Muchas veces recuerdo cómo éramos antes, cómo éramos cuando nos conocimos. Yo, por entonces, acababa de llegar a Santiago y tenía la inocencia de un cubo. Llevaba el pelo largo, chirucas agujereadas y siempre un libro o un bocata en el bolsillo. Recuerdo aquel deslumbramiento inicial frente a la libertad. Me vi embriagado de posibilidades, de madurez, de independencia. Fue el año de las grandes borracheras y de la búsqueda.
Vivía en una pensión llena de novatos asquerosos. Recuerdo aquellas comidas acnéicas en las que reinaba el repollo y sólo se hablaba de sexo. Hablábamos de sexo, noche y día, como si estuviésemos en la mili, de un sexo pobre de revista manoseada.
Empecé mis estudios con tan poco entusiasmo como era de esperar. Jamás iba a clase. La economía, ya por entonces, se me antojaba un cúmulo de inmoralidades amparadas por la ley. Ahora, cinco años después, puedo deciros que me importa un pito. En esto consiste ser adulto. Con diecinueve años, uno obvia el sustento. A los veinticuatro, uno sólo quiere que le renueven la beca y dejarse de virguerías.
Pero volvamos a aquel año. LLovió mucho o eso me dijeron. Yo nunca vi llover tras los cristales de mi cuarto. Mi cuarto era interior, daba a un patio de luces cubierto por donde apenas entraba aire. Pero yo no era como ellos. Yo no era como todos aquellos mocosos granujientos de la pensión. Yo quería ver las cosas, quería conocer gente distinta, gente original, gente inquieta. Empecé a andar solo, a frecuentar el teatro y los ciclos de cine del Principal. Asistí a miles de fiestas reivindicativas y antiimperialistas, a cientos de conciertos de música, flok, country o new-age, y a una docena de recitales de poesía erótica.
Blanca Riestra, Anatol y dos más, Barcelona, Anagrama, 1996, p. 27
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