agaves, des figuiers de barbarie, des villages comme morts défilaient. Parfois, des orangers, des potagers gris, des rangées de palmiers brûlés. Toute la couleur était absorbée par la lumière. Parfois ils s’arrêtaient dans un village pour se ravitailler en eau c’est alors qu’accourraient des bambins à moitié nus, à la peau mate, ébouriffés. Ils jaillissaient soudain dans la rue vide. Des mouches, des mouches innombrables attaquaient le véhicule. Des agents de police apparaissaient. Ailleurs, des phalangistes, des soldats aussi. Ils saluaient le père de Martin. Puis, la route. Martin s’endormit en sortant d’Alicante avec le frais du matin et quand il se réveilla avec la bouche sèche, sa gorge qui le piquait, ses yeux qui lui faisaient mal, il se retrouva face à cette lumière et à la poussière des chemins. Il changea de position sur le siège sentant un fourmillement dans sa jambe. La sueur lui collait la chemise au dos, mais finalement la sueur était un soulagement. Le père de Martin, Eugenio Soto, voyageait à l’avant à côté du chauffeur et le garçon put voir sa nuque puissante et chevronnée et ses épaules larges dans sa chemise kaki. La veste saharienne pendait du siège.
A côté de Martin et séparée de lui par deux sacs de toile, se trouvait Aleda, la femme de son père. Ses yeux brillaient comme épouvantés au-dessus du foulard qui lui cachait le visage à la façon des femmes arabes, pour la protéger de la chaleur et de la poussière. Sur le sol se trouvait la valise de Martin, préparée à la hâte par sa grand-mère Maria.
Tout était arrivé très vite, sans même laisser le temps d’y penser. Le matin précédent, Martin était un garçon lassé du monde. Presque un enfant avec son bermuda ; presque un homme avec ses longues jambes boucanées, il marchait dans les rues plongé dans ses pensées. Il s’était échappé avec l’espoir de rencontrer un camarade de classe de l’année dernière et d’aller avec lui à la plage. Et surtout il s’était échappé pour fuir la promenade quotidienne avec son grand-père. Il ne rencontra aucune connaissance et il resta à flâner au hasard, trop timide pour se présenter chez un ami. Lui, personne ne venait jamais le chercher. Il était vexé. Il se vexait en silence et avec facilité en ce temps-là. Il avait jeté un œil inquiet au café où son grand-père avait l’habitude de s’asseoir avant l’heure de manger. Son grand-père n’était pas là. En arrivant chez lui l’épicier du coin l’appela pour lui annoncer la nouvelle :
-Martin, cours. Ton père est arrivé. Son sang ne fit qu’un tour. C’est ainsi que cela s’était passé. Depuis la fin de la guerre –plus d’un an avait passé-, le père de Martin avait annoncé son arrivée dans deux ou trois lettres. Mais cela faisait des mois que son père n’écrivait pas.
A la porte de la maison, la bonne de don Narciso le médecin –le voisin de l’appartement du dessous-, lui redit la nouvelle. Martin monta les marches quatre à quatre, il trouva la porte de l’appartement entrouverte et immédiatement il entendit des voix dans le bureau de son grand-père. Il ne vit personne d’autre jusqu’à ce que son père ouvre les bras et qu’il se trouve secoué par cette force, blotti contre cette odeur virile. Puis il regarda son visage anxieusement et il vit qu’Eugenio souriait. Il avait les dents blanches, fortes et le même sourire que Martin. Ils se ressemblaient en ce point. Le garçon le savait depuis toujours, bien que personne ne le lui ait dit.
Maria, sa grand-mère était dans un coin. Le grand-père, avec ses yeux enfoncés pleins de malice, avec sa blouse de couleur écrue qu’il portait à la maison en la laissant pendre sur ses hanches et avec ses « hum, hum ! » et « mais punaise ! », il essayait de rouler une cigarette avec ses jolies et longues mains de vieux. Et de plus, Adela était là, l’inconnue avec laquelle son père s’était marié à la fin de la guerre. Adela était assise dans le fauteuil du grand-père, si familier lui au contraire, avec une tapisserie décolorée. Jamais le fauteuil du grand-père ne parut aussi vieux à Martin, qu’en cet instant. Adela était jeune, molle de caractère et blanche, avec les yeux verts et les cheveux noirs, avec une bouche humide et une certaine expression de stupidité. Martin se dirigea vers elle décidé à l’admirer et Adela lui sourit immédiatement bien que ses yeux soient comme arrêtés.
-C’est lui le môme? Elle parlait très lentement, comme par miaulements.
-Voyons, Martin. Son père le prit à part pour le regarder. La domestique – vieille aussi comme tout chez les grands-parents- apparut à la porte en faisant des signes expressifs et la grand-mère la suivit dans le couloir après avoir regardé Martin. Comme si elle et Martin avaient un secret. Ils n’en avaient pas. Le garçon tourna le dos disposé à être attentif à son père. Seulement à son père. Durant le repas –un pauvre repas pour être plus précis, indigne de ses hôtes-, Martin dit clairement qu’il voulait vivre avec son père. Il le dit devant son grand-père, devant sa grand-mère, sans aucune crainte.
-Mais punaise... L’ingratitude est une chose très laide...
-Don Martin, ne le prenez pas comme ça. Le môme est mon fils tout de même. Il avait envie de me voir, merde. Ca fait combien de temps ? Presque cinq ans. Martin était haut comme trois pommes.
-Je croyais que le môme était déjà un petit homme...
-Martin va fêter ses quinze ans en octobre.
-On ne dirait pas, on dirait un môme plus petit.
Martin se sentit gêné par sa maigreur, et sa poitrine creuse, son visage fin avec une peau lisse d’enfant.
-Bon, nous sommes venus pour te ramener avec nous, Martin.
-Hum, hum !... Il était temps que tu t’en souviennes, mon gars. Il était temps que tu te souviennes de ton fils. Mais punaise, même les chattes se souviennent de leurs petits !
La grand-mère était pâle, avec son visage fin au-dessus de ses éternels habits noirs, sa chevelure abondante, frisée, toute grise, ramassée dans un chignon sur la nuque. Et si fanée à côté d’Adela, qu’elle faisait peine à voir. Elle avait les yeux comme morts à cet instant.
-Que penses-tu faire avec le garçon, Eugenio ? Il va au lycée ici. C’est un bon élève. C’était le système de la grand-mère. Jamais elle n’attaquait, jamais elle ne suppliait. Elle parlait toujours de cette voix douce. Dans sa main dansaient deux alliances. La sienne et celle de sa fille décédée.
Le visage d’Eugenio Soto semblait très rouge au-dessus de sa chemise. Deux taches de sueur autour de ses aisselles et des gouttelettes de sueur sur son front. C’était un homme sain, d’aspect agréable, peut-être un peu rustre, très chevronné. Il avait des mains carrées très fortes avec des doigts courts. « Tu ne sais pas à quel point ils te détestent. Tu ne sais pas ce qu’ils ont essayé de faire dans cette maison pour que je ne t’aime pas. »
-Ca ne m’intéresse pas d’étudier –déclara Martin-. Moi, si l’Espagne entre en guerre je me porte volontaire.
C’était comme de voyager tout droit vers le soleil. Des agaves, des figuiers de barbarie, des villages comme morts défilaient. Parfois, des orangers, des potagers gris, des rangées de palmiers brûlés. Toute la couleur était absorbée par la lumière. Parfois ils s’arrêtaient dans un village pour se ravitailler en eau c’est alors qu’accourraient des bambins à moitié nus, à la peau mate, ébouriffés. Ils jaillissaient soudain dans la rue vide. Des mouches, des mouches innombrables attaquaient le véhicule. Des agents de police apparaissaient. Ailleurs, des phalangistes, des soldats aussi. Ils saluaient le père de Martin. Puis, la route. Martin s’endormit en sortant d’Alicante avec le frais du matin et quand il se réveilla avec la bouche sèche, sa gorge qui le piquait, ses yeux qui lui faisaient mal, il se retrouva face à cette lumière et à la poussière des chemins. Il changea de position sur le siège sentant un fourmillement dans sa jambe. La sueur lui collait la chemise au dos, mais finalement la sueur était un soulagement. Le père de Martin, Eugenio Soto, voyageait à l’avant à côté du chauffeur et le garçon put voir sa nuque puissante et chevronnée et ses épaules larges dans sa chemise kaki. La veste saharienne pendait du siège.
A côté de Martin et séparée de lui par deux sacs de toile, se trouvait Aleda, la femme de son père. Ses yeux brillaient comme épouvantés au-dessus du foulard qui lui cachait le visage à la façon des femmes arabes, pour la protéger de la chaleur et de la poussière. Sur le sol se trouvait la valise de Martin, préparée à la hâte par sa grand-mère Maria.
Tout était arrivé très vite, sans même laisser le temps d’y penser. Le matin précédent, Martin était un garçon lassé du monde. Presque un enfant avec son bermuda ; presque un homme avec ses longues jambes boucanées, il marchait dans les rues plongé dans ses pensées. Il s’était échappé avec l’espoir de rencontrer un camarade de classe de l’année dernière et d’aller avec lui à la plage. Et surtout il s’était échappé pour fuir la promenade quotidienne avec son grand-père. Il ne rencontra aucune connaissance et il resta à flâner au hasard, trop timide pour se présenter chez un ami. Lui, personne ne venait jamais le chercher. Il était vexé. Il se vexait en silence et avec facilité en ce temps-là. Il avait jeté un œil inquiet au café où son grand-père avait l’habitude de s’asseoir avant l’heure de manger. Son grand-père n’était pas là. En arrivant chez lui l’épicier du coin l’appela pour lui annoncer la nouvelle :
-Martin, cours. Ton père est arrivé. Son sang ne fit qu’un tour. C’est ainsi que cela s’était passé. Depuis la fin de la guerre –plus d’un an avait passé-, le père de Martin avait annoncé son arrivée dans deux ou trois lettres. Mais cela faisait des mois que son père n’écrivait pas.
A la porte de la maison, la bonne de don Narciso le médecin –le voisin de l’appartement du dessous-, lui redit la nouvelle. Martin monta les marches quatre à quatre, il trouva la porte de l’appartement entrouverte et immédiatement il entendit des voix dans le bureau de son grand-père. Il ne vit personne d’autre jusqu’à ce que son père ouvre les bras et qu’il se trouve secoué par cette force, blotti contre cette odeur virile. Puis il regarda son visage anxieusement et il vit qu’Eugenio souriait. Il avait les dents blanches, fortes et le même sourire que Martin. Ils se ressemblaient en ce point. Le garçon le savait depuis toujours, bien que personne ne le lui ait dit.
Maria, sa grand-mère était dans un coin. Le grand-père, avec ses yeux enfoncés pleins de malice, avec sa blouse de couleur écrue qu’il portait à la maison en la laissant pendre sur ses hanches et avec ses « hum, hum ! » et « mais punaise ! », il essayait de rouler une cigarette avec ses jolies et longues mains de vieux. Et de plus, Adela était là, l’inconnue avec laquelle son père s’était marié à la fin de la guerre. Adela était assise dans le fauteuil du grand-père, si familier lui au contraire, avec une tapisserie décolorée. Jamais le fauteuil du grand-père ne parut aussi vieux à Martin, qu’en cet instant. Adela était jeune, molle de caractère et blanche, avec les yeux verts et les cheveux noirs, avec une bouche humide et une certaine expression de stupidité. Martin se dirigea vers elle décidé à l’admirer et Adela lui sourit immédiatement bien que ses yeux soient comme arrêtés.
-C’est lui le môme? Elle parlait très lentement, comme par miaulements.
-Voyons, Martin. Son père le prit à part pour le regarder. La domestique – vieille aussi comme tout chez les grands-parents- apparut à la porte en faisant des signes expressifs et la grand-mère la suivit dans le couloir après avoir regardé Martin. Comme si elle et Martin avaient un secret. Ils n’en avaient pas. Le garçon tourna le dos disposé à être attentif à son père. Seulement à son père. Durant le repas –un pauvre repas pour être plus précis, indigne de ses hôtes-, Martin dit clairement qu’il voulait vivre avec son père. Il le dit devant son grand-père, devant sa grand-mère, sans aucune crainte.
-Mais punaise... L’ingratitude est une chose très laide...
-Don Martin, ne le prenez pas comme ça. Le môme est mon fils tout de même. Il avait envie de me voir, merde. Ca fait combien de temps ? Presque cinq ans. Martin était haut comme trois pommes.
-Je croyais que le môme était déjà un petit homme...
-Martin va fêter ses quinze ans en octobre.
-On ne dirait pas, on dirait un môme plus petit.
Martin se sentit gêné par sa maigreur, et sa poitrine creuse, son visage fin avec une peau lisse d’enfant.
-Bon, nous sommes venus pour te ramener avec nous, Martin.
-Hum, hum !... Il était temps que tu t’en souviennes, mon gars. Il était temps que tu te souviennes de ton fils. Mais punaise, même les chattes se souviennent de leurs petits !
La grand-mère était pâle, avec son visage fin au-dessus de ses éternels habits noirs, sa chevelure abondante, frisée, toute grise, ramassée dans un chignon sur la nuque. Et si fanée à côté d’Adela, qu’elle faisait peine à voir. Elle avait les yeux comme morts à cet instant.
-Que penses-tu faire avec le garçon, Eugenio ? Il va au lycée ici. C’est un bon élève. C’était le système de la grand-mère. Jamais elle n’attaquait, jamais elle ne suppliait. Elle parlait toujours de cette voix douce. Dans sa main dansaient deux alliances. La sienne et celle de sa fille décédée.
Le visage d’Eugenio Soto semblait très rouge au-dessus de sa chemise. Deux taches de sueur autour de ses aisselles et des gouttelettes de sueur sur son front. C’était un homme sain, d’aspect agréable, peut-être un peu rustre, très chevronné. Il avait des mains carrées très fortes avec des doigts courts. « Tu ne sais pas à quel point ils te détestent. Tu ne sais pas ce qu’ils ont essayé de faire dans cette maison pour que je ne t’aime pas. »
-Ca ne m’intéresse pas d’étudier –déclara Martin-. Moi, si l’Espagne entre en guerre je me porte volontaire.
***
Chloé nous propose sa traduction :
C’était comme voyager au cœur même du soleil. Des agaves, des figuiers de barbarie, des villages presque morts défilaient. Parfois, des orangers, des vergers gris, des rangées de palmiers brûlées. Toute la couleur était absorbée par la lumière.
De temps en temps, ils s’arrêtaient dans un petit village pour se ravitailler en eau, et des gamins à moitié nus, bronzés et échevelés accouraient alors. Ils jaillissaient soudainement d’une rue déserte. Des mouches, des nuées de mouches assaillaient la voiture. Des gardes civils apparaissaient. En d’autres endroits, des phalangistes, des soldats aussi. Ils saluaient le père de Martín. Ensuite, la route.
Martín s’endormit à la sortie d’Alicante, à la fraîcheur du matin, et quand il se réveilla avec la bouche sèche, la gorge irritée, les yeux douloureux, il découvrit cette lumière et cette poussière des chemins.
Sentant des fourmis dans une de ses jambes, il changea de position. La sueur lui collait la chemise aux côtes, mais elle était finalement un soulagement. Le père de Martín, Eugenio Soto, était devant, avec le chauffeur, et le garçon put observer sa nuque puissante et bronzée, ainsi que son large dos sous une chemise kaki. Sa saharienne pendait sur le siège.
Adela, la femme de son père, était à côté de Martín, séparée de lui par deux sacs de toile. Ses yeux brillaient, comme effrayés, par-dessus le foulard qui lui cachait le visage à la façon des maures, pour la protéger de la chaleur et de la poussière. La valise de Martín, préparée dans l’urgence par sa grand-mère María, était posée sur le sol.
Tout c’était passé très vite, sans même avoir le temps d’y penser. Le matin précédent, Martín était un garçon qui s’ennuyait du monde. Encore un enfant avec ses culottes courtes ; presque un homme avec ses grandes jambes noirâtres, il déambulait dans les rues, plongé dans ses pensées. Il s’était échappé dans l’espoir de rencontrer un camarade de l’année précédente pour aller avec lui à la plage. Et surtout, il s’était échappé pour fuir la promenade quotidienne avec son grand-père. Il ne rencontra personne qu’il connaissait et erra au hasard, trop timide pour se présenter chez un ami. Lui, personne ne venait jamais le chercher. Et il en était vexé. À ce moment là, il se vexait pour un rien, et restait silencieux. Il avait jeté un coup d’œil craintif au café dans lequel son grand-père avait l’habitude de s’asseoir avant l’heure du repas. Son grand-père n’y était pas. En arrivant chez lui, l’épicier à l’angle de la rue l’appela pour lui apprendre la nouvelle :
— Cours, Martín ! Ton père est arrivé.
Son cœur fit un bond. Ainsi il était rentré. Depuis la fin de la guerre – il s’était écoulé déjà plus d’un an –, le père de Martín avait annoncé sa venue dans deux ou trois lettres. Mais cela faisait des mois que son père n’écrivait plus.
Sur le seuil de l’immeuble, la domestique de don Narciso, le médecin – le voisin de l’appartement d’en dessous –, lui confirma la nouvelle. Martín grimpa les escaliers quatre à quatre, trouva la porte de l’appartement entrouverte, et entendit immédiatement des voix dans le bureau de son grand-père.
Il ne regarda personne d’autre jusqu’à ce que son père lui ouvre les bras, et il fut secoué par cette force, pris dans cette odeur virile. Ensuite, il observa avec anxiété son visage et découvrit qu’Eugenio souriait. Il avait les dents blanches et fortes, et le même sourire que Martín. Sur ce point, ils se ressemblaient. Le garçon l’avait toujours su, bien que personne ne le lui ait jamais dit.
Sa grand-mère María était dans un coin. Son grand-père, avec ses yeux enfoncés pleins de malice, sa blouse écrue qu’il mettait à la maison flottant sur ses flancs, ses «hum, hum ! » et ses «punaise », essayait de rouler une cigarette avec ses grandes et belles mains de vieux. En plus, il y avait Adela, l’inconnue avec qui son père c’était marié à la fin de la guerre. Adela était assise dans le fauteuil du grand-père, fauteuil, en revanche, très familier, avec son tissu décoloré. Jamais le fauteuil de son grand-père n’avait paru à Martín aussi vieux qu’à ce moment-là.
Adela était jeune, tendre et blanche, avec les yeux verts et les cheveux bruns, la bouche humide et une certaine expression de stupidité. Martín se dirigea vers elle, décidé à l’admirer, et Adela lui sourit en retour bien que son regard restât fixe.
— C’est lui le petit ? …
Elle parlait très lentement, comme si elle miaulait.
— Voyons voir, Martín.
Son père l’écarta pour mieux l’observer. La domestique – vieille, elle aussi, de même que tout ce qu’il y avait dans la maison de ses grands-parents – apparut à la porte en faisant des gestes éloquents et sa grand-mère la suivit dans le couloir après avoir regardé Martín. Comme si elle et Martín partageaient un secret. Ils n’en partageaient pas. Le garçon se retourna, disposé s’occuper de son père. Seulement de son père.
Pendant le repas – un maigre repas pour être plus précis, indigne de ses hôtes –, Martín annonça clairement qu’il voulait vivre avec son père. Et il le dit devant son grand-père, devant sa grand-mère, et sans aucune crainte.
— Punaise… l’ingratitude est une chose bien laide…
— Don Martín, ne vous mettez pas dans cet état. Ce gamin est mon enfant après tout. Il avait envie de me voir, merde ! Ça fait combien de temps ? … Presque cinq ans. Martín était haut comme trois pommes.
— Moi je pensais que le petit était déjà un jeune homme…
— Martín va avoir quinze ans en octobre.
— Il ne les fait pas, il fait plus jeune.
Martín eut honte de sa maigreur, de son torse creux, de son visage effilé avec sa peau lisse d’enfant.
— Bon, nous sommes venus te chercher, Martín.
— Hum, hum ! … Eh bien, il était temps que tu t’en souviennes, dis donc ! Il était temps que tu t’en souviennes, de ton fils. Punaise, même les chattes se souviennent de leurs portées.
Sa grand-mère était pâle, avec son visage fin sur son éternel tailleur noir, les cheveux épais, frisés, entièrement gris, ramassés en chignon sur la nuque. Et si fanée à côté d’Adela, qu’elle faisait peine à voir.
Ses yeux étaient comme morts à ce moment.
— Que penses-tu faire avec le garçon, Eugenio ? Ici, il étudie pour le baccalauréat. C’est un bon élève.
C’était la tactique de sa grand-mère. Elle n’attaquait jamais, elle ne suppliait jamais. Elle parlait toujours avec cette voix douce. Sur sa main, deux alliances dansaient. La sienne, et celle de sa fille décédée.
Le visage d’Eugenio Soto paraissait très rouge sur sa chemise. Deux auréoles de transpiration sous les aisselles et des gouttelettes de sueur sur le front. C’était un homme sain, d’aspect agréable, peut-être un peu grossier, très bronzé. Il avait de grosses mains carrées et des doigts courts.
« Tu ne sais pas à quel point ils te détestent. Tu ne sais pas tout ce qu’ils ont essayé de faire dans cette maison pour que je ne t’aime pas. »
— Moi, ça ne m’intéresse pas d’étudier – déclara Martín –. Moi, si l’Espagne entre en guerre, je me porte volontaire.
C’était comme voyager au cœur même du soleil. Des agaves, des figuiers de barbarie, des villages presque morts défilaient. Parfois, des orangers, des vergers gris, des rangées de palmiers brûlées. Toute la couleur était absorbée par la lumière.
De temps en temps, ils s’arrêtaient dans un petit village pour se ravitailler en eau, et des gamins à moitié nus, bronzés et échevelés accouraient alors. Ils jaillissaient soudainement d’une rue déserte. Des mouches, des nuées de mouches assaillaient la voiture. Des gardes civils apparaissaient. En d’autres endroits, des phalangistes, des soldats aussi. Ils saluaient le père de Martín. Ensuite, la route.
Martín s’endormit à la sortie d’Alicante, à la fraîcheur du matin, et quand il se réveilla avec la bouche sèche, la gorge irritée, les yeux douloureux, il découvrit cette lumière et cette poussière des chemins.
Sentant des fourmis dans une de ses jambes, il changea de position. La sueur lui collait la chemise aux côtes, mais elle était finalement un soulagement. Le père de Martín, Eugenio Soto, était devant, avec le chauffeur, et le garçon put observer sa nuque puissante et bronzée, ainsi que son large dos sous une chemise kaki. Sa saharienne pendait sur le siège.
Adela, la femme de son père, était à côté de Martín, séparée de lui par deux sacs de toile. Ses yeux brillaient, comme effrayés, par-dessus le foulard qui lui cachait le visage à la façon des maures, pour la protéger de la chaleur et de la poussière. La valise de Martín, préparée dans l’urgence par sa grand-mère María, était posée sur le sol.
Tout c’était passé très vite, sans même avoir le temps d’y penser. Le matin précédent, Martín était un garçon qui s’ennuyait du monde. Encore un enfant avec ses culottes courtes ; presque un homme avec ses grandes jambes noirâtres, il déambulait dans les rues, plongé dans ses pensées. Il s’était échappé dans l’espoir de rencontrer un camarade de l’année précédente pour aller avec lui à la plage. Et surtout, il s’était échappé pour fuir la promenade quotidienne avec son grand-père. Il ne rencontra personne qu’il connaissait et erra au hasard, trop timide pour se présenter chez un ami. Lui, personne ne venait jamais le chercher. Et il en était vexé. À ce moment là, il se vexait pour un rien, et restait silencieux. Il avait jeté un coup d’œil craintif au café dans lequel son grand-père avait l’habitude de s’asseoir avant l’heure du repas. Son grand-père n’y était pas. En arrivant chez lui, l’épicier à l’angle de la rue l’appela pour lui apprendre la nouvelle :
— Cours, Martín ! Ton père est arrivé.
Son cœur fit un bond. Ainsi il était rentré. Depuis la fin de la guerre – il s’était écoulé déjà plus d’un an –, le père de Martín avait annoncé sa venue dans deux ou trois lettres. Mais cela faisait des mois que son père n’écrivait plus.
Sur le seuil de l’immeuble, la domestique de don Narciso, le médecin – le voisin de l’appartement d’en dessous –, lui confirma la nouvelle. Martín grimpa les escaliers quatre à quatre, trouva la porte de l’appartement entrouverte, et entendit immédiatement des voix dans le bureau de son grand-père.
Il ne regarda personne d’autre jusqu’à ce que son père lui ouvre les bras, et il fut secoué par cette force, pris dans cette odeur virile. Ensuite, il observa avec anxiété son visage et découvrit qu’Eugenio souriait. Il avait les dents blanches et fortes, et le même sourire que Martín. Sur ce point, ils se ressemblaient. Le garçon l’avait toujours su, bien que personne ne le lui ait jamais dit.
Sa grand-mère María était dans un coin. Son grand-père, avec ses yeux enfoncés pleins de malice, sa blouse écrue qu’il mettait à la maison flottant sur ses flancs, ses «hum, hum ! » et ses «punaise », essayait de rouler une cigarette avec ses grandes et belles mains de vieux. En plus, il y avait Adela, l’inconnue avec qui son père c’était marié à la fin de la guerre. Adela était assise dans le fauteuil du grand-père, fauteuil, en revanche, très familier, avec son tissu décoloré. Jamais le fauteuil de son grand-père n’avait paru à Martín aussi vieux qu’à ce moment-là.
Adela était jeune, tendre et blanche, avec les yeux verts et les cheveux bruns, la bouche humide et une certaine expression de stupidité. Martín se dirigea vers elle, décidé à l’admirer, et Adela lui sourit en retour bien que son regard restât fixe.
— C’est lui le petit ? …
Elle parlait très lentement, comme si elle miaulait.
— Voyons voir, Martín.
Son père l’écarta pour mieux l’observer. La domestique – vieille, elle aussi, de même que tout ce qu’il y avait dans la maison de ses grands-parents – apparut à la porte en faisant des gestes éloquents et sa grand-mère la suivit dans le couloir après avoir regardé Martín. Comme si elle et Martín partageaient un secret. Ils n’en partageaient pas. Le garçon se retourna, disposé s’occuper de son père. Seulement de son père.
Pendant le repas – un maigre repas pour être plus précis, indigne de ses hôtes –, Martín annonça clairement qu’il voulait vivre avec son père. Et il le dit devant son grand-père, devant sa grand-mère, et sans aucune crainte.
— Punaise… l’ingratitude est une chose bien laide…
— Don Martín, ne vous mettez pas dans cet état. Ce gamin est mon enfant après tout. Il avait envie de me voir, merde ! Ça fait combien de temps ? … Presque cinq ans. Martín était haut comme trois pommes.
— Moi je pensais que le petit était déjà un jeune homme…
— Martín va avoir quinze ans en octobre.
— Il ne les fait pas, il fait plus jeune.
Martín eut honte de sa maigreur, de son torse creux, de son visage effilé avec sa peau lisse d’enfant.
— Bon, nous sommes venus te chercher, Martín.
— Hum, hum ! … Eh bien, il était temps que tu t’en souviennes, dis donc ! Il était temps que tu t’en souviennes, de ton fils. Punaise, même les chattes se souviennent de leurs portées.
Sa grand-mère était pâle, avec son visage fin sur son éternel tailleur noir, les cheveux épais, frisés, entièrement gris, ramassés en chignon sur la nuque. Et si fanée à côté d’Adela, qu’elle faisait peine à voir.
Ses yeux étaient comme morts à ce moment.
— Que penses-tu faire avec le garçon, Eugenio ? Ici, il étudie pour le baccalauréat. C’est un bon élève.
C’était la tactique de sa grand-mère. Elle n’attaquait jamais, elle ne suppliait jamais. Elle parlait toujours avec cette voix douce. Sur sa main, deux alliances dansaient. La sienne, et celle de sa fille décédée.
Le visage d’Eugenio Soto paraissait très rouge sur sa chemise. Deux auréoles de transpiration sous les aisselles et des gouttelettes de sueur sur le front. C’était un homme sain, d’aspect agréable, peut-être un peu grossier, très bronzé. Il avait de grosses mains carrées et des doigts courts.
« Tu ne sais pas à quel point ils te détestent. Tu ne sais pas tout ce qu’ils ont essayé de faire dans cette maison pour que je ne t’aime pas. »
— Moi, ça ne m’intéresse pas d’étudier – déclara Martín –. Moi, si l’Espagne entre en guerre, je me porte volontaire.
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