Conocía la historia. Ignoraba la verdad. Mi presencia misma era, en cierto modo, una mentira. Vine a Detroit para iniciar un documental de televisión sobre los muralistas mexicanos en los Estados Unidos. Secretamente, me interesaba más retratar la decadencia de una gran ciudad, la primera capital del automóvil, nada menos; el sitio donde Henry Ford inauguró la fabricación en serie de la máquina que gobierna nuestras vidas más que cualquier gobierno.
Entre las pruebas del poderío de la ciudad se cuenta que en 1932 invitó al artista mexicano Diego Rivera a decorar los muros del Detroit Institute of Arts y ahora, en 1999, yo estaba aquí —oficialmente, digo— para realizar una serie de TV sobre éste y otros murales mexicanos en los Estados Unidos. Empezaría con Rivera en Detroit y seguiría con Orozco en Dartmouth y California, para seguir con un misterioso Siqueiros que me encargaron descubrir en Los Ángeles y con las obras perdidas del propio Rivera: el mural condenado del Rockefeller Center porque allí aparecían Lenin y Marx; y la serie para la New School —varios grandes paneles, desaparecidos también.
Éste era mi encargo de trabajo. Insistí en comenzar en Detroit por un motivo. Quería fotografiar la ruina de una gran urbe industrial como digno epitafio a nuestro terrible siglo XX. No me movían ni la moral de la advertencia ni cierto gusto apocalíptico por la miseria y la deformidad; ni siquiera el simple humanismo. Soy fotógrafo, pero no soy ni el maravilloso Sebastián Salgado ni la temible Diane Arbus. Preferiría tener, si fuese pintor, la claridad sin problemas de un Ingres o la tortura interior de un Bacon. Intenté la pintura; fracasé; no me rendí; me dije que la cámara es el pincel de nuestro tiempo y aquí me tienen, contratado para un propósito, pero presente —presentido acaso— para otro muy distinto.
Me levanté temprano para hacer lo mío antes de que el equipo de filmación se presentara frente a los murales de Diego. Eran las seis de la mañana y el mes de febrero. Esperaba la oscuridad. La atendía. Pero su prolongación me enervó.
—Si quiere ir de compras, si quiere ir a un cine, el hotel tiene una limo para llevarlo y traerlo —me dijeron en la recepción.
—El centro comercial está a dos cuadras de aquí —contesté entre asombrado e irritado.
—No nos hacemos responsables —sonrió afectadamente el recepcionista. Sus facciones no eran memorables.
Si el pobre supiera que iba a ir lejos, mucho más lejos que al centro comercial. Iba a llegar, sin saberlo, al centro del infierno de la desolación. Dejé atrás, a paso veloz, el conjunto de rascacielos, reunidos como una constelación de espejos —una nueva ciudad medieval y protegida contra el asalto de los bárbaros— y me bastaron diez o doce cuadras para perderme en un páramo oscuro y calcinado de terrenos baldíos tachonados por costras de basura.
A cada paso que daba —a ciegas, debido a la oscuridad persistente, porque mi ojo único era mi cámara, porque era un Polifemo moderno con el ojo derecho pegado al monóculo de la Leica y el ojo izquierdo cerrado, ciego, con mi mano izquierda extendida como un perro policía, a tientas, con mis pies tropezando a veces, otras hundidos, en algo que no sólo se olía, no se veía-, me iba internando en una noche no sólo persistente, sino renaciente. En Detroit la noche nacía de la noche.
Solté por un instante la cámara sobre mi pecho, sentí el golpe seco sobre el diafragma —dos, el mío, el de la Leica— y refrendé mi sensación. Esto que me rodeaba no era la noche prolongada de un amanecer de invierno; no era, como la imaginación me lo daba a entender, una oscuridad naciente, compañera inquieta del día.
Era la oscuridad permanente, la tiniebla inseparable de la ciudad, su compañera, su espejo fiel. Me bastó girar en redondo y mirarme en el centro de un erial parejo, gris, engalanado aquí y allá de charcos, senderos fugitivos trazados por pies medrosos, árboles desnudos más negros que este paisaje después de la batalla. Lejana, espectralmente, se veían casas en ruinas, casas del siglo anterior con techumbres vencidas, chimeneas derrumbadas, ventanas ciegas, porches desnudos, puertas desvencijadas y, a veces, el acercamiento tierno e impúdico de un árbol seco a una claraboya mugrosa. Una mecedora se movía, soltera, rechinando, recordándome, sin ubicación, otros tiempos apenas presentidos en la memoria...
Campos de soledad, mustio collado, repitió mi memoria escolar mientras mis manos retomaban la cámara y la de mi mente iba de click en click, fotografiando México DF, Buenos Aires si no fuera por el río, Río si no fuera por el mar, Caracas del carajo, Lima la horrible, Bogotá sin fe santa o no, Santiago sin remedio. Retrataba los tiempos futuros de nuestras ciudades latinoamericanas en el presente de la urbe industrial más industrial de todas, la capital del automóvil, la cuna del trabajo en serie y del salario mínimo: Detroit, Michigan. Lo fui fotografiando todo, las carrocerías antiguas abandonadas en medio de los potreros más abandonados aún, las súbitas calles empedradas de vidrio roto, el parpadeo de luces en los expendios de... ¿qué?
Entre las pruebas del poderío de la ciudad se cuenta que en 1932 invitó al artista mexicano Diego Rivera a decorar los muros del Detroit Institute of Arts y ahora, en 1999, yo estaba aquí —oficialmente, digo— para realizar una serie de TV sobre éste y otros murales mexicanos en los Estados Unidos. Empezaría con Rivera en Detroit y seguiría con Orozco en Dartmouth y California, para seguir con un misterioso Siqueiros que me encargaron descubrir en Los Ángeles y con las obras perdidas del propio Rivera: el mural condenado del Rockefeller Center porque allí aparecían Lenin y Marx; y la serie para la New School —varios grandes paneles, desaparecidos también.
Éste era mi encargo de trabajo. Insistí en comenzar en Detroit por un motivo. Quería fotografiar la ruina de una gran urbe industrial como digno epitafio a nuestro terrible siglo XX. No me movían ni la moral de la advertencia ni cierto gusto apocalíptico por la miseria y la deformidad; ni siquiera el simple humanismo. Soy fotógrafo, pero no soy ni el maravilloso Sebastián Salgado ni la temible Diane Arbus. Preferiría tener, si fuese pintor, la claridad sin problemas de un Ingres o la tortura interior de un Bacon. Intenté la pintura; fracasé; no me rendí; me dije que la cámara es el pincel de nuestro tiempo y aquí me tienen, contratado para un propósito, pero presente —presentido acaso— para otro muy distinto.
Me levanté temprano para hacer lo mío antes de que el equipo de filmación se presentara frente a los murales de Diego. Eran las seis de la mañana y el mes de febrero. Esperaba la oscuridad. La atendía. Pero su prolongación me enervó.
—Si quiere ir de compras, si quiere ir a un cine, el hotel tiene una limo para llevarlo y traerlo —me dijeron en la recepción.
—El centro comercial está a dos cuadras de aquí —contesté entre asombrado e irritado.
—No nos hacemos responsables —sonrió afectadamente el recepcionista. Sus facciones no eran memorables.
Si el pobre supiera que iba a ir lejos, mucho más lejos que al centro comercial. Iba a llegar, sin saberlo, al centro del infierno de la desolación. Dejé atrás, a paso veloz, el conjunto de rascacielos, reunidos como una constelación de espejos —una nueva ciudad medieval y protegida contra el asalto de los bárbaros— y me bastaron diez o doce cuadras para perderme en un páramo oscuro y calcinado de terrenos baldíos tachonados por costras de basura.
A cada paso que daba —a ciegas, debido a la oscuridad persistente, porque mi ojo único era mi cámara, porque era un Polifemo moderno con el ojo derecho pegado al monóculo de la Leica y el ojo izquierdo cerrado, ciego, con mi mano izquierda extendida como un perro policía, a tientas, con mis pies tropezando a veces, otras hundidos, en algo que no sólo se olía, no se veía-, me iba internando en una noche no sólo persistente, sino renaciente. En Detroit la noche nacía de la noche.
Solté por un instante la cámara sobre mi pecho, sentí el golpe seco sobre el diafragma —dos, el mío, el de la Leica— y refrendé mi sensación. Esto que me rodeaba no era la noche prolongada de un amanecer de invierno; no era, como la imaginación me lo daba a entender, una oscuridad naciente, compañera inquieta del día.
Era la oscuridad permanente, la tiniebla inseparable de la ciudad, su compañera, su espejo fiel. Me bastó girar en redondo y mirarme en el centro de un erial parejo, gris, engalanado aquí y allá de charcos, senderos fugitivos trazados por pies medrosos, árboles desnudos más negros que este paisaje después de la batalla. Lejana, espectralmente, se veían casas en ruinas, casas del siglo anterior con techumbres vencidas, chimeneas derrumbadas, ventanas ciegas, porches desnudos, puertas desvencijadas y, a veces, el acercamiento tierno e impúdico de un árbol seco a una claraboya mugrosa. Una mecedora se movía, soltera, rechinando, recordándome, sin ubicación, otros tiempos apenas presentidos en la memoria...
Campos de soledad, mustio collado, repitió mi memoria escolar mientras mis manos retomaban la cámara y la de mi mente iba de click en click, fotografiando México DF, Buenos Aires si no fuera por el río, Río si no fuera por el mar, Caracas del carajo, Lima la horrible, Bogotá sin fe santa o no, Santiago sin remedio. Retrataba los tiempos futuros de nuestras ciudades latinoamericanas en el presente de la urbe industrial más industrial de todas, la capital del automóvil, la cuna del trabajo en serie y del salario mínimo: Detroit, Michigan. Lo fui fotografiando todo, las carrocerías antiguas abandonadas en medio de los potreros más abandonados aún, las súbitas calles empedradas de vidrio roto, el parpadeo de luces en los expendios de... ¿qué?
Carlos Fuentes, Los años con Laura Díaz, 1999.
***
Amélie nous propose sa traduction :
Je connaissais l’histoire. J’ignorais la vérité. En quelque sorte, ma présence même était un mensonge. Je vins à Détroit pour entreprendre un documentaire télévisé sur les muralistes mexicains aux Etats-Unis. Secrètement, je trouvais plus intéressant de dresser le portrait de la décadence d’une grande ville, la première capitale automobile, rien de moins ; l’endroit où Henry Fort inaugura la fabrication à la chaîne de la machine qui gouverne davantage nos vies que n’importe quel gouvernement. Parmi les démonstrations de puissance de la ville, on raconte qu’en 1932, elle invita l’artiste mexicain Diego Rivera à décorer les murs du Detroit Institute of Arts et en cette année 1999, j’étais ici – officiellement, je veux dire – pour réaliser une série d’épisodes télévisés sur cette fresque et sur d’autres peintures murales aux Etats-Unis. Je commencerais avec Rivera à Détroit et poursuivrais avec Orozco à Dartmouth et en Californie, pour continuer avec un mystérieux Siqueiros que l’on m’a chargé de découvrir à Los Angeles, puis avec les œuvres perdues de Rivera lui-même : la peinture murale du Rockefeller Center, condamnée car Lénine et Marx y étaient représentés ; et la série pour la New School – plusieurs grands panneaux, également disparus.
Tel était le travail que l’on m’avait commandé. J’insistai pour débuter à Détroit, pour une raison : je voulais photographier les ruines d’une immense ville industrielle, digne épitaphe de notre épouvantable XXè siècle. Je n’étais poussé ni par la morale de l’avertissement, ni par un certain goût apocalyptique pour la misère, ni même par le simple humanisme. Je suis photographe, mais je ne suis ni le merveilleux Sebastián Salgado ni la terrible Diane Arbus. Si j’étais peintre, je préfèrerais avoir la clarté sans entraves d’un Ingres, ou la torture intérieur d’un Bacon. Je m’essayai à la peinture ; j’échouai ; je ne m’avouai pas vaincu ; je me dis que la caméra est le pinceau de notre temps et c’est ici qu’ils me tiennent, engagé à une fin précise, mais présent – pressenti, peut-être – pour un tout autre motif.
Je me levai tôt pour faire ce que j’avais à faire avant que l’équipe de tournage ne se présente devant les peintures murales de Diego. Il était six heures du matin, un jour du mois de février. J’attendais l’obscurité. Je l’espérais. Mais sa durée m’exaspéra.
« Si vous voulez aller faire des courses, si vous voulez vous rendre au cinéma, l’hôtel possède une limousine pour vous amener et vous ramener, me dirent-ils à la réception.
– Le centre commercial est à deux pâtés de maison, répondis-je, mi-étonné, mi-irrité.
– Nous n’en sommes pas responsables, sourit le réceptionniste, affecté. Ses traits n’étaient pas marquants.
S’il avait su, le pauvre, que j’allais partir loin, bien plus loin que le centre commercial. J’allais parvenir, sans le savoir, au centre de l’enfer de la désolation. D’un pas véloce, je laissai derrière moi le groupe de gratte-ciels, réunis comme une constellation de miroirs – une nouvelle ville médiévale protégée contre l’assaut des barbares – et dix ou douze pâtés de maison suffirent pour que je me perde dans un désert obscur et calciné de terrains vagues recouverts d’une croûte d’ordures. A chaque pas que je faisais – à l’aveuglette, à cause de l’obscurité persistante, mon unique œil était ma caméra, puisque c’était une Polifemo moderne avec l’œil droit collé au monocle de la Leica et l’œil gauche fermé, aveugle, la main gauche tendue comme un chien policier, à tâtons, mes pieds trébuchaient parfois, et d’autres fois, ils plongeaient dans quelque chose que je pouvais sentir, mais qui ne se voyait pas – je m’enfonçais dans une nuit non seulement persistante, mais aussi renaissante. A Détroit, la nuit naissait de la nuit.
Je lâchai un instant la caméra sur ma poitrine, je sentis le coup sec sur le diaphragme – deux, le mien, celui de la Leica – et confirmai ma sensation. Ce qui m’entourait n’était pas la nuit prolongée d’un matin d’hiver ; ce n’était pas, comme l’imagination le faisait croire, une obscurité naissante, compagne inquiétante du jour.
C’était l’obscurité permanente, les ténèbres inséparables de la ville, leur compagne, leur miroir fidèle. Il me suffit de tourner en rond et de me regarder au centre d’un terrain en friche plat, gris, orné ci et là de flaques d’eau, de sentiers fugitifs tracés par des pieds peureux, d’arbres nus plus noirs que ce paysage après la bataille. Lointaines, spectrales, on apercevait des maisons en ruines, des maisons du siècle antérieur aux toitures brisées, cheminées abattues, fenêtres bouchées, porches dépouillés, portes déglinguées et, parfois, le rapprochement tendre et impudique d’un arbre mort et d’une lucarne crasseuse. Un fauteuil à bascule remue en grinçant, solitaire, me rappelant, sans situation, d’autres temps à peine présents dans la mémoire…
Des champs de solitude, morne coteau, répéta ma mémoire écolière tandis que mes mains reprenaient la caméra et que celle de mon esprit allait de clic en clic, photographiant Mexico, Buenos Aires sans le fleuve, Río sans la mer, Caracas l’immense, Lima l’horrible, Bogota sans la foi sainte ou pas, Santiago sans solution. Je retraitais les temps futurs de nos villes latino-américaines dans le présent de la ville industrielle la plus industrielle de toutes, la capitale de l’automobile, berceau du travail à la chaîne et du salaire minimum : Détroit, Michigan. Je photographiai tout, les vieilles carrosseries abandonnées au milieu des terrains vagues encore plus abandonnés, les rues violentes pavées de verre brisé, le clignotement des lumières dans les débits de… quoi ?
Je connaissais l’histoire. J’ignorais la vérité. En quelque sorte, ma présence même était un mensonge. Je vins à Détroit pour entreprendre un documentaire télévisé sur les muralistes mexicains aux Etats-Unis. Secrètement, je trouvais plus intéressant de dresser le portrait de la décadence d’une grande ville, la première capitale automobile, rien de moins ; l’endroit où Henry Fort inaugura la fabrication à la chaîne de la machine qui gouverne davantage nos vies que n’importe quel gouvernement. Parmi les démonstrations de puissance de la ville, on raconte qu’en 1932, elle invita l’artiste mexicain Diego Rivera à décorer les murs du Detroit Institute of Arts et en cette année 1999, j’étais ici – officiellement, je veux dire – pour réaliser une série d’épisodes télévisés sur cette fresque et sur d’autres peintures murales aux Etats-Unis. Je commencerais avec Rivera à Détroit et poursuivrais avec Orozco à Dartmouth et en Californie, pour continuer avec un mystérieux Siqueiros que l’on m’a chargé de découvrir à Los Angeles, puis avec les œuvres perdues de Rivera lui-même : la peinture murale du Rockefeller Center, condamnée car Lénine et Marx y étaient représentés ; et la série pour la New School – plusieurs grands panneaux, également disparus.
Tel était le travail que l’on m’avait commandé. J’insistai pour débuter à Détroit, pour une raison : je voulais photographier les ruines d’une immense ville industrielle, digne épitaphe de notre épouvantable XXè siècle. Je n’étais poussé ni par la morale de l’avertissement, ni par un certain goût apocalyptique pour la misère, ni même par le simple humanisme. Je suis photographe, mais je ne suis ni le merveilleux Sebastián Salgado ni la terrible Diane Arbus. Si j’étais peintre, je préfèrerais avoir la clarté sans entraves d’un Ingres, ou la torture intérieur d’un Bacon. Je m’essayai à la peinture ; j’échouai ; je ne m’avouai pas vaincu ; je me dis que la caméra est le pinceau de notre temps et c’est ici qu’ils me tiennent, engagé à une fin précise, mais présent – pressenti, peut-être – pour un tout autre motif.
Je me levai tôt pour faire ce que j’avais à faire avant que l’équipe de tournage ne se présente devant les peintures murales de Diego. Il était six heures du matin, un jour du mois de février. J’attendais l’obscurité. Je l’espérais. Mais sa durée m’exaspéra.
« Si vous voulez aller faire des courses, si vous voulez vous rendre au cinéma, l’hôtel possède une limousine pour vous amener et vous ramener, me dirent-ils à la réception.
– Le centre commercial est à deux pâtés de maison, répondis-je, mi-étonné, mi-irrité.
– Nous n’en sommes pas responsables, sourit le réceptionniste, affecté. Ses traits n’étaient pas marquants.
S’il avait su, le pauvre, que j’allais partir loin, bien plus loin que le centre commercial. J’allais parvenir, sans le savoir, au centre de l’enfer de la désolation. D’un pas véloce, je laissai derrière moi le groupe de gratte-ciels, réunis comme une constellation de miroirs – une nouvelle ville médiévale protégée contre l’assaut des barbares – et dix ou douze pâtés de maison suffirent pour que je me perde dans un désert obscur et calciné de terrains vagues recouverts d’une croûte d’ordures. A chaque pas que je faisais – à l’aveuglette, à cause de l’obscurité persistante, mon unique œil était ma caméra, puisque c’était une Polifemo moderne avec l’œil droit collé au monocle de la Leica et l’œil gauche fermé, aveugle, la main gauche tendue comme un chien policier, à tâtons, mes pieds trébuchaient parfois, et d’autres fois, ils plongeaient dans quelque chose que je pouvais sentir, mais qui ne se voyait pas – je m’enfonçais dans une nuit non seulement persistante, mais aussi renaissante. A Détroit, la nuit naissait de la nuit.
Je lâchai un instant la caméra sur ma poitrine, je sentis le coup sec sur le diaphragme – deux, le mien, celui de la Leica – et confirmai ma sensation. Ce qui m’entourait n’était pas la nuit prolongée d’un matin d’hiver ; ce n’était pas, comme l’imagination le faisait croire, une obscurité naissante, compagne inquiétante du jour.
C’était l’obscurité permanente, les ténèbres inséparables de la ville, leur compagne, leur miroir fidèle. Il me suffit de tourner en rond et de me regarder au centre d’un terrain en friche plat, gris, orné ci et là de flaques d’eau, de sentiers fugitifs tracés par des pieds peureux, d’arbres nus plus noirs que ce paysage après la bataille. Lointaines, spectrales, on apercevait des maisons en ruines, des maisons du siècle antérieur aux toitures brisées, cheminées abattues, fenêtres bouchées, porches dépouillés, portes déglinguées et, parfois, le rapprochement tendre et impudique d’un arbre mort et d’une lucarne crasseuse. Un fauteuil à bascule remue en grinçant, solitaire, me rappelant, sans situation, d’autres temps à peine présents dans la mémoire…
Des champs de solitude, morne coteau, répéta ma mémoire écolière tandis que mes mains reprenaient la caméra et que celle de mon esprit allait de clic en clic, photographiant Mexico, Buenos Aires sans le fleuve, Río sans la mer, Caracas l’immense, Lima l’horrible, Bogota sans la foi sainte ou pas, Santiago sans solution. Je retraitais les temps futurs de nos villes latino-américaines dans le présent de la ville industrielle la plus industrielle de toutes, la capitale de l’automobile, berceau du travail à la chaîne et du salaire minimum : Détroit, Michigan. Je photographiai tout, les vieilles carrosseries abandonnées au milieu des terrains vagues encore plus abandonnés, les rues violentes pavées de verre brisé, le clignotement des lumières dans les débits de… quoi ?
***
Coralie nous propose sa traduction :
Je connaissais l’histoire. J’ignorais la vérité. Ma présence même était, d’une certaine façon, un mensonge. J’étais venu à Détroit pour commencer un documentaire télévisuel sur les muralistes mexicains aux Etats Unis. Secrètement, il m’intéressait plus de dépeindre la décadence d’une grande ville, la première capitale de l’automobile, rien de moins ; l’endroit où Henry Ford inaugura la fabrication en série de la machine qui gouverne nos vies plus que n’importe quel gouvernement. Parmi les preuves de la puissance de la ville on compte qu’en 1932 elle invita l’artiste mexicain Diego Rivera pour décorer les murs du Detroit Institute of Arts et maintenant, en 1999, j’étais ici – officiellement, dis-je- pour réaliser une série TV sur cette peinture murale mexicaine et d’autres aux Etats Unis. Je commencerais avec Rivera à Détroit et continuerais avec Orozco à Dartmouth et en Californie, pour poursuivre avec un mystérieux Siqueiros qu’on m’a chargé de découvrir à Los Angeles et avec les œuvres perdues de Rivera lui-même : la peinture condamnée du Rockefeller Center car il y apparaissait Lénine et Marx ; et la série pour la New School –plusieurs grands panneaux, disparus aussi. C’était là ma charge de travail. J’avais insisté pour commencer par Détroit pour un motif. Je voulais photographier la ruine d’une grande ville industrielle comme le digne épitaphe de notre terrible XX° siècle. Ni la morale de l’avertissement ni un certain goût apocalyptique pour la misère et la difformité ne me remuaient ; pas même l’humanisme simple. Je suis photographe, mais je ne suis ni le merveilleux Sebastian Salgado ni la redoutable Diane Arbus. Je préfèrerais avoir, si j’étais peintre, la clarté sans problème d’un Ingres ou la torture intérieure d’un Bacon. J’avais essayé la peinture ; j’avais échoué ; je ne m’étais pas rendu ; je m’étais dit que l’appareil photo est le pinceau de notre temps et me voilà ici, engagé pour un but, mais présent –pressenti peut être- pour un autre très différent.
Je m’étais levé tôt pour faire mon travail avant que l’équipe de tournage ne se présente face aux peintures de Diego. Il était six heures du matin, au mois de février. L’obscurité attendait. J’y faisais cas. Mais son prolongement m’énerva.
Si vous désirez aller faire des courses, si vous désirez aller au cinéma, l’hôtel a un limousine pour vous amener et ramener –me dit-on à la réception.
Le centre commercial est à deux pâtés de maisons –répondis-je mi-surpris mi-irrité.
Nous ne voulons pas être responsables –sourit le réceptionniste de façon affectée. Ses traits n’étaient pas mémorables.
Si le pauvre homme avait su que je m’apprêtais à aller loin, beaucoup plus loin que le centre commercial. J’allais arriver, sans le savoir, au centre de l’enfer de la désolation. J’avais laissé derrière moi, à grands pas, l’ensemble de gratte-ciel, réunis comme une constellation de miroirs –une nouvelle cité médiévale et protégée contre les assauts des barbares- et dix ou douze pâtés de maisons me suffirent à me perdre dans un désert obscur et calciné de terrains vagues couverts d’une croûte d’ordures. A chaque pas que je faisais –à l’aveuglette, à cause de l’obscurité persistante, parce que mon unique œil était mon appareil photo, c’était un Polifemo moderne avec l’œil droit collé au monocle de la Leica et l’œil gauche fermé, aveugle, avec ma main gauche tendue comme un chien policier, à tâtons, avec mes pieds trébuchant parfois, d’autres, plongés dans quelque chose qu’on ne sentait, ni ne voyait-, je m’enfonçais peu à peu dans une nuit non seulement persistante, mais renaissante aussi. A Détroit la nuit naissait de la nuit. Je lâchai un instant l’appareil sur ma poitrine, je sentis un coup sec sur mon diaphragme –deux, le mien, celui de la Leica- et je validai ma sensation. Ce qui m’entourait, là, n’était pas une nuit prolongée d’un lever du jour hivernal ; ce n’était pas, comme mon imagination me le signifiait, une obscurité naissante, compagne inquiète du jour.
C’était l’obscurité permanente, le brouillard inséparable de la ville, sa compagne, son reflet fidèle. Il me suffit de virer de bord et de me voir au centre d’un terrain en friche lisse, gris, orné ici et là de flaques, de sentiers fugitifs tracés par des pieds peureux, des arbres nus plus noirs que ce paysage après la bataille. Au loin, comme des spectres, on voyait les maisons en ruines, des maisons du siècle passé aux toitures vaincues, aux cheminées abattues, aux fenêtres condamnées, aux porches nus, aux portes délabrées et, parfois, le rapprochement tendre et impudique entre un arbre sec et une lucarne crasseuse. Une balançoire s’agitait, solitaire, en grinçant, me rappelant, sans emplacement, d’autres temps à peine pressentis dans ma mémoire… Champs de solitude, morne coteau, répéta ma mémoire scolaire tandis que mes mains reprenaient l’appareil photo et celle de mon esprit allait de click en click, photographiant Mexico DF, Buenos Aires si ce n’avait été par le fleuve, Rio si ce n’avait été par la mer, Caracas de merde, Lima l’horrible, Bogota sans sainte fois ou non, Santiago forcément. Je dépeignais les temps futurs de nos villes latino-américaines dans la grande ville industrielle la plus industrielle de toutes, la capitale de l’automobile, le berceau du travail à la chaîne et du salaire minimum : Détroit, Michigan. Peu à peu je photographiai tout, les anciennes carrosseries abandonnées au milieu de pâturages plus abandonnés encore, les soudaines rues pavées de verre cassé, le papillotage de lumières dans les distributeurs de… quoi ?
Je connaissais l’histoire. J’ignorais la vérité. Ma présence même était, d’une certaine façon, un mensonge. J’étais venu à Détroit pour commencer un documentaire télévisuel sur les muralistes mexicains aux Etats Unis. Secrètement, il m’intéressait plus de dépeindre la décadence d’une grande ville, la première capitale de l’automobile, rien de moins ; l’endroit où Henry Ford inaugura la fabrication en série de la machine qui gouverne nos vies plus que n’importe quel gouvernement. Parmi les preuves de la puissance de la ville on compte qu’en 1932 elle invita l’artiste mexicain Diego Rivera pour décorer les murs du Detroit Institute of Arts et maintenant, en 1999, j’étais ici – officiellement, dis-je- pour réaliser une série TV sur cette peinture murale mexicaine et d’autres aux Etats Unis. Je commencerais avec Rivera à Détroit et continuerais avec Orozco à Dartmouth et en Californie, pour poursuivre avec un mystérieux Siqueiros qu’on m’a chargé de découvrir à Los Angeles et avec les œuvres perdues de Rivera lui-même : la peinture condamnée du Rockefeller Center car il y apparaissait Lénine et Marx ; et la série pour la New School –plusieurs grands panneaux, disparus aussi. C’était là ma charge de travail. J’avais insisté pour commencer par Détroit pour un motif. Je voulais photographier la ruine d’une grande ville industrielle comme le digne épitaphe de notre terrible XX° siècle. Ni la morale de l’avertissement ni un certain goût apocalyptique pour la misère et la difformité ne me remuaient ; pas même l’humanisme simple. Je suis photographe, mais je ne suis ni le merveilleux Sebastian Salgado ni la redoutable Diane Arbus. Je préfèrerais avoir, si j’étais peintre, la clarté sans problème d’un Ingres ou la torture intérieure d’un Bacon. J’avais essayé la peinture ; j’avais échoué ; je ne m’étais pas rendu ; je m’étais dit que l’appareil photo est le pinceau de notre temps et me voilà ici, engagé pour un but, mais présent –pressenti peut être- pour un autre très différent.
Je m’étais levé tôt pour faire mon travail avant que l’équipe de tournage ne se présente face aux peintures de Diego. Il était six heures du matin, au mois de février. L’obscurité attendait. J’y faisais cas. Mais son prolongement m’énerva.
Si vous désirez aller faire des courses, si vous désirez aller au cinéma, l’hôtel a un limousine pour vous amener et ramener –me dit-on à la réception.
Le centre commercial est à deux pâtés de maisons –répondis-je mi-surpris mi-irrité.
Nous ne voulons pas être responsables –sourit le réceptionniste de façon affectée. Ses traits n’étaient pas mémorables.
Si le pauvre homme avait su que je m’apprêtais à aller loin, beaucoup plus loin que le centre commercial. J’allais arriver, sans le savoir, au centre de l’enfer de la désolation. J’avais laissé derrière moi, à grands pas, l’ensemble de gratte-ciel, réunis comme une constellation de miroirs –une nouvelle cité médiévale et protégée contre les assauts des barbares- et dix ou douze pâtés de maisons me suffirent à me perdre dans un désert obscur et calciné de terrains vagues couverts d’une croûte d’ordures. A chaque pas que je faisais –à l’aveuglette, à cause de l’obscurité persistante, parce que mon unique œil était mon appareil photo, c’était un Polifemo moderne avec l’œil droit collé au monocle de la Leica et l’œil gauche fermé, aveugle, avec ma main gauche tendue comme un chien policier, à tâtons, avec mes pieds trébuchant parfois, d’autres, plongés dans quelque chose qu’on ne sentait, ni ne voyait-, je m’enfonçais peu à peu dans une nuit non seulement persistante, mais renaissante aussi. A Détroit la nuit naissait de la nuit. Je lâchai un instant l’appareil sur ma poitrine, je sentis un coup sec sur mon diaphragme –deux, le mien, celui de la Leica- et je validai ma sensation. Ce qui m’entourait, là, n’était pas une nuit prolongée d’un lever du jour hivernal ; ce n’était pas, comme mon imagination me le signifiait, une obscurité naissante, compagne inquiète du jour.
C’était l’obscurité permanente, le brouillard inséparable de la ville, sa compagne, son reflet fidèle. Il me suffit de virer de bord et de me voir au centre d’un terrain en friche lisse, gris, orné ici et là de flaques, de sentiers fugitifs tracés par des pieds peureux, des arbres nus plus noirs que ce paysage après la bataille. Au loin, comme des spectres, on voyait les maisons en ruines, des maisons du siècle passé aux toitures vaincues, aux cheminées abattues, aux fenêtres condamnées, aux porches nus, aux portes délabrées et, parfois, le rapprochement tendre et impudique entre un arbre sec et une lucarne crasseuse. Une balançoire s’agitait, solitaire, en grinçant, me rappelant, sans emplacement, d’autres temps à peine pressentis dans ma mémoire… Champs de solitude, morne coteau, répéta ma mémoire scolaire tandis que mes mains reprenaient l’appareil photo et celle de mon esprit allait de click en click, photographiant Mexico DF, Buenos Aires si ce n’avait été par le fleuve, Rio si ce n’avait été par la mer, Caracas de merde, Lima l’horrible, Bogota sans sainte fois ou non, Santiago forcément. Je dépeignais les temps futurs de nos villes latino-américaines dans la grande ville industrielle la plus industrielle de toutes, la capitale de l’automobile, le berceau du travail à la chaîne et du salaire minimum : Détroit, Michigan. Peu à peu je photographiai tout, les anciennes carrosseries abandonnées au milieu de pâturages plus abandonnés encore, les soudaines rues pavées de verre cassé, le papillotage de lumières dans les distributeurs de… quoi ?
***
Chloé nous propose sa traduction :
Je connaissais l’histoire. J’ignorais la vérité. Ma propre présence était, d’une certaine manière, un mensonge. J’étais venu à Detroit pour entamer un documentaire télévisé sur les muralistes mexicains aux Etats-Unis. Secrètement, j’étais davantage intéressé par faire le portrait de la décadence d’une grande ville, la première capitale de l’automobile, rien de moins, l’endroit où Henry Ford inaugura la fabrication en série de la machine qui gouverne nos vies plus que n’importe quel gouvernement.
Parmi les preuves de la puissance de la ville, on raconte qu’en 1932, elle invita l’artiste mexicain Diego Rivera pour décorer les murs du Detroit Institute of Arts et cette année, en 1999, j’étais ici – officiellement, j’entends – pour réaliser une série TV sur lui et d’autres peintures murales mexicaines aux Etats-Unis. Je commencerais avec Rivera à Detroit, poursuivrais avec Orozco à Dartmouth et en Californie, pour continuer avec un mystérieux Siqueiros que l’on m’a chargé de découvrir à Los Angeles, puis avec les œuvres perdues de Rivera lui-même : la fresque murale du Rockefeller Center, condamnée parce qu’il y apparaissait Lénine et Marx ; et pour finir, la série pour la New School – plusieurs grands panneaux, eux aussi disparus.
C’était mes directives de travail. J’insistai pour commencer à Detroit dans un seul but. Je voulais photographier la ruine d’une grande ville industrielle comme digne épitaphe de notre terrible XXème siècle. Je n’étais ni motivé par la morale d’avertissement, ni par un certain goût apocalyptique pour la misère et la difformité, ni même par le simple humanisme. Je suis photographe, mais je ne suis ni le merveilleux Sebastián Salgado, ni la redoutable Diane Arbus. Je préférerais posséder, si j’étais peintre, la clarté sans complications d’un Ingres ou la torture intérieure d’un Bacon. Je me suis essayé à la peinture, ça n’a pas marché. Mais je n’ai pas abandonné, je me suis dit que l’appareil photo était le pinceau de notre époque, et me voilà ici, engagé dans un seul but, mais présent –pressenti, peut-être– pour un autre très différent.
Je m’étais levé tôt pour faire mon travail avant que l’équipe de tournage se présente devant les peintures murales de Diego. Il était six heures du matin, au mois de février. J’espérais l’obscurité. Je l’attendais. Mais sa durée prolongée m’énerva.
— Si vous voulez aller faire des courses ou aller au cinéma, l’hôtel possède une limousine pour vous amener et vous ramener – me dit-on à la réception.
— Le centre commercial est à deux pâtés de maisons – répondis-je, mi-étonné, mi-irrité.
— Ne nous en tenez pas pour responsables– sourit le réceptionniste, affecté. Ses traits n’étaient pas mémorables.
Le pauvre, s’il avait su que j’allais loin, beaucoup plus loin que le centre commercial. J’allais arriver, sans le savoir, au centre de l’enfer de la désolation. Je laissai derrière moi, d’un pas rapide, l’ensemble de gratte-ciel, regroupés comme une constellation de miroirs – une nouvelle cité médiévale protégée contre l’assaut des barbares – et dix à douze pâtés de maisons suffirent pour que je me perde dans un désert obscur et calciné de terrains vagues recouverts d’une croûte d’ordures.
À chaque pas que je faisais – à l’aveuglette, à cause de l’obscurité persistante, parce que mon unique œil était mon appareil, car c’était un Polifemo moderne avec l’œil droit collé au monocle de la Leica et l’œil gauche fermé, aveugle, avec la main gauche tendue comme un chien policier, à tâtons, parfois les pieds trébuchants, parfois plongés dans quelque chose qui sentait, mais ne se voyait pas –, je m’enfonçais dans la nuit, non seulement persistante, mais aussi renaissante. À Detroit, la nuit naissait de la nuit.
Je lâchai un instant l’appareil sur ma poitrine, je sentis le coup sec sur le diaphragme – deux : le mien, et celui de la Leica – et confirmai mes sensations. Ce qui m’entourait n’était pas la nuit prolongée d’un matin hivernal ; ce n’était pas, comme mon imagination m’avait amené à le croire, une obscurité naissante, compagne inquiète du jour.
C’était l’obscurité permanente, les ténèbres inséparables de la ville, sa compagne, son fidèle reflet. Il me suffit de tourner en rond et de me regarder au centre d’un terrain plat, gris, orné par-ci par-là de flaques, de sentiers fugitifs tracés par des pieds apeurés, d’arbres dénudés plus noirs que ce paysage après la bataille. Au loin, spectrales, on apercevait des maisons en ruine, maisons du siècle passé aux toitures vaincues, cheminées abattues, fenêtres opaques, porches dénudés, portes délabrées, et parfois, le rapprochement tendre et impudique d’un arbre mort et d’une lucarne crasseuse. Un rocking-chair bougeait, solitaire, grinçant, me rappelant, sans situation, d’autres temps à peine pressentis par la mémoire…
Champs de solitude, morne coteau, répéta ma mémoire scolaire pendant que mes mains reprenaient l’appareil photo, et que celle de mon esprit allait de clic en clic, photographiant Mexico, Buenos Aires si ça n’avait été par le fleuve, Rio si ça n’avait été par la mer, Caracas l’immense, Lima l’horrible, Bogota sans la foi sainte ou pas, Santiago l’irrécupérable. Je retraçais les temps futurs de nos villes latino-américaines dans le présent de la ville industrielle la plus industrielle de toutes, la capitale de l’automobile, le berceau du travail à la chaîne et du salaire minimum : Detroit, Michigan. Je photographiais tout : les vieilles carrosseries abandonnées au milieu des terrains vagues encore plus abandonnés, les rues soudainement pavées de verre brisé, le clignotement des lumières dans les débits de… quoi ?
Je connaissais l’histoire. J’ignorais la vérité. Ma propre présence était, d’une certaine manière, un mensonge. J’étais venu à Detroit pour entamer un documentaire télévisé sur les muralistes mexicains aux Etats-Unis. Secrètement, j’étais davantage intéressé par faire le portrait de la décadence d’une grande ville, la première capitale de l’automobile, rien de moins, l’endroit où Henry Ford inaugura la fabrication en série de la machine qui gouverne nos vies plus que n’importe quel gouvernement.
Parmi les preuves de la puissance de la ville, on raconte qu’en 1932, elle invita l’artiste mexicain Diego Rivera pour décorer les murs du Detroit Institute of Arts et cette année, en 1999, j’étais ici – officiellement, j’entends – pour réaliser une série TV sur lui et d’autres peintures murales mexicaines aux Etats-Unis. Je commencerais avec Rivera à Detroit, poursuivrais avec Orozco à Dartmouth et en Californie, pour continuer avec un mystérieux Siqueiros que l’on m’a chargé de découvrir à Los Angeles, puis avec les œuvres perdues de Rivera lui-même : la fresque murale du Rockefeller Center, condamnée parce qu’il y apparaissait Lénine et Marx ; et pour finir, la série pour la New School – plusieurs grands panneaux, eux aussi disparus.
C’était mes directives de travail. J’insistai pour commencer à Detroit dans un seul but. Je voulais photographier la ruine d’une grande ville industrielle comme digne épitaphe de notre terrible XXème siècle. Je n’étais ni motivé par la morale d’avertissement, ni par un certain goût apocalyptique pour la misère et la difformité, ni même par le simple humanisme. Je suis photographe, mais je ne suis ni le merveilleux Sebastián Salgado, ni la redoutable Diane Arbus. Je préférerais posséder, si j’étais peintre, la clarté sans complications d’un Ingres ou la torture intérieure d’un Bacon. Je me suis essayé à la peinture, ça n’a pas marché. Mais je n’ai pas abandonné, je me suis dit que l’appareil photo était le pinceau de notre époque, et me voilà ici, engagé dans un seul but, mais présent –pressenti, peut-être– pour un autre très différent.
Je m’étais levé tôt pour faire mon travail avant que l’équipe de tournage se présente devant les peintures murales de Diego. Il était six heures du matin, au mois de février. J’espérais l’obscurité. Je l’attendais. Mais sa durée prolongée m’énerva.
— Si vous voulez aller faire des courses ou aller au cinéma, l’hôtel possède une limousine pour vous amener et vous ramener – me dit-on à la réception.
— Le centre commercial est à deux pâtés de maisons – répondis-je, mi-étonné, mi-irrité.
— Ne nous en tenez pas pour responsables– sourit le réceptionniste, affecté. Ses traits n’étaient pas mémorables.
Le pauvre, s’il avait su que j’allais loin, beaucoup plus loin que le centre commercial. J’allais arriver, sans le savoir, au centre de l’enfer de la désolation. Je laissai derrière moi, d’un pas rapide, l’ensemble de gratte-ciel, regroupés comme une constellation de miroirs – une nouvelle cité médiévale protégée contre l’assaut des barbares – et dix à douze pâtés de maisons suffirent pour que je me perde dans un désert obscur et calciné de terrains vagues recouverts d’une croûte d’ordures.
À chaque pas que je faisais – à l’aveuglette, à cause de l’obscurité persistante, parce que mon unique œil était mon appareil, car c’était un Polifemo moderne avec l’œil droit collé au monocle de la Leica et l’œil gauche fermé, aveugle, avec la main gauche tendue comme un chien policier, à tâtons, parfois les pieds trébuchants, parfois plongés dans quelque chose qui sentait, mais ne se voyait pas –, je m’enfonçais dans la nuit, non seulement persistante, mais aussi renaissante. À Detroit, la nuit naissait de la nuit.
Je lâchai un instant l’appareil sur ma poitrine, je sentis le coup sec sur le diaphragme – deux : le mien, et celui de la Leica – et confirmai mes sensations. Ce qui m’entourait n’était pas la nuit prolongée d’un matin hivernal ; ce n’était pas, comme mon imagination m’avait amené à le croire, une obscurité naissante, compagne inquiète du jour.
C’était l’obscurité permanente, les ténèbres inséparables de la ville, sa compagne, son fidèle reflet. Il me suffit de tourner en rond et de me regarder au centre d’un terrain plat, gris, orné par-ci par-là de flaques, de sentiers fugitifs tracés par des pieds apeurés, d’arbres dénudés plus noirs que ce paysage après la bataille. Au loin, spectrales, on apercevait des maisons en ruine, maisons du siècle passé aux toitures vaincues, cheminées abattues, fenêtres opaques, porches dénudés, portes délabrées, et parfois, le rapprochement tendre et impudique d’un arbre mort et d’une lucarne crasseuse. Un rocking-chair bougeait, solitaire, grinçant, me rappelant, sans situation, d’autres temps à peine pressentis par la mémoire…
Champs de solitude, morne coteau, répéta ma mémoire scolaire pendant que mes mains reprenaient l’appareil photo, et que celle de mon esprit allait de clic en clic, photographiant Mexico, Buenos Aires si ça n’avait été par le fleuve, Rio si ça n’avait été par la mer, Caracas l’immense, Lima l’horrible, Bogota sans la foi sainte ou pas, Santiago l’irrécupérable. Je retraçais les temps futurs de nos villes latino-américaines dans le présent de la ville industrielle la plus industrielle de toutes, la capitale de l’automobile, le berceau du travail à la chaîne et du salaire minimum : Detroit, Michigan. Je photographiais tout : les vieilles carrosseries abandonnées au milieu des terrains vagues encore plus abandonnés, les rues soudainement pavées de verre brisé, le clignotement des lumières dans les débits de… quoi ?
***
Laëtitia Sw nous propose sa traduction :
Je connaissais l’histoire. J’ignorais la vérité. Ma présence elle-même constituait, d’une certaine façon, un mensonge. J’étais venu à Détroit pour débuter le tournage d’un documentaire télévisé sur les muralistes mexicains aux États-Unis. En secret, je nourrissais plutôt le désir de peindre la décadence d’une grande ville, la première capitale de l’automobile, rien de moins ; l’endroit où Henry Ford avait inauguré la fabrication en série de la machine qui régit nos vies plus que n’importe quel gouvernement.
Entre autres preuves de la puissance de cette ville, on raconte qu’en 1932 Ford avait chargé l’artiste mexicain Diego Rivera de décorer les murs du Detroit Institute of Arts et voilà qu’en 1999, c’est moi qui me trouve là — officiellement, je précise — pour réaliser une série TV sur Rivera et d’autres muralistes mexicains aux États-Unis. Je devais commencer par Rivera à Détroit, continuer par Orozco à Dartmouth et en Californie, puis enchaîner avec un mystérieux Siqueiros dont je devais chercher la trace à Los Angeles, pour finir par les œuvres perdues de Rivera lui-même : la fresque du Rockefeller Center qui avait été condamnée parce qu’elle représentait Lénine et Marx ; et la série pour la New School — plusieurs grands panneaux, eux aussi disparus.
Voilà l’objet de ma commande de travail. J’insistai pour commencer à Détroit, et ce, pour une raison particulière. Je voulais photographier les ruines d’une grande ville industrielle comme digne épitaphe à notre terrible XXe siècle. Je n’étais mû ni par une morale procédurière ni par un certain penchant apocalyptique pour la misère et la difformité ; pas même par un simple humanisme. Je suis photographe, mais je ne suis ni l’admirable Sebastián Salgado ni la redoutable Diane Arbus. J’aurais préféré, si j’avais été peintre, arborer la franche clarté d’un Ingres ou receler la torture intérieure d’un Bacon. Je m’étais essayé à la peinture ; j’avais échoué ; je n’avais pas renoncé ; je m’étais dit que l’objectif est le pinceau de notre temps, ce qui m’avait conduit aujourd’hui à être embauché dans un but bien précis, tout en étant effectivement présent — peut-être pressenti — pour un autre, totalement différent.
Je me levai tôt pour exécuter ma partie avant que l’équipe de tournage ne prît place devant les fresques de Diego. Il était six heures du matin et on était au mois de février. Je comptais sur l’obscurité. C’est pourquoi je l’accueillais. Mais je fus énervé par sa persistance.
— Si vous désirez faire du shopping ou aller au cinéma, l’hôtel dispose d’un service limousine qui pourra vous conduire —me dit-on à la réception.
— Le centre commercial est à deux pâtés de maison d’ici — répondis-je mi étonné mi irrité.
— Nous n’en sommes pas responsables — m’opposa avec un sourire affecté le réceptionniste. Le reste de son visage ne m’avait pas marqué.
Si ce pauvre diable avait su que j’allais loin, beaucoup plus loin que le centre commercial... J’allais arriver, sans le savoir, au cœur de l’enfer de la désolation. Je laissai derrière moi, d’un pas rapide, l’ensemble des gratte-ciels, massés comme une constellation de miroirs — une nouvelle ville médiévale, protégée contre l’assaut des barbares — et il ne me fallut pas plus de dix ou douze pâtés de maison pour me retrouver perdu dans un désert obscur et calciné de terrains vagues parsemés de détritus croûteux.
À chacun de mes pas — à l’aveuglette, à cause de l’obscurité tenace, parce que j’avais pour unique œil l’objectif, parce que j’étais un Polyphème moderne, l’œil droit collé à la Leica et le gauche fermé, aveugle, ma main gauche dressée à l’image d’un chien policier, à tâtons, mes pieds butant et trébuchant tour à tour sur quelque chose qui était à la fois inodore et invisible —, je m’enfonçais dans une nuit qui non seulement persistait, mais renaissait aussi sans cesse. À Détroit la nuit émanait de la nuit.
Je fis décoller un instant l’objectif de ma poitrine, j’en ressentis le coup sec contre mon diaphragme — les coups secs, le mien et celui de la Leica — et j’avalisais ma sensation. Ce qui m’entourait n’était pas la nuit prolongée d’un petit matin d’hiver ; il ne s’agissait pas, comme mon imagination me le laissait entendre, d’une obscurité naissante qui aurait été la compagne inquiète du jour.
J’étais face à l’obscurité permanente, aux ténèbres inséparables de la ville, à sa compagne, à son fidèle reflet. Il me suffit de tourner sur moi-même et de me regarder au beau milieu de cette friche plane, grise, ornée ça et là de flaques d’eau, de sentiers fugitifs tracés par des pieds craintifs, d’arbres nus plus noirs que ce paysage après la bataille. Au loin, tels des spectres, on voyait des maisons en ruines, des maisons du siècle passé, aux toits effondrés, aux cheminées écroulées, aux fenêtres aveugles, aux porches nus, aux portes délabrées et, parfois, on voyait poindre, tendre et impudique, un arbre sec à travers une lucarne sale. Un fauteuil à bascule se balançait, solitaire, en grinçant, ce qui me rappela, sans évoquer toutefois de lieux précis, d’autres temps affleurant à peine à la conscience...
Champs désolés, mornes plaines, répéta ma mémoire scolaire tandis que mes mains reprenaient l’objectif et que mon esprit photographiait de click en click Mexico DF, Buenos Aires sans aborder le fleuve, Río sans la mer, l’immense Caracas, l’épouvantable Lima, Bogotá la païenne (ou non), Santiago l’incurable. Je capturais les temps futurs de nos villes latino-américaines à partir du présent de cette grande ville industrielle, la plus industrielle entre toutes, la capitale de l’automobile, le berceau du travail en série et du salaire minimum : Détroit, Michigan. Je photographiai tout, les vieilles carrosseries à l’abandon, au milieu d’étendues qui l’étaient encore plus, les rues imprévues, jonchées de verre cassé, les lumières tremblotantes des entrepôts de... quoi au juste ?
Je connaissais l’histoire. J’ignorais la vérité. Ma présence elle-même constituait, d’une certaine façon, un mensonge. J’étais venu à Détroit pour débuter le tournage d’un documentaire télévisé sur les muralistes mexicains aux États-Unis. En secret, je nourrissais plutôt le désir de peindre la décadence d’une grande ville, la première capitale de l’automobile, rien de moins ; l’endroit où Henry Ford avait inauguré la fabrication en série de la machine qui régit nos vies plus que n’importe quel gouvernement.
Entre autres preuves de la puissance de cette ville, on raconte qu’en 1932 Ford avait chargé l’artiste mexicain Diego Rivera de décorer les murs du Detroit Institute of Arts et voilà qu’en 1999, c’est moi qui me trouve là — officiellement, je précise — pour réaliser une série TV sur Rivera et d’autres muralistes mexicains aux États-Unis. Je devais commencer par Rivera à Détroit, continuer par Orozco à Dartmouth et en Californie, puis enchaîner avec un mystérieux Siqueiros dont je devais chercher la trace à Los Angeles, pour finir par les œuvres perdues de Rivera lui-même : la fresque du Rockefeller Center qui avait été condamnée parce qu’elle représentait Lénine et Marx ; et la série pour la New School — plusieurs grands panneaux, eux aussi disparus.
Voilà l’objet de ma commande de travail. J’insistai pour commencer à Détroit, et ce, pour une raison particulière. Je voulais photographier les ruines d’une grande ville industrielle comme digne épitaphe à notre terrible XXe siècle. Je n’étais mû ni par une morale procédurière ni par un certain penchant apocalyptique pour la misère et la difformité ; pas même par un simple humanisme. Je suis photographe, mais je ne suis ni l’admirable Sebastián Salgado ni la redoutable Diane Arbus. J’aurais préféré, si j’avais été peintre, arborer la franche clarté d’un Ingres ou receler la torture intérieure d’un Bacon. Je m’étais essayé à la peinture ; j’avais échoué ; je n’avais pas renoncé ; je m’étais dit que l’objectif est le pinceau de notre temps, ce qui m’avait conduit aujourd’hui à être embauché dans un but bien précis, tout en étant effectivement présent — peut-être pressenti — pour un autre, totalement différent.
Je me levai tôt pour exécuter ma partie avant que l’équipe de tournage ne prît place devant les fresques de Diego. Il était six heures du matin et on était au mois de février. Je comptais sur l’obscurité. C’est pourquoi je l’accueillais. Mais je fus énervé par sa persistance.
— Si vous désirez faire du shopping ou aller au cinéma, l’hôtel dispose d’un service limousine qui pourra vous conduire —me dit-on à la réception.
— Le centre commercial est à deux pâtés de maison d’ici — répondis-je mi étonné mi irrité.
— Nous n’en sommes pas responsables — m’opposa avec un sourire affecté le réceptionniste. Le reste de son visage ne m’avait pas marqué.
Si ce pauvre diable avait su que j’allais loin, beaucoup plus loin que le centre commercial... J’allais arriver, sans le savoir, au cœur de l’enfer de la désolation. Je laissai derrière moi, d’un pas rapide, l’ensemble des gratte-ciels, massés comme une constellation de miroirs — une nouvelle ville médiévale, protégée contre l’assaut des barbares — et il ne me fallut pas plus de dix ou douze pâtés de maison pour me retrouver perdu dans un désert obscur et calciné de terrains vagues parsemés de détritus croûteux.
À chacun de mes pas — à l’aveuglette, à cause de l’obscurité tenace, parce que j’avais pour unique œil l’objectif, parce que j’étais un Polyphème moderne, l’œil droit collé à la Leica et le gauche fermé, aveugle, ma main gauche dressée à l’image d’un chien policier, à tâtons, mes pieds butant et trébuchant tour à tour sur quelque chose qui était à la fois inodore et invisible —, je m’enfonçais dans une nuit qui non seulement persistait, mais renaissait aussi sans cesse. À Détroit la nuit émanait de la nuit.
Je fis décoller un instant l’objectif de ma poitrine, j’en ressentis le coup sec contre mon diaphragme — les coups secs, le mien et celui de la Leica — et j’avalisais ma sensation. Ce qui m’entourait n’était pas la nuit prolongée d’un petit matin d’hiver ; il ne s’agissait pas, comme mon imagination me le laissait entendre, d’une obscurité naissante qui aurait été la compagne inquiète du jour.
J’étais face à l’obscurité permanente, aux ténèbres inséparables de la ville, à sa compagne, à son fidèle reflet. Il me suffit de tourner sur moi-même et de me regarder au beau milieu de cette friche plane, grise, ornée ça et là de flaques d’eau, de sentiers fugitifs tracés par des pieds craintifs, d’arbres nus plus noirs que ce paysage après la bataille. Au loin, tels des spectres, on voyait des maisons en ruines, des maisons du siècle passé, aux toits effondrés, aux cheminées écroulées, aux fenêtres aveugles, aux porches nus, aux portes délabrées et, parfois, on voyait poindre, tendre et impudique, un arbre sec à travers une lucarne sale. Un fauteuil à bascule se balançait, solitaire, en grinçant, ce qui me rappela, sans évoquer toutefois de lieux précis, d’autres temps affleurant à peine à la conscience...
Champs désolés, mornes plaines, répéta ma mémoire scolaire tandis que mes mains reprenaient l’objectif et que mon esprit photographiait de click en click Mexico DF, Buenos Aires sans aborder le fleuve, Río sans la mer, l’immense Caracas, l’épouvantable Lima, Bogotá la païenne (ou non), Santiago l’incurable. Je capturais les temps futurs de nos villes latino-américaines à partir du présent de cette grande ville industrielle, la plus industrielle entre toutes, la capitale de l’automobile, le berceau du travail en série et du salaire minimum : Détroit, Michigan. Je photographiai tout, les vieilles carrosseries à l’abandon, au milieu d’étendues qui l’étaient encore plus, les rues imprévues, jonchées de verre cassé, les lumières tremblotantes des entrepôts de... quoi au juste ?
2 commentaires:
Il y a quelques semaines, Sonita avait commenté ma version et celle de Coralie je crois. J’avais trouvé que c’était une bonne initiative, aussi j’ai comparé nos traductions, et j’ai noté quelques points divergents, questions, incompréhensions…
Le temps : vous avez toutes les 2 choisi de traduire le prétérite par le plus-que-parfait. J’y avais pensé aussi, mais je n’ai pas réussi à déterminer l’antériorité du texte, quels sont les indices qui vous ont fait choisir ce temps-là ? Mais du coup, je ne comprends pas le prétérite pour « inaugura » quelques lignes plus bas…
Plus bas, vous parlez toutes les 2 de « série TV », mais le texte espagnol dit : « serie de TV », c’est pourquoi j’avais choisi : « série d’épisodes télévisés » : pensez-vous que le « de » doive être supprimé en français ?
“allí aparecían Lenin y Marx”: j’ai préféré “Lénine et Marx y apparaissaient » que « il y apparaissait Lénine et Marx ».
« la ruina de… » : vous avez toutes les 2 choisi de laisser « ruine » au singulier, moi j’ai mis au pluriel, mais après réflexion, je pense que vous avez raison, car la ville de Détroit n’est pas forcément en ruines, il veut montrer son déclin.
« aquí me tienen » : je n’ai pas du tout réussi à traduire cela, pouvez-vous m’expliquer comment vous êtes arrivées à « me voilà ici » ?
« hacer lo mío » : même question, comme en êtes-vous arrivées à cette traduction ?
« sin ubicación » : Chloé, tu as traduit comme moi, « sans situation », et Coralie, tu as traduit « sans emplacement »… Que ce soit l’une ou l’autre des traductions, j’avoue que je ne comprends pas cette expression dans le texte, et vous ?
« si no fuera por… » : même question, je ne comprends pas du tout cette expression dans ce contexte, pouvez-vous m’éclairer ?
Chloé :
Je trouve que « j’entends » est une bonne traduction pour « digo », ainsi que « redoutable », pour « terrible ».
« Si el pobre supiera que iba a ir lejos » : tu écris « Le pauvre, s’il avait su que j’allais loin », ne manque-t-il pas le verbe « ir » ? Ou as-tu fait exprès de le supprimer, et dans ce cas, pour quelle raison ?
J’ai eu du mal avec la triple relation causale (« debido a… porque… porque ») quand le narrateur parle de son appareil photo (Polifemo, Leica). Toi, tu as traduit les trois expressions : pense-tu que ce soit une erreur d’en retirer une, comme Coralie et moi l’avons fait ?
Enfin, tu as choisi de changer de catégorie grammaticale à « súbitas », je trouve que c’est une bonne idée, mais est-ce que cet adjectif porte vraiment sur le verre présent dans la rue, ou sur la rue elle-même ?
Coralie :
« ahora, en 1999 » : je ne crois pas qu’on puisse traduire par « maintenant », car la scène ne se passe pas au moment présent.
« qu’on m’a chargé » : comme le disait Caroline l’autre jour, il me semble qu’il vaut mieux dire « que l’on », ça sonne mieux (enfin je crois).
« mi encargo de trabajo » : tu utilises l’expression « charge de travail » mais je crois que c’est différent, ici il parle plutôt de ce qu’on lui a demandé de faire, de ce qu’on lui a commandé.
Je trouve intéressant que tu aies traduit les déterminants par des adjectifs possessifs (« el diafragma », « la imaginación »), c’est vrai qu’en français, on utilise cela plus souvent.
Voilà, comme disait Sonita, n’y voyez surtout pas une quelconque volonté de supériorité, je pose beaucoup de questions, j’ai eu énormément de mal à traduire ce texte et de nombreuses incompréhensions persistent toujours. Peut-être m’aiderez-vous à y voir plus clair !
Pour Amélie : beau travail de comparaison… L'idéal serait évidemment que chacune le fasse à chaque fois. Je sais bien que c'est long, mais, à mon avis, indispensable pour faire des progrès rapides. Comme je vous l'ai dit, même en nous voyant souvent (davantage que ce que prévoit notre emploi du temps) et en travaillant beaucoup en cours, ça ne suffira pas pour un entraînement de compétition. C'est un excellent départ… à vous de faire le reste.
Sache, Amélie, que je viens de publier la proposition de Laëtitia Sw, intéressante également.
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