Oui, encore Volpi… Mais qui s'en plaindrait ? C'est tellement bien ! Pour ceux qui n'ont jamais rien lu de ce jeune auteur mexicain, je vous conseille vraiment d'aller faire un tour du côté de En busca de Klingsor ; croyez-moi, vous ne serez pas déçus.
Una caminata muy similar a la que acabo de describir, sólo que seis años atrás. Seis años que ahora parecen siglos, como si todo aquello hubiese ocurrido en la edad de las tinieblas, en una era sin leyes ni costumbres, sembrada por el terror y el fuego. ¿Es posible imaginar el encuentro entre estos dos hombres? El viejo maestro, ciudadano de un país ocupado, y el joven aprendiz que pertenece, quiéralo o no, a los vencedores, dialogan durante unas horas: pelean, se arriesgan, disputan y, al final, callan. Un silencio destinado a permanecer ahí, como una vieja bala o la penosa cicatriz de una herida, para siempre...
Heisenberg lleva meses esperando la posibilidad de viajar a Copenhague para encontrarse con Bohr, pero las autoridades le niegan el permiso una y otra vez, todavía prejuiciadas por las insidias lanzadas contra él por el físico Johannes Stark y los demás seguidores de la Deutsche Physik. Por fin, gracias a la ayuda de su mejor amigo de entonces, el también físico Cari Friedrich von Weiszácker, uno de sus colaboradores en el proyecto atómico e hijo del subsecretario de Asuntos Exteriores del Reich, la oportunidad que tanto ha deseado se vuelve realidad. El viejo Weiszácker controla, entre otras dependencias gubernamentales, el Instituto Científico Alemán, una organización encargada de propiciar intercambios culturales con los países ocupados o aliados de Hitler. A petición de su hijo, el Instituto invita a Heisenberg a participar en una velada sobre física en sus instalaciones de Copenhague. El tema que escoge Heisenberg para su conferencia no parece el más apropiado para el momento: la fisión nuclear.
El 14 de septiembre de 1941, Heisenberg sube al tren nocturno en Berlín rumbo a Copenhague, donde llega a las 6:15 horas del día siguiente. Su conferencia en el Instituto está programada para la mañana del viernes, de modo que tiene cuatro días para tratar de conversar a solas con Bohr. A lo largo de la semana, Heisenberg visita el Instituto en varias ocasiones, e incluso acepta almorzar ahí, junto con Margrethe y varios de sus asistentes, aunque siempre cuidándose de hablar sobre la guerra del modo más vago posible. Pero la situación general es poco propicia y cualquier comentario es capaz de provocar un profundo escozor en sus anfitriones, o al menos ésta es la excusa que luego empleará el alemán. Conversando con el físico danés Meller, Heisenberg comete la torpeza de decir que, por el bien de la humanidad, lo mejor sería que Alemania ganase la guerra.
-Me parece lamentable que mi patria haya tenido que invadir naciones como Dinamarca, Noruega, Holanda o Bélgica -se explica-, pero por el contrario a los países de Europa del Este los llevará a tener un importante desarrollo, puesto que, a mi modo de ver, no eran capaces de gobernarse por sí mismos.
-Pues hasta donde me es posible darme cuenta -le responde Meller con indignación-, Alemania es la que no es capaz de gobernarse a sí misma.
El brusco intercambio de opiniones llega a oídos de Bohr y de Margrethe, quien se muestra aún más indignada que su esposo y decide no volver a recibir a Heisenberg en su casa. Bohr se muestra apesadumbra-w y no sabe qué hacer: a pesar de todo, le gustaría reunirse a solas con su viejo amigo, con el cual ha compartido tantas batallas en los últimos años. Con su minuciosidad característica, Bohr decide emplear un curioso sistema para tomar su decisión: anota los pros y los contras en una hoja y se promete releerla al cabo de unos días, cuando su mente esté más fresca. Así lo hace y, conmovido, piensa que su amistad con Heisenberg es más valiosa que cualquier otro argumento y, enfrentándose a la opinión de su mujer, lo invita a cenar a su casa. Para tranquilizar a Margrethe, le promete que su charla será únicamente sobre ciencia y no sobre política. La velada transcurre en un ambiente tenso, aunque sin incidentes.
Margrethe es amable y fría, y a Heisenberg se le encoge el corazón cada i vez que la descubre con un gesto adusto o una mueca de reprobación ! que no consigue dominar. Al término de la cena, apenas conteniendo su nerviosismo, Heisenberg le pregunta a su antiguo maestro si le apetece dar un paseo, como solían hacer antes. Bohr, más nervioso aún,accede.
El frío viento del Báltico comienza a azotar los árboles de la ciudad,sumiéndola en un doloroso mutismo acentuado por los uniformes nazis que se desplazan libremente por las calles, similares a buitres que propagan su mal agüero. Bohr y Heisenberg se dirigen hacia los desolados jardines de Faslledpark, no lejos del Instituto. Ambos se muestran alerta y cuidadosos, como si fuesen a decidir, de un modo u otro, no sólo el curso futuro de su amistad, sino el destino del mundo. Cada palabra debe ser pronunciada con precaución extrema, cuidando que sea lo suficientemente ambigua para evitar sospechas. Casi parecería que hablan en clave. Aunque lo desea, Heisenberg no puede ser directo: la propia naturaleza de sus proposiciones se lo impide. Bohr, por su parte, no parece demasiado dispuesto a participar en el juego; a pesar del cariño que lo une a Werner, alberga demasiadas sospechas contra él, y más aún cada vez que recuerda que es el encargado del proyecto atómico de Hitler.
El paseo, entonces, discurre con la misma seca frialdad del otoño.
Una caminata muy similar a la que acabo de describir, sólo que seis años atrás. Seis años que ahora parecen siglos, como si todo aquello hubiese ocurrido en la edad de las tinieblas, en una era sin leyes ni costumbres, sembrada por el terror y el fuego. ¿Es posible imaginar el encuentro entre estos dos hombres? El viejo maestro, ciudadano de un país ocupado, y el joven aprendiz que pertenece, quiéralo o no, a los vencedores, dialogan durante unas horas: pelean, se arriesgan, disputan y, al final, callan. Un silencio destinado a permanecer ahí, como una vieja bala o la penosa cicatriz de una herida, para siempre...
Heisenberg lleva meses esperando la posibilidad de viajar a Copenhague para encontrarse con Bohr, pero las autoridades le niegan el permiso una y otra vez, todavía prejuiciadas por las insidias lanzadas contra él por el físico Johannes Stark y los demás seguidores de la Deutsche Physik. Por fin, gracias a la ayuda de su mejor amigo de entonces, el también físico Cari Friedrich von Weiszácker, uno de sus colaboradores en el proyecto atómico e hijo del subsecretario de Asuntos Exteriores del Reich, la oportunidad que tanto ha deseado se vuelve realidad. El viejo Weiszácker controla, entre otras dependencias gubernamentales, el Instituto Científico Alemán, una organización encargada de propiciar intercambios culturales con los países ocupados o aliados de Hitler. A petición de su hijo, el Instituto invita a Heisenberg a participar en una velada sobre física en sus instalaciones de Copenhague. El tema que escoge Heisenberg para su conferencia no parece el más apropiado para el momento: la fisión nuclear.
El 14 de septiembre de 1941, Heisenberg sube al tren nocturno en Berlín rumbo a Copenhague, donde llega a las 6:15 horas del día siguiente. Su conferencia en el Instituto está programada para la mañana del viernes, de modo que tiene cuatro días para tratar de conversar a solas con Bohr. A lo largo de la semana, Heisenberg visita el Instituto en varias ocasiones, e incluso acepta almorzar ahí, junto con Margrethe y varios de sus asistentes, aunque siempre cuidándose de hablar sobre la guerra del modo más vago posible. Pero la situación general es poco propicia y cualquier comentario es capaz de provocar un profundo escozor en sus anfitriones, o al menos ésta es la excusa que luego empleará el alemán. Conversando con el físico danés Meller, Heisenberg comete la torpeza de decir que, por el bien de la humanidad, lo mejor sería que Alemania ganase la guerra.
-Me parece lamentable que mi patria haya tenido que invadir naciones como Dinamarca, Noruega, Holanda o Bélgica -se explica-, pero por el contrario a los países de Europa del Este los llevará a tener un importante desarrollo, puesto que, a mi modo de ver, no eran capaces de gobernarse por sí mismos.
-Pues hasta donde me es posible darme cuenta -le responde Meller con indignación-, Alemania es la que no es capaz de gobernarse a sí misma.
El brusco intercambio de opiniones llega a oídos de Bohr y de Margrethe, quien se muestra aún más indignada que su esposo y decide no volver a recibir a Heisenberg en su casa. Bohr se muestra apesadumbra-w y no sabe qué hacer: a pesar de todo, le gustaría reunirse a solas con su viejo amigo, con el cual ha compartido tantas batallas en los últimos años. Con su minuciosidad característica, Bohr decide emplear un curioso sistema para tomar su decisión: anota los pros y los contras en una hoja y se promete releerla al cabo de unos días, cuando su mente esté más fresca. Así lo hace y, conmovido, piensa que su amistad con Heisenberg es más valiosa que cualquier otro argumento y, enfrentándose a la opinión de su mujer, lo invita a cenar a su casa. Para tranquilizar a Margrethe, le promete que su charla será únicamente sobre ciencia y no sobre política. La velada transcurre en un ambiente tenso, aunque sin incidentes.
Margrethe es amable y fría, y a Heisenberg se le encoge el corazón cada i vez que la descubre con un gesto adusto o una mueca de reprobación ! que no consigue dominar. Al término de la cena, apenas conteniendo su nerviosismo, Heisenberg le pregunta a su antiguo maestro si le apetece dar un paseo, como solían hacer antes. Bohr, más nervioso aún,accede.
El frío viento del Báltico comienza a azotar los árboles de la ciudad,sumiéndola en un doloroso mutismo acentuado por los uniformes nazis que se desplazan libremente por las calles, similares a buitres que propagan su mal agüero. Bohr y Heisenberg se dirigen hacia los desolados jardines de Faslledpark, no lejos del Instituto. Ambos se muestran alerta y cuidadosos, como si fuesen a decidir, de un modo u otro, no sólo el curso futuro de su amistad, sino el destino del mundo. Cada palabra debe ser pronunciada con precaución extrema, cuidando que sea lo suficientemente ambigua para evitar sospechas. Casi parecería que hablan en clave. Aunque lo desea, Heisenberg no puede ser directo: la propia naturaleza de sus proposiciones se lo impide. Bohr, por su parte, no parece demasiado dispuesto a participar en el juego; a pesar del cariño que lo une a Werner, alberga demasiadas sospechas contra él, y más aún cada vez que recuerda que es el encargado del proyecto atómico de Hitler.
El paseo, entonces, discurre con la misma seca frialdad del otoño.
***
Amélie nous propose sa traduction :
Une promenade en tous points semblable à celle que je viens de décrire, mais six ans plus tôt. Six ans qui, aujourd’hui, me paraissent des siècles, comme si tout cela s’était passé à l’âge des ténèbres, dans une ère sans lois ni mœurs, parcourue par la terreur et le feu. Est-il possible d’imaginer la rencontre entre ces deux hommes ? Le vieux maître, citoyen d’un pays occupé, et le jeune apprenti qui fait partie, qu’il le veuille ou non, des vainqueurs, dialoguent quelques heures durant : ils se battent, prennent des risques, se disputent et, pour finir, se taisent. Un silence voué à demeurer là, comme une vieille balle ou la douloureuse cicatrice d’une blessure, à jamais…
Pendant plusieurs mois, Heisenberg est dans l’attente d’un éventuel voyage à Copenhague pour y rencontrer Bohr, mais les autorités refusent à plusieurs reprises de lui donner l’autorisation, toujours influencées par les écueils lancés contre lui par le physicien Johannes Stark et les autres adeptes de la Deutsche Physik. Enfin, grâce à l’aide de son meilleur ami de l’époque, Cari Friedrich von Weiszácker, lui aussi physicien, engagé à ses côtés dans le projet atomique et fils du secrétaire adjoint des Affaires Etrangères du Reich, l’opportunité tant désirée devient réalité. Le père Weiszácher contrôle, parmi d’autres dépendances gouvernementales, l’Institut Scientifique Allemand, une organisation chargée de favoriser les échanges culturels avec les pays occupés ou les alliés d’Hitler. A la demande de son fils, l’Institut invite Heisenberg à participer à une soirée autour de la physique dans leurs établissements à Copenhague. Le thème choisit par Heisenberg pour sa conférence ne semble pas des plus appropriés à cette période : la fission nucléaire.
Le 14 septembre 1941, Heisenberg monte dans le train de nuit de Berlin à destination de Copenhague, où il arrive à 6h15, le lendemain. Sa conférence à l’Institut est prévue pour le vendredi dans la matinée, de telle sorte qu’il a quatre jours pour tenter de discuter seul à seul avec Bohr. Au cours de la semaine, Heisenberg visite l’Institut à plusieurs reprises, et accepte même d’y déjeuner, en compagnie de Margrethe et certains de ses assistants, tout en faisant toujours attention à parler de la guerre le plus vaguement possible. Mais la situation générale est peu propice et tout commentaire peut susciter une blessure profonde chez ses hôtes, ou du moins, telle est l’excuse que l’allemand emploiera plus tard. En discutant avec le physicien danois Meller, Heisenberg commet la maladresse de dire que, pour le bien de l’humanité, il vaudrait mieux que l’Allemagne gagne la guerre.
« Il me semble lamentable que ma patrie ait dû envahir des nations telles que le Danemark, la Norvège, la Hollande ou la Belgique, explique-t-il, par contre, pour les pays d’Europe de l’Est, cela va entraîner un développement considérable, car, selon moi, ils ne sont pas capables de se gouverner seuls.
- Eh bien, de là où je me trouve, lui répondit Meller, indigné, l’Allemagne est la seule qui ne soit pas capable de se gouverner seule.
Cet échange d’opinions cinglant parvient aux oreilles de Bohr et de Margrethe, qui se montre encore plus indignée que son époux, et décide de ne plus recevoir Heisenberg chez elle. Bohr en est accablé et ne sait que faire : il aimerait malgré tout se retrouver en tête à tête avec son vieil ami, avec lequel il a partagé tant de batailles ces dernières années. Avec sa minutie singulière, il décider d’employer un curieux système pour prendre sa décision : il note les pours et les contres sur une feuille, et se promet de la relire au bout de quelques jours, quand son esprit sera plus reposé. Il agit de la sorte, et, affecté, songe que son amitié avec Heisenberg est plus précieuse que tout autre sujet, et, allant à l’encontre de l’opinion de sa femme, l’invite à dîner chez lui. Pour rassurer Margrethe, il lui promet que la discussion ne portera que sur la science et non sur la politique. La soirée se déroule dans une ambiance tendue, mais sans incidents.
Margrethe est aimable et froide, et le cœur de Heisenberg se serre chaque fois qu’il la surprend le visage sévère ou altéré par une moue réprobatrice qu’elle ne peut réprimer. A la fin du dîner, contenant à peine sa nervosité, Heisenberg demande à son vieil ami s’il désire aller faire un tour, comme ils en avaient l’habitude auparavant. Bohr, encore plus nerveux, accepte. Le vent froid de la Baltique commence à fouetter les arbres de la ville, la plongeant dans un douloureux mutisme accentué par les uniformes nazis qui se déplacent librement dans les rues, semblables à des vautours propageant leur mauvais augure. Bohr et Heisenberg se dirigent vers les jardins désolés de Faslledpark, non loin de l’Institut. Ils sont tous deux attentifs et sur leurs gardes, comme s’ils allaient décider, d’une manière ou d’une autre, non seulement du cours futur de leur amitié, mais aussi du destin du monde. Chaque mot doit être prononcé avec une précaution extrême, en prenant soin qu’il soit suffisamment ambigu pour ne pas éveiller de soupçons. On aurait presque dit qu’ils parlaient en langage codé. Bien qu’il en eut envie, Heisenberg ne peut pas être direct : la nature propre de ses propositions l’en empêche. Bohr, de son côté, ne semble pas trop disposé à participer au jeu ; malgré l’affection qui l’unit à Werner, il nourrit trop de soupçons contre lui, et plus encore chaque fois qu’il se rappelle qu’il est préposé au projet atomique d’Hitler.
La promenade se déroule donc dans la même froideur sèche que l’automne.
Une promenade en tous points semblable à celle que je viens de décrire, mais six ans plus tôt. Six ans qui, aujourd’hui, me paraissent des siècles, comme si tout cela s’était passé à l’âge des ténèbres, dans une ère sans lois ni mœurs, parcourue par la terreur et le feu. Est-il possible d’imaginer la rencontre entre ces deux hommes ? Le vieux maître, citoyen d’un pays occupé, et le jeune apprenti qui fait partie, qu’il le veuille ou non, des vainqueurs, dialoguent quelques heures durant : ils se battent, prennent des risques, se disputent et, pour finir, se taisent. Un silence voué à demeurer là, comme une vieille balle ou la douloureuse cicatrice d’une blessure, à jamais…
Pendant plusieurs mois, Heisenberg est dans l’attente d’un éventuel voyage à Copenhague pour y rencontrer Bohr, mais les autorités refusent à plusieurs reprises de lui donner l’autorisation, toujours influencées par les écueils lancés contre lui par le physicien Johannes Stark et les autres adeptes de la Deutsche Physik. Enfin, grâce à l’aide de son meilleur ami de l’époque, Cari Friedrich von Weiszácker, lui aussi physicien, engagé à ses côtés dans le projet atomique et fils du secrétaire adjoint des Affaires Etrangères du Reich, l’opportunité tant désirée devient réalité. Le père Weiszácher contrôle, parmi d’autres dépendances gouvernementales, l’Institut Scientifique Allemand, une organisation chargée de favoriser les échanges culturels avec les pays occupés ou les alliés d’Hitler. A la demande de son fils, l’Institut invite Heisenberg à participer à une soirée autour de la physique dans leurs établissements à Copenhague. Le thème choisit par Heisenberg pour sa conférence ne semble pas des plus appropriés à cette période : la fission nucléaire.
Le 14 septembre 1941, Heisenberg monte dans le train de nuit de Berlin à destination de Copenhague, où il arrive à 6h15, le lendemain. Sa conférence à l’Institut est prévue pour le vendredi dans la matinée, de telle sorte qu’il a quatre jours pour tenter de discuter seul à seul avec Bohr. Au cours de la semaine, Heisenberg visite l’Institut à plusieurs reprises, et accepte même d’y déjeuner, en compagnie de Margrethe et certains de ses assistants, tout en faisant toujours attention à parler de la guerre le plus vaguement possible. Mais la situation générale est peu propice et tout commentaire peut susciter une blessure profonde chez ses hôtes, ou du moins, telle est l’excuse que l’allemand emploiera plus tard. En discutant avec le physicien danois Meller, Heisenberg commet la maladresse de dire que, pour le bien de l’humanité, il vaudrait mieux que l’Allemagne gagne la guerre.
« Il me semble lamentable que ma patrie ait dû envahir des nations telles que le Danemark, la Norvège, la Hollande ou la Belgique, explique-t-il, par contre, pour les pays d’Europe de l’Est, cela va entraîner un développement considérable, car, selon moi, ils ne sont pas capables de se gouverner seuls.
- Eh bien, de là où je me trouve, lui répondit Meller, indigné, l’Allemagne est la seule qui ne soit pas capable de se gouverner seule.
Cet échange d’opinions cinglant parvient aux oreilles de Bohr et de Margrethe, qui se montre encore plus indignée que son époux, et décide de ne plus recevoir Heisenberg chez elle. Bohr en est accablé et ne sait que faire : il aimerait malgré tout se retrouver en tête à tête avec son vieil ami, avec lequel il a partagé tant de batailles ces dernières années. Avec sa minutie singulière, il décider d’employer un curieux système pour prendre sa décision : il note les pours et les contres sur une feuille, et se promet de la relire au bout de quelques jours, quand son esprit sera plus reposé. Il agit de la sorte, et, affecté, songe que son amitié avec Heisenberg est plus précieuse que tout autre sujet, et, allant à l’encontre de l’opinion de sa femme, l’invite à dîner chez lui. Pour rassurer Margrethe, il lui promet que la discussion ne portera que sur la science et non sur la politique. La soirée se déroule dans une ambiance tendue, mais sans incidents.
Margrethe est aimable et froide, et le cœur de Heisenberg se serre chaque fois qu’il la surprend le visage sévère ou altéré par une moue réprobatrice qu’elle ne peut réprimer. A la fin du dîner, contenant à peine sa nervosité, Heisenberg demande à son vieil ami s’il désire aller faire un tour, comme ils en avaient l’habitude auparavant. Bohr, encore plus nerveux, accepte. Le vent froid de la Baltique commence à fouetter les arbres de la ville, la plongeant dans un douloureux mutisme accentué par les uniformes nazis qui se déplacent librement dans les rues, semblables à des vautours propageant leur mauvais augure. Bohr et Heisenberg se dirigent vers les jardins désolés de Faslledpark, non loin de l’Institut. Ils sont tous deux attentifs et sur leurs gardes, comme s’ils allaient décider, d’une manière ou d’une autre, non seulement du cours futur de leur amitié, mais aussi du destin du monde. Chaque mot doit être prononcé avec une précaution extrême, en prenant soin qu’il soit suffisamment ambigu pour ne pas éveiller de soupçons. On aurait presque dit qu’ils parlaient en langage codé. Bien qu’il en eut envie, Heisenberg ne peut pas être direct : la nature propre de ses propositions l’en empêche. Bohr, de son côté, ne semble pas trop disposé à participer au jeu ; malgré l’affection qui l’unit à Werner, il nourrit trop de soupçons contre lui, et plus encore chaque fois qu’il se rappelle qu’il est préposé au projet atomique d’Hitler.
La promenade se déroule donc dans la même froideur sèche que l’automne.
***
Chloé nous propose sa traduction :
Une promenade vraiment similaire à celle que je viens de décrire, mais seulement six années plus tôt. Six années qui semblent maintenant être des siècles, comme si cela c’était passé à l’âge des ténèbres, une ère sans foi ni loi, parcourue par la terreur et le feu. Est-il possible d’imaginer la rencontre entre ces deux hommes ? Le vieux maître, citoyen d’un pays occupé, et le jeune apprenti, qui fait partie, qu’il le veuille ou non, du camps des vainqueurs, parlent pendant plusieurs heures : ils se battent, prennent des risques, se disputent et, pour finir, se taisent. Un silence destiné à rester à jamais gravé, comme une vielle balle ou la cicatrice d’une blessure douloureuse…
Cela fait des mois qu’Heisenberg attend de pouvoir voyager à Copenhague pour rencontrer Bohr, mais les autorités lui refusent la permission encore et encore, toujours influencées par le physicien Johannes Stark et les autres partisans de la Deutsche Physik qui ne cessent de lui mettre des bâtons dans les roues. Finalement, grâce à l’aide de son meilleur ami de l’époque, Cari Friedrich von Weiszacker, lui aussi physicien, un de ses collaborateurs dans le projet atomique et fils du sous-secrétaire aux Affaires Etrangères du Reich, l’opportunité tant attendue arrive enfin. Le vieux Weiszacker dirige, entre autres annexes gouvernementales, l’Institut Scientifique Allemand, une organisation chargée de faciliter les échanges culturels avec les pays occupés ou alliés d’Hitler.
A la demande de son fils, l’Institut invite Heisenberg à participer à une réception sur la physique dans ses installations à Copenhague. Le sujet que choisit Heisenberg pour sa conférence ne semble pas être le plus approprié pour le moment : la fission nucléaire.
Le 14 septembre 1941, Heisenberg monte dans le train de nuit de Berlin en partance pour Copenhague, où il arrive à 06h15 le jour suivant. Sa conférence à l’Institut est programmée pour vendredi matin, de cette façon, il a quatre jours pour essayer de parler seul à seul avec Bohr. Tout au long de la semaine, Heisenberg visite l’Institut à plusieurs reprises, il accepte même d’y déjeuner, en compagnie de Margrethe et certains de ses assistants, bien qu’il fasse toujours attention à parler de la guerre de la manière la plus vague possible. Mais la situation générale est peu propice, et n’importe quel commentaire est capable de provoquer une douleur cuisante à ses hôtes, ou du moins, c’est l’excuse qu’emploiera plus tard l’allemand. En discutant avec Meller, le physicien danois, Heisenberg commet la maladresse de dire que, pour le bien de l’humanité, le mieux serait que l’Allemagne gagne la guerre.
Je trouve regrettable que ma patrie ait dû envahir des nations telles que le Danemark, la Norvège, la Hollande ou la Belgique –s’explique-t-il–, mais en revanche, pour les pays d’Europe de l’Est, elle va les aider à bien se développer, car, de mon point de vue, ils étaient incapables de se gouverner eux-mêmes.
Et bien, d’après ce que j’ai pu observer jusqu’à présent – répond Meller avec indignation–, l’Allemagne est celle qui est incapable de se gouverner elle-même.
L’échange cinglant d’opinions parvient aux oreilles de Bohr et de Margrethe, qui se montrent encore plus indignée que son mari et décide ne plus recevoir à nouveau Heisenberg chez elle. Bohr paraît affligé et ne sait que faire : malgré tout, il aimerait se retrouver seul à seul avec son vieil ami, avec lequel il a partagé tant de batailles ces dernières années. Avec la minutie qui le caractérise, Bohr décide d’employer un curieux système pour prendre sa décision : il note les pours et les contres sur une feuille et se promet de la relire au bout de quelques jours, quand son esprit sera plus frais. C’est ainsi qu’il procède et, ému, il se dit que son amitié avec Heisenberg vaut plus que tout autre argument, et contre l’opinion de sa femme, il l’invite à dîner chez lui. Pour tranquilliser Margrethe, il lui promet que leur discussion tournera uniquement autour de la science et non autour de la politique. La soirée se déroule dans une ambiance tendue, bien que sans incidents.
Margrethe est aimable et froide, et Heisenberg a le cœur serré chaque fois qu’il lui surprend un air sévère ou une moue de réprobation qu’elle n’arrive pas à dominer. A la fin du repas, contenant avec peine sa nervosité, Heisenberg demande à son ancien maître s’il lui plairait de faire un tour, comme ils avaient l’habitude de faire avant. Bohr, encore plus nerveux, accepte.
Le vent froid de la mer Baltique commence à fouetter les arbres de la ville, la plongeant dans un mutisme douloureux accentué par les uniformes nazies qui se déplacent librement dans les rues, tels des vautours propageant leur mauvais augure. Bohr et Heisenberg se dirigent vers les jardins désolés de Faslledpark, non loin de l’Institut. Tous les deux se montrent alertes et prudents, comme si ils allaient décider, d’une manière ou d’une autre, non seulement du futur cours de leur amitié, mais aussi du destin du monde. Chaque mot doit être prononcé avec une extrême précaution, faisant attention à ce qu’il soit suffisamment ambigu pour éviter tout soupçon. On dirait presque qu’ils parlent de manière codée. Bien qu’il le veuille, Heisenberg ne peut pas être direct : la nature même de ses propositions l’en empêche. Bohr, de son côté, ne semble pas très disposé à participer au jeu ; malgré l’affection qui le lie à Werner, il nourrit beaucoup trop de soupçons contre lui , et plus encore chaque fois qu’il se rappelle qu’il est chargé du projet atomique d’Hitler. Alors, la promenade se déroule avec la même froideur sèche que l’automne.
Une promenade vraiment similaire à celle que je viens de décrire, mais seulement six années plus tôt. Six années qui semblent maintenant être des siècles, comme si cela c’était passé à l’âge des ténèbres, une ère sans foi ni loi, parcourue par la terreur et le feu. Est-il possible d’imaginer la rencontre entre ces deux hommes ? Le vieux maître, citoyen d’un pays occupé, et le jeune apprenti, qui fait partie, qu’il le veuille ou non, du camps des vainqueurs, parlent pendant plusieurs heures : ils se battent, prennent des risques, se disputent et, pour finir, se taisent. Un silence destiné à rester à jamais gravé, comme une vielle balle ou la cicatrice d’une blessure douloureuse…
Cela fait des mois qu’Heisenberg attend de pouvoir voyager à Copenhague pour rencontrer Bohr, mais les autorités lui refusent la permission encore et encore, toujours influencées par le physicien Johannes Stark et les autres partisans de la Deutsche Physik qui ne cessent de lui mettre des bâtons dans les roues. Finalement, grâce à l’aide de son meilleur ami de l’époque, Cari Friedrich von Weiszacker, lui aussi physicien, un de ses collaborateurs dans le projet atomique et fils du sous-secrétaire aux Affaires Etrangères du Reich, l’opportunité tant attendue arrive enfin. Le vieux Weiszacker dirige, entre autres annexes gouvernementales, l’Institut Scientifique Allemand, une organisation chargée de faciliter les échanges culturels avec les pays occupés ou alliés d’Hitler.
A la demande de son fils, l’Institut invite Heisenberg à participer à une réception sur la physique dans ses installations à Copenhague. Le sujet que choisit Heisenberg pour sa conférence ne semble pas être le plus approprié pour le moment : la fission nucléaire.
Le 14 septembre 1941, Heisenberg monte dans le train de nuit de Berlin en partance pour Copenhague, où il arrive à 06h15 le jour suivant. Sa conférence à l’Institut est programmée pour vendredi matin, de cette façon, il a quatre jours pour essayer de parler seul à seul avec Bohr. Tout au long de la semaine, Heisenberg visite l’Institut à plusieurs reprises, il accepte même d’y déjeuner, en compagnie de Margrethe et certains de ses assistants, bien qu’il fasse toujours attention à parler de la guerre de la manière la plus vague possible. Mais la situation générale est peu propice, et n’importe quel commentaire est capable de provoquer une douleur cuisante à ses hôtes, ou du moins, c’est l’excuse qu’emploiera plus tard l’allemand. En discutant avec Meller, le physicien danois, Heisenberg commet la maladresse de dire que, pour le bien de l’humanité, le mieux serait que l’Allemagne gagne la guerre.
Je trouve regrettable que ma patrie ait dû envahir des nations telles que le Danemark, la Norvège, la Hollande ou la Belgique –s’explique-t-il–, mais en revanche, pour les pays d’Europe de l’Est, elle va les aider à bien se développer, car, de mon point de vue, ils étaient incapables de se gouverner eux-mêmes.
Et bien, d’après ce que j’ai pu observer jusqu’à présent – répond Meller avec indignation–, l’Allemagne est celle qui est incapable de se gouverner elle-même.
L’échange cinglant d’opinions parvient aux oreilles de Bohr et de Margrethe, qui se montrent encore plus indignée que son mari et décide ne plus recevoir à nouveau Heisenberg chez elle. Bohr paraît affligé et ne sait que faire : malgré tout, il aimerait se retrouver seul à seul avec son vieil ami, avec lequel il a partagé tant de batailles ces dernières années. Avec la minutie qui le caractérise, Bohr décide d’employer un curieux système pour prendre sa décision : il note les pours et les contres sur une feuille et se promet de la relire au bout de quelques jours, quand son esprit sera plus frais. C’est ainsi qu’il procède et, ému, il se dit que son amitié avec Heisenberg vaut plus que tout autre argument, et contre l’opinion de sa femme, il l’invite à dîner chez lui. Pour tranquilliser Margrethe, il lui promet que leur discussion tournera uniquement autour de la science et non autour de la politique. La soirée se déroule dans une ambiance tendue, bien que sans incidents.
Margrethe est aimable et froide, et Heisenberg a le cœur serré chaque fois qu’il lui surprend un air sévère ou une moue de réprobation qu’elle n’arrive pas à dominer. A la fin du repas, contenant avec peine sa nervosité, Heisenberg demande à son ancien maître s’il lui plairait de faire un tour, comme ils avaient l’habitude de faire avant. Bohr, encore plus nerveux, accepte.
Le vent froid de la mer Baltique commence à fouetter les arbres de la ville, la plongeant dans un mutisme douloureux accentué par les uniformes nazies qui se déplacent librement dans les rues, tels des vautours propageant leur mauvais augure. Bohr et Heisenberg se dirigent vers les jardins désolés de Faslledpark, non loin de l’Institut. Tous les deux se montrent alertes et prudents, comme si ils allaient décider, d’une manière ou d’une autre, non seulement du futur cours de leur amitié, mais aussi du destin du monde. Chaque mot doit être prononcé avec une extrême précaution, faisant attention à ce qu’il soit suffisamment ambigu pour éviter tout soupçon. On dirait presque qu’ils parlent de manière codée. Bien qu’il le veuille, Heisenberg ne peut pas être direct : la nature même de ses propositions l’en empêche. Bohr, de son côté, ne semble pas très disposé à participer au jeu ; malgré l’affection qui le lie à Werner, il nourrit beaucoup trop de soupçons contre lui , et plus encore chaque fois qu’il se rappelle qu’il est chargé du projet atomique d’Hitler. Alors, la promenade se déroule avec la même froideur sèche que l’automne.
***
Laëtitia Sw nous propose sa traduction :
C’est une promenade qui ressemble fort à celle que je viens d’évoquer, la seule différence c’est qu’elle a lieu six ans plus tard. Six ans qui, aujourd’hui, paraissent des siècles, comme si tout cela remontait à l’âge des ténèbres, à une époque sans foi ni loi, marquée par la terreur et le feu. Est-il seulement possible d’imaginer la rencontre entre ces deux hommes ? Le vieux maître, citoyen d’un pays occupé, et le jeune apprenti qui appartient, qu’il le veuille ou non, au camp des vaincus, parlent pendant des heures : ils s’énervent, ils se provoquent, ils s’affrontent et, à la fin, ils se taisent. Un silence destiné à demeurer là, comme un vieil éclat d’obus ou comme la douloureuse cicatrice d’une blessure, pour toujours...
Heisenberg attend depuis des mois de pouvoir voyager à Copenhague pour rencontrer Bohr, mais les autorités, encore sous l’influence des attaques insidieuses lancées contre lui par le physicien Johannes Stark et par les autres partisans de la Deutsche Physik, lui refusent à chaque fois l’autorisation. En fin de compte, avec l’aide de son meilleur ami de l’époque, Cari Friedrich von Weiszácker, lui aussi physicien, un de ses collaborateurs au projet atomique et fils du sous-secrétaire des Affaires Étrangères du Reich, l’opportunité qu’il a tant caressée s’offre enfin à lui. Le vieux Weiszácker contrôle, entre autres organismes gouvernementaux, l’Institut Scientifique Allemand, chargé de favoriser les échanges culturels avec les pays occupés ou alliés à Hitler. À la demande de son fils, l’Institut invite Heisenberg à participer à une soirée consacrée à la physique dans ses locaux de Copenhague. Le sujet choisi par Heisenberg pour sa conférence ne semble pas être des plus appropriés au moment : la fission nucléaire.
Le 14 septembre 1941, à Berlin, Heisenberg monte dans le train de nuit en direction de Copenhague, où il arrive à 6h15 le lendemain. Sa conférence à l’Institut est programmée pour la matinée du vendredi, de sorte qu’il dispose de quatre jours pour tenter de s’entretenir seul à seul avec Bohr. Au cours de la semaine, Heisenberg visite l’Institut à plusieurs reprises. Il accepte même d’y déjeuner en compagnie de Margrethe et de plusieurs de ses assistants, tenant le plus possible la guerre dans le vague. En effet, la situation générale n’est guère favorable et tout commentaire peut piquer au vif les amphitryons, ou du moins servir plus tard de prétexte à l’allemand. Mais, emporté dans sa conversation avec le physicien danois Meller, Heisenberg commet une maladresse : il affirme que, pour le bien de l’humanité, le mieux serait que l’Allemagne gagnât la guerre.
- Je trouve lamentable que ma patrie ait dû envahir des pays tels que le Danemark, la Norvège, la Hollande ou la Belgique – explique-t-il -, mais contrairement aux pays d’Europe de l’Est, ils seront amenés à se développer fortement, car, à mon avis, ils n’étaient pas capables de se gouverner eux-mêmes.
- Eh bien, jusqu’à présent, voyez-vous, il m’apparaît plutôt que c’est l’Allemagne qui n’est pas capable de se gouverner elle-même – lui répond Meller, indigné.
Cette altercation soudaine parvient aux oreilles de Bohr et de Margrethe qui, encore plus indignée que son mari, décide sur-le-champ de ne plus recevoir Heisenberg chez elle. Bohr, chagriné, ne sait que faire : il aimerait, malgré tout, pouvoir rencontrer en tête à tête son vieil ami, avec lequel il a partagé tant de batailles au cours des dernières années. Avec la minutie qui le caractérise, Bohr décide de recourir à un curieux stratagème pour prendre sa décision : il note le pour et le contre de la situation sur une feuille qu’il se promet de relire au bout de quelques jours, quand il aura l’esprit plus clair. Et c’est ce qu’il fait : avec émotion, il décide que son amitié avec Heisenberg a plus de poids que n’importe quel autre argument et, allant à l’encontre de l’avis de sa femme, il l’invite à dîner chez lui. Pour rassurer Margrethe, il lui promet que la conversation portera uniquement sur la science et non sur la politique. La soirée se déroule dans une atmosphère tendue, quoique sans incidents particuliers.
Margrethe se montre d’une amabilité froide, et Heisenberg a le cœur serré chaque fois qu’il la voit prendre un air sévère ou esquisser une moue de réprobation qu’elle ne parvient pas à réprimer. À la fin du dîner, dissimulant à grand peine sa nervosité, Heisenberg demande à son ancien maître s’il est partant pour une promenade, en souvenir de leur habitude passée. Bohr, encore plus nerveux, accepte.
Le vent froid de la Baltique commence à fouetter les arbres de la ville, plongée dans un douloureux mutisme, accentué par les uniformes nazis qui se déplacent librement à travers les rues, pareils à des vautours de mauvais augure. Bohr et Heisenberg se dirigent vers les jardins désolés de Faslledpark, non loin de l’Institut. Prudents, ils se tiennent tous les deux sur leurs gardes, comme s’ils étaient sur le point d’engager, d’une façon ou d’une autre, non seulement la tournure de leur amitié, mais aussi le destin du monde. Ils veillent à prononcer chaque mot avec une précaution extrême, tout en y insufflant suffisamment d’ambiguïté afin d’écarter tout soupçon. Pour peu, on dirait qu’ils s’expriment en langage codé. Bien que ce soit son désir le plus cher, Heisenberg ne peut pas se permettre d’être direct : la nature même de ses propositions l’en empêche. Bohr, de son côté, ne semble pas être trop enclin à prendre part au jeu ; malgré l’affection qui le lie à Werner, il nourrit trop de soupçons à son égard, soupçons d’autant plus grands lorsqu’il se remémore sa responsabilité dans le projet atomique d’Hitler.
Voilà pourquoi leur contact pendant cette promenade est aussi sec et aussi froid que l’automne lui-même.
C’est une promenade qui ressemble fort à celle que je viens d’évoquer, la seule différence c’est qu’elle a lieu six ans plus tard. Six ans qui, aujourd’hui, paraissent des siècles, comme si tout cela remontait à l’âge des ténèbres, à une époque sans foi ni loi, marquée par la terreur et le feu. Est-il seulement possible d’imaginer la rencontre entre ces deux hommes ? Le vieux maître, citoyen d’un pays occupé, et le jeune apprenti qui appartient, qu’il le veuille ou non, au camp des vaincus, parlent pendant des heures : ils s’énervent, ils se provoquent, ils s’affrontent et, à la fin, ils se taisent. Un silence destiné à demeurer là, comme un vieil éclat d’obus ou comme la douloureuse cicatrice d’une blessure, pour toujours...
Heisenberg attend depuis des mois de pouvoir voyager à Copenhague pour rencontrer Bohr, mais les autorités, encore sous l’influence des attaques insidieuses lancées contre lui par le physicien Johannes Stark et par les autres partisans de la Deutsche Physik, lui refusent à chaque fois l’autorisation. En fin de compte, avec l’aide de son meilleur ami de l’époque, Cari Friedrich von Weiszácker, lui aussi physicien, un de ses collaborateurs au projet atomique et fils du sous-secrétaire des Affaires Étrangères du Reich, l’opportunité qu’il a tant caressée s’offre enfin à lui. Le vieux Weiszácker contrôle, entre autres organismes gouvernementaux, l’Institut Scientifique Allemand, chargé de favoriser les échanges culturels avec les pays occupés ou alliés à Hitler. À la demande de son fils, l’Institut invite Heisenberg à participer à une soirée consacrée à la physique dans ses locaux de Copenhague. Le sujet choisi par Heisenberg pour sa conférence ne semble pas être des plus appropriés au moment : la fission nucléaire.
Le 14 septembre 1941, à Berlin, Heisenberg monte dans le train de nuit en direction de Copenhague, où il arrive à 6h15 le lendemain. Sa conférence à l’Institut est programmée pour la matinée du vendredi, de sorte qu’il dispose de quatre jours pour tenter de s’entretenir seul à seul avec Bohr. Au cours de la semaine, Heisenberg visite l’Institut à plusieurs reprises. Il accepte même d’y déjeuner en compagnie de Margrethe et de plusieurs de ses assistants, tenant le plus possible la guerre dans le vague. En effet, la situation générale n’est guère favorable et tout commentaire peut piquer au vif les amphitryons, ou du moins servir plus tard de prétexte à l’allemand. Mais, emporté dans sa conversation avec le physicien danois Meller, Heisenberg commet une maladresse : il affirme que, pour le bien de l’humanité, le mieux serait que l’Allemagne gagnât la guerre.
- Je trouve lamentable que ma patrie ait dû envahir des pays tels que le Danemark, la Norvège, la Hollande ou la Belgique – explique-t-il -, mais contrairement aux pays d’Europe de l’Est, ils seront amenés à se développer fortement, car, à mon avis, ils n’étaient pas capables de se gouverner eux-mêmes.
- Eh bien, jusqu’à présent, voyez-vous, il m’apparaît plutôt que c’est l’Allemagne qui n’est pas capable de se gouverner elle-même – lui répond Meller, indigné.
Cette altercation soudaine parvient aux oreilles de Bohr et de Margrethe qui, encore plus indignée que son mari, décide sur-le-champ de ne plus recevoir Heisenberg chez elle. Bohr, chagriné, ne sait que faire : il aimerait, malgré tout, pouvoir rencontrer en tête à tête son vieil ami, avec lequel il a partagé tant de batailles au cours des dernières années. Avec la minutie qui le caractérise, Bohr décide de recourir à un curieux stratagème pour prendre sa décision : il note le pour et le contre de la situation sur une feuille qu’il se promet de relire au bout de quelques jours, quand il aura l’esprit plus clair. Et c’est ce qu’il fait : avec émotion, il décide que son amitié avec Heisenberg a plus de poids que n’importe quel autre argument et, allant à l’encontre de l’avis de sa femme, il l’invite à dîner chez lui. Pour rassurer Margrethe, il lui promet que la conversation portera uniquement sur la science et non sur la politique. La soirée se déroule dans une atmosphère tendue, quoique sans incidents particuliers.
Margrethe se montre d’une amabilité froide, et Heisenberg a le cœur serré chaque fois qu’il la voit prendre un air sévère ou esquisser une moue de réprobation qu’elle ne parvient pas à réprimer. À la fin du dîner, dissimulant à grand peine sa nervosité, Heisenberg demande à son ancien maître s’il est partant pour une promenade, en souvenir de leur habitude passée. Bohr, encore plus nerveux, accepte.
Le vent froid de la Baltique commence à fouetter les arbres de la ville, plongée dans un douloureux mutisme, accentué par les uniformes nazis qui se déplacent librement à travers les rues, pareils à des vautours de mauvais augure. Bohr et Heisenberg se dirigent vers les jardins désolés de Faslledpark, non loin de l’Institut. Prudents, ils se tiennent tous les deux sur leurs gardes, comme s’ils étaient sur le point d’engager, d’une façon ou d’une autre, non seulement la tournure de leur amitié, mais aussi le destin du monde. Ils veillent à prononcer chaque mot avec une précaution extrême, tout en y insufflant suffisamment d’ambiguïté afin d’écarter tout soupçon. Pour peu, on dirait qu’ils s’expriment en langage codé. Bien que ce soit son désir le plus cher, Heisenberg ne peut pas se permettre d’être direct : la nature même de ses propositions l’en empêche. Bohr, de son côté, ne semble pas être trop enclin à prendre part au jeu ; malgré l’affection qui le lie à Werner, il nourrit trop de soupçons à son égard, soupçons d’autant plus grands lorsqu’il se remémore sa responsabilité dans le projet atomique d’Hitler.
Voilà pourquoi leur contact pendant cette promenade est aussi sec et aussi froid que l’automne lui-même.
***
Sonita nous propose sa traduction :
Une promenade très similaire à celle que je viens de décrire, mais d’il y a six ans. Six ans qui semblent des siècles maintenant, comme si tout cela avait eu lieu à l’âge des ténèbres, pendant une ère sans lois ni coutumes, semée par la terreur et le feu. Est-il possible d’imaginer la rencontre entre ces deux hommes ? Le vieux maître, citoyen d’un pays occupé, et le jeune apprenti, qui appartient, qu’il le veuille ou pas, au camp des vainqueurs, dialoguent pendant quelques heures : ils se disputent, prennent des risques, discutent et, à la fin, se taisent. Un silence destiné à appartenir à cet instant-là, comme une vieille balle ou la douloureuse cicatrice d’une plaie, pour toujours…
Ça fait des mois qu’Heisenberg attend l’occasion d’aller à Copenhague pour rencontrer Bohr, mais les autorités lui refusent le permis à chaque fois, encore échaudées par les pièges tendus contre Heisenberg par le physicien Johannes Stark et les autres partisans de la Deutsche Physik. Finalement, grâce à l’aide de son alors meilleur ami, Cari Friedrich von Weiszácker, lui aussi physicien, un de ses collaborateurs sur le projet atomique et fils du sous-secrétaire aux Affaires Étrangères du Reich, l’occasion qu’il avait tant désirée devient réalité. Le vieux Weiszácker contrôle, entre autres agences gouvernementales, l’Institut Scientifique Allemand, une organisation chargée de favoriser des échanges culturels avec les pays occupés ou alliés d’Hitler. À la demande de son fils, l’Institut invita Heisenberg à participer à une soirée sur la physique dans ses installations de Copenhague. Le thème qu’Heisenberg choisit pour sa conférence ne semble pas être le plus approprié à ce moment-là : la fission nucléaire.
Le 14 septembre 1941, Heisenberg monte à bord du train nocturne de Berlin à destination de Copenhague, où il arrive à 6h15 le lendemain. Sa conférence à l’Institut est programmée pour le vendredi matin, de telle façon qu’il a quatre jours pour essayer de s’entretenir en tête à tête avec Bohr. Durant la semaine, Heisenberg visite l’Institut à plusieurs reprises, et il accepte même d’y déjeuner, avec Margrethe et plusieurs de ses assistants, bien qu’en faisant attention à toujours parler de la guerre le plus vaguement possible. Mais la situation générale est peu favorable et un quelconque commentaire est capable de provoquer un profond malaise chez ses hôtes, ou du moins ça c’est l’excuse dont l’allemand se servira plus tard. En discutant avec le physicien danois Meller, Heisenberg commet la maladresse de dire que, pour le bien de l’humanité, le mieux serait que l’Allemagne gagne la guerre.
- Je trouve regrettable que ma patrie ait dû envahir des nations comme le Danemark, la Norvège, l’Hollande ou la Belgique – se justifie-t-il – mais, au contraire, en ce qui concerne les pays de l’Europe de l’Est, l’Allemagne les mènera vers un important développement, puisque, à mon avis, ils n’étaient pas capables de se gouverner eux-mêmes
- Et bien, comme moi je le vois – lui répond Meller avec indignation –, c’est l’Allemagne qui est incapable de se gouverner seule.
Le brusque échange d’opinions arrive aux oreilles de Bohr et Margrethe, qui se montre encore plus indignée que son époux et décide ne plus recevoir Heisenberg chez eux. Bohr se montre affligé et ne sait pas quoi faire ; malgré tout, il aimerait avoir un rendez-vous en tête à tête avec son vieil ami, avec lequel il a partagé tant de batailles ces dernières années. Avec sa minutie caractéristique, Bohr décide d’utiliser un curieux système pour prendre sa décision : il note les pour et les contre sur une feuille et il se promet de la relire dans quelques jours, quand il aura les idées plus claires. Ainsi le fait-il et, ébranlé, il pense que son amitié avec Heisenberg est plus précieuse qu’un quelconque autre argument et, contre l’avis de sa femme, il l’invite à dîner chez eux. Pour tranquilliser Margrethe, il lui promet que leur conversation portera uniquement sur la science et point sur la politique. La soirée s’écoule dans une ambiance tendue bien que sans incidents. Margrethe est aimable et froide, et Heisenberg a un petit pincement au cœur à chaque fois qu’il la surprend ayant un geste sévère ou une grimace de réprobation, qu’elle n’arrive pas à dissimuler. À la fin du dîner, contenant à peine sa nervosité, Heisenberg demande à son ancien maître s’il a envie d’aller faire une promenade, comme ils en avaient l’habitude autrefois. Bohr, encore plus nerveux, y consent.
Le vent froid de la Baltique s’abat sur les arbres de la ville, la plongeant dans un douloureux mutisme accentué par les uniformes nazis qui vont et viennent librement dans les rues, tels des vautours qui propagent leur mauvais présage. Bohr et Heisenberg se dirigent vers les jardins désolés de Faslledpark, pas loin de l’Institut. Tous les deux se montrent alertes et sur leurs gardes, comme s’ils allaient décider, d’une façon ou d’une autre, non seulement le cours de leur future amitié, mais plutôt, le destin du monde. Chaque mot doit être prononcé avec une extrême précaution, en prenant garde à ce qu’il soit suffisamment ambigu pour ne pas lever des soupçons. On aurait presque dit qu’ils utilisent un langage codé. Même s’il le souhaite, Heisenberg ne peut pas être direct : la nature même de ses propositions l’en empêche. Bohr, quant à lui ne semble pas vraiment avoir envie de jouer le jeu, malgré la tendresse qui l’unit à Werner, il nourrit trop de soupçons contre lui, et plus encore à chaque fois qu’il se souvient qu’Heisenberg est le responsable du projet atomique d’Hitler.
Alors, la promenade suit son cours avec la même froideur sèche de l’automne.
Une promenade très similaire à celle que je viens de décrire, mais d’il y a six ans. Six ans qui semblent des siècles maintenant, comme si tout cela avait eu lieu à l’âge des ténèbres, pendant une ère sans lois ni coutumes, semée par la terreur et le feu. Est-il possible d’imaginer la rencontre entre ces deux hommes ? Le vieux maître, citoyen d’un pays occupé, et le jeune apprenti, qui appartient, qu’il le veuille ou pas, au camp des vainqueurs, dialoguent pendant quelques heures : ils se disputent, prennent des risques, discutent et, à la fin, se taisent. Un silence destiné à appartenir à cet instant-là, comme une vieille balle ou la douloureuse cicatrice d’une plaie, pour toujours…
Ça fait des mois qu’Heisenberg attend l’occasion d’aller à Copenhague pour rencontrer Bohr, mais les autorités lui refusent le permis à chaque fois, encore échaudées par les pièges tendus contre Heisenberg par le physicien Johannes Stark et les autres partisans de la Deutsche Physik. Finalement, grâce à l’aide de son alors meilleur ami, Cari Friedrich von Weiszácker, lui aussi physicien, un de ses collaborateurs sur le projet atomique et fils du sous-secrétaire aux Affaires Étrangères du Reich, l’occasion qu’il avait tant désirée devient réalité. Le vieux Weiszácker contrôle, entre autres agences gouvernementales, l’Institut Scientifique Allemand, une organisation chargée de favoriser des échanges culturels avec les pays occupés ou alliés d’Hitler. À la demande de son fils, l’Institut invita Heisenberg à participer à une soirée sur la physique dans ses installations de Copenhague. Le thème qu’Heisenberg choisit pour sa conférence ne semble pas être le plus approprié à ce moment-là : la fission nucléaire.
Le 14 septembre 1941, Heisenberg monte à bord du train nocturne de Berlin à destination de Copenhague, où il arrive à 6h15 le lendemain. Sa conférence à l’Institut est programmée pour le vendredi matin, de telle façon qu’il a quatre jours pour essayer de s’entretenir en tête à tête avec Bohr. Durant la semaine, Heisenberg visite l’Institut à plusieurs reprises, et il accepte même d’y déjeuner, avec Margrethe et plusieurs de ses assistants, bien qu’en faisant attention à toujours parler de la guerre le plus vaguement possible. Mais la situation générale est peu favorable et un quelconque commentaire est capable de provoquer un profond malaise chez ses hôtes, ou du moins ça c’est l’excuse dont l’allemand se servira plus tard. En discutant avec le physicien danois Meller, Heisenberg commet la maladresse de dire que, pour le bien de l’humanité, le mieux serait que l’Allemagne gagne la guerre.
- Je trouve regrettable que ma patrie ait dû envahir des nations comme le Danemark, la Norvège, l’Hollande ou la Belgique – se justifie-t-il – mais, au contraire, en ce qui concerne les pays de l’Europe de l’Est, l’Allemagne les mènera vers un important développement, puisque, à mon avis, ils n’étaient pas capables de se gouverner eux-mêmes
- Et bien, comme moi je le vois – lui répond Meller avec indignation –, c’est l’Allemagne qui est incapable de se gouverner seule.
Le brusque échange d’opinions arrive aux oreilles de Bohr et Margrethe, qui se montre encore plus indignée que son époux et décide ne plus recevoir Heisenberg chez eux. Bohr se montre affligé et ne sait pas quoi faire ; malgré tout, il aimerait avoir un rendez-vous en tête à tête avec son vieil ami, avec lequel il a partagé tant de batailles ces dernières années. Avec sa minutie caractéristique, Bohr décide d’utiliser un curieux système pour prendre sa décision : il note les pour et les contre sur une feuille et il se promet de la relire dans quelques jours, quand il aura les idées plus claires. Ainsi le fait-il et, ébranlé, il pense que son amitié avec Heisenberg est plus précieuse qu’un quelconque autre argument et, contre l’avis de sa femme, il l’invite à dîner chez eux. Pour tranquilliser Margrethe, il lui promet que leur conversation portera uniquement sur la science et point sur la politique. La soirée s’écoule dans une ambiance tendue bien que sans incidents. Margrethe est aimable et froide, et Heisenberg a un petit pincement au cœur à chaque fois qu’il la surprend ayant un geste sévère ou une grimace de réprobation, qu’elle n’arrive pas à dissimuler. À la fin du dîner, contenant à peine sa nervosité, Heisenberg demande à son ancien maître s’il a envie d’aller faire une promenade, comme ils en avaient l’habitude autrefois. Bohr, encore plus nerveux, y consent.
Le vent froid de la Baltique s’abat sur les arbres de la ville, la plongeant dans un douloureux mutisme accentué par les uniformes nazis qui vont et viennent librement dans les rues, tels des vautours qui propagent leur mauvais présage. Bohr et Heisenberg se dirigent vers les jardins désolés de Faslledpark, pas loin de l’Institut. Tous les deux se montrent alertes et sur leurs gardes, comme s’ils allaient décider, d’une façon ou d’une autre, non seulement le cours de leur future amitié, mais plutôt, le destin du monde. Chaque mot doit être prononcé avec une extrême précaution, en prenant garde à ce qu’il soit suffisamment ambigu pour ne pas lever des soupçons. On aurait presque dit qu’ils utilisent un langage codé. Même s’il le souhaite, Heisenberg ne peut pas être direct : la nature même de ses propositions l’en empêche. Bohr, quant à lui ne semble pas vraiment avoir envie de jouer le jeu, malgré la tendresse qui l’unit à Werner, il nourrit trop de soupçons contre lui, et plus encore à chaque fois qu’il se souvient qu’Heisenberg est le responsable du projet atomique d’Hitler.
Alors, la promenade suit son cours avec la même froideur sèche de l’automne.
***
Odile nous propose sa traduction :
Une promenade très similaire à celle que je viens de décrire, mais six années auparavant. Six années qui paraissent des siècles, comme si tout cela s'était déroulé à l'âge des tenèbres, pendant une ère sans foi ni loi, sillonnée de terreur et de feu. Est-il possible de concevoir la rencontre entre ces deux hommes? Le vieux maître, citoyen d'un pays occupé, et le jeune apprenti qui appartient, qu'il le veuille ou non, au camp des vainqueurs, dialoguent pendant quelques heures : ils s'affrontent, se risquent, bataillent et finalement se taisent. Un silence destiné à demeurer là, comme une vieille balle ou la douloureuse cicatrice d'une blessure, à jamais.....
Heisenberg attend depuis des mois la possibilité de voyager à Copenhague pour rencontrer Bohr, mais les autorités lui en refusent plusieurs fois la permission, car elles sont toujours méfiantes en raison des soupçons lançés contre lui par le physicien Johannes Stark et les autres membres de la Deutsche Physik. Finalement, grâce à l'aide de son meilleur ami d'alors, lui aussi physicien, Carl Friederich von Weiszácker, un des ses collaborateurs dans le projet atomique et fils du sous-secrétaire des Affaires Étrangères du Reich, le moment qu'il a tant désiré devient réalité. Le vieux Weiszácker contrôle, entre autres instances gouvernementales, l'Institut Scientifique Allemand, une organisation chargée de favoriser les échanges culturels avec les pays occupés ou alliés d'Hilter. Sur la demande de son fils, l'Institut invite Heisenberg dans ses installations de Copenhague, afin participer à une soirée dont le thème est la physique. Le thème choisi par Heisenberg pour sa conférence ne paraît pas le mieux approprié pour l'heure : la fission nucléaire.
Le 14 septembre 1941, Heisenberg prend le train de nuit à Berlin en direction de Copenhague, où il arrive le lendemain matin à 6 heures 15. Sa conférence à l'Institut est programmée pour la matinée du vendredi, ce qui lui laisse quatre jours pour essayer de parler seul à seul avec Bohr. Tout au long de la semaine, Heisenberg visite l'Institut à plusieurs reprises et accepte même d'y déjeuner avec Margrethe et plusieurs de ses assistants, faisant en sorte d'aborder le thème de la guerre de la manière la plus vague possible. Mais la situation générale est peu propice et le moindre commentaire est capable de provoquer une profonde irritation chez ses hôtes, ou du moins telle est l'excuse que l'Allemand donnera par la suite. En parlant avec le physicien danois Meller, Heisenberg commet la maladresse de dire que, pour le bien de l'humanité, le mieux serait que l' Allemagne gagne la guerre.
- Je déplore que ma patrie ait été contrainte d' envahir des nations comme le Danemark, la Norvège, la Hollande ou la Belgique -se justifie-t-il-, mais en revanche, elle conduira les pays d'Europe de l'Est à connaître un grand essor car, à mon avis, ils étaient incapables de se gouverner seuls.
- Eh bien, pour moi, autant que je comprenne, -lui répond indigné Meller- c'est l'Allemagne qui est incapable de se gouverner elle-même.
Le sec échange de points de vue parvient aux oreilles de Bohr et de Margrethe qui se montre plus indignée encore que son époux et décide de ne plus recevoir Heisenberg chez elle. Bohr se montre chagriné et ne sait que faire : malgré tout, il aimerait se retouver en tête à tête avec son vieil ami, qui a partagé avec lui tant de batailles durant les dernières années. Avec la minutie qui le caractérise, Bohr décide d'employer un curieux système pour prendre sa décision : il note les pour et les contre sur une feuille et se promet de la relire au bout de quelques jours, lorsque son esprit sera plus reposé. Il procède ainsi, il est ému, se dit que son amitié avec Heisemberg est plus précieuse que tout autre argument et, s'opposant à l'avis de sa femme, l'invite à dîner chez eux. Pour rassurer Margrethe, il lui promet que leur discussion portera uniquement sur la science et non sur la politique. La soirée se déroule dans une ambiance tendue, mais sans incidents.
Margrethe est aimable, froide, et Heisenberg a le coeur serré chaque fois qu'il surprend chez elle un air sevère ou une moue de réprobation qu'elle ne peut réprimer.
A la fin du repas, contenant à peine sa nervosité, Heisenberg demande à son ancien maître s'il veut faire une promenade, comme ils en avaient l'habitude autrefois. Bohr, plus nerveux encore que lui, acquiesce. Le vent froid de la Baltique commence à fouetter les arbres de la ville, la submergeant dans un douloureux mutisme accentué par les uniformes nazis qui circulent librement par les rues, tels des vautours propageant leurs mauvais augures. Bohr et Heisenberg se dirigent vers les jardins désolés de Faslledpark, près de l'Institut. Tous les deux sont vigilants et attentifs, comme s'ils allaient décider, d'une façon ou d'une autre, non seulement du cours futur de leur amité, mais du destin du monde. Chaque mot doit être prononcé avec une extrême précaution, en prenant soin de le rendre suffisamment ambigü afin éviter les soupçons. On dirait qu'ils emploient un langage codé. Bien qu'il le désire, Heisenberg ne peut être direct : la propre nature des ses propositions l'en empêche. Bohr, de son côté, ne paraît pas enclin à participer au jeu ; malgré l'affection qui l'unit à Werner, il nourrit trop de soupçons contre lui, des soupçons qui se ravivent chaque fois qu'il se souvient qu'il est le chargé du projet atomique d'Hitler.
La promenade, alors, se déroule dans une atmosphère de sèche froideur comparable à celle de l'automne.
Une promenade très similaire à celle que je viens de décrire, mais six années auparavant. Six années qui paraissent des siècles, comme si tout cela s'était déroulé à l'âge des tenèbres, pendant une ère sans foi ni loi, sillonnée de terreur et de feu. Est-il possible de concevoir la rencontre entre ces deux hommes? Le vieux maître, citoyen d'un pays occupé, et le jeune apprenti qui appartient, qu'il le veuille ou non, au camp des vainqueurs, dialoguent pendant quelques heures : ils s'affrontent, se risquent, bataillent et finalement se taisent. Un silence destiné à demeurer là, comme une vieille balle ou la douloureuse cicatrice d'une blessure, à jamais.....
Heisenberg attend depuis des mois la possibilité de voyager à Copenhague pour rencontrer Bohr, mais les autorités lui en refusent plusieurs fois la permission, car elles sont toujours méfiantes en raison des soupçons lançés contre lui par le physicien Johannes Stark et les autres membres de la Deutsche Physik. Finalement, grâce à l'aide de son meilleur ami d'alors, lui aussi physicien, Carl Friederich von Weiszácker, un des ses collaborateurs dans le projet atomique et fils du sous-secrétaire des Affaires Étrangères du Reich, le moment qu'il a tant désiré devient réalité. Le vieux Weiszácker contrôle, entre autres instances gouvernementales, l'Institut Scientifique Allemand, une organisation chargée de favoriser les échanges culturels avec les pays occupés ou alliés d'Hilter. Sur la demande de son fils, l'Institut invite Heisenberg dans ses installations de Copenhague, afin participer à une soirée dont le thème est la physique. Le thème choisi par Heisenberg pour sa conférence ne paraît pas le mieux approprié pour l'heure : la fission nucléaire.
Le 14 septembre 1941, Heisenberg prend le train de nuit à Berlin en direction de Copenhague, où il arrive le lendemain matin à 6 heures 15. Sa conférence à l'Institut est programmée pour la matinée du vendredi, ce qui lui laisse quatre jours pour essayer de parler seul à seul avec Bohr. Tout au long de la semaine, Heisenberg visite l'Institut à plusieurs reprises et accepte même d'y déjeuner avec Margrethe et plusieurs de ses assistants, faisant en sorte d'aborder le thème de la guerre de la manière la plus vague possible. Mais la situation générale est peu propice et le moindre commentaire est capable de provoquer une profonde irritation chez ses hôtes, ou du moins telle est l'excuse que l'Allemand donnera par la suite. En parlant avec le physicien danois Meller, Heisenberg commet la maladresse de dire que, pour le bien de l'humanité, le mieux serait que l' Allemagne gagne la guerre.
- Je déplore que ma patrie ait été contrainte d' envahir des nations comme le Danemark, la Norvège, la Hollande ou la Belgique -se justifie-t-il-, mais en revanche, elle conduira les pays d'Europe de l'Est à connaître un grand essor car, à mon avis, ils étaient incapables de se gouverner seuls.
- Eh bien, pour moi, autant que je comprenne, -lui répond indigné Meller- c'est l'Allemagne qui est incapable de se gouverner elle-même.
Le sec échange de points de vue parvient aux oreilles de Bohr et de Margrethe qui se montre plus indignée encore que son époux et décide de ne plus recevoir Heisenberg chez elle. Bohr se montre chagriné et ne sait que faire : malgré tout, il aimerait se retouver en tête à tête avec son vieil ami, qui a partagé avec lui tant de batailles durant les dernières années. Avec la minutie qui le caractérise, Bohr décide d'employer un curieux système pour prendre sa décision : il note les pour et les contre sur une feuille et se promet de la relire au bout de quelques jours, lorsque son esprit sera plus reposé. Il procède ainsi, il est ému, se dit que son amitié avec Heisemberg est plus précieuse que tout autre argument et, s'opposant à l'avis de sa femme, l'invite à dîner chez eux. Pour rassurer Margrethe, il lui promet que leur discussion portera uniquement sur la science et non sur la politique. La soirée se déroule dans une ambiance tendue, mais sans incidents.
Margrethe est aimable, froide, et Heisenberg a le coeur serré chaque fois qu'il surprend chez elle un air sevère ou une moue de réprobation qu'elle ne peut réprimer.
A la fin du repas, contenant à peine sa nervosité, Heisenberg demande à son ancien maître s'il veut faire une promenade, comme ils en avaient l'habitude autrefois. Bohr, plus nerveux encore que lui, acquiesce. Le vent froid de la Baltique commence à fouetter les arbres de la ville, la submergeant dans un douloureux mutisme accentué par les uniformes nazis qui circulent librement par les rues, tels des vautours propageant leurs mauvais augures. Bohr et Heisenberg se dirigent vers les jardins désolés de Faslledpark, près de l'Institut. Tous les deux sont vigilants et attentifs, comme s'ils allaient décider, d'une façon ou d'une autre, non seulement du cours futur de leur amité, mais du destin du monde. Chaque mot doit être prononcé avec une extrême précaution, en prenant soin de le rendre suffisamment ambigü afin éviter les soupçons. On dirait qu'ils emploient un langage codé. Bien qu'il le désire, Heisenberg ne peut être direct : la propre nature des ses propositions l'en empêche. Bohr, de son côté, ne paraît pas enclin à participer au jeu ; malgré l'affection qui l'unit à Werner, il nourrit trop de soupçons contre lui, des soupçons qui se ravivent chaque fois qu'il se souvient qu'il est le chargé du projet atomique d'Hitler.
La promenade, alors, se déroule dans une atmosphère de sèche froideur comparable à celle de l'automne.
5 commentaires:
Salut Caroline!
une petite question : tu as reçu ma trad de Volpi? comme je ne la vois pas ici, peut-être qu'elle ne t'est pas parvenue...
un abrazo.
Non, Sonita, je n'ai pas reçu ta traduction. N'aurais-tu pas oublié de me l'envoyer ?
Pour Sonita : j'ai retrouvé ton mail au fin fond de ma boîte de spams… Mais voilà, elle est publiée, maintenant.
pour Caroline : Super!
j'avais vérifié et re-vérifié dans le dossier "envoyés" et le mail était bien là... parfois ça m'arrive aussi de recevoir en spam!
à bientôt pour un commentaire basé sur les lectures comparatives.
un abrazo, buen fin de semana!
Je ne saurai dire exactement dans quel "billet" Caroline faisait allusion à faire de la traduction comme traducteurs et non pas comme versionistes , mais en faisant une lecture comparée des différentes versions proposées pour ce texte, je me demande dans quelle mesure ces deux termes sont-ils différents.
Je constate dans quelques phrases une certaine "prise de liberté" dans la traduction, alors que d'autres se tiennent rigoureusement au texte initial.
Un traducteur peut-il prendre des "libertés" par rapport au texte initial pourvu qu'il en garde le sens?
En ce qui me concerne, j'ai l'impression que je reste trop collée à mon texte de base, de peur de le trahir peut-être, mais aussi parce que je pense que si l'auteur a choisi d'employer tel ou tel mot, c'est parce qu'il l'a bien soupesé et puis l'auteur c'est bien lui! C'est sa création, non?
Ceci dit, je me rends bien compte aussi qu'en voulant rester très proche du texte initial je finis par écrire des abérrations en français et même tomber dans les "hispanismes" sans m'en rendre compte... Je pense nottament à la traduction de la phrase "todavía prejuiciadas por las insidias lanzadas contra él".
Rester fidèle au texte de départ implique-t-il une infidélité au texte d'arrivée et vice-versa?
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