À rendre pour le 20 mai
A pesar de sus grandes centros de enseñanza, Princeton era una ciudad insípida. Demasiado pequeña, demasiado norteamericana, demasiado candorosa e hipócrita. En contra de su tradición universitaria, o quizás justamente por ella, había cierta sobriedad artificial en todas las relaciones que se mantenían ahí, cierta grisura, cierta moralidad incómoda (incluso la Universidad tenía fama de racista y antisemita). Para colmo, la guerra en Europa impedía que la alegría se manifestase con la naturalidad habitual.Para escabullirse de estos inconvenientes, hacía tiempo que Bacon se había convencido de que el único campo en el cual la teoría -convertida en mera fantasía privada- no sólo era infructuosa, sino perversa, era en el relacionado con el sexo. Lo trágico era que prácticamente todos los habitantes de la ciudad, el rector y los diáconos, las esposas de los profesores y el alcalde, los policías y los médicos, y muchos de los estudiantes, no habían llegado a comprender esta premisa fundamental. Ellos se conformaban con llevar a cabo experimentos mentales relacionados con este asunto en los lugares menos pensados: en la iglesia y en sus conferencias, en las reuniones familiares y a la hora de llevar a sus hijos a los jardines de niños, mientras almorzaban o al pasear a sus caniches al atardecer. A imitación de su Instituto de Estudios Avanzados, la opalina sociedad de Princeton se limitaba a imaginar los placeres que no se atrevía a consumar. Por esta razón Bacon detestaba a sus vecinos. Le parecían mendaces, necios, pusilánimes... En esta materia, él no podía conformarse con la abstracción y la fantasía: ningún cerebro -ni siquiera el de Einstein-, bastaba para descubrir la diversidad del mundo ofrecida por las mujeres. El pensamiento era capaz de articular leyes y teorías, de fraguar hipótesis y corolarios, pero no de rescatar, en un instante, la infinita variedad de olores, sensaciones y estremecimientos que lleva consigo la lujuria. Hay que decirlo abiertamente: acaso debido a su imposibilidad para relacionarse con las mujeres de su nivel social, desde hacía un par de años Bacon se había aficionado a invertir su dinero en la profesión más antigua del mundo.
A pesar de sus grandes centros de enseñanza, Princeton era una ciudad insípida. Demasiado pequeña, demasiado norteamericana, demasiado candorosa e hipócrita. En contra de su tradición universitaria, o quizás justamente por ella, había cierta sobriedad artificial en todas las relaciones que se mantenían ahí, cierta grisura, cierta moralidad incómoda (incluso la Universidad tenía fama de racista y antisemita). Para colmo, la guerra en Europa impedía que la alegría se manifestase con la naturalidad habitual.Para escabullirse de estos inconvenientes, hacía tiempo que Bacon se había convencido de que el único campo en el cual la teoría -convertida en mera fantasía privada- no sólo era infructuosa, sino perversa, era en el relacionado con el sexo. Lo trágico era que prácticamente todos los habitantes de la ciudad, el rector y los diáconos, las esposas de los profesores y el alcalde, los policías y los médicos, y muchos de los estudiantes, no habían llegado a comprender esta premisa fundamental. Ellos se conformaban con llevar a cabo experimentos mentales relacionados con este asunto en los lugares menos pensados: en la iglesia y en sus conferencias, en las reuniones familiares y a la hora de llevar a sus hijos a los jardines de niños, mientras almorzaban o al pasear a sus caniches al atardecer. A imitación de su Instituto de Estudios Avanzados, la opalina sociedad de Princeton se limitaba a imaginar los placeres que no se atrevía a consumar. Por esta razón Bacon detestaba a sus vecinos. Le parecían mendaces, necios, pusilánimes... En esta materia, él no podía conformarse con la abstracción y la fantasía: ningún cerebro -ni siquiera el de Einstein-, bastaba para descubrir la diversidad del mundo ofrecida por las mujeres. El pensamiento era capaz de articular leyes y teorías, de fraguar hipótesis y corolarios, pero no de rescatar, en un instante, la infinita variedad de olores, sensaciones y estremecimientos que lleva consigo la lujuria. Hay que decirlo abiertamente: acaso debido a su imposibilidad para relacionarse con las mujeres de su nivel social, desde hacía un par de años Bacon se había aficionado a invertir su dinero en la profesión más antigua del mundo.
Jorge Volpi, En busca de Klingsor
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