Empiezo con mi relación. Me llamo Miguel Salazar, y soy hijo de un boticario de un pueblo de la Mancha. He estudiado la carrera de Farmacia con muy buenas notas. No considero esto como una gran cosa, pero así es. Antes de terminarla, murió mi padre en la aldea. La familia tuvo que vender la botica. No había en la casa dinero guardado y me faltaban meses para licenciarme.
Por lo que se dice entre los conocidos del lugar, mi madre, muy bondadosa, tiene pocas condiciones de administración y de ahorro. Gasta todo lo que puede con sus hijos.
La familia había acariciado siempre el proyecto de que yo sustituyera a mi padre, pero no lo pudo conseguir. La titular quedó vacante antes que concluyera yo la licenciatura. Se intentó, por los amigos, una prórroga en la provisión del cargo hasta que me encontrara en condiciones de solicitarlo. Las esperanzas resultaron fallidas, y se nombró a otro farmacéutico en la aldea.
Ya abandonado el proyecto, decidí quedarme en Madrid. Pensé que quizá fuera mejor. En el pueblo me hubiera achabacanado y hubiera hecho, probablemente, una vida demasiado mecánica y ramplona.
Estuve en una farmacia del Centro, con muy poco sueldo; después pasé de regente a una botica popular de la calle Ancha de San Bernardo, en donde ganaba cien duros al mes.
La dueña de esta farmacia, doña Margarita, para los amigos doña Márgara, era viuda de un tipo algo excéntrico, que se había distinguido como persona importante en el partido republicano federal y como aficionado a las corridas de toros.
Por lo que se dice entre los conocidos del lugar, mi madre, muy bondadosa, tiene pocas condiciones de administración y de ahorro. Gasta todo lo que puede con sus hijos.
La familia había acariciado siempre el proyecto de que yo sustituyera a mi padre, pero no lo pudo conseguir. La titular quedó vacante antes que concluyera yo la licenciatura. Se intentó, por los amigos, una prórroga en la provisión del cargo hasta que me encontrara en condiciones de solicitarlo. Las esperanzas resultaron fallidas, y se nombró a otro farmacéutico en la aldea.
Ya abandonado el proyecto, decidí quedarme en Madrid. Pensé que quizá fuera mejor. En el pueblo me hubiera achabacanado y hubiera hecho, probablemente, una vida demasiado mecánica y ramplona.
Estuve en una farmacia del Centro, con muy poco sueldo; después pasé de regente a una botica popular de la calle Ancha de San Bernardo, en donde ganaba cien duros al mes.
La dueña de esta farmacia, doña Margarita, para los amigos doña Márgara, era viuda de un tipo algo excéntrico, que se había distinguido como persona importante en el partido republicano federal y como aficionado a las corridas de toros.
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