Muchas veces, durante la infancia y los primeros años de adolescencia de mi hermano, pensé que era como si las palabras del astrólogo hubieran contado sólo la mitad en lo que hacía a su carácter.
Porque Carlos era de temperamento suave y condescendiente... siempre y cuando los demás hicieran lo que él deseaba. En cuanto a su idealismo, era cierto que apenas prendió a leer comenzó a soñar con torneos de caballeros y rescate de damas, como más tarde, ya emperador, ansió de verdad proteger a toda la Europa cristiana. Pero había momentos en que su sentido práctico de las cosas era tan acusado, que hasta tía Margarita, el personaje más racional y metódico de nuestra familia, se quedaba sorprendida.
Se podía decir que era una mezcla de opuestos.
Melancólico como un germano, por momentos era vital y bromista como un auténtico flamenco. Sin embargo, sus mejores amigos eran capaces de perdonarle casi todo.
Yo misma sucumbía, con frecuencia, a ese estilo seductor que utilizaba para conseguir algo cuando le interesaba. Y no hablemos de mis hermanas más pequeñas, Isabel y María, que lo adoraban.
Los constantes viajes de nuestros padres a España y sus correspondientes ausencias habían hecho que los Austrias que vivíamos en Flandes formásemos una piña con él.
La desaparición de un primo meridional, heredero de los reinos del sur, había puesto a mi madre primera en la línea de sucesión. Lo cual, a la vez que hacía de Carlos el potencial rey de aquellos calurosos dominios, procuraba a mis padres, que velaban por su porvenir, continuos y largos viajes.
Almudena de Artega del Alcázar, La vida privada del emperador
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