« Japón »
Carlos Mackevicius
(Argentine)
Me voy a reconstruir el Japón. Mirábamos el noticiero en el comedor. Yo, sentado en un sillón verde musgo al que se le veían todos los resortes. No aparté la vista de las imágenes, sabía que me iban a estar mirando y la mantuve en el televisor. Le di dos tres secas violentas al faso y se lo pasé al Lituano. Tengo que reconstruir el Japón. Seguro que se estaban buscando las miradas. Quizás subestimándome. Quizás subestimando mi capacidad para reconstruir el Japón. Las imágenes eran implacables: humanos, casas, autos, edificios, barcos flotando sobre la ciudad de Fukuyima; una planta nuclear destruida, con pérdida de material radioactivo. Hacía dos días que los medios no hablaban de otra cosa que no fuera la catástrofe. Tengo que reconstruir el Japón. Me calcé una ojota y me levanté, la otra no la encontré. Estaba debajo del sillón verde. Me fui a guglear “embajada de Japón” a mi pieza.
La embajada de Japón queda en Bouchard y Lavalle, al lado de La Nación. Es un edificio de oficinas grande y moderno. Yo me hubiera imaginado una casona antigua en la zona de Barrio Parque o en Belgrano, o algo así. Pero no, un sólido edificio de oficinas en pleno microcentro, frente al Luna Park.
En la recepción había tres mujeres, dos eran jóvenes y hablaban entre ellas; la más fea tenía una boca carnosa y le enseñaba palabras en portugués a la otra, que tenía un pircing diminuto y brillante en la nariz. La tercera, una señora más grande, fue la que me atendió: Necesito ir a la embajada del Japón. Sí, ¿por qué asunto es? Es para solicitar una entrevista con alguna autoridad. La señora me miró. ¿Pero por qué asunto es? Me acerqué un poco al mostrador. Las recepcionistas jóvenes dejaron de hablar: Quería saber si estaban tomando gente para trabajo humanitario en el Japón. Aaaahh, gritó la señora, ya vinieron algunos ayer, y me parece que no, porque se fueron muy rápido, y se rió. Son tan reservados estos japonesitos. De todas maneras es el octavo piso; pero ahora salieron. Miró el reloj en la pantalla de la computadora: tenés que volver en 15 minutos.
Me fui a la plaza Roma, justo enfrente. Me senté en un banco verde. Había grupos de chicas lindas almorzando ensaladas: chicas de empresa, ejecutivas de cuenta, cajeras de banco. Cuando volví, a los 15 minutos, la señora no tenía idea quién era yo. Otra vez las chicas más jóvenes se burlaron; y un seguridad que antes no estaba, ahora también se río en silencio.
En el ascensor no había espejo, una pena. Suelo verme bien en los espejos de los ascensores de los edificios de oficinas, salvo que sean muy luminosos, pero no es el caso de la mayoría. Una caja plateada hermética y sin espejos. Una cámara en un ángulo del techo controlaba mi ascenso. Un segundo antes que se abriera la puerta del ascensor pensé en abortar todo, me sentí un loco. Es feo sentirse loco, pero fue así, me sentí un paria, un aventurero, pero en el mal sentido de la palabra, en el sentido de ser alguien al que no lo ata nada: ni un buen trabajo, ni una carrera universitaria, ni un amor, ni hijos, ni nada, salvo quizás unos buenos amigos, pero que no estaban en riesgo ante la iniciativa, y mi familia, que reconozco no es poco. En el octavo una mujer policía bastante linda me recibió en el hall. La saludé como saludo a la policía sólo cuando algo me compromete. Toqué el pulsor de la puerta de la embajada y un morocho me hizo pasar, parecía correntino. Adentro, detrás de un vidrio blindado, un morocho que parecía formoseño me preguntó qué quería. Le dije que solicitar una entrevista con alguna autoridad de la embajada. ¿Que para qué? Estuve a punto de derrochar mi frase con la señora de abajo cuando me preguntó para qué venía, pero tuve la lucidez de reservármela para la embajada, aunque decírsela a un formoseño detrás de un cristal blindado tampoco era lo que me había imaginado; pero en fin: como ciudadano argentino quería solidarizarme con su pueblo, ehheehh, con el pueblo del Japón, que en el siglo XX recibió dos bombas atómicas y ahora sufre esta catástrofe natural, para peor con consecuencias radioactivas debido a la pérdida en la planta nuclear. Vengo a ofrecerme como voluntario en la reconstrucción del Japón. No le dije lo de los shogunes. El formoseño detrás del cristal se me quedó mirando, y sentí en la nuca la mirada del correntino que me había abierto la puerta. A mi izquierda un mástil con la bandera nipona, una alfombra peluda y clarita, un biombo blanco en forma de L y unos sillones de los dos lados del biombo. El tipo del vidrio me dijo que esperara y se fue para atrás de una puerta. Volvió a los 4 minutos y me dijo que ahora me iban a recibir, que tomara asiento. Me senté en los sillones más alejados: no quería que me escucharan repetir la frase con el funcionario japonés. Ni bien me senté sonó la chicharra de la puerta. El correntino la abrió y entró un hombre. Yo, sentado en el sillón detrás del biombo, no podía verlo. Le hicieron las mismas preguntas que a mí. El hombre ensayó unas respuestas similares a las mías pero brutales. Preguntó de inmediato si se pagaba por el trabajo voluntario. Tenía una voz ordinaria y dijo que le habían dicho en su barrio (creo que mencionó ser de San Fernando) que estaban pagando para ir a Japón, que él era albañil y que su mujer era enfermera y también se iría en todo caso.
Le dijeron que se sentara y deseé con todas mis fuerzas que lo hiciera del otro lado del biombo, donde también había sillones. Pero no, le dijeron que había alguien esperando por el mismo asunto y se vino a sentar al lado mío. Me empezó a dar charla, yo intentaba no responderle sin ser descortés, pero el tipo era insistente, hablaba fuerte, y la embajada de Japón a dos días de un tsunami es un lugar en el que no da para hablar muy fuerte. Hice silencio y el tipo entendió la mala onda, pero igual me preguntó si sabía cuánto pagaban, y me comentó lo del vecino. Era un buscavidas, un indeseable, con aspecto de buscavidas indeseable que me hablaba a los gritos y no iba a dejar que yo pudiese hablar tranquilo con el funcionario japonés; no me iba a dejar pronunciar la frase. Le corté el rostro y me quedé callado, rogando en silencio que nos entrevistaran por separado. Después de diez minutos, aún sin haberme relajado del todo, pude pensar en otra cosa; el entorno ayudaba porque era de una austeridad que era imposible no caer en reflexiones íntimas, cualquier cosa que me sacara de esas paredes verdosas, el biombo blanco, los sillones claritos, la alfombra gris clara peluda, y el silencio que se generó después que le retiré la palabra al subnormal. Fue recién ahí que me di cuenta. Y ahora entiendo que pasa así en todas las epopeyas: construyen su significado y su razón a partir de los hechos. Teorizan a partir de las cosas que ya sucedieron. Construyen una épica a partir de situaciones que ya están ahí, pero falsean el orden de las cuestiones para hacer creer que siempre los estímulos y motivos de la empresa fueron aquellos, cuando en realidad sólo aparecieron luego, para darle justificación a los actos reales que no poseían, en principio, una causa total ni acabada ¿Qué quiero decir? Que me di cuenta de que alguien en el futuro, revisando mi biografía, podría llegar a creer que fueron causas humanitarias las que me llevaron a la tarea de reconstruir el Japón. Me di cuenta de que así se construyen las historias personales y los mitos. Cuando la estricta verdad es que yo no sabía bien qué hacía en esa oficina esperando que viniera un malditoamarillo a darme un ticket de avión hacia el Japón., Iba en esos pensamientos cuando apareció una funcionaria de la embajada. Se presentó ante mí y ante la bestia y nos dió la mano. La japonesa se sentó en una silla enfrente de nosotros y se nos quedó mirando. Yo hice silencio y dejé que el bruto empezara. Habló y repitió lo mismo de la esposa enfermera, y que un vecino del barrio le había dicho que estaban ofreciendo plata para ir a Japón. La japonesa, que en todo momento sonreía, le agradeció y le dijo que no, que su país no estaba dando pasajes ni ayuda económica para viajar a hacer trabajo humanitario; de todas formas le agradeció y le tomó el nombre, el teléfono, y el de su señora, por si llegaban a cambiar de política. Esperé a que la bestia se fuera, pero se quedó. La japonesa se dirigió hacia mí, pero el tipo se quedó ahí sentado. Yo apenas si pude balbucear unas palabras: dije que estaba muy dolido con la tragedia y que me ofrecía como voluntario, no mucho más. No pude decir la frase, no pude decir lo de las bombas atómicas, no pude decir lo de los shogunes, no pude decir nada, el animal estaba ahí, al lado mío, mirándome. La japonesa me tomó los datos, me agradeció y me fui con el subnormal que me esperó para que bajáramos juntos en el ascensor; y se me puso a hablar. Estuve a punto de romperle la cabeza. Escuchaba su respiración agitada y entrecortada, la respiración de un animal en el silencio del ascensor, la caja hermética gris, sin espejos, mi mirada en el suelo, mi bronca, las ganas de romperle la cabeza contra la puerta y el tipo que me hablaba y me deseaba suerte. Mucha buena suerte.
Quizás en algún momento me llamen. Quizás sólo me dijeron eso porque el animal estaba ahí, y a la japonesa no le daba para decirme que sí a mí, y que no a él. Son muy ubicados los japoneses, no les gusta hacer sentir mal a la gente, ni siquiera a los animales. Quizás me llamen esta tarde o esta noche. Capaz llego a casa y el Lituano me dice: che, te llamaron de la embajada de Japón. Aunque el Lituano es muy colgado, nunca se acuerda de pasarme los mensajes. La marihuana lo está descerebrando. Cuando llegue a casa voy a dejar un par de cosas en claro, porque tampoco me gustó cómo se miraron el otro día cuando hablé de la reconstrucción del Japón. Que ellos no sean capaces, no implica que yo no vaya a reconstruir el Japón, que es una potencia mundial, que sé que renacerá de sus cenizas. La nación del sol naciente: el gran Japón.
Volviendo en el subte para casa hablé con una chica; bah, era una señora. Yo le estaba apretando con mi espalda los dedos contra un pasa manos. Eso sacó la charla. Una cosa llevó a la otra, y pasó un flaco con un parlante en el que sonaba reggae a todo volumen. No vendía nada, sólo cargaba un parlante gigante en un changuito y escuchábamos reaggae a todo volumen; el chabón que era medio negro y medio rastafari se movía al compás de la música y cantaba algunas partes con sentimiento, pero no vendía nada. Una cosa llevó a la otra y le conté a la señora lo de la reconstrucción del Japón. Me dijo que su yerno se había anotado en Médicos sin fronteras. Que tenía que anotarme y te hacían elegir a qué destino querías ir, y en unos meses te llamaban y te ibas como voluntario a cualquier parte del mundo. Me pareció un gran dato. Yo iba a elegir Japón. Sí, iba a elegir Japón. Esa noche en casa los pibes me preguntaron cómo me había ido en la embajada. Les dije que todavía no había averiguado nada. Pero que era probable que me llamaran de Médicos sin fronteras, que no se olvidaran de avisarme si me llegaban a llamar.
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