Pour l'anthologie « Lectures d'ailleurs », Élodie Peeters prend le train en marche des auteurs argentins (il faudra qu'on diversifie davantage pour la suite). Elle va se charger de traduire « El joven Aira » [du recueil Instructiones para dar el gran batacazo intelectual argentino], de Juan Terranova.
« El joven Aira »
Para Hérnan Vanoli
Conocí a Carolina por una amiga en común a principios del 2004. Era casi diez años más joven que yo y no había tenido relaciones importantes, más allá de algún novio en el secundario. Vivía en un departamento que le prestaba la madre en Monserrat y tenía dos gatas que se peleaban por los preservativos usados.
— ¿Por qué se pelean? —le pregunté una vez.
— Por los preservativos —me contestó—. Se los comen.
Pensé que era una broma, hasta que un día fui al baño y una de las gatas terminaba de hacer caca en las piedritas. Asomando entre la mierda se veía el anillo de goma opaca de un preservativo. A veces estábamos en la cama, hablando, desnudos, y veíamos venir a una de las gatas, agazapada, en posición de ataque. Carolina me decía que no pasaba nada. No entiendo cómo no se morían ahogadas. Hacía fin de año me invitó a cenar con su papá que llegaba de Italia para las fiestas. En realidad, no era su papá, sino el tipo que había estado juntado con su vieja mientras ella había hecho la escuela primaria y parte de la secundaria.
— Es divertido. Enseña en la universidad de Bolonia —me dijo.
Carolina estaba haciendo el CBC para Artes. Sonreía, era simpática, tenía cuerpo de bailarina y me gustaba. Así que acepté la invitación y el catorce de diciembre toqué el timbre en un edificio muy antiguo de Almagro. Eran las ocho y media de la noche pero todavía había luz. El timbre del portero eléctrico sonó y empujé la puerta. Nadie me preguntó nada. Subí en un ascensor de rejas. Un hombre de unos sesenta años me esperaba en el palier. Nos dimos la mano.
— Gerardo Salé —se presentó—. Pase, Carolina todavía no llegó.
Era un departamento grande, de pasillos largos y parqué. Estaba oscuro.
Salé me señaló un sillón y me senté. Traía una botella de vino, se la di y el dueño de cada se puso los anteojos para leer la etiqueta. Después la dejó arriba de la mesa y se acomodó en un sillón de una plaza enfrente de donde yo estaba.
— Estoy recién llegado —me aclaró.
Le hice un par de preguntas y un par de comentarios. Realmente sentía curiosidad. Salé era un viejo afable y enseguida se mostró como ese clásico humanista porteño que prefiere callar dejando entrever que sabe cuando en realidad ignora bastante. Me contó que desde muy joven había sido “un fanático” del Siglo de Oro y que eso lo había llevado primero a estudiar en la universidad y después a convertirse en hispanista. Un poco en frío me largó un par de frases que habrían requerido algo más de confianza.
“Mi madre me leía a Góngora, ella era de León.”
“Cuando era estudiante sabía casi todas las letrillas satíricas de Quevedo de memoria.”
“En mi época el hispanismo era muy polémico. Ahora solamente lo sigue siendo en México, en Argentina es como si nunca hubiera existido.” Probablemente me hablaba como a alguno de sus alumnos. Según Carolina, había sido docente en Princeton y en Brown antes de mudarse a Italia.
— Me fui en el 73. Estaba cansado de la universidad de acá, de los líos del país.
Me contó que en Italia no pagan tan bien como en los Estados Unidos “pero, claro, Europa es otra cosa”.
— Usted va a preguntarme qué hace un hispanista viviendo en Bolonia. La respuesta es que en Bolonia también precisan hispanistas.
Entonces llegó Carolina. Lo besó y lo abrazó mucho. Le dijo que le traía una lasaña especialmente para él y le mostró una fuente de metal envuelta en nylon transparente. Salé también la abrazó con mucho cariño y puso la fuente en el horno. Después pasamos al comedor. Me hizo descorchar el vino a mí y lo sirvió en unas copas de cristal talladas. El pan era muy bueno. Fue una cena simple pero la disfruté.
— Carolina me dijo que usted publica novelas. Desgraciadamente no sé nada de literatura contemporánea —dijo Salé mientras comía.
Se hacía el Borges pero era afable. Empecé a pensar cuánto y cómo robaba con los Nueve ensayos dantescos y Pierre Menard en Bolonia. Pero evite hablar de Borges porque sabía que eso nos iba a llevar a una serie de lugares comunes aburridísimos. Quiero decir, no me aburría. Pero tampoco tenía ningún tipo de expectativa. Como mucho podía llegar a aprender algo más de Cervantes, algunos de esos juegos de espejos, alguna de esas paradojas seductoras para impresionar estudiantes con vocación de escritores. En un momento Salé habló del precio de los libros. Contó que cuando se publicó el primer tomo del Quijote, en 1605, los libros eran pocos y muy caros. Tiró un dato: en Madrid se había publicado apenas setecientos títulos desde 1565. Setecientos libros en cuarenta años. Y no se sabía qué cantidad de ejemplares. Nos explicó que los libros eran tan pocos y caros a principios del siglo XVII que mucha gente los alquilaba para leerlos y casi nadie poseía una biblioteca. Eso estuvo bien. Son datos que impactan a todo lector sensible. Pero fue con la sobremesa que la noche cambió de una manera decisiva. Suele pasar que uno subestima a los académicos, y es entonces cuando lo envuelven y lo dominan.
— Una vez conocí a un escritor muy joven. Esto fue a principios de los años ochentas. Él trabajaba en una librería del centro que era de un amigo mío. Una librería de libros antiguos, en la calle Junin, creo. Yo iba por allá a ver a mi amigo y charlaba con él. Se llamaba Cesar Aira, supongo que todavía vive, ¿no?
Ah, Salé, viejo zorro. Dije que sí, que Aira vivía y que era uno de los escritores argentinos más importantes. Entonces, él contó que a mediados de los ochentas había vuelto a Buenos Aires a visitar a su familia, se había juntado con la madre de Carolina y se había quedado unos años. Pero con la hiperinflación había decidido probar suerte en Italia donde tenía un grupo de amigos. No se privó del comentario político.
— Los políticos argentinos, siempre tan tránsfugas. Esos años casi pierdo este departamento., No explicó por qué.
Le pedí que me contara de Aira.
— Me acuerdo que le interesaba la gauchesca —dijo—. A mí la gauchesca nunca me interesó.
Fue largando de a poco, administrando las anécdotas y los recuerdos. Carolina sonreía. Se notaba que lo quería como a un padre.
—Le impresionó mucho que le hablara de Cervantes. Me dijo que los escritores de su generación, él incluido, eran muy brutos, muy provincianos. Y yo le dije “por eso miran tanto a Francia”. El comentario le cayó mal, creo que porque era verdad.
Según Salé, Aira sabía mucho de ficción argentina y de ensayo francés, pero conocía el Quijote “por arriba”, y no tenía “ni noticias de lo geniales que era las Novelas ejemplares”.
— Me acuerdo que me prestaba mucha atención. Escuchaba y se dejaba sorprender. En un momento me pidió una lista de autores y se la hice. Era muy joven, se lo notaba con ambición, con ganas. A la semana me volvió a pedir otra lista. Leía todo, como un burro, me mostró algunas notas que hacía al margen de los libros, me hacía preguntas. Nos hicimos algo amigos.
Salé subrayó el “algo” con una tos.
— La gente con la que se juntaba era poca y desagradable. Se lo notaba fóbico, muy preocupado por la frivolidad, chismoso inclusive. El momento era de efervescencia político y eso lo disgustaba.
Salé contó que una vez lo había invitado a una reunión de amigos, todos ex alumnos del Salvador. Y Aira había caído ahí “con cara de marciano”.
— Se quedó un rato en la cocina, y después se fue. Pero el error lo cometí yo, no sé por qué lo invité. Aparte, yo lo cortaba mucho. Si me venía a hablar de Blanchot, de Barthes, bueno… A mí esas cosas nunca me interesaron.
Entonces Carolina se levantó y dijo que iba a la cocina. Salé aprovechó, se levantó de la mesa y fue hasta un aparador. Sacó una botella de JB y dos vasos. No me ofreció, simplemente nos sirvió y se volvió a sentar. El alcohol lo relajó enseguida. Ya se había satisfecho. Seguía siendo el mismo pero se lo notaba hinchado y orondo como un cerdo. Entonces dejó caer el remate.
— Un día, lo recuerdo muy bien, era martes, me pidió que escribiera algo que habíamos discutido sobre las operaciones de lectura que se daban en el Quijote. Para un hispanista eso no es nada del otro mundo. El Quijote es una gran máquina de lectura, la más perfecta, la primera. Pero a él se le había metido en la cabeza que yo tenía que escribir un artículo y que lo tenía que dar a publicar en una revista donde él participaba. Pero pagaban una miseria y le dije que a mí no me parecía bien trabajar gratis. Creo que ahí se ofendió.
— ¿Y después qué pasó?— pregunté.
— Y bueno, yo me fui a Italia.
— ¿Y no lo volvió a ver?
— ¿A Cesarito? No, no lo volví a ver más.
El diminutivo fue bestial. Cuando le iba a preguntar si había leído alguno de sus libros, Carolina volvió al comedor. Había lavado los platos y traía café. En esa época yo todavía no sabía bien qué pensar del enigma Cesar Aira. Ahora sé que es un accidente de la naturaleza, un hombre genial y aristocrático, que desprecia el talento y cualquier ingenio o manualidad en el arte. Pero en ese momento no lo sabía y lo de Salé me llamó la atención. Sin embargo, no volvimos a hablar de Aira. Tomamos el café mientras ellos hablaban de cuánto tiempo se iba a queda Salé en Buenos Aires, y de la visita que ella le iba a hacer en el invierno. Después creo que tomamos algo más, no recuerdo si Salé abrió un champán o algo así. Sí recuerdo bien que bajó a abrirnos y comentó alguna cosa más del edificio. Esa noche dormimos juntos con Carolina. Yo me desperté muy temprano. Ya había amanecido y no me pude volver a dormir. Así que fui hasta la cocina y puse la radio. Un locutor de AM daba la temperatura y decía que había que tomar medida para prevenir los golpes de calor.
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