À dix-huit ans, ma famille me confia aux soins d’une de mes parentes que des affaires appelaient en Toscane, où elle allait accompagnée de son mari. C’était une occasion de me faire voyager et de m’arracher à cette oisiveté dangereuse de la maison paternelle et des villes de province, où les premières passions de l’âme se corrompent faute d’activité. Je partis avec l’enthousiasme d’un enfant qui va voir se lever le rideau des plus splendides scènes de la nature et de la vie.
Les Alpes, dont je voyais de loin, depuis mon enfance, briller les neiges éternelles, à l’extrémité de l’horizon, du haut de la colline de Milly ; la mer dont les voyageurs et les poëtes avaient jeté dans mon esprit tant d’éclatantes images ; le ciel italien, dont j’avais, pour ainsi dire, aspiré déjà la chaleur et la sérénité dans les pages de Corinne et dans les vers de Gœthe :
Connais-tu cette terre où les myrtes fleurissent ?
les monuments encore debout de cette antiquité romaine, dont mes études toutes fraîches avaient rempli ma pensée ; la liberté enfin ; la distance qui jette un prestige sur les choses éloignées ; les aventures, ces accidents certains des longs voyages, que l’imagination jeune prévoit, combine à plaisir et savoure d’avance ; le changement de langue, de visages, de
mœurs, qui semble initier l’intelligence à un monde nouveau, tout cela fascinait mon esprit. Je vécus dans un état constant d’ivresse pendant les longs jours d’attente qui précédèrent le départ. Ce délire, renouvelé chaque jour par les magnificences de la nature en Savoie, en Suisse, sur le lac de Genève, sur les glaciers du Simplon, au lac de Côme, à Milan et à Florence, ne retomba qu’à mon retour.
Les affaires qui avaient conduit ma compagne de voyage à Livourne se prolongeant indéfiniment, on parla de me ramener en France sans avoir vu Rome et Naples. C’était m’arracher mon rêve au moment où j’allais le saisir. Je me révoltai intérieurement contre une pareille idée. J’écrivis à mon père pour lui demander l’autorisation de continuer seul mon voyage en Italie, et, sans attendre la réponse, que je n’espérais guère favorable, je résolus de prévenir la désobéissance par le fait. « Si la défense arrive, me disais-je, elle arrivera trop tard. Je serai réprimandé, mais je serai pardonné ; je reviendrai, mais j’aurai vu. » Je fis la revue de mes finances très-restreintes ; mais je calculai que j’avais un parent de ma mère établi à Naples, et qu’il ne me refuserait pas quelque argent pour le retour. Je partis, une belle nuit, de Livourne, par le courrier de Rome.
Les Alpes, dont je voyais de loin, depuis mon enfance, briller les neiges éternelles, à l’extrémité de l’horizon, du haut de la colline de Milly ; la mer dont les voyageurs et les poëtes avaient jeté dans mon esprit tant d’éclatantes images ; le ciel italien, dont j’avais, pour ainsi dire, aspiré déjà la chaleur et la sérénité dans les pages de Corinne et dans les vers de Gœthe :
Connais-tu cette terre où les myrtes fleurissent ?
les monuments encore debout de cette antiquité romaine, dont mes études toutes fraîches avaient rempli ma pensée ; la liberté enfin ; la distance qui jette un prestige sur les choses éloignées ; les aventures, ces accidents certains des longs voyages, que l’imagination jeune prévoit, combine à plaisir et savoure d’avance ; le changement de langue, de visages, de
mœurs, qui semble initier l’intelligence à un monde nouveau, tout cela fascinait mon esprit. Je vécus dans un état constant d’ivresse pendant les longs jours d’attente qui précédèrent le départ. Ce délire, renouvelé chaque jour par les magnificences de la nature en Savoie, en Suisse, sur le lac de Genève, sur les glaciers du Simplon, au lac de Côme, à Milan et à Florence, ne retomba qu’à mon retour.
Les affaires qui avaient conduit ma compagne de voyage à Livourne se prolongeant indéfiniment, on parla de me ramener en France sans avoir vu Rome et Naples. C’était m’arracher mon rêve au moment où j’allais le saisir. Je me révoltai intérieurement contre une pareille idée. J’écrivis à mon père pour lui demander l’autorisation de continuer seul mon voyage en Italie, et, sans attendre la réponse, que je n’espérais guère favorable, je résolus de prévenir la désobéissance par le fait. « Si la défense arrive, me disais-je, elle arrivera trop tard. Je serai réprimandé, mais je serai pardonné ; je reviendrai, mais j’aurai vu. » Je fis la revue de mes finances très-restreintes ; mais je calculai que j’avais un parent de ma mère établi à Naples, et qu’il ne me refuserait pas quelque argent pour le retour. Je partis, une belle nuit, de Livourne, par le courrier de Rome.
Lamartine, Grazziela, 1852.
***
Sonita nous propose sa traduction :
A los dieciocho mi familia me confió a los cuidados de una de mis parientas quien por motivos de trabajo tenía que viajar a Toscana, acompañada de su esposo. Era una oportunidad de hacerme viajar y de arrancarme de esta ociosidad peligrosa de la casa paterna y de las ciudades provinciales, dónde las primeras pasiones del alma se corrompen por falta de actividades. Partí con el entusiasmo de un niño que está a punto de ver levantarse el telón de las más espléndidas escenas de la naturaleza y de la vida. Los Alpes, en los que veía a lo lejos, desde mi niñez, brillar las nieves eternas, en la extremidad del horizonte, en la cima de la colina Milly; mi mente llena de resplandecientes imágenes que los viajeros, los poetas han sembrado en mí; el cielo italiano del que ya había, por así decirlo, aspirado el calor y la serenidad en las páginas de Corinne y los versos de Goethe: ¿Conoces esa tierra donde los mirtos florecen? Los monumentos todavía de pie de esta antigüedad romana, en mi memoria perduraban los frescos estudios que hice; en fin la libertad; la distancia que da cierto prestigio a las cosas alejadas; las aventuras; los accidentes seguros de los viajes largos, que la joven imaginación prevé, combina con placer y saborea de antemano; el cambio de idioma, de rostros, de costumbres, que parece iniciar la inteligencia a un mundo nuevo, todo eso fascinaba mi espíritu. Viví en un estado constante de embriaguez durante los largos días de espera que precedieron la partida. Ese delirio, renovado cada día por las magnificencias de la naturaleza en Saboya, en Suiza, sobre el lago de Ginebra, sobre los glaciares del Simplón, en el lago de Cómo, en Milán y en Florencia, desapareció a mi regreso. Como los negocios que habían llevado a mi compañera a Livorno se prolongaban indefinidamente, se habló de enviarme de regreso a Francia sin haber visto Roma ni Nápoles. Era como arrancarme mi sueño en el momento en que lo iba a agarrar. Me rebelaba en mi interior contra tal idea. Escribí a mi padre para pedirle el permiso de seguir sólo mi viaje por Italia, y sin esperar la respuesta, que no esperaba para nada favorable, tomé la decisión de prevenir la desobediencia por los hechos. “Si llega la prohibición, me decía yo, llegará demasiado tarde. Me reprenderán, pero me perdonarán; regresaré, pero habré visto.” Revisé mis finanzas muy limitadas, pero anticipaba que tenía un pariente de mi madre que vivía en Nápoles, y que no me rehusaría algo de dinero para mi regreso. Partí, una bella noche, de Livorno por el tren destino a Roma.
A los dieciocho mi familia me confió a los cuidados de una de mis parientas quien por motivos de trabajo tenía que viajar a Toscana, acompañada de su esposo. Era una oportunidad de hacerme viajar y de arrancarme de esta ociosidad peligrosa de la casa paterna y de las ciudades provinciales, dónde las primeras pasiones del alma se corrompen por falta de actividades. Partí con el entusiasmo de un niño que está a punto de ver levantarse el telón de las más espléndidas escenas de la naturaleza y de la vida. Los Alpes, en los que veía a lo lejos, desde mi niñez, brillar las nieves eternas, en la extremidad del horizonte, en la cima de la colina Milly; mi mente llena de resplandecientes imágenes que los viajeros, los poetas han sembrado en mí; el cielo italiano del que ya había, por así decirlo, aspirado el calor y la serenidad en las páginas de Corinne y los versos de Goethe: ¿Conoces esa tierra donde los mirtos florecen? Los monumentos todavía de pie de esta antigüedad romana, en mi memoria perduraban los frescos estudios que hice; en fin la libertad; la distancia que da cierto prestigio a las cosas alejadas; las aventuras; los accidentes seguros de los viajes largos, que la joven imaginación prevé, combina con placer y saborea de antemano; el cambio de idioma, de rostros, de costumbres, que parece iniciar la inteligencia a un mundo nuevo, todo eso fascinaba mi espíritu. Viví en un estado constante de embriaguez durante los largos días de espera que precedieron la partida. Ese delirio, renovado cada día por las magnificencias de la naturaleza en Saboya, en Suiza, sobre el lago de Ginebra, sobre los glaciares del Simplón, en el lago de Cómo, en Milán y en Florencia, desapareció a mi regreso. Como los negocios que habían llevado a mi compañera a Livorno se prolongaban indefinidamente, se habló de enviarme de regreso a Francia sin haber visto Roma ni Nápoles. Era como arrancarme mi sueño en el momento en que lo iba a agarrar. Me rebelaba en mi interior contra tal idea. Escribí a mi padre para pedirle el permiso de seguir sólo mi viaje por Italia, y sin esperar la respuesta, que no esperaba para nada favorable, tomé la decisión de prevenir la desobediencia por los hechos. “Si llega la prohibición, me decía yo, llegará demasiado tarde. Me reprenderán, pero me perdonarán; regresaré, pero habré visto.” Revisé mis finanzas muy limitadas, pero anticipaba que tenía un pariente de mi madre que vivía en Nápoles, y que no me rehusaría algo de dinero para mi regreso. Partí, una bella noche, de Livorno por el tren destino a Roma.
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