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Es la tercera vez que empiezo estos escritos, tan distintos de mis Relaciones y mis Memoriales, tan lejos de mis Cartas. En ellos apareceré desnudo como mi madre, a quien no conocí nunca, me parió. Tengo más de setenta años: una edad muy desagradecida para desnudarme en público: por eso lo hago en privado. Mis dedos no conducen ya la pluma de forma inteligible. Le dicto lo que quiero decir a mi amigo Gil de Mesa, mi rodamonte, como alguien lo llamaba en Pau: el sinvergüenza del doctor Arbizu, al principio de mi segunda vida, o más bien de mi muerte; mi paladín, según se decía: qué más quisiera yo. Aunque quizá fue así. Él lo podrá decir mejor. Veo que se interrumpe un instante y sonríe.
Días antes le he dictado mi testamento y mi protesta, más o menos sincera, de catolicismo: creo que me he pasado en ella, qué le vamos a hacer: no quiero que a mis hijos les compliquen la vida. En esa protesta, Gil ha imitado mi letra y la ha firmado. No lo habría hecho yo mejor. En realidad, Gil me ha tenido siempre de su mano, así que no me extraña. Los Mesa y yo somos parientes, si es que yo soy pariente de alguien todavía. Él es de los Mesa de Bubierca: los mejores. Baja ahora la cabeza avergonzado. Tendrá unos cuarenta años, y es muy moreno y bien formado. No muy alto, pero sabe crecerse si hace falta. Es extremoso en todo; pero, más que en cualquier otra cosa, en la fidelidad. Sin él, no sé qué habría sido de mí: de lo que le dicto se deducirá. Es, como ningún otro, un hombre de recursos; extraordinario y casi milagroso. Dios, si es que existe, lo bendiga... Nunca en mi vida me he sentido tan triste —y cuidado que he tenido ocasiones— como un día en que pensé que Gil me traicionaba. Fue porque un espía portugués hijo de puta, Tinoco, inventó que Gil quería, harto de Francia, hacer la paz con el Rey de Castilla, y no la haría sin prestarle el servicio de venderme. Ganas me dieron de entregarme yo; pero pensé que si lo hacia él, la recompensa iba a ser grande y ése sería mi pago por tanta abnegación... Ahora mismo él me mira con sus ojos tan negros; deja un momento de escribir; cruza el índice y el pulgar y se los besa... Lo sé, Gil de Mesa, lo sé hoy, pero el día más triste aquel en que dudaba... Escríbelo, por Dios.
Antonio Gala, El pedestal de las estatuas
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