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Lunes, 23 — miércoles, 25 de junio
ISIDORO VIDAL conocido en el barrio como don Isidro, desde el último lunes prácticamente no salía de la pieza ni se dejaba ver. Sin duda más de un inquilino y sobre todo las chicas del taller de costura de la sala del frente, de vez en cuando lo sorprendían fuera de su refugio. Las distancias, dentro del populoso caserón, eran considerables y, para llegar al baño, había que atravesar dos patios. Confinado a su cuarto, y al contiguo de su hijo Isidorito, quedó por entonces desvinculado del mundo. El muchacho, alegando sueño atrasado porque trabajaba de celador en la escuela nocturna de la calle Las Heras, solía extraviar el diario que su padre esperaba con ansiedad y persistentemente olvidaba la promesa de llevar el aparato de radio a casa del electricista. Privado de ese vetusto artefacto, Vidal echaba de menos las cotidianas “charlas de fogón” de un tal Farrell, a quien la opinión señalaba como secreto jefe de los Jóvenes Turcos, movimiento que brilló como una estrella fugaz en nuestra larga noche política. Ante los amigos, que abominaban de Farrell, lo defendía, siquiera con tibieza; deploraba, es verdad, los argumentos del caudillo, más enconados que razonables; condenaba sus calumnias y sus embustes, pero no ocultaba la admiración por sus dotes de orador, por la cálida tonalidad de esa voz tan nuestra y, declarándose objetivo, reconocía en él y en todos los demagogos el mérito de conferir conciencia de la propia dignidad a millones de parias.
Responsables de aquel retiro —demasiado prolongado para no ser peligroso— fueron un vago dolor de muelas y la costumbre de llevarse una mano a la boca. Una tarde, cuando volvía del fondo, sorpresivamente oyó la pregunta:
—¿Qué le pasa?
Apartó la mano y miró perplejo a su vecino Bogliolo. En efecto, éste lo había saludado. Vidal contestó solícitamente:
—Nada, señor.
—¿Cómo nada? —protestó Bogliolo que, bien observado, tenía algo extraño en la expresión—. ¿Por qué se lleva la mano a la boca?
—Una muela. Me duele. No es nada —respondió sonriendo.
Vidal era más bien pequeño, delgado, con pelo que empezaba a ralear y una mirada triste, que se volvía dulce cuando sonreía. El matón sacó del bolsillo una libretita, escribió un nombre y una dirección, arrancó la hoja y se la entregó, mientras comunicaba:
—Un dentista. Vaya hoy mismo. Lo va a dejar como nuevo.
Vidal acudió al consultorio esa tarde. Restregándose las manos, el dentista le explicó que a cierta edad las encías, como si fueran de barro, se ablandan por dentro y que felizmente ahora la ciencia dispone de un remedio práctico: la extirpación de toda la dentadura y su reemplazo por otra más apropiada. Tras mencionar una suma global; procedió el hombre a la paciente carnicería; por fin, sobre carne tumefacta, asentó muelas y dientes y dijo:
—Puede cerrar la boca.
Se oponían a ello el dolor, los cuerpos extraños y aun la desazón moral que le infundía la confrontación con el espejo. Al otro día Vidal despertó con malestar y fiebre. Su hijo le aconsejó que visitara al dentista; pero él ya no quería saber nada con ese individuo. Quedó echado en la cama, enfermo y apesadumbrado, sin atreverse en las primeras veinte horas a tomar un mate. La debilidad ahondó la pesadumbre; la fiebre le daba pretextos para seguir en el cuarto y no dejarse ver.
El miércoles 25 de junio resolvió concluir con tal situación. Iría al café, a jugar el habitual partidito de truco. Se dijo que la noche era el mejor momento para abordar a los amigos.
Adolfo Bioy Casares, Diario de la guerra del cerdo
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