Estaba el sol en lo alto cuando llegamos, por fin, a la conclusión de dejar el Salón de Ámbar en su escondite. Barajamos múltiples posibilidades porque nos molestaba no encontrar una solución, pero era obvio que no estábamos cualificados para un trabajo de semejante envergadura: necesitaríamos, como mínimo, un amplio equipo de personal especializado, amén de un material de trabajo exageradamente llamativo (excavadoras, grúas, carretillas elevadoras, etc.) y una enorme flota de camiones para el transporte. Además, ¿dónde podríamos guardar algo así? ¿Dónde esconder, en buenas condiciones, unos gigantescos paneles de ámbar dorado de más de dos siglos de antigüedad? Mejor dejarlo donde estaba, decidimos, por lo menos hasta que vaciáramos de obras de arte el almacén contiguo. En eso hubo unanimidad y conformidad desde el primer momento. Se imponía establecer una periodicidad de visitas al entramado de galerías de Weimar para ir despejando la nave. Entrando y saliendo por Buchenwald, en uno o dos años podría mos haber sacado todo lo que Sauckel y Koch habían escondido y no habría ningún problema para vender un material tan bueno en el amplio mercado de los coleccionistas privados.
Donna apuntó la posibilidad de devolver, bajo manga, el Salón de Ámbar a los rusos, es decir, a través de un comunicado anónimo o algo así. Pero Láufer señaló que eso crearía un conflicto diplomático entre Rusia y Alemania, todavía enfrentados por el asunto del tesoro de Troya, descubierto en el siglo xix por el arqueólogo alemán Heinrich Schliemanh. Al parecer, los soviéticos se lo llevaron a la URSS como «trofeo de guerra» al finalizar la Segunda Guerra Mundial. La verdad, me dije, es que todos tenían muchos motivos por los que callar.
Así pues, nos quedamos con el salón. Algún día, quizá, podría servirnos para algo, podríamos sacarle algún provecho (no necesariamente económico) o podríamos necesitarlo como moneda de cambio, como quiso hacer Erich Koch. Aunque, tal vez, lo devolveríamos en cuanto se dieran las circunstancias adecuadas. El tiempo lo diría.
Con un solo voto en contra (el mío), se aprobó también la moción de «alquilar» una o dos celdas más a mi tía Juana en el monasterio de Santa María de Miranda. De ese modo, me explicaron pacientemente, podríamos guardar las piezas ya vendidas hasta su entrega. Les dije que únicamente imponía una condición : que las demandas de dinero de mi tía para sufragarla rehabilitación de su cenobio corrieran a cargo de los beneficios del Grupo. Estaba hasta el gorro de que esa vampira me chupara la sangre sólo a mí. Aceptaron, naturalmente, y yo me tuve que tragar la bilis que me subía por la garganta. ¡Se iba a hacer de oro la madre superiora!
El Grupo de Ajedrez, hoy en día, sigue trabajando sin descanso (por pura afición, es cierto). Desde entonces, nos han ocurrido otras muchas cosas: con gran satisfacción por mi parte, antes de un año habíamos nombrado un nuevo Roi, alguien estupendo que cumple magníficamente sus funciones, y poco después sucedió lo del... Pero, no, que ésa es otra historia.
Donna apuntó la posibilidad de devolver, bajo manga, el Salón de Ámbar a los rusos, es decir, a través de un comunicado anónimo o algo así. Pero Láufer señaló que eso crearía un conflicto diplomático entre Rusia y Alemania, todavía enfrentados por el asunto del tesoro de Troya, descubierto en el siglo xix por el arqueólogo alemán Heinrich Schliemanh. Al parecer, los soviéticos se lo llevaron a la URSS como «trofeo de guerra» al finalizar la Segunda Guerra Mundial. La verdad, me dije, es que todos tenían muchos motivos por los que callar.
Así pues, nos quedamos con el salón. Algún día, quizá, podría servirnos para algo, podríamos sacarle algún provecho (no necesariamente económico) o podríamos necesitarlo como moneda de cambio, como quiso hacer Erich Koch. Aunque, tal vez, lo devolveríamos en cuanto se dieran las circunstancias adecuadas. El tiempo lo diría.
Con un solo voto en contra (el mío), se aprobó también la moción de «alquilar» una o dos celdas más a mi tía Juana en el monasterio de Santa María de Miranda. De ese modo, me explicaron pacientemente, podríamos guardar las piezas ya vendidas hasta su entrega. Les dije que únicamente imponía una condición : que las demandas de dinero de mi tía para sufragarla rehabilitación de su cenobio corrieran a cargo de los beneficios del Grupo. Estaba hasta el gorro de que esa vampira me chupara la sangre sólo a mí. Aceptaron, naturalmente, y yo me tuve que tragar la bilis que me subía por la garganta. ¡Se iba a hacer de oro la madre superiora!
El Grupo de Ajedrez, hoy en día, sigue trabajando sin descanso (por pura afición, es cierto). Desde entonces, nos han ocurrido otras muchas cosas: con gran satisfacción por mi parte, antes de un año habíamos nombrado un nuevo Roi, alguien estupendo que cumple magníficamente sus funciones, y poco después sucedió lo del... Pero, no, que ésa es otra historia.
Matilde Asensi, El salón de ámbar
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