AMOR : UNA AFECCIÓN HEPÁTICA
Una interesante corresponsal me escribe una carta aguda, breve, inteligente. El nombre completo que suscribe sus veinte líneas ágiles y afirmativas; la cifra de la tarjeta postal que respalda su autenticidad y, sobre todo, ciertos matices característicos de una definida personalidad femenina, aunque romántica y sentimental, un poco a lo siglo pasado, me colocan en la obligante y por otra parte agradabilísima circunstancia de referirme a ellas, aunque sea tan brevemente como me lo permite este espacio.
Si fuera indispensable clasificarla, yo diría que ésta es una carta con pretensiones filosóficas. Sin embargo, tiene aspectos mucho más interesantes, mucho más poéticos a la moderna -si ello es posible- que denuncian de hecho la sinceridad y la buena fe de su autora. En ningún caso he pretendido creer que doña Isabel -y mi distinguida corresponsal me perdone la reserva de su nombre personalísimo, en gracia de la discreción- escribió esta carta con el único y muy poco original propósito de desconcertarme. Se trata, según entiendo, de una exposición sincera, en forma epistolar, del concepto que le merece a doña Isabel un sentimiento tan peligroso y tan delicado como es el amor. Simplemente -creo-, doña Isabel ha querido saber qué opinión le merecen sus teorías amorosas al hombre de la calle, al ciudadano común y corriente, y resolvió presentárselas a este periodista, acaso porque está segura de no conocerlo personalmente o por tener una dirección fácil. Es la única explicación que encuentro para esta sorpresiva y extraña deferencia.
He aquí el núcleo de las teorías expuestas por doña Isabel: «En mi concepto -dice la carta, textualmente-, el amor es una enfermedad del hígado, cuyas complicaciones pueden llegar a extremos fatales, como el suicidio». Más adelante agrega: «Todo enamorado, de cualquier sexo, es un producto de la alimentación deficiente o de una dieta cargada de proteínas.» Y finalmente, en una afirmación decepcionante, doña Isabel opina: «Lo peor de la enfermedad amorosa es que va siempre estrechamente vinculada a lo teatral, a lo ridículo y aparatoso, aunque sus manifestaciones externas puedan parecer sublimes a quienes padecen sus influencias morbosas».
Mi inteligente corresponsal no habla, sin embargo, de un detalle que resulta indispensable en estos problemas y que seguramente ya estará en el pensamiento de quienes vengan siguiendo esta nota: ¿Cuántos años tiene doña Isabel? Yo diría que tiene diecisiete o cuarenta y cinco. En ningún caso veintidós. Es decir, se trata de una adolescente que ya empezó a temerle al amor, o de una solterona que ya le perdió el miedo desde hace mucho tiempo y tiene suficiente valor para especular sobre él y para tomarse ciertas libertades, sin el menor peligro de caer en su cautiverio. Pero en ningún caso puede tratarse de una atractiva dama de veintidós años, en plena madurez espiritual para correr el riesgo con las mejores posibilidades de su parte.
Doña Isabel comprenderá -con esa inteligencia que tan protuberantemente aparece en su carta- que estoy manejando hipótesis; que seguramente estoy equivocado, y que acudo a toda mi sinceridad para acompañarla en su dolor en caso de que, realmente, sea una dama soltera de cuarenta y cinco otoños irremediables.
Ya me referiré, en otra ocasión, a los conceptos que me merecen las desapacibles teorías de mi inteligente corresponsal. Después de todo, no sería extraño que tuviera razón en sus afirmaciones de que el amor es una enfermedad del hígado. En este caso, habría dado una solución científica a ese problema que tanto ha preocupado a la humanidad de todos los tiempos. Estar enamorado no sería ya nada grave y su remedio eficaz constituiría un verdadero poema de sencillez. Simplemente, bastaría con tomar una cucharadita de ruibarbo antes del desayuno. ¿No es así, doña Isabel?
Una interesante corresponsal me escribe una carta aguda, breve, inteligente. El nombre completo que suscribe sus veinte líneas ágiles y afirmativas; la cifra de la tarjeta postal que respalda su autenticidad y, sobre todo, ciertos matices característicos de una definida personalidad femenina, aunque romántica y sentimental, un poco a lo siglo pasado, me colocan en la obligante y por otra parte agradabilísima circunstancia de referirme a ellas, aunque sea tan brevemente como me lo permite este espacio.
Si fuera indispensable clasificarla, yo diría que ésta es una carta con pretensiones filosóficas. Sin embargo, tiene aspectos mucho más interesantes, mucho más poéticos a la moderna -si ello es posible- que denuncian de hecho la sinceridad y la buena fe de su autora. En ningún caso he pretendido creer que doña Isabel -y mi distinguida corresponsal me perdone la reserva de su nombre personalísimo, en gracia de la discreción- escribió esta carta con el único y muy poco original propósito de desconcertarme. Se trata, según entiendo, de una exposición sincera, en forma epistolar, del concepto que le merece a doña Isabel un sentimiento tan peligroso y tan delicado como es el amor. Simplemente -creo-, doña Isabel ha querido saber qué opinión le merecen sus teorías amorosas al hombre de la calle, al ciudadano común y corriente, y resolvió presentárselas a este periodista, acaso porque está segura de no conocerlo personalmente o por tener una dirección fácil. Es la única explicación que encuentro para esta sorpresiva y extraña deferencia.
He aquí el núcleo de las teorías expuestas por doña Isabel: «En mi concepto -dice la carta, textualmente-, el amor es una enfermedad del hígado, cuyas complicaciones pueden llegar a extremos fatales, como el suicidio». Más adelante agrega: «Todo enamorado, de cualquier sexo, es un producto de la alimentación deficiente o de una dieta cargada de proteínas.» Y finalmente, en una afirmación decepcionante, doña Isabel opina: «Lo peor de la enfermedad amorosa es que va siempre estrechamente vinculada a lo teatral, a lo ridículo y aparatoso, aunque sus manifestaciones externas puedan parecer sublimes a quienes padecen sus influencias morbosas».
Mi inteligente corresponsal no habla, sin embargo, de un detalle que resulta indispensable en estos problemas y que seguramente ya estará en el pensamiento de quienes vengan siguiendo esta nota: ¿Cuántos años tiene doña Isabel? Yo diría que tiene diecisiete o cuarenta y cinco. En ningún caso veintidós. Es decir, se trata de una adolescente que ya empezó a temerle al amor, o de una solterona que ya le perdió el miedo desde hace mucho tiempo y tiene suficiente valor para especular sobre él y para tomarse ciertas libertades, sin el menor peligro de caer en su cautiverio. Pero en ningún caso puede tratarse de una atractiva dama de veintidós años, en plena madurez espiritual para correr el riesgo con las mejores posibilidades de su parte.
Doña Isabel comprenderá -con esa inteligencia que tan protuberantemente aparece en su carta- que estoy manejando hipótesis; que seguramente estoy equivocado, y que acudo a toda mi sinceridad para acompañarla en su dolor en caso de que, realmente, sea una dama soltera de cuarenta y cinco otoños irremediables.
Ya me referiré, en otra ocasión, a los conceptos que me merecen las desapacibles teorías de mi inteligente corresponsal. Después de todo, no sería extraño que tuviera razón en sus afirmaciones de que el amor es una enfermedad del hígado. En este caso, habría dado una solución científica a ese problema que tanto ha preocupado a la humanidad de todos los tiempos. Estar enamorado no sería ya nada grave y su remedio eficaz constituiría un verdadero poema de sencillez. Simplemente, bastaría con tomar una cucharadita de ruibarbo antes del desayuno. ¿No es así, doña Isabel?
Gabriel García Márquez
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