Una vaharada de aire rancio y viciado
arremetió contra mi olfato cuando me introduje en aquella gran
estancia que, durante siglos y hasta la llegada de las redentoristas
filipenses, había sido la celda de las madres abadesas Bernardas, y
que ahora servía de zulo y madriguera a la familia Galdeano. Unas
entrañables formas gibosas, cubiertas por lienzos polvorientos y mal
iluminadas por la luz de un ventanuco enrejado, me dieron la cordial
bienvenida, y un cálido sentimiento de orden, de que todo volvía a
estar como debía y de que yo me encontraba en el lugar correcto me
calentó el corazón. Muchos años atrás, cuando era niña, mi padre
me dejaba jugar allí mientras él y Roi (que entonces no se llamaba
Roi sino Philibert, príncipe Philibert de Malgaigne—Denonvilliers)
trabajaban durante horas ordenando y catalogando la selección de
piezas que, por alguna razón desconocida, no iba a parar al almacén
de la finca como el resto del material que llegaba en camiones desde
distintos puntos de España (crucifijos románicos, retablos góticos,
imágenes de santos y vírgenes, columnas de marfil policromado ,coronas engastadas de piedras preciosas, cálices de oro y plata,
códices miniados, muebles, tapices y un largo etcétera de
valiosísimas antigüedades).
Matilde Asensi, El salón de ámbar
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