Brigitte … à qui une misérable « version de la semaine » ne suffit pas.
Pour toi, donc, chère apprentie-traductrice. Amuse-toi bien !
Nunca tuvo mejor semblante, ni lo quisieron más, ni fue más desaforado el paritorio de sus animales. Se sacrificaban tantas reses, tantos cerdos y gallinas en las interminables parrandas, que la tierra del patio se volvió negra y lodosa de tanta sangre. Aquello era un eterno tiradero de huesos y tripas, un muladar de sobras, y había que estar quemando recámaras de dinamita a todas horas para que los gallinazos no les sacaran los ojos a los invitados. Aureliano Segundo se volvió gordo, violáceo, atortugado, a consecuencia de un apetito apenas comparable al de José Arcadio cuando regresó de la vuelta al mundo. El prestigio de su desmandada voracidad, de su inmensa capacidad de despilfarro, de su hospitalidad sin precedente, rebasó los límites de la ciénaga y atrajo a los glotones mejor calificados del litoral. De todas partes llegaban tragaldabas fabulosos para tomar parte en los irracionales torneos de capacidad y resistencia que se organizaban en casa de Petra Cotes. Aureliano Segundo fue el comedor invicto, hasta el sábado de infortunio en que apareció Camila Sagastume, una hembra totémica conocida en el país entero con el buen nombre de La Elefanta.
El duelo se prolongó hasta el amanecer del martes. En las primeras veinticuatro horas, habiendo despachado una ternera con yuca, ñame y plátanos asados, y además una caja y media de champaña, Aureliano Segundo tenía la seguridad de la victoria. Se veía más entusiasta, más vital que la imperturbable adversaria, poseedora de un estilo evidentemente más profesional, pero por lo mismo menos emocionante para el abigarrado público que desbordó la casa. Mientras Aureliano Segundo comía a dentelladas, desbocado por la ansiedad del triunfo, La Elefanta seccionaba la carne con las artes de un cirujano, y la comía sin prisa y hasta con un cierto placer. Era gigantesca y maciza, pero contra la corpulencia colosal prevalecía la ternura de la femineidad, y tenía un rostro tan hermoso, unas manos tan finas y bien cuidadas y un encanto personal tan irresistible, que cuando Aureliano Segundo la vio entrar a la casa comentó en voz baja que hubiera preferido no hacer el torneo en la mesa sino en la cama. Más tarde, cuando la vio consumir el cuadril de la ternera sin violar una sola regla de la mejor urbanidad, comentó seriamente que aquel delicado, fascinante e insaciable proboscidio era en cierto modo la mujer ideal. No estaba equivocado. La fama de quebrantahuesos que precedió a La Elefanta carecía de fundamento. No era trituradora de bueyes, ni mujer barbada en un circo griego, como se decía, sino directora de una academia de canto. Había aprendido a comer siendo ya una respetable madre de familia, buscando un método para que sus hijos se alimentaran mejor y no mediante estímulos artificiales del apetito sino mediante la absoluta tranquilidad del espíritu. Su teoría, demostrada en la práctica, se fundaba en el principio de que una persona que tuviera perfectamente arreglados todos los asuntos de su conciencia, podía comer sin tregua hasta que la venciera el cansancio. De modo que fue por razones morales, y no por interés deportivo, que desatendió la academia y el hogar para competir con un hombre cuya fama de gran comedor sin principios le había dado la vuelta al país. Desde la primera vez que lo vio, se dio cuenta de que a Aureliano Segundo no lo perdería el estómago sino el carácter. Al término de la primera noche, mientras La Elefanta continuaba impávida, Aureliano Segundo se estaba agotando de tanto hablar y reír. Durmieron cuatro horas. Al despertar, se bebió cada uno el jugo de cincuenta naranjas, ocho litros de café y treinta huevos crudos. Al segundo amanecer, después de muchas horas sin dormir y habiendo despachado dos cerdos, un racimo de plátanos y cuatro cajas de champaña, La Elefanta sospechó que Aureliano Segundo, sin saberlo, había descubierto el mismo método que ella, pero por el camino absurdo de la irresponsabilidad total. Era, pues, más peligroso de lo que ella pensaba. Sin embargo, cuando Petra Cotes llevó a la mesa dos pavos asados, Aureliano Segundo estaba a un paso de la congestión.
-Si no puede, no coma más -dijo La Elefanta-. Quedamos empatados.
Lo dijo de corazón, comprendiendo que tampoco ella podía comer un bocado más por el remordimiento de estar propiciando la muerte del adversario. Pero Aureliano Segundo lo interpretó como un nuevo desafío, y se atragantó de pavo hasta más allá de su increíble capacidad. Perdió el conocimiento. Cayó de bruces en el plato de huesos, echando espumarajos de perro por la boca, y ahogándose en ronquidos de agonía. Sintió, en medio de las tinieblas, que
lo arrojaban desde lo más alto de una torre hacia un precipicio sin fondo, y en un último fogonazo de lucidez se dio cuenta de que al término de aquella inacabable caída lo estaba esperando la muerte.
-Llévenme con Fernanda -alcanzó a decir.
El duelo se prolongó hasta el amanecer del martes. En las primeras veinticuatro horas, habiendo despachado una ternera con yuca, ñame y plátanos asados, y además una caja y media de champaña, Aureliano Segundo tenía la seguridad de la victoria. Se veía más entusiasta, más vital que la imperturbable adversaria, poseedora de un estilo evidentemente más profesional, pero por lo mismo menos emocionante para el abigarrado público que desbordó la casa. Mientras Aureliano Segundo comía a dentelladas, desbocado por la ansiedad del triunfo, La Elefanta seccionaba la carne con las artes de un cirujano, y la comía sin prisa y hasta con un cierto placer. Era gigantesca y maciza, pero contra la corpulencia colosal prevalecía la ternura de la femineidad, y tenía un rostro tan hermoso, unas manos tan finas y bien cuidadas y un encanto personal tan irresistible, que cuando Aureliano Segundo la vio entrar a la casa comentó en voz baja que hubiera preferido no hacer el torneo en la mesa sino en la cama. Más tarde, cuando la vio consumir el cuadril de la ternera sin violar una sola regla de la mejor urbanidad, comentó seriamente que aquel delicado, fascinante e insaciable proboscidio era en cierto modo la mujer ideal. No estaba equivocado. La fama de quebrantahuesos que precedió a La Elefanta carecía de fundamento. No era trituradora de bueyes, ni mujer barbada en un circo griego, como se decía, sino directora de una academia de canto. Había aprendido a comer siendo ya una respetable madre de familia, buscando un método para que sus hijos se alimentaran mejor y no mediante estímulos artificiales del apetito sino mediante la absoluta tranquilidad del espíritu. Su teoría, demostrada en la práctica, se fundaba en el principio de que una persona que tuviera perfectamente arreglados todos los asuntos de su conciencia, podía comer sin tregua hasta que la venciera el cansancio. De modo que fue por razones morales, y no por interés deportivo, que desatendió la academia y el hogar para competir con un hombre cuya fama de gran comedor sin principios le había dado la vuelta al país. Desde la primera vez que lo vio, se dio cuenta de que a Aureliano Segundo no lo perdería el estómago sino el carácter. Al término de la primera noche, mientras La Elefanta continuaba impávida, Aureliano Segundo se estaba agotando de tanto hablar y reír. Durmieron cuatro horas. Al despertar, se bebió cada uno el jugo de cincuenta naranjas, ocho litros de café y treinta huevos crudos. Al segundo amanecer, después de muchas horas sin dormir y habiendo despachado dos cerdos, un racimo de plátanos y cuatro cajas de champaña, La Elefanta sospechó que Aureliano Segundo, sin saberlo, había descubierto el mismo método que ella, pero por el camino absurdo de la irresponsabilidad total. Era, pues, más peligroso de lo que ella pensaba. Sin embargo, cuando Petra Cotes llevó a la mesa dos pavos asados, Aureliano Segundo estaba a un paso de la congestión.
-Si no puede, no coma más -dijo La Elefanta-. Quedamos empatados.
Lo dijo de corazón, comprendiendo que tampoco ella podía comer un bocado más por el remordimiento de estar propiciando la muerte del adversario. Pero Aureliano Segundo lo interpretó como un nuevo desafío, y se atragantó de pavo hasta más allá de su increíble capacidad. Perdió el conocimiento. Cayó de bruces en el plato de huesos, echando espumarajos de perro por la boca, y ahogándose en ronquidos de agonía. Sintió, en medio de las tinieblas, que
lo arrojaban desde lo más alto de una torre hacia un precipicio sin fondo, y en un último fogonazo de lucidez se dio cuenta de que al término de aquella inacabable caída lo estaba esperando la muerte.
-Llévenme con Fernanda -alcanzó a decir.
Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, 1967.
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La traduction « officielle », Cent ans de solitude, réalisée par Claude et Carmen Durand, pour les éditions du SEUIL, « Points », 1968, p. 289-291 :
Jamais il n’eut meilleure mine, jamais il ne fut tant aimé, jamais la reproduction de ses animaux n’atteignit des proportions aussi énormes. Au cours de ces interminables festins, on sacrifiait tant de têtes de bétail, tant de porcs et de volailles que la terre du patio devint noire et fangeuse à cause de tout ce sang versé. Ce n’était plus qu’un éternel amoncellement d’os et de tripes, un dépotoir où l’on jetait les restes et les détritus, et il fallait à tout moment allumer des cartouches de dynamite pour empêcher les urubus de venir arracher les yeux des convives. Aureliano le Second devint gros et gras, violacé, tout tortufié, en raison d’un appétit à peine comparable à celui de José Arcadio lorsqu’il s’en revint de son tour du monde. Le prestige de sa gloutonnerie surhumaine, de son incommensurable prodigalité, de son hospitalité sans précédent, franchit les limites du marigot et attira les goinfres parmi les mieux qualifiés du littoral. De toutes parts débarquèrent de fabuleux bâfreurs, venus participer aux fantastiques tournois de résistance et de capacité qui s’organisaient chez Petra Cotes. Aureliano le Second demeura le champion incontesté de la mangeaille jusqu’à ce malheureux samedi où apparut Camila Sagastume, femelle totémique qu’on connaissait dans le pays sous le bon nom de l’Éléphante. Le duel se prolongea jusqu’au mardi à l’aube. Au bout des premières vingt-quatre heures, ayant ingurgité une génisse accompagnée de manioc, d’igname et de bananes frites, sans compter une caisse et demie de champagne, Aureliano le Second tenait sa victoire pour assurée. Il faisait montre de plus d’enthousiasme et d’entrain que son imperturbable adversaire dont le style, de toute évidence, était davantage d’un professionnel, mais, par là même, touchait moins le public bigarré que la maison avait peine à contenir. Cependant qu’Aureliano le Second dévorait à belles dents, emporté par la soif du triomphe, l’Éléphante sectionnait la viande avec une science de chirurgien, et la mangeait sans se presser, avec même un certain plaisir. Elle était massive et gigantesque mais chez elle la tendresse de la féminité l’emportait sur la colossale corpulence, et son visage était si beau, ses mains si fines et soignées, son charme personnel si irrésistible qu’au moment où il la vit entrer dans la maison, Auréliano le Second confia à voix basse qu’il aurait préféré que le tournoi se fit au lit plutôt qu’à table. Plus tard, lorsqu’il la vit venir à bout d’un cuisseau de veau sans enfreindre une seule fois les bonnes manières, il affirma très sérieusement que, d’un certain point de vue, ce délicat, fascinant et insatiable proboscidien représentait pour lui la femme idéale. Il ne se trompait pas. Sa réputation de grand rapace charognard, qui la précédait en tous lieux, ne reposait sur rien. Elle n’avait rien d’une étrangleuse de bœufs vivants, comme on racontait, et elle n’était pas davantage la femme à barbe d’un cirque grec, mais dirigeait un cours de chant. Elle avait appris à manger ainsi, alors qu’elle était déjà une respectable mère de famille, en cherchant une méthode qui permît à ses enfants de mieux s’alimenter, non pas en stimulant artificiellement l’appétit mais par une absolue tranquillité d’esprit. Sa théorie, qui se vérifia dans la pratique, reposait sur le principe qu’un être parfaitement en règle avec sa conscience pouvait manger sans trêve jusqu’à ce que la fatigue le vainquît. De sorte que ce fut pour des raisons morales, et non par intérêt sportif, qu’elle abandonna foyer et cours de chant pour aller se mesurer à un homme dont la réputation de grand mangeur sans principes avait fait le tour du pays. Dès l’instant où elle le vit pour la première fois, elle comprit que ce qui flancherait chez Aureliano le Second, ce n’était point son estomac mais son caractère. Au bout de la première nuit, tandis que l’Eléphante ne se départissait pas de son impassibilité, Aureliano le Second s’épuisait à tant rire et à tant parler. Ils dormirent quatre heures. Au réveil, chacun avala le jus de cinquante oranges, huit litres de café et une trentaine d’œufs crus. Au matin du deuxième jour, au bout de longues heures de veille et après avoir liquidé deux porcs entiers, un régime de bananes et quatre caisses de champagne, l’Eléphante soupçonna Aureliano le Second d’avoir découvert sans s’en apercevoir la même méthode qu’elle, mais par le biais absurde d’une totale irresponsabilité. Il s’avérait donc plus dangereux qu’elle ne l’avait pensé. Pourtant, lorsque Petra Cotes apporta sur la table deux dindons rôtis, Aureliano le Second n’était qu’à un doigt de la congestion.
- Si vous n’en pouvez plus, arrêtez-vous de manger, lui dit l’Éléphante. Restons à égalité.
Elle le proposait de bon cœur, comprenant qu’elle non plus ne pouvait avaler une bouchée supplémentaire à cause du remords qu’elle avait de contribuer ainsi à la mort de son adversaire. Mais Aureliano le Second interpréta son attitude comme un nouveau défi et se bourra la gorge de dindon, bien au-delà de son incroyable capacité. Il perdit connaissance. Il piqua du nez dans le plat où ne restaient que les os, la babine écumante, comme un chien, s’étouffant dans les râles de l’agonie. Au milieu des ténèbres, il se sentit poussé du haut d’une tour dans un précipice sans fond et, dans un dernier éclair de lucidité, il se rendit compte qu’au bas de cette interminable chute l’attendait la mort.
Jamais il n’eut meilleure mine, jamais il ne fut tant aimé, jamais la reproduction de ses animaux n’atteignit des proportions aussi énormes. Au cours de ces interminables festins, on sacrifiait tant de têtes de bétail, tant de porcs et de volailles que la terre du patio devint noire et fangeuse à cause de tout ce sang versé. Ce n’était plus qu’un éternel amoncellement d’os et de tripes, un dépotoir où l’on jetait les restes et les détritus, et il fallait à tout moment allumer des cartouches de dynamite pour empêcher les urubus de venir arracher les yeux des convives. Aureliano le Second devint gros et gras, violacé, tout tortufié, en raison d’un appétit à peine comparable à celui de José Arcadio lorsqu’il s’en revint de son tour du monde. Le prestige de sa gloutonnerie surhumaine, de son incommensurable prodigalité, de son hospitalité sans précédent, franchit les limites du marigot et attira les goinfres parmi les mieux qualifiés du littoral. De toutes parts débarquèrent de fabuleux bâfreurs, venus participer aux fantastiques tournois de résistance et de capacité qui s’organisaient chez Petra Cotes. Aureliano le Second demeura le champion incontesté de la mangeaille jusqu’à ce malheureux samedi où apparut Camila Sagastume, femelle totémique qu’on connaissait dans le pays sous le bon nom de l’Éléphante. Le duel se prolongea jusqu’au mardi à l’aube. Au bout des premières vingt-quatre heures, ayant ingurgité une génisse accompagnée de manioc, d’igname et de bananes frites, sans compter une caisse et demie de champagne, Aureliano le Second tenait sa victoire pour assurée. Il faisait montre de plus d’enthousiasme et d’entrain que son imperturbable adversaire dont le style, de toute évidence, était davantage d’un professionnel, mais, par là même, touchait moins le public bigarré que la maison avait peine à contenir. Cependant qu’Aureliano le Second dévorait à belles dents, emporté par la soif du triomphe, l’Éléphante sectionnait la viande avec une science de chirurgien, et la mangeait sans se presser, avec même un certain plaisir. Elle était massive et gigantesque mais chez elle la tendresse de la féminité l’emportait sur la colossale corpulence, et son visage était si beau, ses mains si fines et soignées, son charme personnel si irrésistible qu’au moment où il la vit entrer dans la maison, Auréliano le Second confia à voix basse qu’il aurait préféré que le tournoi se fit au lit plutôt qu’à table. Plus tard, lorsqu’il la vit venir à bout d’un cuisseau de veau sans enfreindre une seule fois les bonnes manières, il affirma très sérieusement que, d’un certain point de vue, ce délicat, fascinant et insatiable proboscidien représentait pour lui la femme idéale. Il ne se trompait pas. Sa réputation de grand rapace charognard, qui la précédait en tous lieux, ne reposait sur rien. Elle n’avait rien d’une étrangleuse de bœufs vivants, comme on racontait, et elle n’était pas davantage la femme à barbe d’un cirque grec, mais dirigeait un cours de chant. Elle avait appris à manger ainsi, alors qu’elle était déjà une respectable mère de famille, en cherchant une méthode qui permît à ses enfants de mieux s’alimenter, non pas en stimulant artificiellement l’appétit mais par une absolue tranquillité d’esprit. Sa théorie, qui se vérifia dans la pratique, reposait sur le principe qu’un être parfaitement en règle avec sa conscience pouvait manger sans trêve jusqu’à ce que la fatigue le vainquît. De sorte que ce fut pour des raisons morales, et non par intérêt sportif, qu’elle abandonna foyer et cours de chant pour aller se mesurer à un homme dont la réputation de grand mangeur sans principes avait fait le tour du pays. Dès l’instant où elle le vit pour la première fois, elle comprit que ce qui flancherait chez Aureliano le Second, ce n’était point son estomac mais son caractère. Au bout de la première nuit, tandis que l’Eléphante ne se départissait pas de son impassibilité, Aureliano le Second s’épuisait à tant rire et à tant parler. Ils dormirent quatre heures. Au réveil, chacun avala le jus de cinquante oranges, huit litres de café et une trentaine d’œufs crus. Au matin du deuxième jour, au bout de longues heures de veille et après avoir liquidé deux porcs entiers, un régime de bananes et quatre caisses de champagne, l’Eléphante soupçonna Aureliano le Second d’avoir découvert sans s’en apercevoir la même méthode qu’elle, mais par le biais absurde d’une totale irresponsabilité. Il s’avérait donc plus dangereux qu’elle ne l’avait pensé. Pourtant, lorsque Petra Cotes apporta sur la table deux dindons rôtis, Aureliano le Second n’était qu’à un doigt de la congestion.
- Si vous n’en pouvez plus, arrêtez-vous de manger, lui dit l’Éléphante. Restons à égalité.
Elle le proposait de bon cœur, comprenant qu’elle non plus ne pouvait avaler une bouchée supplémentaire à cause du remords qu’elle avait de contribuer ainsi à la mort de son adversaire. Mais Aureliano le Second interpréta son attitude comme un nouveau défi et se bourra la gorge de dindon, bien au-delà de son incroyable capacité. Il perdit connaissance. Il piqua du nez dans le plat où ne restaient que les os, la babine écumante, comme un chien, s’étouffant dans les râles de l’agonie. Au milieu des ténèbres, il se sentit poussé du haut d’une tour dans un précipice sans fond et, dans un dernier éclair de lucidité, il se rendit compte qu’au bas de cette interminable chute l’attendait la mort.
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Super Brigitte nous propose sa traduction (« Promis juré jamais plus je ne réclamerai une "surdose" de version !!!!) » :
Jamais l’endroit où leurs animaux mettaient bas n’avait eu si belle allure, jamais ils ne l’avaient autant aimé, jamais il n’avait connu une telle frénésie. On sacrifiait tant de bétail, tant de porcs et de poules dans ces interminables banquets que le sol de la cour était devenu noir et boueux par tant de sang versé. C’était un dépotoir permanent d’ossements et de tripes, une décharge de restes et il fallait faire exploser à toute heure des charges de dynamite pour que les vautours ne crèvent pas les yeux des invités. Aureliano Segundo était devenu gros, violacé, comme une grosse tortue, à cause d’un appétit à peine comparable à celui de José Arcadio lorsqu’il était revenu de son tour du monde. La notoriété de son incroyable voracité, de son énorme propension au gaspillage, de son hospitalité sans borne, outrepassa largement les confins du marais et attira les gloutons les plus hautement qualifiés du littoral. De partout affluaient des goinfres extraordinaires pour participer aux irrationnels tournois de capacité et de résistance organisés chez Petra Cortes. Aureliano Buendia avait été le mangeur invaincu jusqu’au terrible samedi où était arrivée Camila Sagastume, une femme totémique connue dans tous le pays sous le drôle de nom de l’Eléphante.
Le duel se poursuivit jusqu'à l’aube du mardi. Pendant les premières vingt-quatre heures, ayant avalé un veau au manioc, avec des ignames et des bananes grillées et une caisse et demie de champagne en plus, Aureliano Segundo, était assuré de sa victoire. On le voyait plus enthousiaste, plus énergique que son imperturbable adversaire, détentrice, certes, d’un style beaucoup plus professionnel mais qui, pour cette même raison, touchait moins le public haut en couleur qui avait envahi la maison. Pendant qu’Aureliano Segundo mangeait à belles dents, emporté par sa soif de triomphe, l’Eléphante, elle, découpait la viande avec la dextérité d’un chirurgien et la mangeait sans hâte et même avec un certain plaisir. Elle était gigantesque et massive mais la tendresse de sa féminité prenait le pas sur sa corpulence de colosse, et elle avait un si joli visage, des mains si fines et bien soignées et un charme tellement irrésistible que, lorsqu’ Aureliano Segundo la vit entrer dans la maison, il commenta à voix basse qu’il aurait préféré faire cette joute au lit plutôt qu’à table.
Plus tard, lorsqu’il la vit consommer la patte de veau sans violer une seule fois les règles de la bienséance, il dit avec sérieux que ce mastodonte délicat, fascinant et insatiable était, en quelque sorte, la femme idéale. Il n’avait pas tort. La réputation de pénible lourdaude qui avait précédé L’Eléphante était totalement dépourvue de fondement. Elle n’était ni broyeuse de bœufs, ni femme à barbe dans un cirque grec, comme on le disait, mais directrice d’une école de chant. Elle avait appris à manger alors qu’elle était déjà une mère de famille respectable, en cherchant une méthode pour que ses enfants s’alimentent mieux, non pas au moyen de stimulants artificiels pour éveiller l’appétit mais par une absolue tranquillité de l’esprit. Sa théorie, démontrée dans la pratique, était basée sur le principe suivant : toute personne qui se trouvait parfaitement en règle avec sa conscience était capable de manger sans relâche jusqu’à épuisement. Ce fut donc pour des raisons morales et non par intérêt sportif qu’elle avait délaissé son école et son foyer, pour affronter en compétition un homme dont la réputation de gros mangeur sans principes avait fait le tour du pays. La première fois qu’elle l’avait vu, elle s’était tout de suite rendue compte que ce n’était pas son estomac qui perdrait Aurélien Segundo mais son caractère. Au terme de la première nuit, pendant que L’Eléphante continuait, impassible, Aureliano Segundo s’épuisait à parler et à rire. Ils dormirent quatre heures. Au réveil, chacun but le jus de cinquante oranges, huit litres de café et trente œufs crus. Au matin du deuxième jour, après de nombreuses heures sans sommeil et après avoir englouti deux porcs, un régime de bananes et quatre caisses de champagne, L’Eléphante soupçonna qu’Aureliano Segundo, à son insu, avait découvert la même méthode que la sienne, mais par la voie absurde de l’irresponsabilité totale. Il était donc plus dangereux qu’elle ne l’avait pensé. Pourtant, quand Petra Cotes apporta à table deux dindes rôties, Aureliano Segundo était au bord de la congestion.
- Si vous ne pouvez pas, ne mangez pas plus – dit l’Eléphante. Match nul.
Elle dit cela en toute sincérité, comprenant qu’elle non plus ne pouvait plus avaler la moindre bouchée, prise de remords à l’idée qu’elle était en train de favoriser la mort son adversaire. Mais Aureliano Segundo interpréta cela comme un nouveau défi et il s’empiffra de dinde au-delà de son incroyable capacité. Il perdit connaissance. Il tomba le nez dans l’assiette d’os, crachant par la bouche de la bave comme un chien et s’étouffant dans des ronflements d’agonie. Il sentit, au beau milieu des ténèbres, qu’on le jetait du haut d’une tour dans un précipice sans fond, et dans un ultime éclair de lucidité, il réalisa qu’au bout de cette interminable chute, la mort l’attendait.
- Emmenez-moi avec Fernanda – parvint-il à prononcer.
Jamais l’endroit où leurs animaux mettaient bas n’avait eu si belle allure, jamais ils ne l’avaient autant aimé, jamais il n’avait connu une telle frénésie. On sacrifiait tant de bétail, tant de porcs et de poules dans ces interminables banquets que le sol de la cour était devenu noir et boueux par tant de sang versé. C’était un dépotoir permanent d’ossements et de tripes, une décharge de restes et il fallait faire exploser à toute heure des charges de dynamite pour que les vautours ne crèvent pas les yeux des invités. Aureliano Segundo était devenu gros, violacé, comme une grosse tortue, à cause d’un appétit à peine comparable à celui de José Arcadio lorsqu’il était revenu de son tour du monde. La notoriété de son incroyable voracité, de son énorme propension au gaspillage, de son hospitalité sans borne, outrepassa largement les confins du marais et attira les gloutons les plus hautement qualifiés du littoral. De partout affluaient des goinfres extraordinaires pour participer aux irrationnels tournois de capacité et de résistance organisés chez Petra Cortes. Aureliano Buendia avait été le mangeur invaincu jusqu’au terrible samedi où était arrivée Camila Sagastume, une femme totémique connue dans tous le pays sous le drôle de nom de l’Eléphante.
Le duel se poursuivit jusqu'à l’aube du mardi. Pendant les premières vingt-quatre heures, ayant avalé un veau au manioc, avec des ignames et des bananes grillées et une caisse et demie de champagne en plus, Aureliano Segundo, était assuré de sa victoire. On le voyait plus enthousiaste, plus énergique que son imperturbable adversaire, détentrice, certes, d’un style beaucoup plus professionnel mais qui, pour cette même raison, touchait moins le public haut en couleur qui avait envahi la maison. Pendant qu’Aureliano Segundo mangeait à belles dents, emporté par sa soif de triomphe, l’Eléphante, elle, découpait la viande avec la dextérité d’un chirurgien et la mangeait sans hâte et même avec un certain plaisir. Elle était gigantesque et massive mais la tendresse de sa féminité prenait le pas sur sa corpulence de colosse, et elle avait un si joli visage, des mains si fines et bien soignées et un charme tellement irrésistible que, lorsqu’ Aureliano Segundo la vit entrer dans la maison, il commenta à voix basse qu’il aurait préféré faire cette joute au lit plutôt qu’à table.
Plus tard, lorsqu’il la vit consommer la patte de veau sans violer une seule fois les règles de la bienséance, il dit avec sérieux que ce mastodonte délicat, fascinant et insatiable était, en quelque sorte, la femme idéale. Il n’avait pas tort. La réputation de pénible lourdaude qui avait précédé L’Eléphante était totalement dépourvue de fondement. Elle n’était ni broyeuse de bœufs, ni femme à barbe dans un cirque grec, comme on le disait, mais directrice d’une école de chant. Elle avait appris à manger alors qu’elle était déjà une mère de famille respectable, en cherchant une méthode pour que ses enfants s’alimentent mieux, non pas au moyen de stimulants artificiels pour éveiller l’appétit mais par une absolue tranquillité de l’esprit. Sa théorie, démontrée dans la pratique, était basée sur le principe suivant : toute personne qui se trouvait parfaitement en règle avec sa conscience était capable de manger sans relâche jusqu’à épuisement. Ce fut donc pour des raisons morales et non par intérêt sportif qu’elle avait délaissé son école et son foyer, pour affronter en compétition un homme dont la réputation de gros mangeur sans principes avait fait le tour du pays. La première fois qu’elle l’avait vu, elle s’était tout de suite rendue compte que ce n’était pas son estomac qui perdrait Aurélien Segundo mais son caractère. Au terme de la première nuit, pendant que L’Eléphante continuait, impassible, Aureliano Segundo s’épuisait à parler et à rire. Ils dormirent quatre heures. Au réveil, chacun but le jus de cinquante oranges, huit litres de café et trente œufs crus. Au matin du deuxième jour, après de nombreuses heures sans sommeil et après avoir englouti deux porcs, un régime de bananes et quatre caisses de champagne, L’Eléphante soupçonna qu’Aureliano Segundo, à son insu, avait découvert la même méthode que la sienne, mais par la voie absurde de l’irresponsabilité totale. Il était donc plus dangereux qu’elle ne l’avait pensé. Pourtant, quand Petra Cotes apporta à table deux dindes rôties, Aureliano Segundo était au bord de la congestion.
- Si vous ne pouvez pas, ne mangez pas plus – dit l’Eléphante. Match nul.
Elle dit cela en toute sincérité, comprenant qu’elle non plus ne pouvait plus avaler la moindre bouchée, prise de remords à l’idée qu’elle était en train de favoriser la mort son adversaire. Mais Aureliano Segundo interpréta cela comme un nouveau défi et il s’empiffra de dinde au-delà de son incroyable capacité. Il perdit connaissance. Il tomba le nez dans l’assiette d’os, crachant par la bouche de la bave comme un chien et s’étouffant dans des ronflements d’agonie. Il sentit, au beau milieu des ténèbres, qu’on le jetait du haut d’une tour dans un précipice sans fond, et dans un ultime éclair de lucidité, il réalisa qu’au bout de cette interminable chute, la mort l’attendait.
- Emmenez-moi avec Fernanda – parvint-il à prononcer.
4 commentaires:
Ah ben merci ! Là, tu m'as vraiment gâtée !!!
J'espère que tu n'es pas pressée ...Je vais voir ce que je peux faire ...
J'ai fait ce que j'ai pu...J'espère avoir la traduction officielle bientôt, pour voir...
Envoie-moi un mail en fin de semaine pour me rappeler de la mettre sur le blog… d'ici là, je serai très occupée à la fac.
Au fait, as-tu deviné pourquoi je t'ai lancée sur ce texte-là en particulier ? Car j'espère que tu n'as imaginé une seconde que je l'avais choisi au hasard…
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