Quizá alguno de mis lectores sepa que yo he probado varios oficios sin gran constancia y sin gran éxito. He sido un poco médico, un poco industrial, un poco negociante y un poco periodista. También he intentado el ser director literario de una casa editorial. Mi despacho de director consistía en un cuarto pequeño con una ventana a un patio. Había pocos muebles en la habitación : mesa, estantería con libros y legajos, una caja de hierro para caudales, probablemente
sin caudales, y dos sillas. Al despacho se subía por una escalera exterior de ladrillo con barandado de hierro, que partía desde el ángulo del patio.
Un atardecer de invierno frío y desapacible trabajaba en la ingrata tarea de la corrección de unas pruebas de imprenta. La estufa se había apagado. Estaba con abrigo, boina y bufanda sentado a la mesa leyendo las galeradas con los anteojos puestos cuando se presentó una señora de luto con un velo espeso y tupido sobre el rostro. La señora quería hablarme. La invité a sentarse, y como oscurecía encendí la luz.
La dama se colocó en la zona de sombra y se levantó el velo. Era de estas mujeres protestantes de la vejez y a quien por eso mismo la vejez parece se ceba en ellas, se echa encima no a arañarlas y a marcarlas, sino a morderlas y a patearlas. Tenía grandes ojeras moradas, muchas arrugas, los labios pintados y la piel de la barba caída en una papada fofa, para evitar lo cual la sujetaba con una cinta ancha y negra como un barboquejo.
La señora comenzó a hablar, y lo hizo por los codos, con voz engolada de teatro. Me había conocido, según dijo, hacía muchos años en los jardines del Buen Retiro, en compañía del marqués de Tal y del banquero Cual, cuando la Fulanita y la Zutanita llamaban la atención en Madrid por su elegancia y por sus joyas.
—Esta señora se equivoca, pensé. Yo no he conocido nunca a nadie que tuviese cuatro cuartos.
—¡Parece mentira que no se acuerde usted de mí! —exclamó ella de una manera sentimental, con acento de cómica.
—Es que se hace uno viejo y pierde la memoria —dije, y añadí después—: ¿Y qué es lo que quería usted de mí ?
—Pues verá usted. Tengo un amigo que no es ya joven, de nuestro tiempo, un hombre encantador. Este hombre ha escrito una novela y quisiera publicarla.
—¿Y quién la tiene?
—Yo.
—Pues mándemela usted —Indiqué con un celo falsificado—, yo la leeré y si la encuentro interesante haré que se publique.
—La encontrará usted interesante, con seguridad.
—De todas maneras habrá que leerla.
—Yo haré que se la envíe a usted en seguida.
—¿ Cómo se llama ese señor ?
—Cuando le parezca.
—Mañana o pasado vendrá una persona a traérselo a usted.
—Respecto a las condiciones en el caso de publicarlo habría que saber qué quiere el autor. No vaya a tener pretensiones descomunales y fantasiosas.
Al decir esto recordaba el seudónimo de Fantasio que me había indicado aquella señora.
—No, no, eso no. Él no piensa lucrarse con su libro.
—Sin embargo…
—Nada, nada.
—Bueno, está bien; pero siempre es mejor dejar las cuestiones de dinero claras. Ya sabe usted que las cuentas claras hacen los buenos amigos.
—Aquí no hay cuestiones de dinero; mi amigo tiene una buena posición.
Después de dicho esto la señora volvió a su charla sobre el gran mundo, cuando el marqués, la duquesa y el conde se reunían aquí y allá y Fernandito, Conchita, Lulú y Mimí coqueteaban en la Castellana y en el Real.
—Usted se ha olvidado de sus antiguos amigos —me dijo por fin.
—Sí, quizá. ¿Qué quiere usted? Pierde uno la memoria.
La dama del velo se dispuso a salir, se levantó y me alargó la mano como invitándome a besarla. Yo pensé rápidamente: Un hombre con barbas, zapatillas, antiparras y boina no tiene aire a propósito para besar la mano a las señoras, aunque sean viejas, y me contenté con estrechársela ligeramente.
Dos días después, por la tarde, estaba en el despacho bregando con las pruebas de imprenta, trabajo inventado por el demonio para desesperación de los escritores y de los cajistas, cuando se
presentó un señor de unos cincuenta a sesenta años, vestido de luto, pálido, con barba negra con
mechones de plata, un poco de melena y chalina azul flotante. Debía de ser Fantasio. Se comprendía que en su juventud podía haber sido un joven elegante y tenebroso.
—Ayer vino una señora a hablarle del original de una novela —me dijo con cierta vacilación.
—Sí.
—Pues aquí se la traigo a usted. Y me entregó una carpeta azul con cuartillas.
—Muy bien. ¿Quiere usted que le dé algún recibo?
—Mire usted: no quiere que su nombre aparezca en el libro.
—Entonces, ¿qué autor pondremos en la cubierta si se publica la novela?
—Ninguno.
—No, eso no ; siempre hay que poner algún nombre, verdadero o falso. Si no se quiere el auténtico, un seudónimo.
—Me ha dicho él que lo mejor sería que hiciese usted un prólogo y dijera en él que la obra es de un desconocido a quien sus amigos conocían por el nombre de Fantasio.
—Muy bien. Así lo haremos.
—¿ Cuándo quiere usted que le manden el original ?
—Cuando le parezca.
—Mañana o pasado vendrá una persona a traérselo a usted.
—Respecto a las condiciones en el caso de publicarlo habría que saber qué quiere el autor. No
vaya a tener pretensiones descomunales y fantasiosas.
Al decir esto recordaba el seudónimo de Fantasio que me había indicado aquella señora.
—No, no, eso no. Él no piensa lucrarse con su libro.
—Sin embargo…
—Nada, nada.
—Bueno, está bien; pero siempre es mejor dejar las cuestiones de dinero claras. Ya sabe usted que las cuentas claras hacen los buenos amigos.
—Aquí no hay cuestiones de dinero; mi amigo tiene una buena posición.
Después de dicho esto la señora volvió a su charla sobre el gran mundo, cuando el marqués, la duquesa y el conde se reunían aquí y allá y Fernandito, Conchita, Lulú y Mimí coqueteaban en la Castellana y en el Real.
—Usted se ha olvidado de sus antiguos amigos —me dijo por fin.
—Sí, quizá. ¿Qué quiere usted? Pierde uno la memoria.
La dama del velo se dispuso a salir, se levantó y me alargó la mano como invitándome a besarla. Yo pensé rápidamente: Un hombre con barbas, zapatillas, antiparras y boina no tiene aire a propósito para besar la mano a las señoras, aunque sean viejas, y me contenté con estrechársela ligeramente.
Dos días después, por la tarde, estaba en el despacho bregando con las pruebas de imprenta, trabajo inventado por el demonio para desesperación de los escritores y de los cajistas, cuando se
presentó un señor de unos cincuenta a sesenta años, vestido de luto, pálido, con barba negra con mechones de plata, un poco de melena y chalina azul flotante. Debía de ser Fantasio. Se comprendía que en su juventud podía haber sido un joven elegante y tenebroso.
—Ayer vino una señora a hablarle del original de una novela —me dijo con cierta vacilación.
—Sí.
—Pues aquí se la traigo a usted. Y me entregó una carpeta azul con cuartillas.
—Muy bien. ¿Quiere usted que le dé algún recibo?
—No, no hay necesidad. ¿Cuándo tendré la contestación?
—Dentro de ocho o diez días.
—Bueno, dentro de diez días volveré. Si no vuelvo, haga usted con el original lo que le plazca.
El caballero romántico, probablemente ex joven tenebroso, me saludó con una profunda inclinación y se marchó del cuarto.
Leí la novela. No la encontré del todo mal. El señor no volvió. Arrinconé el manuscrito, lo dejé entre varios legajos de la estantería y apareció mucho tiempo después revuelto con otros papeles.
Vacilé en publicar la novela. Al fin me he decidido a enviarla a la imprenta. Naturalmente, tengo que consignar, antes que nada, que el autor de la obra no soy yo, sino el señor misterioso, llamado por sus amigos Fantasio, y que usaba melena y chalina flotante y azul.
El que tenga el capricho de comparar nuestras respectivas ideas y nuestras respectivas aficiones podrá comprobar que entre Fantasio y yo hay marcadas divergencias.
sin caudales, y dos sillas. Al despacho se subía por una escalera exterior de ladrillo con barandado de hierro, que partía desde el ángulo del patio.
Un atardecer de invierno frío y desapacible trabajaba en la ingrata tarea de la corrección de unas pruebas de imprenta. La estufa se había apagado. Estaba con abrigo, boina y bufanda sentado a la mesa leyendo las galeradas con los anteojos puestos cuando se presentó una señora de luto con un velo espeso y tupido sobre el rostro. La señora quería hablarme. La invité a sentarse, y como oscurecía encendí la luz.
La dama se colocó en la zona de sombra y se levantó el velo. Era de estas mujeres protestantes de la vejez y a quien por eso mismo la vejez parece se ceba en ellas, se echa encima no a arañarlas y a marcarlas, sino a morderlas y a patearlas. Tenía grandes ojeras moradas, muchas arrugas, los labios pintados y la piel de la barba caída en una papada fofa, para evitar lo cual la sujetaba con una cinta ancha y negra como un barboquejo.
La señora comenzó a hablar, y lo hizo por los codos, con voz engolada de teatro. Me había conocido, según dijo, hacía muchos años en los jardines del Buen Retiro, en compañía del marqués de Tal y del banquero Cual, cuando la Fulanita y la Zutanita llamaban la atención en Madrid por su elegancia y por sus joyas.
—Esta señora se equivoca, pensé. Yo no he conocido nunca a nadie que tuviese cuatro cuartos.
—¡Parece mentira que no se acuerde usted de mí! —exclamó ella de una manera sentimental, con acento de cómica.
—Es que se hace uno viejo y pierde la memoria —dije, y añadí después—: ¿Y qué es lo que quería usted de mí ?
—Pues verá usted. Tengo un amigo que no es ya joven, de nuestro tiempo, un hombre encantador. Este hombre ha escrito una novela y quisiera publicarla.
—¿Y quién la tiene?
—Yo.
—Pues mándemela usted —Indiqué con un celo falsificado—, yo la leeré y si la encuentro interesante haré que se publique.
—La encontrará usted interesante, con seguridad.
—De todas maneras habrá que leerla.
—Yo haré que se la envíe a usted en seguida.
—¿ Cómo se llama ese señor ?
—Cuando le parezca.
—Mañana o pasado vendrá una persona a traérselo a usted.
—Respecto a las condiciones en el caso de publicarlo habría que saber qué quiere el autor. No vaya a tener pretensiones descomunales y fantasiosas.
Al decir esto recordaba el seudónimo de Fantasio que me había indicado aquella señora.
—No, no, eso no. Él no piensa lucrarse con su libro.
—Sin embargo…
—Nada, nada.
—Bueno, está bien; pero siempre es mejor dejar las cuestiones de dinero claras. Ya sabe usted que las cuentas claras hacen los buenos amigos.
—Aquí no hay cuestiones de dinero; mi amigo tiene una buena posición.
Después de dicho esto la señora volvió a su charla sobre el gran mundo, cuando el marqués, la duquesa y el conde se reunían aquí y allá y Fernandito, Conchita, Lulú y Mimí coqueteaban en la Castellana y en el Real.
—Usted se ha olvidado de sus antiguos amigos —me dijo por fin.
—Sí, quizá. ¿Qué quiere usted? Pierde uno la memoria.
La dama del velo se dispuso a salir, se levantó y me alargó la mano como invitándome a besarla. Yo pensé rápidamente: Un hombre con barbas, zapatillas, antiparras y boina no tiene aire a propósito para besar la mano a las señoras, aunque sean viejas, y me contenté con estrechársela ligeramente.
Dos días después, por la tarde, estaba en el despacho bregando con las pruebas de imprenta, trabajo inventado por el demonio para desesperación de los escritores y de los cajistas, cuando se
presentó un señor de unos cincuenta a sesenta años, vestido de luto, pálido, con barba negra con
mechones de plata, un poco de melena y chalina azul flotante. Debía de ser Fantasio. Se comprendía que en su juventud podía haber sido un joven elegante y tenebroso.
—Ayer vino una señora a hablarle del original de una novela —me dijo con cierta vacilación.
—Sí.
—Pues aquí se la traigo a usted. Y me entregó una carpeta azul con cuartillas.
—Muy bien. ¿Quiere usted que le dé algún recibo?
—Mire usted: no quiere que su nombre aparezca en el libro.
—Entonces, ¿qué autor pondremos en la cubierta si se publica la novela?
—Ninguno.
—No, eso no ; siempre hay que poner algún nombre, verdadero o falso. Si no se quiere el auténtico, un seudónimo.
—Me ha dicho él que lo mejor sería que hiciese usted un prólogo y dijera en él que la obra es de un desconocido a quien sus amigos conocían por el nombre de Fantasio.
—Muy bien. Así lo haremos.
—¿ Cuándo quiere usted que le manden el original ?
—Cuando le parezca.
—Mañana o pasado vendrá una persona a traérselo a usted.
—Respecto a las condiciones en el caso de publicarlo habría que saber qué quiere el autor. No
vaya a tener pretensiones descomunales y fantasiosas.
Al decir esto recordaba el seudónimo de Fantasio que me había indicado aquella señora.
—No, no, eso no. Él no piensa lucrarse con su libro.
—Sin embargo…
—Nada, nada.
—Bueno, está bien; pero siempre es mejor dejar las cuestiones de dinero claras. Ya sabe usted que las cuentas claras hacen los buenos amigos.
—Aquí no hay cuestiones de dinero; mi amigo tiene una buena posición.
Después de dicho esto la señora volvió a su charla sobre el gran mundo, cuando el marqués, la duquesa y el conde se reunían aquí y allá y Fernandito, Conchita, Lulú y Mimí coqueteaban en la Castellana y en el Real.
—Usted se ha olvidado de sus antiguos amigos —me dijo por fin.
—Sí, quizá. ¿Qué quiere usted? Pierde uno la memoria.
La dama del velo se dispuso a salir, se levantó y me alargó la mano como invitándome a besarla. Yo pensé rápidamente: Un hombre con barbas, zapatillas, antiparras y boina no tiene aire a propósito para besar la mano a las señoras, aunque sean viejas, y me contenté con estrechársela ligeramente.
Dos días después, por la tarde, estaba en el despacho bregando con las pruebas de imprenta, trabajo inventado por el demonio para desesperación de los escritores y de los cajistas, cuando se
presentó un señor de unos cincuenta a sesenta años, vestido de luto, pálido, con barba negra con mechones de plata, un poco de melena y chalina azul flotante. Debía de ser Fantasio. Se comprendía que en su juventud podía haber sido un joven elegante y tenebroso.
—Ayer vino una señora a hablarle del original de una novela —me dijo con cierta vacilación.
—Sí.
—Pues aquí se la traigo a usted. Y me entregó una carpeta azul con cuartillas.
—Muy bien. ¿Quiere usted que le dé algún recibo?
—No, no hay necesidad. ¿Cuándo tendré la contestación?
—Dentro de ocho o diez días.
—Bueno, dentro de diez días volveré. Si no vuelvo, haga usted con el original lo que le plazca.
El caballero romántico, probablemente ex joven tenebroso, me saludó con una profunda inclinación y se marchó del cuarto.
Leí la novela. No la encontré del todo mal. El señor no volvió. Arrinconé el manuscrito, lo dejé entre varios legajos de la estantería y apareció mucho tiempo después revuelto con otros papeles.
Vacilé en publicar la novela. Al fin me he decidido a enviarla a la imprenta. Naturalmente, tengo que consignar, antes que nada, que el autor de la obra no soy yo, sino el señor misterioso, llamado por sus amigos Fantasio, y que usaba melena y chalina flotante y azul.
El que tenga el capricho de comparar nuestras respectivas ideas y nuestras respectivas aficiones podrá comprobar que entre Fantasio y yo hay marcadas divergencias.
Pío Baroja, Las noches del Buen Retiro, 1933.
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