Con cada disparo el cuerpo se me descosía. El estruendo sacudía cada una de mis articulaciones y me dejaba en la cabeza un silbido insoportable, agudo, desconcertante, salido de quién sabe dónde. Vergüenza me habría dado admitir lo mucho que odiaba disparar. Cerraba apretadamente los ojos apenas jalaba el gatillo, rogando que mi brazo no se desviara de la trayectoria en ese instante de ceguera. Después del disparo contenía el deseo de tirar el arma como si quemara, como si mi cuerpo fuera a recuperar su integridad sólo cuando se despojara de ese miembro mortal agarrado a mi mano, apoyado en mi hombro.
Era una mañana de enero de 1979. Un viento fresco, del norte, envolvía el día en una atmósfera limpia y sin nubes. Habría sido un día perfecto para ir a la playa o tirarse sobre el césped bajo un pinar a contemplar el Caribe. En vez de eso, me encontraba con un grupo de guerrilleros latinoamericanos en un polígono de tiro empuñando un AK 47. Detrás de mí, conversando con un grupo, observándonos, estaba Fidel Castro.
Apenas una media hora antes, en un ambiente de alegre paseo escolar, habíamos llegado a las modernas y bien equipadas instalaciones del polígono de las FAR (Fuerzas Armadas Cubanas) Dentro del edificio de la armería, donde cada cual escogió las armas que quería disparar, todos parecíamos niños en tienda de juguetes, tocando y examinando los fusiles automáticos, semi-automáticos, las subametralladoras y las pistolas puestas a nuestra disposición. Como sólo había utilizado pistolas, quise probar lo que se sentía disparando con un fusil. Cuando salimos al descampado y nos alineamos para tirar a los blancos, situados al otro lado de una hondonada, experimenté por primera vez los puñetazos en el hombro de las detonaciones, el poder de las ráfagas de metralla, la manera en que el cuerpo pierde el balance y se desvencija si uno no se sustenta bien sobre las piernas. Mientras los demás disparaban con entusiasmo, yo me aturdía en un mundo de sonidos apagados y no lograba recuperarme de la sensación de estar bajo el agua. Lejos de sentir ningún placer, experimenté de manera inequívoca el profundo rechazo que me inspiraban las armas de fuego. Me pregunté cómo era que sólo yo parecía ajena a la fascinación de toda aquella parafernalia bélica. ¿Qué haría cuando me llegara el turno de entrar en combate? Seguí disparando furiosa conmigo misma. Terminé tendida boca abajo sobre el montículo donde se encontraba una ametralladora calibre 50 cuyo largo cañón giraba sobre un eje. Allí me quedé accionando con los dos dedos pulgares la palanca del gatillo. Era el arma más mortífera de que se podía echar mano en ese lugar, pero no me desestabilizaba y el sonido era seco y no se expandía dentro de mí. –Así que estabas encantada con la 50 –me dijo sonriendo malicioso Fidel cuando lo vi días después. No dije nada. Le sonreí. Él se volvió para conversar con Tito y los otros compañeros sandinistas invitados a La Habana para las celebraciones del XX Aniversario de la Revolución Cubana.
Me recosté en la silla. Era inevitable que el perfil de Fidel pusiera a girar en mi mente una confusa mezcla de imágenes del presente y el pasado. Fidel había sido el primer revolucionario del que tuve noticia en mi vida. Seguí su aventura rebelde como si se tratara de una serie por entregas, porque en mi casa agitó las pasiones de mis padres y sobre todo las de mi hermano Humberto, que era el líder de mis juegos infantiles. Humberto y yo nos leímos de cabo a rabo sobre la cama de mis padres el número de Life donde se publicó un reportaje con Fidel en la Sierra Maestra. Ya para entonces Humberto había logrado tras meses de práctica imitar a la perfección el sonido de la trompeta de Al Hirt. Su gran orgullo sin embargo era la imitación magistral que hacía de Daniel Santos, un cantante puertorriqueño de voz nasal inconfundible, cuya interpretación del himno de los rebeldes cubanos del Movimiento 26 de Julio lo había lanzado a la fama. Mientras se bañaba o en momentos de súbita inspiración, Humberto atronaba la casa cantando como Daniel Santos: «Adelante, cubanos, que Cuba premiará vuestro heroísmo, pues somos soldados que vamos a la Patria liberar.» Creo que fue oyéndolo cantar que yo tuve mis primeros arranques de patriotismo. Repetía la canción pensando secretamente en Somoza, nuestro tirano. Fidel era para mí el símbolo del heroísmo más puro y romántico. Los barbudos, jóvenes, audaces, guapos, estaban logrando en Cuba lo que ni mis primos envueltos en rebeliones ni Pedro Joaquín Chamorro, líder opositor, ni los conservadores ni nadie había logrado en Nicaragua. Cuando Fidel triunfó yo tenía diez años, pero me alegré y celebré la victoria cubana, sintiendo que de alguna manera me pertenecía a mí también.
Claro que después toda aquella efervescencia se esfumó como por encanto. No sé exactamente qué pasó, pero entre las monjas en el colegio, entre los amigos de mis padres, en los periódicos, en mi casa, empezó a circular la noticia de que Fidel y sus peludos habían engañado al mundo entero haciéndose pasar por cristianos y buena gente cuando en realidad eran peligrosos comunistas. ¡Fíjate vos –decía mi madre–, Fidel salió en Life con el gran crucifijo colgado en el pecho y ahora se declara ateo! ¡Será posible! Las monjas contaban cuentos de horror de que en Cuba los niños eran arrancados de los brazos de sus padres y llevados a instituciones para ser educados por el Estado para que desconocieran a Dios y fueran comunistas. Ser comunista era, por supuesto, un estigma, un pecado capital, la forma segura de ganarse el infierno. Sentí pesar por los niños cubanos hasta que oí a mi abuelo materno, Francisco Pereira, conversar con un amigo chino que llegaba todos los días a visitarlo, y con el que se sentaba a tomar el fresco de la tarde balanceándose ambos en sendas mecedoras en la acera de su casa en León. «Todo eso es mentira. Todo eso lo están inventando para perjudicar a Fidel», le dijo mi abuelo, y continuó hablando, repitiendo con su memoria prodigiosa, palabra por palabra, trozos de discursos de Castro que oyera en Radio Habana y que a mí me parecieron llenos de hermosas palabras para los pobres y me recordaron prédicas de sacerdotes. Como resultado de tan diversas opiniones, terminé sin saber qué pensar de Fidel. Me confundí más cuando el presidente Kennedy –que era el ídolo de mi mamá– recurrió a Luis Somoza para lanzar contra Cuba, desde el norte de Nicaragua, la invasión de Bahía de Cochinos. No entendí que un presidente como él tuviera relaciones amistosas con un gobierno como el nuestro.
¿Quién habría podido predecir a mi hermano y a mí que un día yo estaría en La Habana, sentada en un mullido sofá, conversando con Fidel? Y sin embargo, pienso, uno llega a la vida con un ovillo de hilos en la mano. Nadie conoce el diseño final de la tela que tejerá, pero en cierto momento del bordado uno puede mirar hacia atrás y decir: ¡Claro! ¡Cómo iba a ser de otra manera! ¡En aquella punta brillante de la madeja estaba el comienzo de la trama!
Era una mañana de enero de 1979. Un viento fresco, del norte, envolvía el día en una atmósfera limpia y sin nubes. Habría sido un día perfecto para ir a la playa o tirarse sobre el césped bajo un pinar a contemplar el Caribe. En vez de eso, me encontraba con un grupo de guerrilleros latinoamericanos en un polígono de tiro empuñando un AK 47. Detrás de mí, conversando con un grupo, observándonos, estaba Fidel Castro.
Apenas una media hora antes, en un ambiente de alegre paseo escolar, habíamos llegado a las modernas y bien equipadas instalaciones del polígono de las FAR (Fuerzas Armadas Cubanas) Dentro del edificio de la armería, donde cada cual escogió las armas que quería disparar, todos parecíamos niños en tienda de juguetes, tocando y examinando los fusiles automáticos, semi-automáticos, las subametralladoras y las pistolas puestas a nuestra disposición. Como sólo había utilizado pistolas, quise probar lo que se sentía disparando con un fusil. Cuando salimos al descampado y nos alineamos para tirar a los blancos, situados al otro lado de una hondonada, experimenté por primera vez los puñetazos en el hombro de las detonaciones, el poder de las ráfagas de metralla, la manera en que el cuerpo pierde el balance y se desvencija si uno no se sustenta bien sobre las piernas. Mientras los demás disparaban con entusiasmo, yo me aturdía en un mundo de sonidos apagados y no lograba recuperarme de la sensación de estar bajo el agua. Lejos de sentir ningún placer, experimenté de manera inequívoca el profundo rechazo que me inspiraban las armas de fuego. Me pregunté cómo era que sólo yo parecía ajena a la fascinación de toda aquella parafernalia bélica. ¿Qué haría cuando me llegara el turno de entrar en combate? Seguí disparando furiosa conmigo misma. Terminé tendida boca abajo sobre el montículo donde se encontraba una ametralladora calibre 50 cuyo largo cañón giraba sobre un eje. Allí me quedé accionando con los dos dedos pulgares la palanca del gatillo. Era el arma más mortífera de que se podía echar mano en ese lugar, pero no me desestabilizaba y el sonido era seco y no se expandía dentro de mí. –Así que estabas encantada con la 50 –me dijo sonriendo malicioso Fidel cuando lo vi días después. No dije nada. Le sonreí. Él se volvió para conversar con Tito y los otros compañeros sandinistas invitados a La Habana para las celebraciones del XX Aniversario de la Revolución Cubana.
Me recosté en la silla. Era inevitable que el perfil de Fidel pusiera a girar en mi mente una confusa mezcla de imágenes del presente y el pasado. Fidel había sido el primer revolucionario del que tuve noticia en mi vida. Seguí su aventura rebelde como si se tratara de una serie por entregas, porque en mi casa agitó las pasiones de mis padres y sobre todo las de mi hermano Humberto, que era el líder de mis juegos infantiles. Humberto y yo nos leímos de cabo a rabo sobre la cama de mis padres el número de Life donde se publicó un reportaje con Fidel en la Sierra Maestra. Ya para entonces Humberto había logrado tras meses de práctica imitar a la perfección el sonido de la trompeta de Al Hirt. Su gran orgullo sin embargo era la imitación magistral que hacía de Daniel Santos, un cantante puertorriqueño de voz nasal inconfundible, cuya interpretación del himno de los rebeldes cubanos del Movimiento 26 de Julio lo había lanzado a la fama. Mientras se bañaba o en momentos de súbita inspiración, Humberto atronaba la casa cantando como Daniel Santos: «Adelante, cubanos, que Cuba premiará vuestro heroísmo, pues somos soldados que vamos a la Patria liberar.» Creo que fue oyéndolo cantar que yo tuve mis primeros arranques de patriotismo. Repetía la canción pensando secretamente en Somoza, nuestro tirano. Fidel era para mí el símbolo del heroísmo más puro y romántico. Los barbudos, jóvenes, audaces, guapos, estaban logrando en Cuba lo que ni mis primos envueltos en rebeliones ni Pedro Joaquín Chamorro, líder opositor, ni los conservadores ni nadie había logrado en Nicaragua. Cuando Fidel triunfó yo tenía diez años, pero me alegré y celebré la victoria cubana, sintiendo que de alguna manera me pertenecía a mí también.
Claro que después toda aquella efervescencia se esfumó como por encanto. No sé exactamente qué pasó, pero entre las monjas en el colegio, entre los amigos de mis padres, en los periódicos, en mi casa, empezó a circular la noticia de que Fidel y sus peludos habían engañado al mundo entero haciéndose pasar por cristianos y buena gente cuando en realidad eran peligrosos comunistas. ¡Fíjate vos –decía mi madre–, Fidel salió en Life con el gran crucifijo colgado en el pecho y ahora se declara ateo! ¡Será posible! Las monjas contaban cuentos de horror de que en Cuba los niños eran arrancados de los brazos de sus padres y llevados a instituciones para ser educados por el Estado para que desconocieran a Dios y fueran comunistas. Ser comunista era, por supuesto, un estigma, un pecado capital, la forma segura de ganarse el infierno. Sentí pesar por los niños cubanos hasta que oí a mi abuelo materno, Francisco Pereira, conversar con un amigo chino que llegaba todos los días a visitarlo, y con el que se sentaba a tomar el fresco de la tarde balanceándose ambos en sendas mecedoras en la acera de su casa en León. «Todo eso es mentira. Todo eso lo están inventando para perjudicar a Fidel», le dijo mi abuelo, y continuó hablando, repitiendo con su memoria prodigiosa, palabra por palabra, trozos de discursos de Castro que oyera en Radio Habana y que a mí me parecieron llenos de hermosas palabras para los pobres y me recordaron prédicas de sacerdotes. Como resultado de tan diversas opiniones, terminé sin saber qué pensar de Fidel. Me confundí más cuando el presidente Kennedy –que era el ídolo de mi mamá– recurrió a Luis Somoza para lanzar contra Cuba, desde el norte de Nicaragua, la invasión de Bahía de Cochinos. No entendí que un presidente como él tuviera relaciones amistosas con un gobierno como el nuestro.
¿Quién habría podido predecir a mi hermano y a mí que un día yo estaría en La Habana, sentada en un mullido sofá, conversando con Fidel? Y sin embargo, pienso, uno llega a la vida con un ovillo de hilos en la mano. Nadie conoce el diseño final de la tela que tejerá, pero en cierto momento del bordado uno puede mirar hacia atrás y decir: ¡Claro! ¡Cómo iba a ser de otra manera! ¡En aquella punta brillante de la madeja estaba el comienzo de la trama!
Gioconda Belli, El país bajo mi piel, 2001.
***
Amélie nous propose sa traduction :
A chaque coup de feu, mon corps se démantibulait. Le vacarme secouait chacune de mes articulations et emplissait ma tête d’un sifflement insupportable, aigu, déconcertant, venu de je ne sais où. J’aurais eu honte d’admettre à quel point j’avais horreur de tirer. Je fermais très fort les yeux dès que j’appuyais sur la gâchette, en priant pour que mon bras ne dévie pas de sa trajectoire pendant cet instant de cécité. Après avoir tiré, je contenais l’envie de jeter mon arme comme si elle me brûlait, comme si mon corps ne récupérerait son intégrité qu’une fois dépossédé de ce membre mortel greffé dans ma main, appuyé sur mon épaule.
C’était un matin de janvier 1979. Un vent frais venu du nord enveloppait cette journée d’une atmosphère légère et sans nuages. C’était la journée parfaite pour aller à la plage ou s’étendre dans l’herbe sous une pinède pour contempler la mer des Caraïbes. A la place, je me trouvais dans un polygone de tir au sein d’un groupe de guérilleros latino-américains, un AK 47 à la main. Derrière moi, Fidel Castro discutait avec un groupe, tout en nous observant.
Moins d’une demi-heure auparavant, nous étions arrivés aux installations modernes et bien équipées du polygone des FAR (Forces Armées Révolutionnaires Cubaines), dans l’ambiance joyeuse d’une promenade scolaire. A l’intérieur de l’armurerie, où chacun choisit les armes avec lesquelles il voulait tirer, nous étions tous comme des gosses dans un magasin de jouets, touchant et examinant les fusils automatiques, semi-automatiques, les mitrailleuses et les pistolets mis à notre disposition. Comme je n’avais utilisé que des pistolets, je voulus voir ce que ça faisait de tirer avec un fusil. Quand nous sortîmes à terrain découvert et que nous nous alignâmes pour tirer sur les blancs, placés de l’autre côté d’une dépression, j’endurai pour la première fois les coups des détonations sur l’épaule, le pouvoir des rafales de mitraille, cette tendance du corps à perdre l’équilibre et à se disloquer si on n’est pas bien campé sur ses jambes. Tandis que les autres tiraient avec enthousiasme, j’étais assommé dans un monde de sons étouffés et ne parvenais pas à échapper à cette sensation d’être sous l’eau. Loin de ne ressentir aucun plaisir, je constatai, sans aucune ambigüité possible, l’aversion que les armes à feu m’inspiraient. Je me demandai pourquoi j’étais la seule à sembler imperméable à la fascination que provoquait toute cette mise en scène guerrière. Que ferais-je quand viendrait mon tour d’aller au combat ? Je continuai à tirer, furieuse contre moi-même. Je terminai étendue sur le ventre sur le monticule où se trouvait une mitrailleuse calibre 50 dont le canon allongé tournait sur un axe. Je continuai à actionner la queue de détente avec les deux pouces. C’était l’arme la plus meurtrière que l’on pouvait manier ici, mais cela ne me déstabilisait pas, le son était sec et ne se propageait pas en moi. – Tu étais donc ravie d’utiliser une 50 –, me dit Fidel en souriant malicieusement quand je le vis, quelques jours plus tard. Je ne répondis rien. Je lui souris. Il se retourna pour discuter avec Tito et les autres camarades sandinistes conviés à la Havane pour célébrer le XXème Anniversaire de la Révolution Cubaine.
Je m’appuyai sur la chaise. C’était inévitable que la silhouette de Fidel fasse graviter dans mon esprit un mélange d’images du présent et du passé. Fidel était le premier révolutionnaire dont j’entendis parler au cours de ma vie. Je suivis son épopée rebelle comme s’il s’agissait d’une série en plusieurs épisodes, car, chez moi, elle attisa les passions de mes parents, et surtout celles de mon frère Humberto, héros de mes jeux d’enfants. Allongés sur le lit de mes parents, Humberto et moi lûmes d’un bout à l’autre le numéro de Life où fut publié un reportage sur Fidel dans la Sierra Maestra. A ce moment-là, Humberto avait déjà réussi à imiter à la perfection le son de la trompette de Al Hirt, après des mois d’entraînement. Sa plus grande fierté restait tout de même son imitation magistrale de Daniel Santos, un chanteur portoricain à la voix nasale caractéristique, qui avait lancé sa carrière grâce à son interprétation de l’hymne des rebelles cubains du Mouvement 26 de Juillet. Pendant son bain, ou pris d’une inspiration soudaine, il nous cassait les oreilles en chantant comme Daniel Santos : « Adelante, Cubanos, que Cuba premiará vuestro heroísmo, pues somos soldados que vamos a la Patria liberar »1. Je crois que c’est en l’entendant chanter que j’eus mes premiers élans de patriotisme. Je répétais la chanson en pensant secrètement à Somoza, notre tyran. Selon moi, Fidel était le symbole de l’héroïsme le plus pur et le plus romantique. Les barbus, les jeunes, les audacieux, les bagarreurs obtenaient à Cuba ce que personne, ni mes neveux mêlés à des rébellions, ni Pedro Joaquín Chamorro, le leader de l’opposition, ni les conservateurs, n’avait pu obtenir au Nicaragua. Quand Fidel triompha, j’avais dix ans, mais je me réjouis et célébrai la victoire cubaine, sentant bien que d’une certaine manière, elle m’appartenait également.
Plus tard, bien sûr, toute cette effervescence s’estompa comme par magie. Je ne sais pas exactement ce qu’il se passa, mais parmi les religieuses de l’école, les amis de mes parents, dans les journaux, à la maison, commença à circuler l’idée que Fidel et ses poilus avaient bernés tout le monde en se faisant passer pour des chrétiens et des gens sympas alors qu’en réalité, ils étaient de dangereux communistes. Rendez-vous compte !, disait ma mère, Fidel est paru dans Life avec le grand crucifix pendu autour du cou et maintenant, il se déclare athée ! Comment est-ce possible ? Les religieuses racontaient des histoires d’horreur selon lesquelles à Cuba, les enfants étaient arrachés des bras de leurs parents et envoyés dans des institutions où ils étaient éduqués par l’Etat, afin qu’ils ne connaissent pas Dieu et qu’ils deviennent communistes. Etre communiste était bien évidemment un stigmate, un pêché capital, la manière idéale pour gagner sa place aux enfers. J’éprouvai du chagrin pour les enfants cubains jusqu’à ce que j’entende mon grand-père maternel, Fransisco Pereira, discuter avec un ami chinois qui venait tous les jours lui rendre visite, et avec qui il prenait la fraîcheur du soir, assis dans des fauteuils à bascule sur le trottoir devant chez lui, à León. « Ce sont des mensonges. Ils ont tout inventé pour porter préjudice à Fidel », lui expliqua mon grand-père et il poursuivit, sa mémoire prodigieuse lui permettant de répéter mot pour mot des fragments de discours de Castro qu’il aurait entendu sur Radio Habana. Moi, je trouvais ça rempli de jolis mots pour les pauvres, et ça me rappelait les prêches des prêtres. A cause de ces opinions si diverses, je terminai en ne sachant que penser de Fidel. Je fus encore plus déconcerté quand le président Kennedy – qui était l’idole de ma mère – fit appel à Luís Somoza pour déclencher, contre Cuba, l’invasion de la Baie des Cochons depuis le nord du Nicaragua. Je ne compris pas comment il pouvait entretenir des relations amicales avec un gouvernement comme le nôtre.
Qui aurait pu nous annoncer, à mon frère et à moi, que je serais un jour à la Havane, installé dans un canapé moelleux, à discuter avec Fidel ? Et pourtant, me dis-je, on vient sur Terre avec une bobine de fil dans la main. Personne ne connaît le motif final de la toile qu’on va tisser, mais au cours de l’ouvrage, on peut regarder derrière soi et se dire : Evidemment ! Comment pouvait-il en être autrement ! Sur l’extrémité brillante de la pelote se trouvait le début de l’histoire !
1« En avant, Cubains, que Cuba récompense votre bravoure, car nous sommes les soldats qui vont libérer la Patrie »
A chaque coup de feu, mon corps se démantibulait. Le vacarme secouait chacune de mes articulations et emplissait ma tête d’un sifflement insupportable, aigu, déconcertant, venu de je ne sais où. J’aurais eu honte d’admettre à quel point j’avais horreur de tirer. Je fermais très fort les yeux dès que j’appuyais sur la gâchette, en priant pour que mon bras ne dévie pas de sa trajectoire pendant cet instant de cécité. Après avoir tiré, je contenais l’envie de jeter mon arme comme si elle me brûlait, comme si mon corps ne récupérerait son intégrité qu’une fois dépossédé de ce membre mortel greffé dans ma main, appuyé sur mon épaule.
C’était un matin de janvier 1979. Un vent frais venu du nord enveloppait cette journée d’une atmosphère légère et sans nuages. C’était la journée parfaite pour aller à la plage ou s’étendre dans l’herbe sous une pinède pour contempler la mer des Caraïbes. A la place, je me trouvais dans un polygone de tir au sein d’un groupe de guérilleros latino-américains, un AK 47 à la main. Derrière moi, Fidel Castro discutait avec un groupe, tout en nous observant.
Moins d’une demi-heure auparavant, nous étions arrivés aux installations modernes et bien équipées du polygone des FAR (Forces Armées Révolutionnaires Cubaines), dans l’ambiance joyeuse d’une promenade scolaire. A l’intérieur de l’armurerie, où chacun choisit les armes avec lesquelles il voulait tirer, nous étions tous comme des gosses dans un magasin de jouets, touchant et examinant les fusils automatiques, semi-automatiques, les mitrailleuses et les pistolets mis à notre disposition. Comme je n’avais utilisé que des pistolets, je voulus voir ce que ça faisait de tirer avec un fusil. Quand nous sortîmes à terrain découvert et que nous nous alignâmes pour tirer sur les blancs, placés de l’autre côté d’une dépression, j’endurai pour la première fois les coups des détonations sur l’épaule, le pouvoir des rafales de mitraille, cette tendance du corps à perdre l’équilibre et à se disloquer si on n’est pas bien campé sur ses jambes. Tandis que les autres tiraient avec enthousiasme, j’étais assommé dans un monde de sons étouffés et ne parvenais pas à échapper à cette sensation d’être sous l’eau. Loin de ne ressentir aucun plaisir, je constatai, sans aucune ambigüité possible, l’aversion que les armes à feu m’inspiraient. Je me demandai pourquoi j’étais la seule à sembler imperméable à la fascination que provoquait toute cette mise en scène guerrière. Que ferais-je quand viendrait mon tour d’aller au combat ? Je continuai à tirer, furieuse contre moi-même. Je terminai étendue sur le ventre sur le monticule où se trouvait une mitrailleuse calibre 50 dont le canon allongé tournait sur un axe. Je continuai à actionner la queue de détente avec les deux pouces. C’était l’arme la plus meurtrière que l’on pouvait manier ici, mais cela ne me déstabilisait pas, le son était sec et ne se propageait pas en moi. – Tu étais donc ravie d’utiliser une 50 –, me dit Fidel en souriant malicieusement quand je le vis, quelques jours plus tard. Je ne répondis rien. Je lui souris. Il se retourna pour discuter avec Tito et les autres camarades sandinistes conviés à la Havane pour célébrer le XXème Anniversaire de la Révolution Cubaine.
Je m’appuyai sur la chaise. C’était inévitable que la silhouette de Fidel fasse graviter dans mon esprit un mélange d’images du présent et du passé. Fidel était le premier révolutionnaire dont j’entendis parler au cours de ma vie. Je suivis son épopée rebelle comme s’il s’agissait d’une série en plusieurs épisodes, car, chez moi, elle attisa les passions de mes parents, et surtout celles de mon frère Humberto, héros de mes jeux d’enfants. Allongés sur le lit de mes parents, Humberto et moi lûmes d’un bout à l’autre le numéro de Life où fut publié un reportage sur Fidel dans la Sierra Maestra. A ce moment-là, Humberto avait déjà réussi à imiter à la perfection le son de la trompette de Al Hirt, après des mois d’entraînement. Sa plus grande fierté restait tout de même son imitation magistrale de Daniel Santos, un chanteur portoricain à la voix nasale caractéristique, qui avait lancé sa carrière grâce à son interprétation de l’hymne des rebelles cubains du Mouvement 26 de Juillet. Pendant son bain, ou pris d’une inspiration soudaine, il nous cassait les oreilles en chantant comme Daniel Santos : « Adelante, Cubanos, que Cuba premiará vuestro heroísmo, pues somos soldados que vamos a la Patria liberar »1. Je crois que c’est en l’entendant chanter que j’eus mes premiers élans de patriotisme. Je répétais la chanson en pensant secrètement à Somoza, notre tyran. Selon moi, Fidel était le symbole de l’héroïsme le plus pur et le plus romantique. Les barbus, les jeunes, les audacieux, les bagarreurs obtenaient à Cuba ce que personne, ni mes neveux mêlés à des rébellions, ni Pedro Joaquín Chamorro, le leader de l’opposition, ni les conservateurs, n’avait pu obtenir au Nicaragua. Quand Fidel triompha, j’avais dix ans, mais je me réjouis et célébrai la victoire cubaine, sentant bien que d’une certaine manière, elle m’appartenait également.
Plus tard, bien sûr, toute cette effervescence s’estompa comme par magie. Je ne sais pas exactement ce qu’il se passa, mais parmi les religieuses de l’école, les amis de mes parents, dans les journaux, à la maison, commença à circuler l’idée que Fidel et ses poilus avaient bernés tout le monde en se faisant passer pour des chrétiens et des gens sympas alors qu’en réalité, ils étaient de dangereux communistes. Rendez-vous compte !, disait ma mère, Fidel est paru dans Life avec le grand crucifix pendu autour du cou et maintenant, il se déclare athée ! Comment est-ce possible ? Les religieuses racontaient des histoires d’horreur selon lesquelles à Cuba, les enfants étaient arrachés des bras de leurs parents et envoyés dans des institutions où ils étaient éduqués par l’Etat, afin qu’ils ne connaissent pas Dieu et qu’ils deviennent communistes. Etre communiste était bien évidemment un stigmate, un pêché capital, la manière idéale pour gagner sa place aux enfers. J’éprouvai du chagrin pour les enfants cubains jusqu’à ce que j’entende mon grand-père maternel, Fransisco Pereira, discuter avec un ami chinois qui venait tous les jours lui rendre visite, et avec qui il prenait la fraîcheur du soir, assis dans des fauteuils à bascule sur le trottoir devant chez lui, à León. « Ce sont des mensonges. Ils ont tout inventé pour porter préjudice à Fidel », lui expliqua mon grand-père et il poursuivit, sa mémoire prodigieuse lui permettant de répéter mot pour mot des fragments de discours de Castro qu’il aurait entendu sur Radio Habana. Moi, je trouvais ça rempli de jolis mots pour les pauvres, et ça me rappelait les prêches des prêtres. A cause de ces opinions si diverses, je terminai en ne sachant que penser de Fidel. Je fus encore plus déconcerté quand le président Kennedy – qui était l’idole de ma mère – fit appel à Luís Somoza pour déclencher, contre Cuba, l’invasion de la Baie des Cochons depuis le nord du Nicaragua. Je ne compris pas comment il pouvait entretenir des relations amicales avec un gouvernement comme le nôtre.
Qui aurait pu nous annoncer, à mon frère et à moi, que je serais un jour à la Havane, installé dans un canapé moelleux, à discuter avec Fidel ? Et pourtant, me dis-je, on vient sur Terre avec une bobine de fil dans la main. Personne ne connaît le motif final de la toile qu’on va tisser, mais au cours de l’ouvrage, on peut regarder derrière soi et se dire : Evidemment ! Comment pouvait-il en être autrement ! Sur l’extrémité brillante de la pelote se trouvait le début de l’histoire !
1« En avant, Cubains, que Cuba récompense votre bravoure, car nous sommes les soldats qui vont libérer la Patrie »
***
Laëtitia Sw nous propose sa traduction :
À chaque coup de feu mon corps craquait de toute part. Le fracas secouait chacune de mes articulations et me laissait dans la tête un sifflement insupportable, aigu, déconcertant, sorti d’on ne sait où. J’aurais eu honte d’admettre combien je détestais tirer. Je fermais très fort les yeux au moment de presser la détente, en priant mon bras de ne pas faire dévier la trajectoire en cet instant d’aveuglement. Après chaque tir, je réprimais mon désir de jeter l’arme comme si elle me brûlait les doigts, comme si mon corps ne pouvait recouvrer son intégrité qu’après s’être débarrassé de ce membre meurtrier accroché à ma main, appuyé contre mon épaule.
C’était un matin de janvier 1979. Un vent frais, soufflant du nord, enveloppait le jour dans une atmosphère limpide et sans nuages. Cela aurait été la journée idéale pour aller à la plage ou pour s’étendre sur l’herbe sous les pins pour contempler les Caraïbes. Au lieu de quoi, j’étais en compagnie d’un groupe de guérilleros latino-américains dans un polygone de tir, un AK 47 dans la main. Derrière moi, en grande conversation avec un groupe, nous observant, se trouvait Fidel Castro.
À peine une demi-heure avant, dans une ambiance de joyeuse promenade scolaire, nous étions arrivés aux installations modernes et bien équipées du polygone des FAR (Forces Armées Cubaines). À l’intérieur du bâtiment réservé à l’armurerie, où chacun de nous avait choisi les armes avec lesquelles il souhaitait tirer, nous ressemblions tous à des enfants lâchés dans un magasin de jouets, touchant et examinant les fusils automatiques, semi-automatiques, les sous-mitrailleuses et les pistolets mis à notre disposition. Comme je n’avais manipulé que des pistolets, je voulus essayer un fusil pour voir ce que l’on sentait en tirant avec. Quand nous sortîmes à l’air libre et nous alignâmes pour tirer sur les cibles, situées de l’autre côté d’un ravin, j’expérimentai pour la première fois les coups de poings que les détonations nous portent dans l’épaule, le pouvoir des rafales de mitrailleuse, la manière dont le corps perd l’équilibre et se déglingue si on ne prend pas bien appui sur ses jambes. Alors que les autres tiraient avec enthousiasme, moi, j’étais étourdie par ce monde de sons éteints et je ne parvenais pas à me remettre de la sensation d’être sous l’eau. Loin d’éprouver un quelconque plaisir, je ressentis sans équivoque possible le profond rejet que m’inspiraient les armes à feu. Je me demandai comment cela se faisait que moi seule semblais étrangère à la fascination de tout cet attirail de guerre. Que ferais-je quand ce serait à mon tour d’aller au combat ? Je continuai à tirer, furieuse contre moi-même. Je finis par me retrouver couchée sur le ventre sur le monticule où était positionnée une mitrailleuse de calibre 50 dont le long canon tournait sur un axe. Je restai là à actionner des deux pouces le levier de la détente. C’était l’arme la plus meurtrière qu’on pouvait avoir dans les mains à cet endroit, mais je n’en étais pas déstabilisée pour autant ; le son était sec et ne se propageait pas dans mon corps. – Alors, comme ça, ça t’a plu de tirer avec la 50 – me dit en souriant malicieusement Fidel quand je le vis quelques jours après. Je ne répondis rien. Je lui souris. Il se retourna pour parler avec Tito et d’autres camarades sandinistes invités à La Havane pour commémorer le 20e anniversaire de la Révolution Cubaine.
Je m’appuyai de nouveau au dossier de ma chaise. Inévitablement, la vision du profil de Fidel commençait à faire tournoyer dans ma tête un mélange confus d’images du présent et du passé. Fidel avait été le premier révolutionnaire dont j’avais entendu parler dans ma vie. J’avais suivi son aventure rebelle comme s’il s’était agi d’un feuilleton, parce que chez moi il avait éveillé les passions de mes parents et surtout celles de mon frère Humberto, qui était le modèle de mes jeux d’enfant. Humberto et moi, nous avions lu d’un bout à l’autre sur le lit de mes parents le numéro de Life où était publié un reportage sur Fidel dans la Sierra Maestra. Déjà à l’époque Humberto était parvenu, après des mois d’entraînement, à imiter à la perfection le son de la trompette de Al Hirt. Néanmoins, sa grande fierté était son imitation magistrale de Daniel Santos, un chanteur portoricain à la voix nasillarde caractéristique, rendu célèbre grâce à son interprétation de l’hymne des rebelles cubains du Mouvement du 26 Juillet. Lorsqu’il prenait sa douche ou qu’il était subitement inspiré, Humberto assourdissait toute la maisonnée en chantant à la Daniel Santos : « En avant, Cubains, que Cuba récompense votre héroïsme, car nous sommes des soldats sur le point de libérer la Patrie. » Je crois que ce fut en l’entendant chanter que naquirent mes premiers élans patriotiques. Je répétais les paroles de la chanson en pensant en secret à Somoza, notre tyran. Fidel était pour moi le symbole de l’héroïsme le plus pur et le plus romantique. Les barbus, beaux, jeunes, audacieux, étaient en passe de réussir à Cuba ce que ni mes cousins, mêlés à des actions de rébellion, ni Pedro Joaquín Chamorro, leader de l’opposition, ni les conservateurs, ni personne n’avait réussi au Nicaragua. Quand Fidel avait triomphé, je n’avais que dix ans, mais je m’en réjouis et je fêtai la victoire cubaine, car je sentais que d’une certaine façon elle m’appartenait à moi aussi.
Il est bien évident qu’après, toute cette effervescence est partie en fumée comme par enchantement. Je ne sais pas exactement ce qu’il s’est passé, mais entre les bonnes sœurs au collège, entre les amis de mes parents, dans les journaux, chez moi, la nouvelle a commencé à circuler que Fidel et ses barbus avaient trompé le monde entier en se faisant passer pour des chrétiens et des braves gens alors qu’en réalité ils étaient de dangereux communistes. Fais attention – disait ma mère –, Fidel a posé dans Life avec un grand crucifix pendu à la poitrine et maintenant il se dit athée ! Tu le crois, ça ! Les sœurs racontaient des histoires horribles selon lesquelles à Cuba on arrachait les enfants des bras de leurs parents pour les conduire dans des institutions où ils seraient éduqués par l’État dans l’ignorance de Dieu et dans le but de devenir communistes. Être communiste était, bien sûr, un stigmate, un péché capital, le moyen le plus sûr de gagner l’enfer. J’étais chagrinée pour les enfants cubains jusqu’à ce que j’entende mon grand-père maternel, Francisco Pereira, parler avec un ami chinois qui venait le voir tous les jours, et avec lequel il s’asseyait le soir prendre le frais sur le trottoir de sa maison à León, chacun se balançant sur son fauteuil à bascule. « Tout ça, ce ne sont que des mensonges, inventés de toute pièce pour nuire à Fidel. », lui dit mon grand-père, et il continua de parler, en répétant mot pour mot, grâce à sa mémoire prodigieuse, des fragments de discours de Castro qu’il aurait entendus sur Radio Havane et qui me semblaient pleins de belles paroles destinées aux pauvres, me rappelant les sermons des prêtres. À la suite d’opinions si diverses, je finis par ne plus savoir quoi penser de Fidel. Ma confusion fut d’autant plus grande lorsque le président Kennedy – qui était l’idole de ma mère – s’adressa à Luis Somoza pour lancer contre Cuba, du nord du Nicaragua, l’invasion de la Baie des Cochons. Je n’avais pas compris qu’un président comme lui pût entretenir des relations amicales avec un gouvernement comme le nôtre.
Qui aurait pu nous prédire, à mon frère et à moi, qu’un jour je serais à La Havane, assise sur un canapé moelleux, en grande conversation avec Fidel ? Et pourtant, je pense qu’on vient au monde avec une pelote de fils dans la main. Personne ne sait à l’avance quel sera le motif de la toile qu’il tissera à la fin, mais à un certain moment, une fois la broderie assez avancée, on peut regarder en arrière et dire : Bien sûr ! Comment il aurait pu en être autrement ! C’est dans cette partie brillante de l’écheveau que se trouvait le début de la trame !
À chaque coup de feu mon corps craquait de toute part. Le fracas secouait chacune de mes articulations et me laissait dans la tête un sifflement insupportable, aigu, déconcertant, sorti d’on ne sait où. J’aurais eu honte d’admettre combien je détestais tirer. Je fermais très fort les yeux au moment de presser la détente, en priant mon bras de ne pas faire dévier la trajectoire en cet instant d’aveuglement. Après chaque tir, je réprimais mon désir de jeter l’arme comme si elle me brûlait les doigts, comme si mon corps ne pouvait recouvrer son intégrité qu’après s’être débarrassé de ce membre meurtrier accroché à ma main, appuyé contre mon épaule.
C’était un matin de janvier 1979. Un vent frais, soufflant du nord, enveloppait le jour dans une atmosphère limpide et sans nuages. Cela aurait été la journée idéale pour aller à la plage ou pour s’étendre sur l’herbe sous les pins pour contempler les Caraïbes. Au lieu de quoi, j’étais en compagnie d’un groupe de guérilleros latino-américains dans un polygone de tir, un AK 47 dans la main. Derrière moi, en grande conversation avec un groupe, nous observant, se trouvait Fidel Castro.
À peine une demi-heure avant, dans une ambiance de joyeuse promenade scolaire, nous étions arrivés aux installations modernes et bien équipées du polygone des FAR (Forces Armées Cubaines). À l’intérieur du bâtiment réservé à l’armurerie, où chacun de nous avait choisi les armes avec lesquelles il souhaitait tirer, nous ressemblions tous à des enfants lâchés dans un magasin de jouets, touchant et examinant les fusils automatiques, semi-automatiques, les sous-mitrailleuses et les pistolets mis à notre disposition. Comme je n’avais manipulé que des pistolets, je voulus essayer un fusil pour voir ce que l’on sentait en tirant avec. Quand nous sortîmes à l’air libre et nous alignâmes pour tirer sur les cibles, situées de l’autre côté d’un ravin, j’expérimentai pour la première fois les coups de poings que les détonations nous portent dans l’épaule, le pouvoir des rafales de mitrailleuse, la manière dont le corps perd l’équilibre et se déglingue si on ne prend pas bien appui sur ses jambes. Alors que les autres tiraient avec enthousiasme, moi, j’étais étourdie par ce monde de sons éteints et je ne parvenais pas à me remettre de la sensation d’être sous l’eau. Loin d’éprouver un quelconque plaisir, je ressentis sans équivoque possible le profond rejet que m’inspiraient les armes à feu. Je me demandai comment cela se faisait que moi seule semblais étrangère à la fascination de tout cet attirail de guerre. Que ferais-je quand ce serait à mon tour d’aller au combat ? Je continuai à tirer, furieuse contre moi-même. Je finis par me retrouver couchée sur le ventre sur le monticule où était positionnée une mitrailleuse de calibre 50 dont le long canon tournait sur un axe. Je restai là à actionner des deux pouces le levier de la détente. C’était l’arme la plus meurtrière qu’on pouvait avoir dans les mains à cet endroit, mais je n’en étais pas déstabilisée pour autant ; le son était sec et ne se propageait pas dans mon corps. – Alors, comme ça, ça t’a plu de tirer avec la 50 – me dit en souriant malicieusement Fidel quand je le vis quelques jours après. Je ne répondis rien. Je lui souris. Il se retourna pour parler avec Tito et d’autres camarades sandinistes invités à La Havane pour commémorer le 20e anniversaire de la Révolution Cubaine.
Je m’appuyai de nouveau au dossier de ma chaise. Inévitablement, la vision du profil de Fidel commençait à faire tournoyer dans ma tête un mélange confus d’images du présent et du passé. Fidel avait été le premier révolutionnaire dont j’avais entendu parler dans ma vie. J’avais suivi son aventure rebelle comme s’il s’était agi d’un feuilleton, parce que chez moi il avait éveillé les passions de mes parents et surtout celles de mon frère Humberto, qui était le modèle de mes jeux d’enfant. Humberto et moi, nous avions lu d’un bout à l’autre sur le lit de mes parents le numéro de Life où était publié un reportage sur Fidel dans la Sierra Maestra. Déjà à l’époque Humberto était parvenu, après des mois d’entraînement, à imiter à la perfection le son de la trompette de Al Hirt. Néanmoins, sa grande fierté était son imitation magistrale de Daniel Santos, un chanteur portoricain à la voix nasillarde caractéristique, rendu célèbre grâce à son interprétation de l’hymne des rebelles cubains du Mouvement du 26 Juillet. Lorsqu’il prenait sa douche ou qu’il était subitement inspiré, Humberto assourdissait toute la maisonnée en chantant à la Daniel Santos : « En avant, Cubains, que Cuba récompense votre héroïsme, car nous sommes des soldats sur le point de libérer la Patrie. » Je crois que ce fut en l’entendant chanter que naquirent mes premiers élans patriotiques. Je répétais les paroles de la chanson en pensant en secret à Somoza, notre tyran. Fidel était pour moi le symbole de l’héroïsme le plus pur et le plus romantique. Les barbus, beaux, jeunes, audacieux, étaient en passe de réussir à Cuba ce que ni mes cousins, mêlés à des actions de rébellion, ni Pedro Joaquín Chamorro, leader de l’opposition, ni les conservateurs, ni personne n’avait réussi au Nicaragua. Quand Fidel avait triomphé, je n’avais que dix ans, mais je m’en réjouis et je fêtai la victoire cubaine, car je sentais que d’une certaine façon elle m’appartenait à moi aussi.
Il est bien évident qu’après, toute cette effervescence est partie en fumée comme par enchantement. Je ne sais pas exactement ce qu’il s’est passé, mais entre les bonnes sœurs au collège, entre les amis de mes parents, dans les journaux, chez moi, la nouvelle a commencé à circuler que Fidel et ses barbus avaient trompé le monde entier en se faisant passer pour des chrétiens et des braves gens alors qu’en réalité ils étaient de dangereux communistes. Fais attention – disait ma mère –, Fidel a posé dans Life avec un grand crucifix pendu à la poitrine et maintenant il se dit athée ! Tu le crois, ça ! Les sœurs racontaient des histoires horribles selon lesquelles à Cuba on arrachait les enfants des bras de leurs parents pour les conduire dans des institutions où ils seraient éduqués par l’État dans l’ignorance de Dieu et dans le but de devenir communistes. Être communiste était, bien sûr, un stigmate, un péché capital, le moyen le plus sûr de gagner l’enfer. J’étais chagrinée pour les enfants cubains jusqu’à ce que j’entende mon grand-père maternel, Francisco Pereira, parler avec un ami chinois qui venait le voir tous les jours, et avec lequel il s’asseyait le soir prendre le frais sur le trottoir de sa maison à León, chacun se balançant sur son fauteuil à bascule. « Tout ça, ce ne sont que des mensonges, inventés de toute pièce pour nuire à Fidel. », lui dit mon grand-père, et il continua de parler, en répétant mot pour mot, grâce à sa mémoire prodigieuse, des fragments de discours de Castro qu’il aurait entendus sur Radio Havane et qui me semblaient pleins de belles paroles destinées aux pauvres, me rappelant les sermons des prêtres. À la suite d’opinions si diverses, je finis par ne plus savoir quoi penser de Fidel. Ma confusion fut d’autant plus grande lorsque le président Kennedy – qui était l’idole de ma mère – s’adressa à Luis Somoza pour lancer contre Cuba, du nord du Nicaragua, l’invasion de la Baie des Cochons. Je n’avais pas compris qu’un président comme lui pût entretenir des relations amicales avec un gouvernement comme le nôtre.
Qui aurait pu nous prédire, à mon frère et à moi, qu’un jour je serais à La Havane, assise sur un canapé moelleux, en grande conversation avec Fidel ? Et pourtant, je pense qu’on vient au monde avec une pelote de fils dans la main. Personne ne sait à l’avance quel sera le motif de la toile qu’il tissera à la fin, mais à un certain moment, une fois la broderie assez avancée, on peut regarder en arrière et dire : Bien sûr ! Comment il aurait pu en être autrement ! C’est dans cette partie brillante de l’écheveau que se trouvait le début de la trame !
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Brigitte nous propose sa traduction :
A chaque coup de feu, mon corps se disloquait. Le vacarme ébranlait chacune de mes articulations et me laissait dans la tête un sifflement insupportable, aigu, déconcertant, sorti d’on ne sait où. J’aurais eu honte d’admettre à quel point je détestais tirer. Je fermais les yeux très fort à peine je pressai sur la détente, en priant pour que mon bras ne dévie pas de sa trajectoire en cet instant d’aveuglement. Après le tir, je réprimais en moi le désir de jeter l’arme comme si elle brûlait, comme si mon corps ne recouvrerait son intégrité qu’une fois débarrassé de ce membre mortel agrippé à ma main, appuyé sur mon épaule.
C’était un matin de 1979. Un vent frais, soufflait du nord, enveloppait la journée dans une atmosphère limpide et sans nuages. C’eut été une journée idéale pour aller à la plage ou s’étendre sur l’herbe à l’ombre d’un pin pour contempler la Mer des Caraïbes. Au lieu de cela, je me trouvais avec un groupe de guérilléros latino américains sur un champ de tir, en train de braquer un AK 47. Derrière moi, discutant avec un groupe, nous observant, se trouvait Fidel Castro.
A peine une demie heure avant, dans une ambiance de joyeuse sortie scolaire, nous étions arrivés aux installations modernes et bien équipées du camp d’entraînement des FAR (Forces Armées Cubaines). A l’intérieur du bâtiment de l’armurerie, où chacun choisit les armes avec lesquelles il voulait tirer, nous avions tous l’air de gamins dans un magasin de jouets, touchant et examinant les fusils automatiques, semi-automatiques, les mitrailleuses et les pistolets mis à notre disposition. Comme je n’avais jamais utilisé que des pistolets, je voulus tester ce qu’on ressentait en tirant avec un fusil. Quand nous sommes sortis sur le terrain et que nous nous sommes alignés pour tirer sur les cibles situées de l’autre côté d’une dépression, j’ai ressenti pour la première fois les coups contre l’épaule provoqués par les détonations, la puissance des rafales du fusil mitrailleur, la façon dont le corps est déséquilibré et se désarticule si l’on ne garde pas bien appui sur ses jambes. Pendant que les autres tiraient avec enthousiasme, moi je m’étourdissais dans un univers de bruits étouffés et ne parvenais pas à échapper à cette sensation d’être sous l’eau. Loin d’éprouver le moindre plaisir, je ressentis, sans aucune ambigüité possible, la profonde aversion que m’inspiraient les armes à feu. Je me demandai comment il se faisait que je sois la seule à sembler étrangère à la fascination exercée par tout cet attirail de guerre. Que ferai-je lorsque que viendrait mon tour d’aller au combat ? Je continuai à tirer furieuse contre moi-même. Je finis par m’allonger à plat ventre sur le monticule où se trouvait une mitrailleuse de calibre 50 dont le long canon tournait sur un axe. Là, je me mis à actionner avec les deux pouces le levier de la détente. C’était l’arme la plus meurtrière que l’on puisse manier ici, mais je n’étais pas déstabilisée, son bruit était sec et ne se propageait pas en moi. « Alors comme ça, tu avais l’air aux anges avec la 50 » me dit Fidel avec un sourire malicieux quand je le vis quelques jours plus tard. Je ne dis rien. Je lui souris. Il se retourna pour discuter avec Tito et les autres camarades sandinistes invités à La Havane pour les commémorations du XXème anniversaire de la Révolution cubaine.
Je me calai contre le dossier. Il était inévitable que le profil de Fidel ne fasse tournoyer dans mon esprit un ballet confus d’images du présent et du passé. Fidel avait été le premier révolutionnaire dont j’avais entendu parler dans ma vie. J’avais suivi son aventure rebelle comme s’il s’était agit d’un roman-feuilleton, parce que chez moi il déchaîna les passions de mes parents et surtout de mon frère Humberto qui était le leader de mes jeux d’enfants. Humberto et moi avions lu d’un bout à l’autre, sur le lit de mes parents, le numéro de Life où avait été publié un reportage de Fidel dans la Sierra Maestra. Déjà à l’époque Humberto avait réussi, après des mois d’entraînement, à imiter à la perfection le bruit de la trompette d’Al Hirt. Sa grande fierté était cependant l’imitation magistrale qu’il faisait de Daniel Santos, un chanteur portoricain à la voix nasillarde caractéristique que l’interprétation de l’hymne des rebelles cubains du Mouvement du 26 Juillet avait rendu célèbre. Pendant qu’il se baignait ou dans des moments de soudaine inspiration, Humberto faisait résonner toute la maison en chantant comme Daniel Santos : «En avant Cubains, car Cuba récompensera votre héroïsme, comme des soldats qui vont libérer la Patrie ». Je crois que ce fut en l’entendant que je ressentis mes premiers élans de patriotisme. Je répétais la chanson en pensant secrètement à Somoza, notre tyran. Fidel était pour moi le symbole de l’héroïsme le plus pur et romantique qui soit. Les Barbudos, jeunes, audacieux, beaux, étaient en train de réussir à Cuba ce que ni mes cousins empêtrés dans des rébellions, ni Pedro Joaquín Chamorro, leader de l’opposition, ni les conservateurs, ni personne n’avait réussi au Nicaragua. Quand Fidel triompha j’avais dix ans, mais je me suis réjouie et j’ai célébré la victoire cubaine, en sentant que, d’une certaine manière, elle m’appartenait aussi.
Bien sûr, ensuite, toute cette effervescence se dissipa comme par enchantement. Je ne sais ce qu’il se passa exactement, mais chez les religieuses du collège, parmi les amis de mon père, dans les journaux, à la maison, la nouvelle commença à circuler que Fidel et ses chevelus avaient berné le monde entier en se faisant passer pour des chrétiens et des braves gens alors qu’en réalité ils étaient de dangereux communistes. Tu te rends compte – disait ma mère -, Fidel est paru dans Life avec le grand crucifix sur sa poitrine et maintenant il se déclare athée ! Ce n’est pas possible ! Les religieuses racontaient des horreurs selon lesquelles, à Cuba, les enfants étaient arrachés des bras de leurs parents et envoyés dans des institutions pour y être éduqués par l’Etat afin qu’ils ignorent Dieu et soient communistes. Etre communiste était, bien entendu, un stigmate, un péché capital, la manière la plus sûre de gagner l’enfer. J’eus de la peine pour les enfants cubains jusqu’à ce que j’entende mon grand-père maternel, Francisco Pereira, discuter avec un ami chinois qui venait lui rendre visite tous les jours, et avec qui il s’asseyait le soir pour prendre tous les deux le frais en se balançant, chacun dans un rocking-chair devant sa maison de León. « Tout ça, c’est des histoires. Ils inventent tout ça pour faire du tort à Fidel », lui dit mon grand-père, et il continua à parler, répétant avec sa mémoire prodigieuse, mot pour mot, des passages de discours de Castro qu’il avait dû entendre sur Radio Habana, et qui me semblaient pleins de belles paroles pour les pauvres et me rappelèrent les sermons des prêtres. Résultat de ces opinions différentes : je finis par ne plus savoir que penser de Fidel. Je m’embrouillai encore davantage quand le président Kennedy –qui était l’idole de maman- eut recours à Luis Somoza pour lancer contre Cuba, depuis le nord du Nicaragua, l’invasion de la Baie des Cochons. Je ne compris pas qu’un président comme lui ait des relations amicales avec un gouvernement comme le nôtre.
Qui aurait pu nous prédire, à mon frère et à moi, qu’un jour je serais à La Havane, assise dans un confortable canapé, en train de discuter avec Fidel ? Et cependant, pourtant, je pense, on vient au monde avec une pelote de fil à la main. Personne ne connaît le motif final de l’étoffe que l’on tissera, mais à un moment donné du travail, on peut prendre du recul et dire : Bien sûr ! Comment pouvait-il en être autrement ! A cette extrémité brillante de l’écheveau se trouvait le début de la trame !
A chaque coup de feu, mon corps se disloquait. Le vacarme ébranlait chacune de mes articulations et me laissait dans la tête un sifflement insupportable, aigu, déconcertant, sorti d’on ne sait où. J’aurais eu honte d’admettre à quel point je détestais tirer. Je fermais les yeux très fort à peine je pressai sur la détente, en priant pour que mon bras ne dévie pas de sa trajectoire en cet instant d’aveuglement. Après le tir, je réprimais en moi le désir de jeter l’arme comme si elle brûlait, comme si mon corps ne recouvrerait son intégrité qu’une fois débarrassé de ce membre mortel agrippé à ma main, appuyé sur mon épaule.
C’était un matin de 1979. Un vent frais, soufflait du nord, enveloppait la journée dans une atmosphère limpide et sans nuages. C’eut été une journée idéale pour aller à la plage ou s’étendre sur l’herbe à l’ombre d’un pin pour contempler la Mer des Caraïbes. Au lieu de cela, je me trouvais avec un groupe de guérilléros latino américains sur un champ de tir, en train de braquer un AK 47. Derrière moi, discutant avec un groupe, nous observant, se trouvait Fidel Castro.
A peine une demie heure avant, dans une ambiance de joyeuse sortie scolaire, nous étions arrivés aux installations modernes et bien équipées du camp d’entraînement des FAR (Forces Armées Cubaines). A l’intérieur du bâtiment de l’armurerie, où chacun choisit les armes avec lesquelles il voulait tirer, nous avions tous l’air de gamins dans un magasin de jouets, touchant et examinant les fusils automatiques, semi-automatiques, les mitrailleuses et les pistolets mis à notre disposition. Comme je n’avais jamais utilisé que des pistolets, je voulus tester ce qu’on ressentait en tirant avec un fusil. Quand nous sommes sortis sur le terrain et que nous nous sommes alignés pour tirer sur les cibles situées de l’autre côté d’une dépression, j’ai ressenti pour la première fois les coups contre l’épaule provoqués par les détonations, la puissance des rafales du fusil mitrailleur, la façon dont le corps est déséquilibré et se désarticule si l’on ne garde pas bien appui sur ses jambes. Pendant que les autres tiraient avec enthousiasme, moi je m’étourdissais dans un univers de bruits étouffés et ne parvenais pas à échapper à cette sensation d’être sous l’eau. Loin d’éprouver le moindre plaisir, je ressentis, sans aucune ambigüité possible, la profonde aversion que m’inspiraient les armes à feu. Je me demandai comment il se faisait que je sois la seule à sembler étrangère à la fascination exercée par tout cet attirail de guerre. Que ferai-je lorsque que viendrait mon tour d’aller au combat ? Je continuai à tirer furieuse contre moi-même. Je finis par m’allonger à plat ventre sur le monticule où se trouvait une mitrailleuse de calibre 50 dont le long canon tournait sur un axe. Là, je me mis à actionner avec les deux pouces le levier de la détente. C’était l’arme la plus meurtrière que l’on puisse manier ici, mais je n’étais pas déstabilisée, son bruit était sec et ne se propageait pas en moi. « Alors comme ça, tu avais l’air aux anges avec la 50 » me dit Fidel avec un sourire malicieux quand je le vis quelques jours plus tard. Je ne dis rien. Je lui souris. Il se retourna pour discuter avec Tito et les autres camarades sandinistes invités à La Havane pour les commémorations du XXème anniversaire de la Révolution cubaine.
Je me calai contre le dossier. Il était inévitable que le profil de Fidel ne fasse tournoyer dans mon esprit un ballet confus d’images du présent et du passé. Fidel avait été le premier révolutionnaire dont j’avais entendu parler dans ma vie. J’avais suivi son aventure rebelle comme s’il s’était agit d’un roman-feuilleton, parce que chez moi il déchaîna les passions de mes parents et surtout de mon frère Humberto qui était le leader de mes jeux d’enfants. Humberto et moi avions lu d’un bout à l’autre, sur le lit de mes parents, le numéro de Life où avait été publié un reportage de Fidel dans la Sierra Maestra. Déjà à l’époque Humberto avait réussi, après des mois d’entraînement, à imiter à la perfection le bruit de la trompette d’Al Hirt. Sa grande fierté était cependant l’imitation magistrale qu’il faisait de Daniel Santos, un chanteur portoricain à la voix nasillarde caractéristique que l’interprétation de l’hymne des rebelles cubains du Mouvement du 26 Juillet avait rendu célèbre. Pendant qu’il se baignait ou dans des moments de soudaine inspiration, Humberto faisait résonner toute la maison en chantant comme Daniel Santos : «En avant Cubains, car Cuba récompensera votre héroïsme, comme des soldats qui vont libérer la Patrie ». Je crois que ce fut en l’entendant que je ressentis mes premiers élans de patriotisme. Je répétais la chanson en pensant secrètement à Somoza, notre tyran. Fidel était pour moi le symbole de l’héroïsme le plus pur et romantique qui soit. Les Barbudos, jeunes, audacieux, beaux, étaient en train de réussir à Cuba ce que ni mes cousins empêtrés dans des rébellions, ni Pedro Joaquín Chamorro, leader de l’opposition, ni les conservateurs, ni personne n’avait réussi au Nicaragua. Quand Fidel triompha j’avais dix ans, mais je me suis réjouie et j’ai célébré la victoire cubaine, en sentant que, d’une certaine manière, elle m’appartenait aussi.
Bien sûr, ensuite, toute cette effervescence se dissipa comme par enchantement. Je ne sais ce qu’il se passa exactement, mais chez les religieuses du collège, parmi les amis de mon père, dans les journaux, à la maison, la nouvelle commença à circuler que Fidel et ses chevelus avaient berné le monde entier en se faisant passer pour des chrétiens et des braves gens alors qu’en réalité ils étaient de dangereux communistes. Tu te rends compte – disait ma mère -, Fidel est paru dans Life avec le grand crucifix sur sa poitrine et maintenant il se déclare athée ! Ce n’est pas possible ! Les religieuses racontaient des horreurs selon lesquelles, à Cuba, les enfants étaient arrachés des bras de leurs parents et envoyés dans des institutions pour y être éduqués par l’Etat afin qu’ils ignorent Dieu et soient communistes. Etre communiste était, bien entendu, un stigmate, un péché capital, la manière la plus sûre de gagner l’enfer. J’eus de la peine pour les enfants cubains jusqu’à ce que j’entende mon grand-père maternel, Francisco Pereira, discuter avec un ami chinois qui venait lui rendre visite tous les jours, et avec qui il s’asseyait le soir pour prendre tous les deux le frais en se balançant, chacun dans un rocking-chair devant sa maison de León. « Tout ça, c’est des histoires. Ils inventent tout ça pour faire du tort à Fidel », lui dit mon grand-père, et il continua à parler, répétant avec sa mémoire prodigieuse, mot pour mot, des passages de discours de Castro qu’il avait dû entendre sur Radio Habana, et qui me semblaient pleins de belles paroles pour les pauvres et me rappelèrent les sermons des prêtres. Résultat de ces opinions différentes : je finis par ne plus savoir que penser de Fidel. Je m’embrouillai encore davantage quand le président Kennedy –qui était l’idole de maman- eut recours à Luis Somoza pour lancer contre Cuba, depuis le nord du Nicaragua, l’invasion de la Baie des Cochons. Je ne compris pas qu’un président comme lui ait des relations amicales avec un gouvernement comme le nôtre.
Qui aurait pu nous prédire, à mon frère et à moi, qu’un jour je serais à La Havane, assise dans un confortable canapé, en train de discuter avec Fidel ? Et cependant, pourtant, je pense, on vient au monde avec une pelote de fil à la main. Personne ne connaît le motif final de l’étoffe que l’on tissera, mais à un moment donné du travail, on peut prendre du recul et dire : Bien sûr ! Comment pouvait-il en être autrement ! A cette extrémité brillante de l’écheveau se trouvait le début de la trame !
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