Pour «
Lectures d'ailleurs », Elena ne pouvait pas ne pas traduire une nouvelle du cher Eduardo Carletti, notre interlocuteur argentin pour le projet SF/C2C et, surtout, l'indispensable animateur du blog spécialisé
Axxon…
« El olor a orina »
Eduardo J. Carletti
El chupasangre se le había aferrado en la pierna, le dolía y ya no lo soportaba más. Su piel era gruesa y peluda, algo malo si hay que arrancarse una criatura de diez centímetros de largo, gelatinosa y sin forma, cuya única parte rígida se ha hundido dos centímetros en la carne, entre esos pelos.
Wom'mo no era un simio, por más que lo pareciera. Era un hombre y tenía cosas en la cabeza. Su abuelo le había enseñado que las cosas se arreglaban si uno tenía ideas. Él las tenía, y las ideas lo habían convertido en un hombre fuerte a pesar de no serlo en su físico. Por eso podía cumplir su obligación de alimentar una familia —seis mujeres, diecisiete niños y ocho ancianos— aunque a veces estuviese así, como estaba ahora, extenuado después de recorrer esa senda de caza sin suerte y con ganas de volver.
Pero no podía dejar de luchar y presentarse con las manos vacías.
En la aldea había otros hombres con familias, pero ellos conseguían comida usando más los abultamientos en la carne de sus brazos y piernas que las ideas.
Más allá, yendo hacia el poniente, estaba el lago de fuego, rodeado de piedras que quemaban. Sus vecinos se horrorizaban al olerlo a la distancia; pero Wom'mo lo había explorado, primero junto a su abuelo y luego por su cuenta, y el lugar no sólo no lo había hechizado, sino que le había aportado nuevas ideas.
Una de ellas era que los chupasangre se soltaban con el fuego. No podía acercarles fuego directo —en su aldea se usaba para mantener alejados a los dientudos y garrudos— porque el fuego se comía los pelos y dolía mucho; lo sabía por experiencia. Pero podía quemar el bicho con fuego robado a las piedras.
En el lago de fuego y en la ladera contigua había piedras ardientes. El lago de fuego se podía observar desde diez pasos, pero no menos. Más cerca la piel ardía de dolor, por más dura que fuera, y se quemaban los pelos de los ojos. No era fácil ni placentero acercarse a la ladera de fuego, pero Wom'mo conocía un lugar donde corría agua que surgía de las piedras. Cerca de este flujo, de por lo menos dos hombres de ancho en la época de lluvias, la pared se mantenía fría lo suficiente como para acercarse. A la distancia de un brazo, nada más, la pared continuaba con ese brillo de fuego y su olor a espíritu del mal. Si apoyaba una rama seca en la piedra brillante el fuego se abrazaba a la rama y luego se dormía. Cuando el fuego dormía se volvía de color rojo y también quemaba, pero un poco menos. Y no se subía a los pelos.
Cuidándose del agua caliente y de no pisar las partes quebradizas del piso, que eran como una cáscara puesta por encima de un subsuelo donde corría el agua de fuego, apoyó una rama en la pared al rojo. El fuego se anidó en el extremo de la madera. Antes de que ese fuego robado se extinguiera —porque él también tenía su momento para la muerte— lo apoyó en el chupasangre. El chupasangre se retorció, le produjo una punzada muy fuerte de dolor, y luego cayó.
Se había liberado de la causa, pero no de la molestia. Sería su compañera durante días.
El abuelo le había enseñado otra idea. Esa agua caliente del surtidor tenía olor a espíritu del mal pero no era mala: servía para curar. Para que no se le formaran gusanos —Balee'ya había muerto de eso, de un nido de gusanos que se le fue metiendo cada vez más adentro— dejó que la parte herida de su pierna rozara con el agua que fluía.
Dolor. Dientes apretados. Ninguno de los otros hombres con familia sería capaz de hacer eso. Wom'mo lo sabía.
Se retiró y se alejó unos sesenta pasos. Allí había unas rocas con una forma muy conveniente. Su sombra le gustaba para sentarse a descansar y dejar que las ideas se acomodaran, del mismo modo que todos los demás hombres —y él también— dejaban que la carne de un animal peludo se acomodara en su estómago. Se recostó contra la pared.
Era descanso para el cuerpo, pero no para la cabeza. Wom'mo sabía que las ideas se movían en su cabeza. A veces imaginaba que eran como las abejas, que zumbaban volando dando vueltas y vueltas y que a veces se posaban, y allí dejaban que las conociera y pudiese usarlas. Había conocido muchas ideas en su vida y la mayoría habían sido muy útiles.
Frente a él estaba el claro que limitaba con el lago de fuego y la pared de donde nacían el fuego y el agua. Los árboles no podían vivir allí. Incluso los que estaban sobre el borde se veían enfermos, con unas pocas hojas de color apagado y ramas retorcidas. Wom'mo sabía reconocer un árbol enfermo. En esa vista del lago podía observar muchas más cosas que cuando se movía por el bosque. Y cosas diferentes, como el agua de fuego fluyendo lenta como la miel y tomando por momentos todo tipo de formas. Las cosas despertaban ideas, así que ése era un buen lugar.
Luego de trabajar con las ideas hasta que el dolor punzante de la herida cesó y los dolores en los bultos de su cuerpo, más suaves pero persistentes, aflojaron, vio una extraña columna de humo allá atrás, en el lado opuesto del lago de fuego, brotando de las espaldas de una gran roca. Wom'mo conocía el humo, y conocer sus formas lo había ayudado a sobrevivir cuando caían las lanzas de fuego del cielo y el bosque se incendiaba. Ese humo era diferente. Tendría que ir a ver...
Aprender qué era y por qué se producía.
Los otros hombres de la aldea no sólo no hubiesen ido a ese lugar con tanto fuego, sino que estarían dedicándose a buscar comida para su familia, sin pensar en otras cosas. Él había salido para eso, para buscar comida, pues todos los suyos —incluso él— estaban con el dolor de panza de tanto comer raíces y vegetales. Si bien a veces tardaba algo más en volver con una pieza de caza al hombro, por lo general sus salidas no eran más largas que las de los otros. Wom'mo sabía muy bien que si tardaba demasiado podía perder a su familia. Podía ser porque las mujeres eligieran a otro hombre o porque otro hombre se apropiara de ellas, pero el resultado sería el mismo.
Wom'mo sabía medir muy bien el tiempo que le llevaba conseguir su presa, y esta vez iba atrasado. Pero además de la carne, él volvía a su hogar con otras presas, que nadie veía porque estaban encerradas en el panal de su cabeza. Si no alimentaba esa parte de sus deseos, Wom'mo sentía el mismo dolor —quizás no igual, pero no menos urgente— que el que sentía en la panza. La búsqueda le daría alguna idea —Wom'mo se decía que era como uno de esos frutos jugosos y dulces que juntaban las mujeres—, que le serviría para usar ahora o después.
Se dirigió hacia la columna de humo.
Apenas cien pasos después se dio cuenta de que no se había equivocado. El humo giró con el viento y alcanzó su nariz. Aunque el olor era muy raro, su panza se apretó como un puño. La panza sabía mejor que él si una cosa tenía olor para comer u olor para arrojarla. Ya lo sabían los hombres y niños que, urgidos por el dolor del hambre, pretendían comer algo que no era conveniente.
Dio un largo rodeo, porque en la dirección del olor el piso se calentaba. A cierta distancia pudo ver qué era: un chancho gordo había caído sobre las piedras y el fuego se estaba anidando en su carne, de la misma manera que lo hacía en las ramas. Por el vapor que brotaba, Wom'mo comprendió que el chancho no se encendía del todo porque adentro tenía agua. Los hombres de la aldea se reían cuando él les decía que la sangre era casi toda agua. Había aprendido a no traspasar sus ideas a los hombres. Hablaba con los niños, les contaba sus ideas como cuentos, y había visto con alegría que algunos tenían algo que zumbaba en sus cabezas.
El olor de la carne con fuego era muy apetitoso. Wom'mo estudió la forma de llegar hasta ella, ya que estaba rodeada de piedras humeantes. Esas piedras no tenían ni el rojo ni el amarillo del fuego a la vista, pero él sabía que quemaban.
A pesar del cansancio que reaparecía en sus brazos y piernas, pues llevaba casi un día de caza y había caminado y trepado sin cesar por bosques y colinas, se encaminó a la arboleda. Estudió las ramas, eligió una por el color de la madera, saltó y se quedó un momento colgado de ella hasta que la quebró. Cayó de pie, la rama rozó su hombro pero no se hizo ningún daño. Wom'mo sabía que para eso tenía gruesos pelos en su cuerpo. Si hubiese sido tan suave como el chancho, la cáscara del árbol lo habría lastimado.
Despejó la rama de bifurcaciones y hojas. En la base, donde era más gruesa, brotaba en ángulo un tramo lateral, el muñón de una rama que había sido cortada, seguramente, por uno de esos bichos corta-ramas. La rama principal era recta y fuerte y el tocón del extremo se veía sólido. Estaba muy bien.
Buscó, explorando con las plantas de los pies, el sitio más cercano posible. Después de varias pruebas, finalmente logró enganchar la rama en el cuerpo del chancho y despacio, despacio, un poco rodándolo y un poco arrastrándolo, logró acercarlo hacia él. El olor lo mareaba y su panza se retorcía de anhelo. Su cabeza rechazaba esa atracción —no era el olor conocido de ninguna comida— pero eso no evitaba que la panza se agitara por la expectativa.
Cuando estuvo al alcance de su mano, arrojó la rama, descansó un momento sus doloridos brazos y luego atrapó una pata y empezó a tirar de ella. Cuando tuvo el animal suficientemente lejos del calor hiriente del terreno, se sentó a descansar y a estudiarlo.
La carne humeaba y tenía un color raro. Le habían brotado unas burbujas pequeñas y en algunas partes estaba negra por el fuego. Cuando acercó la mano, notó que la parte de arriba no estaba tan caliente. Vio que la unión entre la pata que había usado para arrastrarlo y el gordo cuerpo se había desgarrado. Eso era raro. La carne del chancho era muy fuerte y no se abría tan fácil.
En sus largos cabellos llevaba atada una concha filosa que usaba de herramienta y arma. La apoyó en el lomo y desprendió una lonja con facilidad. La observó. Tenía un color raro, pero el olor le decía a su panza que estaba muy apetitosa. Decidió probar. Si esa presa servía para comer y podía cargarla hasta la aldea, habría comida para tres familias.
El bocado liberó chorros de saliva en su boca. Estaba tibio, tierno y el gusto era muy bueno. La panza pidió más, pero Wom'mo sabía que era peligroso meter mucho más de esa carne en estado desconocido dentro de ella. Debía esperar un tiempo.
Pero no sería bueno quedarse allí. Aunque el camino recto de regreso era mucho más corto que el que había seguido en su merodeo de cazador, aún así tenía una larga jornada por delante. Y con el chancho cargado no sería nada fácil.
Meditó en la posibilidad de llevar sólo una parte, pero le vino a la cabeza la imagen de otros niños de la aldea mirando con ojos deseosos la comida de su familia y se dijo que no. Si había comida para más personas intentaría llevarlo todo, porque eso era bueno.
Quebró la rama en dos partes más o menos iguales, las ató por un extremo con unas lianas, colocó el chancho sobre la V que quedaba formada cerca del extremo atado, lo sujetó con más lianas y, dando la espalda al aparejo, se apoyó las ramas sobre los hombros. Podía arrastrarlo.
El avance era penoso, a veces debía soltar la carga y desengancharla de matorrales, rocas o troncos caídos en el bosque. Pero comprobó que llegaría antes de la noche. Casi muerto del cansancio, pero llegaría.
Necesitaba comer algo más. De hecho, los hombres siempre comían y bebían la sangre antes de cargar su presa hasta su hogar. Pero esta presa era algo rara y le preocupaba que le hiciera mal.
La debilidad le jugó la última mala pasada. El cansancio le nublaba la vista y seguramente los otros sentidos, así que no fue capaz de detectar al tigre que lo acechaba, que seguramente había percibido que el hombre estaba débil, porque los tigres difícilmente atacan a los hombres. O quizás los hijos de ese animal estaban moribundos de hambre y no tenía otra opción. Saltó sobre su espalda, le clavó las garras en el pecho y lo desgarró malamente. No hubo idea salvadora. La lucha los desbarrancó por un terraplén. El tigre debía pesar el triple que Wom'mo. Quizás haya sido esa diferencia en la masa, o quizás el hecho de que estaba atrapando a su presa y el instinto de depredador le impedía soltarla cuando aún no la había dominado, pero algo hizo que el tigre cayera sobre un tocón seco y filoso que surgía abruptamente del piso ahí abajo y quedara empalado en él. El tigre soltó su presa y quedó de lado, mirándolo con ojos vidriosos. Wom'mo quiso incorporarse pero cayó flojo como un animal muerto. La sangre corría por su pecho y empapaba el piso. Le empezaron a temblar las piernas y sintió mucho frío.
Sabía que se estaba muriendo.
Mientras los ojos se le nublaban igual que al tigre vio caer rocas, y entre ellas una bien redonda que se deslizó por el terraplén a un metro de donde yacía. Ahí había dos troncos caídos muy juntos, rectos y lisos. La providencia quiso que la piedra redonda cayera justo entre los dos troncos. El suelo tenía una suave pendiente y la roca rodó con gran facilidad por ellos, siguiendo toda su longitud, y finalmente se quedó quieta.
Wom'mo moría desangrado, pero todavía pensaba. Ésa era una muy buena idea, se dijo. Vio en su cabeza un tronco ahuecado con el chancho ubicado encima y con piedras redondas debajo. Y se lo imaginó rodando por el piso del mismo modo que había rodado aquella roca. Y en los lugares donde el piso no estaba nivelado se lo podría llevar sobre una hilera de troncos alineados en paralelo, como los que había a su lado.
Era una muy buena idea. De esa manera sí hubiese llegado a su casa.
El olor a orina signaba la vida de la gente como Walter. El tren estaba pasado de olores. De orina y de personas sucias. Miró a su alrededor. Los ojos estaban apagados o mostraban desesperación. No viajaba tanta gente como cuando había trabajo. En esa época se olía a los otros a centímetros de la nariz de uno, porque se viajaba apretado como vacas. Pero ahora no era el mismo olor, el de los obreros que habían transpirado el día y volvían a casa cansados y doloridos: este olor era de miseria.
No todos los que olían así eran descuidados o sucios. El propio vagón tenía ese olor impregnado. Y las estaciones, y las calles de la ciudad. El agua, el jabón, incluso un lugar donde asearse, cuesta dinero como cualquier otra cosa. Y dinero no había. Ni para los descuidados ni para los que querían mantenerse limpios pero no podían. No todos sufrían las mismas carencias, no todos provenían de los mismos lugares e historias, pero los pasajeros de ese tren —y las personas de ese Gran Buenos Aires antes productivo y efervescente de industria— cada vez se parecían más.
El tren se detuvo en la estación Flores. Bajaron decenas de hombres con carritos de cartonero. Vio un grupo en el andén, no esperando el tren, sino acodados en un mostrador, bebiendo y comiendo sánguches o empanadas. Muchos hombres de ésos salían a vender cualquier cosa en el tren o a juntar latas y cartones en la basura. Y todos decían: "bueno, cualquier cosa es mejor que robar", pero muchos de esos hombres se detenían en esos bares de andén y se emborrachaban y comían, liquidando los pocos pesos que habían conseguido. La familia los esperaba en casa, hambrienta y deseosa de calmar todas sus carencias. Pero los veía llegar con las manos vacías.
Eso sí que era robar.
Walter tenía familia. Y su familia esperaba en casa, sufriendo todas las carencias y sobreviviendo con paciencia y resignación, como en tantos otros hogares. Y aunque no se sentía capaz de salir con un arma a robar, ni siquiera por necesidad, Walter y pensaba a veces que si le dieran un arma para matar a alguno de los culpables de todo eso, sólo necesitaría una mirada a la mesa de su cocina, con todos sentados a su alrededor, esperando y rogando con los ojos, y entonces saldría con esa misma furia con la que salía a buscar trabajo y quizás podría hacerlo.
Le habían dicho que fuera a ver a Bernardo, un amigo de otras épocas que no había caído aún como él y como tantos. Bernardo tenía una consultoría técnica con clientes importantes. De segunda o tercera boca, le habían dicho que Bernardo lo recordaba bien, que alababa su capacidad técnica y que lamentaba no saber nada de él. No estaba seguro de que fuera así. Bernardo sabía, porque se lo habían contado, que Walter estaba en la ruina. Tenía su teléfono y podría haberse puesto en contacto. Walter sí lo había llamado y había chocado con la frialdad de un contestador. Un par de veces había dejado mensaje, sin ninguna respuesta.
La habían dicho que Bernardo estaba buscando un técnico. Él era ingeniero.
Antes de llegar a la terminal de Once, enseguida de pasar la estación Caballito, el tren comenzó a detenerse cada diez metros, para arrancar después de varios minutos de espera. Hasta que se detuvo y ya no se movió.
Esperaron media hora. Walter vio esfumarse la posibilidad de hallar salvación. La idea era encontrar a Bernardo "casualmente" donde le habían indicado que almorzaba. Había salido con tiempo de ventaja, como toda persona que viaja desde lejos en un transporte público, pero el almuerzo de su amigo no podía durar más de una hora y el tiempo de ventaja se estaba acabando.
Walter sentía flojas las rodillas, primero porque se le escapaba una oportunidad y sería difícil que surgiera otra en mucho tiempo, y segundo porque estaba débil. Débil de hambre. Había comido la noche anterior, como desde semanas atrás, unas pocas verduras hervidas. En su casa sobrevivían con zapallitos, tomates y papas del cultivo casero de su mujer que, esforzada como tantas otras, ponía el hombro como podía. A veces le tocaba un poco de acelga, que según dicen tiene hierro. Pero ni hablar de carne. Ni siquiera huevos. La poca leche o queso que entraba a la casa la consumían los chicos. De vez en cuando una vecina les cambiaba verduras por unas frutas. Los duraznos del árbol de la casa se habían caído todavía pequeños porque estaban feos por dentro. La higuera tenía higos pero estaban verdes.
A la mañana había tomado unos mates. No comió pan porque había poco.
El tren no arrancaba y Walter no tenía muchas esperanzas. El ferrocarril, que se había privatizado años atrás, ya no daba ganancias y lo estaban abandonando de a poco. Los robos de metales despojaban a los vagones de ventanas, pasamanos, puertas, vidrios, luces y hasta elementos esenciales para el manejo y la seguridad.
No se hacía nada para mejorar la situación. El contrato de explotación obligaba a mantener una calidad pero las empresas decían que no podían, así que el gobierno les había permitido, por decreto, que bajaran la calidad de servicio. La calidad de servicio ya había descendido visiblemente por lo menos dos años antes, pero luego de ese decreto mucho más.
Habían accionado las palancas de emergencia y estaban abriendo las puertas. La gente comenzó a bajar, sobre todo los hombres. Ayudó a una mujer y descendió.
Caminó por las vías, buscando una salida. A esa altura el tren corría por una trinchera bajo nivel, entre dos paredones de ladrillo. Cada tanto aparecía un puente que cruzaba sobre las vías y en esos lugares había escalerillas de hierro que permitían subir al nivel de la calle y salir. Pero en ese lugar no había ninguna a la vista.
Caminó. Más adelante había humo y no se veía si se había detenido otro tren. De la nube de humo surgía gente caminando, algunos corriendo.
Había demasiado humo. Vio la cola de un vagón, oyó gritos. Notó que el vagón no estaba en su lugar: se había salido de la vía. Más adelante había más vagones, algunos cruzados y quebrados. Un descarrilamiento.
El olor era a carne asada, y muy fuerte. Vio llamas. Por primera vez oyó sirenas.
Los dos vagones delanteros estaban incendiados. La gente corría. Una señora lo agarró del brazo, luego se arrepintió y corrió hacia otro hombre. Esa mujer tenía una mirada terrible, de animal asustado, de animal lacerado, que le estrujó el corazón.
Diez metros más adelante supo por qué. Había otro tren y el primer vagón del que estaba descarrilado se había incrustado en su cola. Entre el olor a carne asada surgía uno más punzante, a plástico chamuscado. El fuego había corrido hacia atrás y hacia adelante por los trenes. El primer vagón estaba totalmente destruido. Parecía el esqueleto de un dinosaurio. Quedaban algunas maderas de la estructura, con unos cables colgando. Las chapas retorcidas estaban en el piso, del lado de afuera. En el suelo de cemento y metal de la base del vagón, plagado de cristales filosos de los tubos fluorescentes estallados, entre arroyos malolientes de plástico derretido de los revestimientos de enchapado plástico, caños de los pasamanos y marcos ennegrecidos de las ventanillas, se veían cuerpos. Nunca había visto algo así. Parecían costillares enteros arrojados sobre una parrilla. Las manos negras se aferraban a los fierros, las zapatillas se habían quemando y la goma formaba hilos como de muzzarella.
Tenían olor a asado.
Sintió el horror, y el dolor. Pero más que nada sintió una gran vergüenza. El estómago se le retorcía en respuesta a los olores y le pedía esa carne... como si fuera un animal. Una locura.
Miró los rieles que se perdían en la distancia. Alguna vez habían sido sinónimo de civilización.
Se acercó y observó la carne cocida con un horror lacerante aferrado a su garganta.
Buenos Aires, 2003-2004