Le credo de l'amour
Elle avait toujours rêvé cela, être la femme d'un poète !… Mais l'implacable destinée, au lieu de l'existence romanesque et fiévreuse qu'elle ambitionnait, lui arrangea un petit bonheur bien tranquille, en la mariant à un riche rentier d'Auteuil, aimable et doux, un peu trop âgé pour elle, et qui n'avait qu'une passion – tout à fait inoffensive et reposante –l'horticulture. Le brave homme passait son temps, le sécateur à la main, à soigner, élaguer une magnifique collection de rosiers, à chauffer la serre, arroser les corbeilles ; et ma foi ! vous conviendrez bien que pour un pauvre petit cœur affamé d'idéal il n'y avait pas là une pâture suffisante. Pourtant, pendant dix ans, sa vie se maintint droite et uniforme comme les allées finement sablées du jardin de son mari, et elle la suivit à pas comptés en écoutant, avec un ennui résigné, le bruit agaçant et sec des ciseaux toujours en mouvement, ou la pluie monotone, infinie, qui tombait des pommes d'arrosoirs sur les plantes touffues. Cet horticulteur enragé avait de sa femme le même soin méticuleux que de ses fleurs. Il mesurait le froid et le chaud de son salon encombré de bouquets, craignait pour elle la gelée d'avril ou le soleil de mars ; et, comme ces plantes en caisse que l'on sort et que l'on rentre à des périodes déterminées, la faisait vivre méthodiquement, les yeux fixés sur le baromètre et les variations de la lune.
Elle resta longtemps, prise entre quatre murs du jardin conjugal, innocente comme une clématite, mais avec des élans vers d'autres jardins moins réguliers, moins bourgeois, où les rosiers pousseraient toutes leurs branches, où les herbes folles seraient plus hautes que des arbres et chargées de fleurs fantastiques, inconnues, en liberté sous un soleil plus chaud. Ces jardins-là, on ne les trouve guère que dans les livres des poètes ; aussi lisait-elle beaucoup de vers en cachette du pépiniériste qui ne connaissait, lui, en fait de poésie, que des distiques d'almanach :
Elle resta longtemps, prise entre quatre murs du jardin conjugal, innocente comme une clématite, mais avec des élans vers d'autres jardins moins réguliers, moins bourgeois, où les rosiers pousseraient toutes leurs branches, où les herbes folles seraient plus hautes que des arbres et chargées de fleurs fantastiques, inconnues, en liberté sous un soleil plus chaud. Ces jardins-là, on ne les trouve guère que dans les livres des poètes ; aussi lisait-elle beaucoup de vers en cachette du pépiniériste qui ne connaissait, lui, en fait de poésie, que des distiques d'almanach :
Quand il pleut à la Saint-Médard, Il pleut quarante jours plus tard.
Sans joie, gloutonnement, la malheureuse dévorait les plus mauvais poèmes, pourvu qu'elle y trouvât des rimes à "amour" et à "passion" ; puis, le livre fermé, elle passait des heures à rêver, à soupirer : « Voilà le mari qu'il m'aurait fallu ! ».
Alphonse Daudet, Les Femmes d'artistes, Arles Actes Sud, 1997, p.39-40.
Brigitte nous propose sa traduction :
¡ Ser la mujer de un poeta siempre había sido su sueño dorado ! … Pero el destino implacable, en vez de la existencia novelesca y febril que ambicionaba ella, le había proporcionado una felicidad bien arreglada y tranquila, al casarla con un rico rentista de Auteuil, amable y dulce, algo mayor para ella y que tenía una única pasión – totalmente inofensiva y descansada - : la horticultura. El buen hombre se pasaba el tiempo con la podadera en las manos, cuidando, podando una magnífica colección de rosales, calentando el invernadero, regando los canastillos ; y por cierto, admitirán ustedes que para un pobre corazoncito tan ávido de ideal, no le bastaba para alimentarse.
Sin embargo, durante diez años, su vida se mantuvo firme e uniforme, como las calles de arena fina del jardín de su marido, y siguió su curso con pasos contados, escuchando, con un aburrimiento resignado, el ruido irritante y seco de las tijeras en movimiento continuo, o la lluvia monótona, infinita, que iba cayendo de las alcachofas de las regaderas en las tupidas plantas.
Este horticultor apasionado cuidaba de su mujer con el mismo esmero meticuloso con el que cuidaba de sus flores. Medía el frío y el calor de su salón, ocupado con ramos, temía por ella las heladas de abril o el sol de marzo ; y como a esas plantas en cajas que se suelen sacar y volver a abrigar en períodos determinados, la hacía vivir de manera metódica, con la mirada clavada* en el barómetro y de las lunaciones.
Se quedó mucho tiempo, encerrada entre las cuatro paredes del jardín conyugal, ingenua como una clemátide pero con unos impulsos hacia otros jardines menos regulares, menos burgueses, en los que los rosales crezcaran con todas sus ramas, donde las hierbas malas fueran más altas que los árboles y cargadas con flores fantásticas, desconocidas, en libertad bajo un sol más cálidocaliente. Tales jardines no se encuentran amenudo sino en los libros de los poetas ; por eso solía leer muchos versos a escondidas del arbolista que sólo sabía de poesía los dísticos de los almanaques :
« Agua de mayo, pan para todo el año”
Sin alegría, con glotonería, la desgraciada mujer devoraba los peores poemas, con tal que encontrara en ellos las palabras que tuvieran rimas con « amor » y « pasión » ; y una vez cerrado el libro, se pasaba horas soñando, suspirando : « ¡ Ahí está el marido que me hubiera hecho falta ! ».
* la mirada pendiente pourrait-il convenir ici dans la mesure où tout est fonction et « dans l’attente » de ce qu’’affiche le baromètre ?
¡ Ser la mujer de un poeta siempre había sido su sueño dorado ! … Pero el destino implacable, en vez de la existencia novelesca y febril que ambicionaba ella, le había proporcionado una felicidad bien arreglada y tranquila, al casarla con un rico rentista de Auteuil, amable y dulce, algo mayor para ella y que tenía una única pasión – totalmente inofensiva y descansada - : la horticultura. El buen hombre se pasaba el tiempo con la podadera en las manos, cuidando, podando una magnífica colección de rosales, calentando el invernadero, regando los canastillos ; y por cierto, admitirán ustedes que para un pobre corazoncito tan ávido de ideal, no le bastaba para alimentarse.
Sin embargo, durante diez años, su vida se mantuvo firme e uniforme, como las calles de arena fina del jardín de su marido, y siguió su curso con pasos contados, escuchando, con un aburrimiento resignado, el ruido irritante y seco de las tijeras en movimiento continuo, o la lluvia monótona, infinita, que iba cayendo de las alcachofas de las regaderas en las tupidas plantas.
Este horticultor apasionado cuidaba de su mujer con el mismo esmero meticuloso con el que cuidaba de sus flores. Medía el frío y el calor de su salón, ocupado con ramos, temía por ella las heladas de abril o el sol de marzo ; y como a esas plantas en cajas que se suelen sacar y volver a abrigar en períodos determinados, la hacía vivir de manera metódica, con la mirada clavada* en el barómetro y de las lunaciones.
Se quedó mucho tiempo, encerrada entre las cuatro paredes del jardín conyugal, ingenua como una clemátide pero con unos impulsos hacia otros jardines menos regulares, menos burgueses, en los que los rosales crezcaran con todas sus ramas, donde las hierbas malas fueran más altas que los árboles y cargadas con flores fantásticas, desconocidas, en libertad bajo un sol más cálidocaliente. Tales jardines no se encuentran amenudo sino en los libros de los poetas ; por eso solía leer muchos versos a escondidas del arbolista que sólo sabía de poesía los dísticos de los almanaques :
« Agua de mayo, pan para todo el año”
Sin alegría, con glotonería, la desgraciada mujer devoraba los peores poemas, con tal que encontrara en ellos las palabras que tuvieran rimas con « amor » y « pasión » ; y una vez cerrado el libro, se pasaba horas soñando, suspirando : « ¡ Ahí está el marido que me hubiera hecho falta ! ».
* la mirada pendiente pourrait-il convenir ici dans la mesure où tout est fonction et « dans l’attente » de ce qu’’affiche le baromètre ?
***
Odile nous propose sa traduction :
El credo del amor
¡Siempre había soñado con ello, ser la mujer de un poeta!... Pero el implacable destino, en vez de la vida novelesca y fervorosa que ella ambicionaba, le arregló una pequeña felicidad bien tranquila, al casarla con un rico rentista de Auteuil, amable y apacible, algo mayor para ella y que tenía una única pasión, - por lo demás inofensiva y descansada - la horticultura. El buen hombre se pasaba el tiempo, con la podadera en la mano, cuidando, podando une magnífica colección de rosales, calentando el invernadero, regando los macizos; ustedes bien entenderán que para una pequeñita alma ávida de ideal no había en todo aquello pastura suficiente. Sin embargo, durante diez años, su vida se mantuvo recta y uniforme, parecida a las alamedas de arena fina del jardín de su marido y así la siguió con pasos contados, escuchando con un aburrimiento resignado, el ruido irritante y breve de las tijeras siempre activas, o la lluvia monótona, incesante, que caía de las alcachofas de las regaderas sobre las túpidas plantas. Este horticulteur empedernido cuidaba meticulosamente a su mujer como lo hacía para sus plantas. Graduaba el frío y el calor de su salón, en el cual sobraban los ramos de flores, y temía para ella la helada de abril o el sol de marzo. Y como esas plantas de invernadero que se sacan afuera y se entran en determinadas temporadas, la hacía vivir metodicámente, mirando siempre al barómetro y las variaciones de la luna. Permaneció mucho tiempo prisoniera del jardín marital, inocente como una clemátide, pero con arranques hacía otros jardines no tan regulares, no tan burgueses, donde los rosales crecerían a su aire, donde las hierbas salvajes serían más altas que los árboles y cargadas de flores maravillosas, ignotas, libres bajo un sol más caliente. Aquellos jardines sólo se encuentran en los libros de poetas; Por eso, leía muchos versos, a escondidas del arboricutor, el cual en vez de poesía solo conocía dísticos de almanque :
Agua de mayo, agua para todo el año
Sin alegría, vorazmente, la desgraciada devoraba poemas de los peores, con tal que encontrase en ellos palabras que rimasen con « amor » o con « passion »; luego, ya cerrado el libro, se pasaba horas y horas soñando y suspirando : « ¡ Ahí está el marido que me hubiera correspondido! »
El credo del amor
¡Siempre había soñado con ello, ser la mujer de un poeta!... Pero el implacable destino, en vez de la vida novelesca y fervorosa que ella ambicionaba, le arregló una pequeña felicidad bien tranquila, al casarla con un rico rentista de Auteuil, amable y apacible, algo mayor para ella y que tenía una única pasión, - por lo demás inofensiva y descansada - la horticultura. El buen hombre se pasaba el tiempo, con la podadera en la mano, cuidando, podando une magnífica colección de rosales, calentando el invernadero, regando los macizos; ustedes bien entenderán que para una pequeñita alma ávida de ideal no había en todo aquello pastura suficiente. Sin embargo, durante diez años, su vida se mantuvo recta y uniforme, parecida a las alamedas de arena fina del jardín de su marido y así la siguió con pasos contados, escuchando con un aburrimiento resignado, el ruido irritante y breve de las tijeras siempre activas, o la lluvia monótona, incesante, que caía de las alcachofas de las regaderas sobre las túpidas plantas. Este horticulteur empedernido cuidaba meticulosamente a su mujer como lo hacía para sus plantas. Graduaba el frío y el calor de su salón, en el cual sobraban los ramos de flores, y temía para ella la helada de abril o el sol de marzo. Y como esas plantas de invernadero que se sacan afuera y se entran en determinadas temporadas, la hacía vivir metodicámente, mirando siempre al barómetro y las variaciones de la luna. Permaneció mucho tiempo prisoniera del jardín marital, inocente como una clemátide, pero con arranques hacía otros jardines no tan regulares, no tan burgueses, donde los rosales crecerían a su aire, donde las hierbas salvajes serían más altas que los árboles y cargadas de flores maravillosas, ignotas, libres bajo un sol más caliente. Aquellos jardines sólo se encuentran en los libros de poetas; Por eso, leía muchos versos, a escondidas del arboricutor, el cual en vez de poesía solo conocía dísticos de almanque :
Agua de mayo, agua para todo el año
Sin alegría, vorazmente, la desgraciada devoraba poemas de los peores, con tal que encontrase en ellos palabras que rimasen con « amor » o con « passion »; luego, ya cerrado el libro, se pasaba horas y horas soñando y suspirando : « ¡ Ahí está el marido que me hubiera correspondido! »
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