Pero el desierto nos olvida, se dijo esa mañana el gringo viejo. Arroyo pensó al mismo tiempo, mirando al cielo, que todo tiene un hogar, pero él y las nubes no. En cambio, Harriet Winslow despertó pronunciando tomorrow, la palabra mañana, acusándola de haberle prolongado el sueño para despertarla en seguida con una incómoda sensación de deber pospuesto. La pregunta del viejo (¿se había visto en los espejos del salón de baile?) seguía retornando, y Harriet se dijo a sí misma ¿por qué no?, aunque los espejos empezaban a contarle una historia que no le gustaba. Acaso el viejo quiso preguntarle anoche si en estos espejos de la hacienda la mujer vio otra cosa, o lo mismo de siempre.
-Tu alma no es distinta de tus sueños. Ambos son instantáneos.
-Tu alma no es del instante. No es un sueño, es eterna.
Por eso esta mañana de la escaramuza que ella desconocía, caminó con paso firme al pueblo aledaño a la hacienda, fresca y eficaz en su blusa y corbata, su amplia falda de lana plisada y sus botines altos, amarrándose la cabellera castaña en un chongo, murmurando lo primero es lo primero, olvidando que al despertar se sintió indecisa entre lo que pudo decir y no dijo en su encuentro con el general y el viejo, recobrando las lagunas espectrales de su discurso y de su acción vigilante, que la habían perseguido la noche entera. La actividad diurna era más importante por ello mismo; suponía implicar primero y destruir después los acosos nocturnos del instante. Pero volvería a dormir, volvería a soñar: la ruptura de los sueños en la máquina minutera que todos los días destruía el verdadero tiempo interno en la molienda de la actividad, sólo le daba un relieve mayor, un valor más acentuado, al mundo del instante eterno, que regresaría de noche, mientras ella dormía y soñaba sola.
Al caer el crepúsculo, regresó el destacamento. Arroyo vio a los hombres que se habían quedado limpiando las ruinas de la hacienda, a las mujeres preparando grandes baldes de jalbegue y a los niños sentados alrededor de miss Winslow en el salón de baile dispensado de la destrucción. Los niños evitaban mirarse en los espejos. La miss había hablado con firmeza en contra de la vanidad y este salón era una tentación para probar nuestra humildad cristiana, un salón lleno del pecado de la presunción.
-¿Se vieron en los espejos al entrar al salón de baile?
Había aprendido un español correcto en su escuela normal en Washington y podía hablar con firmeza, incluso corrección, cuando no estaba asustada como la noche anterior: La Presunción, La Vanidad, El Diablo, El Pecado y los niños pensaron que la lección de la maestrita gringa no era muy distinta de los sermones del párroco aquí en la hacienda, sólo que en la capilla había cosas más bonitas y divertidas para mirar mientras el cura hablaba. Miss Harriet Winslow los interrogó y los encontró inteligentes y abiertos. Pero, ¿la señorita había visitado ya la linda capillita?
-¿Vio usted algo distinto de lo que veía en Washington, o siempre la misma imagen?
La mirada de Harriet Winslow encontró la de Tomás Arroyo cuando el general entró marchando al salón de baile con un fuete en la mano. Ella vio la furia contenida del general y se regocijó con ella. ¿Quién le había dado permiso a la señorita para reconstruir la hacienda? ¿Por qué estaba distrayendo elementos militares?
-Para que la gente tenga un techo sobre sus cabezas -dijo simplemente miss Winslow-. No todos pueden dormir en un pullman diseñado para los Vanderbilt.
El general la miró con los ojillos más angostos que nunca.
-Yo quiero que este lugar sea una ruina. Yo quiero que la casa de los Miranda se quede ruina.
-Está usted loco, señor -dijo Harriet con toda la serenidad posible.
Él taconeó duro su paso hasta ella pero se detuvo antes de tocarla.
-Arroyo. Mi nombre es el general Arroyo.
Esperó pero ella no respondió; él gritó:
-¿Ahora entiende? Nadie toca este lugar. Se queda como está.
-Está usted loco, señor.
Ahora había un insulto en la voz de Harriet. El la tomó del brazo con violencia y ella sofocó un gemido.
-¿Por qué no me llama general, general Arroyo?
-¡Suélteme!
-Conteste, por favor.
-Porque usted no es general. Nadie lo nombró. Estoy segura de que se nombró solito.
-Venga conmigo.
La sacó a fuerzas a la hora tardía. El viejo estaba bebiendo una copa de tequila en el carro del general cuando oyó la conmoción y salió a la plataforma. Los vio claramente diseñados, de cara al sol poniente, ella alta y esbelta, él bajo para ser hombre pero musculoso, compensando en fuerza viril lo que la gringa le quitaba en altura o maneras o como se llamara eso que él temía y deseaba ahora de parte de ella, pensó el viejo al verlos y oírlos allí el mismo día de la hazaña en que el viejo no quería sentarse a escribir para compensar el desgaste físico y por eso se emborrachaba y rogaba que este día terminara pronto y llegara el día siguiente que quizás sería ya el de su muerte. Pero él sabía que el premio, como siempre, no era para los valientes, sino para los jóvenes: morir o escribir, amar o morir. Cerró los ojos con miedo: estaba mirando de lejos a un hijo y una hija, él opaco, ella transparente, pero ambos nacidos del semen de la imaginación que se llama poesía y amor. Tuvo miedo porque no quería más afectos en su vida.
-Mira -le dijo Arroyo a la señorita Winslow, igual que le dijo esa mañana al gringo viejo-, mira la tierra -y ella vio un mundo seco, feo, pero hermosamente dramático, fuerte, despojado de generosidad, ajeno a los frutos fáciles: ella vio una tierra donde los frutos escasos tenían que nacer del vientre muerto, como un niño que seguía viviendo y pugnaba por nacer en la entraña muerta de su madre.
Harriet y el viejo pensaron ahora en otras tierras más feraces, ríos ricos y eternamente lánguidos, el resplandor de trigales trémulos sobre tierras llanas como un mantel y valles de suaves ondulaciones junto a montañas azules y humeantes cargadas de bosque. Los ríos: pensaron sobre todo en los ríos del norte, una letanía que rodaba de sus lenguas como una corriente de deleites perdidos en el atardecer mexicano seco y sediento. Hudson, dijo el viejo; Ohio, Mississippi, le contestó desde lejos ella; Mississippi, Potomac, Delaware, concluyó el gringo viejo: las buenas aguas verdes.
¿Qué le dijo el gringo a miss Harriet anoche? Llegó como institutriz a una hacienda que ya no existe, que nunca vio, a enseñarles el inglés a niñitos a los que no conoció, ni supo cómo fueron, o si existieron siquiera.
-Se aburrían -dijo Arroyo con palabras pesadas y secas en esta tierra sin ríos.
Se aburrían: los señoritos de la hacienda sólo venían aquí de vez en cuando, de vacaciones. El capataz les administraba las cosas. Ya no eran los tiempos del encomendero siempre presente, al pie de la vaca y contando los quintales. Cuando venían, se aburrían y bebían coñac. También toreaban a las vaquillas. También salían galopando por los campos de labranza humilde para espantar a los peones doblados sobre los humildes cultivos chihuahuenses, de lechuguilla, y el trigo débil, los frijoles, y los más canijos les pegaban con los machetes planos en las espaldas a los hombres y se llevaban a las mujeres y luego se las cogían en los establos de la hacienda, mientras las madres de los jóvenes caballeros fingían no oír los gritos de nuestras madres y los padres de los jóvenes caballeros bebían coñac en la biblioteca y decían son jóvenes, es la edad de la parranda, más vale ahora que después. Ya sentarán cabeza. Nosotros hicimos lo mismo.
-Tu alma no es distinta de tus sueños. Ambos son instantáneos.
-Tu alma no es del instante. No es un sueño, es eterna.
Por eso esta mañana de la escaramuza que ella desconocía, caminó con paso firme al pueblo aledaño a la hacienda, fresca y eficaz en su blusa y corbata, su amplia falda de lana plisada y sus botines altos, amarrándose la cabellera castaña en un chongo, murmurando lo primero es lo primero, olvidando que al despertar se sintió indecisa entre lo que pudo decir y no dijo en su encuentro con el general y el viejo, recobrando las lagunas espectrales de su discurso y de su acción vigilante, que la habían perseguido la noche entera. La actividad diurna era más importante por ello mismo; suponía implicar primero y destruir después los acosos nocturnos del instante. Pero volvería a dormir, volvería a soñar: la ruptura de los sueños en la máquina minutera que todos los días destruía el verdadero tiempo interno en la molienda de la actividad, sólo le daba un relieve mayor, un valor más acentuado, al mundo del instante eterno, que regresaría de noche, mientras ella dormía y soñaba sola.
Al caer el crepúsculo, regresó el destacamento. Arroyo vio a los hombres que se habían quedado limpiando las ruinas de la hacienda, a las mujeres preparando grandes baldes de jalbegue y a los niños sentados alrededor de miss Winslow en el salón de baile dispensado de la destrucción. Los niños evitaban mirarse en los espejos. La miss había hablado con firmeza en contra de la vanidad y este salón era una tentación para probar nuestra humildad cristiana, un salón lleno del pecado de la presunción.
-¿Se vieron en los espejos al entrar al salón de baile?
Había aprendido un español correcto en su escuela normal en Washington y podía hablar con firmeza, incluso corrección, cuando no estaba asustada como la noche anterior: La Presunción, La Vanidad, El Diablo, El Pecado y los niños pensaron que la lección de la maestrita gringa no era muy distinta de los sermones del párroco aquí en la hacienda, sólo que en la capilla había cosas más bonitas y divertidas para mirar mientras el cura hablaba. Miss Harriet Winslow los interrogó y los encontró inteligentes y abiertos. Pero, ¿la señorita había visitado ya la linda capillita?
-¿Vio usted algo distinto de lo que veía en Washington, o siempre la misma imagen?
La mirada de Harriet Winslow encontró la de Tomás Arroyo cuando el general entró marchando al salón de baile con un fuete en la mano. Ella vio la furia contenida del general y se regocijó con ella. ¿Quién le había dado permiso a la señorita para reconstruir la hacienda? ¿Por qué estaba distrayendo elementos militares?
-Para que la gente tenga un techo sobre sus cabezas -dijo simplemente miss Winslow-. No todos pueden dormir en un pullman diseñado para los Vanderbilt.
El general la miró con los ojillos más angostos que nunca.
-Yo quiero que este lugar sea una ruina. Yo quiero que la casa de los Miranda se quede ruina.
-Está usted loco, señor -dijo Harriet con toda la serenidad posible.
Él taconeó duro su paso hasta ella pero se detuvo antes de tocarla.
-Arroyo. Mi nombre es el general Arroyo.
Esperó pero ella no respondió; él gritó:
-¿Ahora entiende? Nadie toca este lugar. Se queda como está.
-Está usted loco, señor.
Ahora había un insulto en la voz de Harriet. El la tomó del brazo con violencia y ella sofocó un gemido.
-¿Por qué no me llama general, general Arroyo?
-¡Suélteme!
-Conteste, por favor.
-Porque usted no es general. Nadie lo nombró. Estoy segura de que se nombró solito.
-Venga conmigo.
La sacó a fuerzas a la hora tardía. El viejo estaba bebiendo una copa de tequila en el carro del general cuando oyó la conmoción y salió a la plataforma. Los vio claramente diseñados, de cara al sol poniente, ella alta y esbelta, él bajo para ser hombre pero musculoso, compensando en fuerza viril lo que la gringa le quitaba en altura o maneras o como se llamara eso que él temía y deseaba ahora de parte de ella, pensó el viejo al verlos y oírlos allí el mismo día de la hazaña en que el viejo no quería sentarse a escribir para compensar el desgaste físico y por eso se emborrachaba y rogaba que este día terminara pronto y llegara el día siguiente que quizás sería ya el de su muerte. Pero él sabía que el premio, como siempre, no era para los valientes, sino para los jóvenes: morir o escribir, amar o morir. Cerró los ojos con miedo: estaba mirando de lejos a un hijo y una hija, él opaco, ella transparente, pero ambos nacidos del semen de la imaginación que se llama poesía y amor. Tuvo miedo porque no quería más afectos en su vida.
-Mira -le dijo Arroyo a la señorita Winslow, igual que le dijo esa mañana al gringo viejo-, mira la tierra -y ella vio un mundo seco, feo, pero hermosamente dramático, fuerte, despojado de generosidad, ajeno a los frutos fáciles: ella vio una tierra donde los frutos escasos tenían que nacer del vientre muerto, como un niño que seguía viviendo y pugnaba por nacer en la entraña muerta de su madre.
Harriet y el viejo pensaron ahora en otras tierras más feraces, ríos ricos y eternamente lánguidos, el resplandor de trigales trémulos sobre tierras llanas como un mantel y valles de suaves ondulaciones junto a montañas azules y humeantes cargadas de bosque. Los ríos: pensaron sobre todo en los ríos del norte, una letanía que rodaba de sus lenguas como una corriente de deleites perdidos en el atardecer mexicano seco y sediento. Hudson, dijo el viejo; Ohio, Mississippi, le contestó desde lejos ella; Mississippi, Potomac, Delaware, concluyó el gringo viejo: las buenas aguas verdes.
¿Qué le dijo el gringo a miss Harriet anoche? Llegó como institutriz a una hacienda que ya no existe, que nunca vio, a enseñarles el inglés a niñitos a los que no conoció, ni supo cómo fueron, o si existieron siquiera.
-Se aburrían -dijo Arroyo con palabras pesadas y secas en esta tierra sin ríos.
Se aburrían: los señoritos de la hacienda sólo venían aquí de vez en cuando, de vacaciones. El capataz les administraba las cosas. Ya no eran los tiempos del encomendero siempre presente, al pie de la vaca y contando los quintales. Cuando venían, se aburrían y bebían coñac. También toreaban a las vaquillas. También salían galopando por los campos de labranza humilde para espantar a los peones doblados sobre los humildes cultivos chihuahuenses, de lechuguilla, y el trigo débil, los frijoles, y los más canijos les pegaban con los machetes planos en las espaldas a los hombres y se llevaban a las mujeres y luego se las cogían en los establos de la hacienda, mientras las madres de los jóvenes caballeros fingían no oír los gritos de nuestras madres y los padres de los jóvenes caballeros bebían coñac en la biblioteca y decían son jóvenes, es la edad de la parranda, más vale ahora que después. Ya sentarán cabeza. Nosotros hicimos lo mismo.
Carlos Fuentes, Gringo viejo
***
Auréba nous propose sa traduction :
Mais le désert nous oublie, se dit ce matin-là le vieux gringo. Arroyo pensa en même temps, en regardant vers le ciel, que tout a un foyer, mais pas lui et les nuages. En revanche, Harriet Winslow se réveilla en prononçant tomorrow, le mot demain, en l’accusant d’avoir prolongé son sommeil pour la réveiller aussitôt avec une incommodante sensation de devoir remis à plus tard. La question du vieux (Vous étiez-vous vue dans les miroirs du salon de danse ?) revenait encore et Harriet se dit à elle-même pourquoi pas ?, même si les miroirs commençaient à lui raconter une histoire qui ne lui plaisait pas. Peut-être le vieux avait-il voulu lui demander la nuit dernière si dans ces miroirs de l’hacienda, la femme avait vu autre chose, ou la même chose que toujours.
— Ton âme n’est pas différente de tes rêves. Ils sont tous les deux instantanés.
— Ton âme n’appartient pas à l’instant. Elle n’est pas un rêve, elle est éternelle.
Pour cela, ce matin de l’escarmouche dont elle n’était pas au courant, elle marcha d’un pas ferme en direction du village voisin de l’hacienda, fraiche et efficace dans sa blouse-cravate, son ample jupe en laine plissée et ses bottines, en attachant sa chevelure châtain dans un chignon, en murmurant la première chose, c’est la première chose, en oubliant qu’au réveil elle se sentit indécise entre ce qu’elle put dire et n’eut pas dit et sa rencontre avec le général et le vieux, en recouvrant les lacunes spectrales de son discours et de son action vigilante, qui l’avaient persécutée la nuit entière. L’activité diurne était plus importante pour cela même ; cela supposait impliquer d’abord et détruire après les persécutions nocturnes de l’instant. Mais elle dormirait à nouveau, elle rêverait à nouveau : la rupture des rêves dans la machine à minutes qui tous les jours détruisait le véritable temps interne dans la corvée de l’activité, donnait juste un plus grand relief, une valeur plus accentuée, au monde de l’instant éternel, qui reviendrait la nuit, pendant qu’elle dormait et rêvait seule.
À la tombée du crépuscule, le détachement rentra. Arroyo vit les hommes qui étaient restés à nettoyer les ruines de l’hacienda, les femmes en train de préparer des grands sauts d’argile blanche et les enfants assis autour de miss Winslow dans le salon de danse dispensé de la destruction. Les enfants évitaient de se regarder dans les miroirs. La miss avait parlé avec fermeté contre la vanité et ce salon était une tentation pour prouver notre humilité chrétienne, un salon plein du péché de la présomption.
— Vous êtes-vous vus dans les miroirs en entrant dans le salon de danse ?
Elle avait appris un espagnol correct dans une école normale à Washington et pouvait parler avec fermeté, et même correction, quand elle n’était pas effrayée comme la nuit précédente : La Présomption, La Vanité, Le Diable, Le Péché et les enfants pensèrent que la leçon de la petite maitresse gringo n’était pas différente des sermons du curé, ici dans la hacienda, à part que dans la chapelle, il y avait des choses plus jolies et drôles à regarder pendant que le curé parlait. Miss Harriet Winslow les interrogea et les trouva intelligents et ouverts. Mais, la demoiselle avait-elle déjà visité la jolie petite chapelle ?
— Avez-vous vu quelque chose de différent de ce que vous voyiez à Washington, ou toujours la même image ?
Le regard d’Harriet Winslow trouva celui de Tomás Arroyo quand le général entra en marchant dans le salon de danse avec un fouet dans la main. Elle vit la fureur contenue du général et s’en réjouit. Qui vous avait donné la permission de reconstruire l’hacienda, mademoiselle ? Pourquoi étiez-vous en train de distraire des éléments militaires ?
— Pour que les gens aient un toit sur leurs têtes – dit simplement miss Winslow. Tout le monde ne peut pas dormir dans un pullman conçu pour les Vanderbilt.
Le général la regarda avec les yeux de la colère.
— Moi, je veux que cet endroit soit une ruine. Moi, je veux que la maison des Miranda reste en ruine.
— Vous êtes fou, monsieur – dit Harriet avec toute la sérénité possible.
Il fit sonner son talon en faisant un pas jusqu’à elle mais s’arrêta avant de la toucher.
— Arroyo. Mon nom est le général Arroyo.
Il attendit mais elle ne répondit pas ; il cria :
— Vous comprenez, maintenant ? Personne ne touche à cet endroit. Il reste comme il est.
— Vous êtes fou, monsieur.
Maintenant, il y avait une insulte dans la voix d’Harriet. Il la prit par le bras avec violence et elle étouffa un gémissement.
— Pourquoi ne m’appelez-vous pas général, général Arroyo ?
— Lâchez-moi !
— Répondez, s’il vous plait.
— Parce que vous n’êtes pas général. Personne ne vous a nommé. Je suis sûre que vous vous êtes nommé tout seul.
— Venez avec moi.
Il la sortit de force à l’heure tardive. Le vieux était en train de boire un verre de tequila dans la voiture du général quand il entendit le bouleversement et sortit sur la plateforme. Il les vit clairement dessinés, face au soleil couchant, elle, grande et svelte, lui, petit pour un homme mais musclé, compensant en force virile ce que la gringo lui enlevait en taille et en manières ou comment nommer cette chose qu’il craignait et désirait maintenant de sa part, pensa le vieux en les voyant et en les entendant là-bas le jour même du haut fait pendant lequel le vieux ne voulait pas s’assoir pour écrire pour compenser l’usure physique et c’était pour cela qu’il se soûlait et priait que ce jour termine vite et qu’arrive le jour suivant qui peut-être serait déjà celui de sa mort. Mais lui, il savait que la récompense, comme toujours, n’était pas pour les courageux, mais pour les jeunes : mourir ou écrire, aimer ou mourir. Il ferma les yeux, apeuré : il était en train de regarder de loin un fils et une fille, lui, opaque, elle, transparente, mais tous les deux nés de la semence de l’imagination que l’on appelle poésie et amour. Il eut peur parce qu’il ne voulait pas plus d’affections dans sa vie.
— Regarde – dit Arroyo à la demoiselle Winslow, tout comme il l’avait dit ce matin au vieux gringo –, regarde la terre – et elle vit un monde sec, moche, mais joliment dramatique, fort, dépouillé de générosité, loin des fruits faciles : elle vit une terre où les rares fruits devaient naitre du ventre mort, comme un enfant qui continuait à vivre et se battait pour naître dans les entrailles mortes de sa mère.
Harriet et le vieux pensèrent maintenant à d’autres terres plus fécondes, à de riches fleuves éternellement langoureux, à l’éclat de champs de blé tremblants sur des terres plates comme une nappe et à des vallées aux douces ondulations près de montagnes bleues et enfumées chargées de forêt. Les rivières : ils pensèrent surtout aux rivières du nord, une litanie qui dégringolait de ses langues comme un courant de délices perdus à la tombée du jour mexicaine sèche et assoiffée. Hudson, dit le vieux ; Ohio, Mississipi, lui répondit-elle de loin ; Mississipi, Potomac, Delaware, conclut le vieux gringo : les bonnes eaux vertes.
Qu’avait dit le gringo à miss Harriet, la nuit dernière? Elle était arrivée en tant qu’institutrice à une hacienda qui n’existe plus, qu’elle n’avait jamais vu, pour apprendre l’anglais à des gamins qu’elle n’avait jamais connus, et dont elle ne sut pas comment ils étaient, ou même s’ils existaient.
Ils s’ennuyaient : les fils à papa de l’hacienda ne venaient ici que de temps en temps, en vacances. Le contremaître leur rationnait les choses. Ce n’était plus l’époque du maître d’indiens toujours présent, au pied de la vache et en train de compter les quintaux. Quand ils venaient, ils s’ennuyaient et buvaient du cognac. Aussi, ils toréaient des vachettes. Ils sortaient aussi en galopant dans les humbles champs de labour pour épouvanter les ouvriers agricoles pliés sur les humbles cultures de Chihuahua de laitue sauvage, et le blé tendre, les haricots rouges, et les plus malingres frappaient dans le dos les hommes avec les machettes plates et prenaient avec eux les femmes et ensuite, ils les possédaient dans les étables de l’hacienda, pendant que les mères des jeunes messieurs faisaient semblant de ne pas entendre les cris de nos mères et les pères des jeunes messieurs buvaient du cognac dans la bibliothèque et disaient ils sont jeunes, c’est de leur âge, il vaut mieux maintenant qu’après. Ils se calmeront. Nous avons fait pareil à leur âge.
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