Una brisa agradable de primavera acariciaba a la pareja del ático. Estaban sentados sobre unos gruesos cojines de colores chillones.
Frente a ellos el barrio de Gracia se extendía en un incongruente paisaje de casas bajas, muchas de las cuales aún conservaban sus primitivos tejados rojizos. Las superficies brillantes de los paneles solares que cubrían la mayoría de las azoteas permanecían inmóviles y en silencio. De noche desaparecía el omnipresente zumbido que acompañaba su lenta danza diaria en la búsqueda de los rayos del sol.
Gracia era el último superviviente de una ciudad de otros tiempos que los bohemios e intelectuales del siglo pasado habían salvado de la eterna especulación. Ahora el barrio permanecía aislado, diferente, amenazado por los altos edificios de diseño, los rascacielos y las nuevas colmenas.
Barcelona se había desarrollado aprisionada entre la costa y las montañas. Y desde el ático, en las noches más claras, podía adivinarse el mar a la derecha, y al otro lado, el monte que estaba siendo engullido por cientos de lucecillas. Cada una de ellas representaba una nueva construcción que como un ejército de insaciables luciérnagas avanzaba amenazando el Tibidabo, que todavía dominaba la ciudad desde su posición privilegiada.
—¡Enhorabuena! ¡Por nosotros! —la voz de ella resultó mucho más cálida de lo que pretendía.
—¡Por el hundimiento del Muro, por nosotros y por los ausentes! —las dos copas de cristal al chocar produjeron un sonido casi metálico.
La luz de unas pocas estrellas consiguió atravesar la capa de humedad para terminar de decorar una noche turbia y sin luna.
Albert se acomodó sobre los cojines y se acercó un poco más a ella para proponer otro brindis:
—¡Y por los viejos dioses!
—Repelente. No me seas repelente, Alberto Magno —Present buscó su bebida para honrar a esos dioses que ella nunca había conocido.
Él saboreó las burbujas que estallaban contra el velo de su paladar y cerró los ojos.
El sonido de una campanada se impuso sobre el murmullo de una ciudad que comenzaba a apagarse. Las notas de la antigua grabación reverberaron con dejes metálicos.
Dirigió su mirada hacia la torre de la iglesia y las dos curiosas campanas que permanecían inmóviles. Bajo ellas un reloj de dudoso gusto decimonónico proclamaba orgulloso que ya era medianoche.
—¿Qué vas a hacer con tanta pasta? —ella interrumpió sus pensamientos.
—Largarme. Lejos —echó otro trago—. A uno de los últimos paraísos en la Tierra.
—¿En serio crees que existen, Albert? ¡No me fastidies!
—Todo es cuestión de dinero. Algunos paraísos se pueden comprar —la interrumpió—. Y tengo echado el ojo a uno. Es una islita olvidada en medio de la nada.
Albert se perdió por un momento entre los pensamientos de un futuro que ahora, por fin, se presentaba real y próximo. Respiró profundamente del aire de la noche y dejó caer la posibilidad a la que había dado vueltas.
—Vente conmigo...
Ella contempló con ojos nuevos a su amigo. Y por unos instantes dejó que la idea penetrase en su cerebro y se convirtiese en una perspectiva real.
—Eres único, Alberto Magno... —estuvo tentada de acariciarle como a un niño o a un perro fiel—. No —suspiró al fin—. Ya lo sabes, hay cosas que me atan aquí.
Albert retiró la mirada y la dejó divagar sobre el mar de anacrónicos tejados rojizos y el brécol que comenzaba a tomar forma en las macetas.
Frente a ellos el barrio de Gracia se extendía en un incongruente paisaje de casas bajas, muchas de las cuales aún conservaban sus primitivos tejados rojizos. Las superficies brillantes de los paneles solares que cubrían la mayoría de las azoteas permanecían inmóviles y en silencio. De noche desaparecía el omnipresente zumbido que acompañaba su lenta danza diaria en la búsqueda de los rayos del sol.
Gracia era el último superviviente de una ciudad de otros tiempos que los bohemios e intelectuales del siglo pasado habían salvado de la eterna especulación. Ahora el barrio permanecía aislado, diferente, amenazado por los altos edificios de diseño, los rascacielos y las nuevas colmenas.
Barcelona se había desarrollado aprisionada entre la costa y las montañas. Y desde el ático, en las noches más claras, podía adivinarse el mar a la derecha, y al otro lado, el monte que estaba siendo engullido por cientos de lucecillas. Cada una de ellas representaba una nueva construcción que como un ejército de insaciables luciérnagas avanzaba amenazando el Tibidabo, que todavía dominaba la ciudad desde su posición privilegiada.
—¡Enhorabuena! ¡Por nosotros! —la voz de ella resultó mucho más cálida de lo que pretendía.
—¡Por el hundimiento del Muro, por nosotros y por los ausentes! —las dos copas de cristal al chocar produjeron un sonido casi metálico.
La luz de unas pocas estrellas consiguió atravesar la capa de humedad para terminar de decorar una noche turbia y sin luna.
Albert se acomodó sobre los cojines y se acercó un poco más a ella para proponer otro brindis:
—¡Y por los viejos dioses!
—Repelente. No me seas repelente, Alberto Magno —Present buscó su bebida para honrar a esos dioses que ella nunca había conocido.
Él saboreó las burbujas que estallaban contra el velo de su paladar y cerró los ojos.
El sonido de una campanada se impuso sobre el murmullo de una ciudad que comenzaba a apagarse. Las notas de la antigua grabación reverberaron con dejes metálicos.
Dirigió su mirada hacia la torre de la iglesia y las dos curiosas campanas que permanecían inmóviles. Bajo ellas un reloj de dudoso gusto decimonónico proclamaba orgulloso que ya era medianoche.
—¿Qué vas a hacer con tanta pasta? —ella interrumpió sus pensamientos.
—Largarme. Lejos —echó otro trago—. A uno de los últimos paraísos en la Tierra.
—¿En serio crees que existen, Albert? ¡No me fastidies!
—Todo es cuestión de dinero. Algunos paraísos se pueden comprar —la interrumpió—. Y tengo echado el ojo a uno. Es una islita olvidada en medio de la nada.
Albert se perdió por un momento entre los pensamientos de un futuro que ahora, por fin, se presentaba real y próximo. Respiró profundamente del aire de la noche y dejó caer la posibilidad a la que había dado vueltas.
—Vente conmigo...
Ella contempló con ojos nuevos a su amigo. Y por unos instantes dejó que la idea penetrase en su cerebro y se convirtiese en una perspectiva real.
—Eres único, Alberto Magno... —estuvo tentada de acariciarle como a un niño o a un perro fiel—. No —suspiró al fin—. Ya lo sabes, hay cosas que me atan aquí.
Albert retiró la mirada y la dejó divagar sobre el mar de anacrónicos tejados rojizos y el brécol que comenzaba a tomar forma en las macetas.
Susana Vallejo, Swith in the red
***
Mélissa nous propose sa traduction :
Une brise agréable de printemps caressait le couple de l’attique. Ils étaient assis sur un de ces gros coussins de couleur criarde.
Face à eux, le barrio Gracia s’étendait sur un paysage incongru de maisons basses, beaucoup d’entre elles conservaient encore leurs toits rougeâtres d’origine. Les superficies brillantes des panneaux solaires qui couvraient la majorité des terrasses restaient immobiles et silencieux. La nuit, le bourdonnement omniprésent qui accompagnait sa lente danse quotidienne dans sa recherche des rayons du soleil disparaissait.
Le barrio Gracia était le dernier survivant d’une ville d’un autre temps que les bohémiens et les intellectuels du siècle passé avaient sauvé de l’éternelle spéculation. Désormais, le quartier restait isolé, différent, menacé par les hauts édifices à la ligne moderne, les gratte-ciels et les nouvelles ruches.
Barcelone s’était développée, prisonnière entre mer et montagne. Et depuis l’attique, les nuits les plus claires, on pouvait deviner la mer à droite, et, de l’autre côté, le mont qui se faisait engloutir par des centaines de petites lumières. Chacune d’entre elles représentait une nouvelle construction qui, telle une armée d’insatiables vers luisants avançait, menaçant le Tibidabo, qui dominait encore la ville depuis sa position stratégique.
- Félicitations ! Pour nous ! - sa voix était plus chaude que ce qu’on pouvait croire.
- Pour la chute du Mur, pour nous et pour les absents ! - les deux coupes de cristal, en se heurtant, produisirent un son quasi métallique.
La lumière de quelques rares étoiles réussirent à traverser le manteau d’humidité pour finir de décorer une nuit trouble et sans lune.
Albert s’installa sur les coussins et s’approcha un peu plus d’elle pour lui proposer un autre toast :
- Et pour les Dieux anciens !
- Odieux. Ne sois pas odieux envers moi, Alberto Magno - Present chercha son verre pour honorer ces Dieux qu’elle n’avait jamais connu.
Lui savoura les bulles qui éclataient contre le voile de son palais et ferma les yeux.
Le son d’une cloche prit le pas sur le murmure d’une cité qui commençait à s’éteindre. Les notes de l’ancien enregistrement résonnèrent sur des accents métalliques.
Il dirigea son regard vers la tour de l’église et vers les deux curieuses cloches qui restaient immobiles. En dessous, une horloge d’un goût douteux datant du dix-neuvième proclamait avec arrogance qu’il était déjà minuit.
- Qu’est-ce que tu vas faire avec autant de fric ? - Elle le tira de ses pensées.
- M’en aller d’ici. Loin - Il but encore un coup -. Dans un des derniers paradis sur Terre.
- Sérieusement, tu crois qu’ils existent, Albert ? Laisse tomber !
- Tout est question d’argent. Certains paradis peuvent s’acheter - l’interrompis-je -. Et j’ai jeté un coup d’œil à un en particulier. C’est une petite île oubliée au milieu de nulle part.
Albert se perdit durant un instant entre les pensées d’un futur qui, aujourd’hui enfin, se présentait réel et proche. Il respira profondément l’air de la nuit et il laissa tomber la possibilité à laquelle il avait pensé et repensé mille fois.
- Viens avec moi…
Elle contempla son ami avec un regard neuf. Et pendant quelques instants, j’attendais que l’idée entre dans son cerveau et se convertisse en une perspective réelle.
- Tu es unique, Alberto Magno… - je fus tentée de le caresser comme on le fait avec un enfant ou avec un chien fidèle -. Non - soupirai-je à la fin -. Tu le sais déjà, il y a des choses qui me retiennent ici.
Alberto détourna le regard et le laissa divaguer sur la mer de toits rougeâtres anachroniques et sur le brocoli qui commençait à prendre forme dans les pots de fleur.
Une brise agréable de printemps caressait le couple de l’attique. Ils étaient assis sur un de ces gros coussins de couleur criarde.
Face à eux, le barrio Gracia s’étendait sur un paysage incongru de maisons basses, beaucoup d’entre elles conservaient encore leurs toits rougeâtres d’origine. Les superficies brillantes des panneaux solaires qui couvraient la majorité des terrasses restaient immobiles et silencieux. La nuit, le bourdonnement omniprésent qui accompagnait sa lente danse quotidienne dans sa recherche des rayons du soleil disparaissait.
Le barrio Gracia était le dernier survivant d’une ville d’un autre temps que les bohémiens et les intellectuels du siècle passé avaient sauvé de l’éternelle spéculation. Désormais, le quartier restait isolé, différent, menacé par les hauts édifices à la ligne moderne, les gratte-ciels et les nouvelles ruches.
Barcelone s’était développée, prisonnière entre mer et montagne. Et depuis l’attique, les nuits les plus claires, on pouvait deviner la mer à droite, et, de l’autre côté, le mont qui se faisait engloutir par des centaines de petites lumières. Chacune d’entre elles représentait une nouvelle construction qui, telle une armée d’insatiables vers luisants avançait, menaçant le Tibidabo, qui dominait encore la ville depuis sa position stratégique.
- Félicitations ! Pour nous ! - sa voix était plus chaude que ce qu’on pouvait croire.
- Pour la chute du Mur, pour nous et pour les absents ! - les deux coupes de cristal, en se heurtant, produisirent un son quasi métallique.
La lumière de quelques rares étoiles réussirent à traverser le manteau d’humidité pour finir de décorer une nuit trouble et sans lune.
Albert s’installa sur les coussins et s’approcha un peu plus d’elle pour lui proposer un autre toast :
- Et pour les Dieux anciens !
- Odieux. Ne sois pas odieux envers moi, Alberto Magno - Present chercha son verre pour honorer ces Dieux qu’elle n’avait jamais connu.
Lui savoura les bulles qui éclataient contre le voile de son palais et ferma les yeux.
Le son d’une cloche prit le pas sur le murmure d’une cité qui commençait à s’éteindre. Les notes de l’ancien enregistrement résonnèrent sur des accents métalliques.
Il dirigea son regard vers la tour de l’église et vers les deux curieuses cloches qui restaient immobiles. En dessous, une horloge d’un goût douteux datant du dix-neuvième proclamait avec arrogance qu’il était déjà minuit.
- Qu’est-ce que tu vas faire avec autant de fric ? - Elle le tira de ses pensées.
- M’en aller d’ici. Loin - Il but encore un coup -. Dans un des derniers paradis sur Terre.
- Sérieusement, tu crois qu’ils existent, Albert ? Laisse tomber !
- Tout est question d’argent. Certains paradis peuvent s’acheter - l’interrompis-je -. Et j’ai jeté un coup d’œil à un en particulier. C’est une petite île oubliée au milieu de nulle part.
Albert se perdit durant un instant entre les pensées d’un futur qui, aujourd’hui enfin, se présentait réel et proche. Il respira profondément l’air de la nuit et il laissa tomber la possibilité à laquelle il avait pensé et repensé mille fois.
- Viens avec moi…
Elle contempla son ami avec un regard neuf. Et pendant quelques instants, j’attendais que l’idée entre dans son cerveau et se convertisse en une perspective réelle.
- Tu es unique, Alberto Magno… - je fus tentée de le caresser comme on le fait avec un enfant ou avec un chien fidèle -. Non - soupirai-je à la fin -. Tu le sais déjà, il y a des choses qui me retiennent ici.
Alberto détourna le regard et le laissa divaguer sur la mer de toits rougeâtres anachroniques et sur le brocoli qui commençait à prendre forme dans les pots de fleur.
***
Léa nous propose sa traduction :
Une agréable brise de printemps caressait le couple du dernier étage.
Ils étaient assis sur d’épais coussins aux couleurs criardes.
Face à eux le quartier de Gracia s’étendait sur un incongru paysage de maisons basses, parmi lesquelles de nombreuses conservaient encore leurs anciens toits rougeâtres.
Les superficies brillantes des panneaux solaires qui couvraient la majorité des terrasses restaient immobiles et dans le silence.
L’omniprésent bourdonnement qui accompagnait leur lente danse quotidienne à la recherche des rayons du soleil disparaissait la nuit.
Gracia était l’ultime survivant d’une ville d’autres temps que les bohémiens et intellectuels du siècle dernier avaient sauvé de l’éternelle spéculation.
Maintenant, le quartier restait isolé, différent, menacé par les hauts immeubles d’architectes, les gratte-ciel et les nouvelles ruches.
Barcelone s’était développée emprisonnée entre la côte et les montagnes.
Et depuis le dernier étage, dans les nuits les plus claires, on pouvait deviner la mer à droite, et de l’autre côté, la montagne qui se faisait engloutir par des centaines de lumières.
Chacune d’elles représentait une nouvelle construction qui, telle une armée d’insatiables lucioles, avançait, menaçant le Tibidabo qui dominait encore la ville depuis sa position privilégiée.
-Félicitations! A nous ! – la voix de cette femme résulta beaucoup plus chaleureuse que ce qu’elle prétendait.
- A l’effondrement du Mur, à nous et aux absents !- en se heurtant, les deux coupes de cristal produisirent un son presque métallique.
La lumière de quelques étoiles parvint à traverser la couche d’humidité pour finir de décorer une nuit trouble et sans lune.
Albert se mit à l’aise sur les coussins et se rapprocha un peu plus vers elle pour porter un autre toast :
- Et aux vieux dieux !
-Repoussant. Ne sois pas odieux, Alberto Magno- Present chercha sa boisson pour honorer ces dieux qu’elle n’avait jamais connus.
Lui, savoura les bulles qui éclataient contre le voile de son palais et ferma les yeux.
Le son d’une cloche s’imposa sur le murmure d’une ville qui commençait à s’éteindre.
Les notes de l’ancien tintement résonnèrent avec des accents métalliques.
Il dirigea son regard vers la tour de l’église et les deux curieuses cloches qui restaient immobiles.
En dessous d’elles, une horloge d’un goût douteux du 19ème siècle proclamait fièrement qu’il était déjà minuit.
-Que vas-tu faire avec autant de fric ?- elle interrompit ses pensées.
-Ficher le camp. Loin. – Il but un autre coup.- Vers un des derniers paradis sur Terre.
-Sérieusement ? Tu crois qu’ils existent, Albert ? Fiches moi la paix !
-Tout est une question d’argent. Certains paradis peuvent s’acheter-Il l’interrompit.
Et j’ai jeté un coup d’œil sur l’un d’eux. C’est une petite île oubliée au milieu du néant.
Albert se perdit un instant dans les pensées d’un futur qui, maintenant, se révélait finalement réel et proche.
Il respira profondément l’air nocturne et laissa tomber la possibilité à laquelle il avait réfléchi.
-Viens avec moi…
Elle observa son ami avec un nouveau regard.
Et durant quelques instants, elle laissa l’idée pénétrer dans son cerveau et devenir une réelle perspective.
-Tu es unique Albert Magno… - j’étais tentée de le caresser comme un enfant ou un chien fidèle- Non- elle soupira finalement- tu le sais bien, il y a des choses qui me retiennent ici.
Albert détourna le regard et le laissa divaguer sur la mer d’anachroniques toits rougeâtres et le brocoli qui commençait à prendre forme dans les pots de fleurs.
Une agréable brise de printemps caressait le couple du dernier étage.
Ils étaient assis sur d’épais coussins aux couleurs criardes.
Face à eux le quartier de Gracia s’étendait sur un incongru paysage de maisons basses, parmi lesquelles de nombreuses conservaient encore leurs anciens toits rougeâtres.
Les superficies brillantes des panneaux solaires qui couvraient la majorité des terrasses restaient immobiles et dans le silence.
L’omniprésent bourdonnement qui accompagnait leur lente danse quotidienne à la recherche des rayons du soleil disparaissait la nuit.
Gracia était l’ultime survivant d’une ville d’autres temps que les bohémiens et intellectuels du siècle dernier avaient sauvé de l’éternelle spéculation.
Maintenant, le quartier restait isolé, différent, menacé par les hauts immeubles d’architectes, les gratte-ciel et les nouvelles ruches.
Barcelone s’était développée emprisonnée entre la côte et les montagnes.
Et depuis le dernier étage, dans les nuits les plus claires, on pouvait deviner la mer à droite, et de l’autre côté, la montagne qui se faisait engloutir par des centaines de lumières.
Chacune d’elles représentait une nouvelle construction qui, telle une armée d’insatiables lucioles, avançait, menaçant le Tibidabo qui dominait encore la ville depuis sa position privilégiée.
-Félicitations! A nous ! – la voix de cette femme résulta beaucoup plus chaleureuse que ce qu’elle prétendait.
- A l’effondrement du Mur, à nous et aux absents !- en se heurtant, les deux coupes de cristal produisirent un son presque métallique.
La lumière de quelques étoiles parvint à traverser la couche d’humidité pour finir de décorer une nuit trouble et sans lune.
Albert se mit à l’aise sur les coussins et se rapprocha un peu plus vers elle pour porter un autre toast :
- Et aux vieux dieux !
-Repoussant. Ne sois pas odieux, Alberto Magno- Present chercha sa boisson pour honorer ces dieux qu’elle n’avait jamais connus.
Lui, savoura les bulles qui éclataient contre le voile de son palais et ferma les yeux.
Le son d’une cloche s’imposa sur le murmure d’une ville qui commençait à s’éteindre.
Les notes de l’ancien tintement résonnèrent avec des accents métalliques.
Il dirigea son regard vers la tour de l’église et les deux curieuses cloches qui restaient immobiles.
En dessous d’elles, une horloge d’un goût douteux du 19ème siècle proclamait fièrement qu’il était déjà minuit.
-Que vas-tu faire avec autant de fric ?- elle interrompit ses pensées.
-Ficher le camp. Loin. – Il but un autre coup.- Vers un des derniers paradis sur Terre.
-Sérieusement ? Tu crois qu’ils existent, Albert ? Fiches moi la paix !
-Tout est une question d’argent. Certains paradis peuvent s’acheter-Il l’interrompit.
Et j’ai jeté un coup d’œil sur l’un d’eux. C’est une petite île oubliée au milieu du néant.
Albert se perdit un instant dans les pensées d’un futur qui, maintenant, se révélait finalement réel et proche.
Il respira profondément l’air nocturne et laissa tomber la possibilité à laquelle il avait réfléchi.
-Viens avec moi…
Elle observa son ami avec un nouveau regard.
Et durant quelques instants, elle laissa l’idée pénétrer dans son cerveau et devenir une réelle perspective.
-Tu es unique Albert Magno… - j’étais tentée de le caresser comme un enfant ou un chien fidèle- Non- elle soupira finalement- tu le sais bien, il y a des choses qui me retiennent ici.
Albert détourna le regard et le laissa divaguer sur la mer d’anachroniques toits rougeâtres et le brocoli qui commençait à prendre forme dans les pots de fleurs.
***
Sonita nous propose sa traduction :
Une brise agréable caressait le couple de l’attique. Ils étaient assis sur de gros coussins aux couleurs criardes.
Devant eux, le quartier de Gracia s’étendait en un incongru paysage de maisons basses, dont beaucoup conservaient encore leurs toits rougeâtres d’origine. Les superficies brillantes des panneaux solaires qui couvraient la plupart des terrasses demeuraient immobiles et en silence. La nuit, l’omniprésent bourdonnement qui accompagnait leur lente danse quotidienne en quête des rayons de soleil disparaissait.
Gracia était le dernier survivant d’une ville d’un autre temps, une ville que les bohèmes et les intellectuels avaient sauvée de l’éternelle spéculation. Maintenant, le quartier demeurait isolé, différent, menacé par les hauts immeubles de design, les gratte-ciels et les nouvelles ruches.
Barcelone avait grandi emprisonnée entre la côte et les montagnes. Et, depuis l’attique, lors des nuits les plus claires, on pouvait deviner la mer à droite, et de l’autre côté, le mont qui était en train de se faire avaler par des centaines de petites lumières. Chacune d’elles représentait une nouvelle construction qui comme une armée de vers luisants insatiables avançait en menaçant le Tibidabo, qui dominait encore la ville depuis sa position privilégiée.
—À la bonne heure! À la nôtre ! — sa voix à elle s’avéra plus chaleureuse de qu’elle aurait voulu.
—À la chute du Mur! À la nôtre et à celle de ceux qui ne sont pas là ! — les deux verres de cristal produisirent un son presque métallique en trinquant.
La lumière de quelques étoiles réussit à traverser la couche d’humidité pour finir de décorer une nuit de brouillard sans lune.
Albert s’installa confortablement sur les coussins et se rapprocha un peu plus d’elle pour proposer un autre toast :
—Et à celle des vieux dieux !
—Odieux! Ne sois pas odieux Alberto Magno — Present chercha sa boisson pour honorer ces dieux qu’elle n’avait jamais connus.
Il savoura les bulles qui éclataient sur le voile de son palais et ferma les yeux.
Le son d’un coup de cloche s’imposa sur le murmure d’une ville qui commençait à s’éteindre. Les notes du vieil enregistrement résonnèrent avec des accents métalliques.
Il dirigea son regard vers la tour de l’église et les deux curieuses cloches qui demeuraient immobiles. Au-dessous d’elles une pendule d’un douteux goût du XIX siècle proclamait avec fierté qu’il était déjà minuit.
—Qu’est-ce que tu vas faire avec autant de blé ? — elle interrompit ses pensées.
—Me tirer. Loin. — il but une autre gorgée — À l’un des derniers paradis sur Terre.
—Sérieusement, tu crois qu’ils existent Albert? Ne te moque pas de moi !
—Tout est une question d’argent. Certains paradis sont à vendre — l’interrompit-il — et j’ai un œil sur l’un d’eux. C’est une petite île oubliée au milieu de nulle part.
Albert se perdit un instant dans les pensées d’un futur qui aujourd’hui enfin, se montrait réel et tout proche. Il inspira profondément l’air de la nuit et laissa tomber la possibilité qu’il avait tournée et retournée maintes fois dans la tête.
—Viens avec moi…
Elle contempla son ami avec de nouveaux yeux. Et l’espace d’un instant elle laissa que l’idée pénètre dans son cerveau et devienne une perspective réelle.
—Tu es unique Alberto Magno… — Elle fut tentée de le caresser comme on caresse un enfant ou un chien fidèle — Non. —soupira-t-elle finalement — Tu le sais déjà : il y a des choses qui me retiennent ici.
Albert détourna son regard et le laissa divaguer sur la mer de toits rougeâtres anachroniques et sur le brocoli qui commençait à germer dans le pot de fleurs.
Une brise agréable caressait le couple de l’attique. Ils étaient assis sur de gros coussins aux couleurs criardes.
Devant eux, le quartier de Gracia s’étendait en un incongru paysage de maisons basses, dont beaucoup conservaient encore leurs toits rougeâtres d’origine. Les superficies brillantes des panneaux solaires qui couvraient la plupart des terrasses demeuraient immobiles et en silence. La nuit, l’omniprésent bourdonnement qui accompagnait leur lente danse quotidienne en quête des rayons de soleil disparaissait.
Gracia était le dernier survivant d’une ville d’un autre temps, une ville que les bohèmes et les intellectuels avaient sauvée de l’éternelle spéculation. Maintenant, le quartier demeurait isolé, différent, menacé par les hauts immeubles de design, les gratte-ciels et les nouvelles ruches.
Barcelone avait grandi emprisonnée entre la côte et les montagnes. Et, depuis l’attique, lors des nuits les plus claires, on pouvait deviner la mer à droite, et de l’autre côté, le mont qui était en train de se faire avaler par des centaines de petites lumières. Chacune d’elles représentait une nouvelle construction qui comme une armée de vers luisants insatiables avançait en menaçant le Tibidabo, qui dominait encore la ville depuis sa position privilégiée.
—À la bonne heure! À la nôtre ! — sa voix à elle s’avéra plus chaleureuse de qu’elle aurait voulu.
—À la chute du Mur! À la nôtre et à celle de ceux qui ne sont pas là ! — les deux verres de cristal produisirent un son presque métallique en trinquant.
La lumière de quelques étoiles réussit à traverser la couche d’humidité pour finir de décorer une nuit de brouillard sans lune.
Albert s’installa confortablement sur les coussins et se rapprocha un peu plus d’elle pour proposer un autre toast :
—Et à celle des vieux dieux !
—Odieux! Ne sois pas odieux Alberto Magno — Present chercha sa boisson pour honorer ces dieux qu’elle n’avait jamais connus.
Il savoura les bulles qui éclataient sur le voile de son palais et ferma les yeux.
Le son d’un coup de cloche s’imposa sur le murmure d’une ville qui commençait à s’éteindre. Les notes du vieil enregistrement résonnèrent avec des accents métalliques.
Il dirigea son regard vers la tour de l’église et les deux curieuses cloches qui demeuraient immobiles. Au-dessous d’elles une pendule d’un douteux goût du XIX siècle proclamait avec fierté qu’il était déjà minuit.
—Qu’est-ce que tu vas faire avec autant de blé ? — elle interrompit ses pensées.
—Me tirer. Loin. — il but une autre gorgée — À l’un des derniers paradis sur Terre.
—Sérieusement, tu crois qu’ils existent Albert? Ne te moque pas de moi !
—Tout est une question d’argent. Certains paradis sont à vendre — l’interrompit-il — et j’ai un œil sur l’un d’eux. C’est une petite île oubliée au milieu de nulle part.
Albert se perdit un instant dans les pensées d’un futur qui aujourd’hui enfin, se montrait réel et tout proche. Il inspira profondément l’air de la nuit et laissa tomber la possibilité qu’il avait tournée et retournée maintes fois dans la tête.
—Viens avec moi…
Elle contempla son ami avec de nouveaux yeux. Et l’espace d’un instant elle laissa que l’idée pénètre dans son cerveau et devienne une perspective réelle.
—Tu es unique Alberto Magno… — Elle fut tentée de le caresser comme on caresse un enfant ou un chien fidèle — Non. —soupira-t-elle finalement — Tu le sais déjà : il y a des choses qui me retiennent ici.
Albert détourna son regard et le laissa divaguer sur la mer de toits rougeâtres anachroniques et sur le brocoli qui commençait à germer dans le pot de fleurs.
1 commentaire:
Enfin un peu de temps pour lire quelques unes de vos propositions de traduction!
En lisant celles-ci j'ai soulevé deux-trois questions sur vos choix... Peut-être pourriez-vous m'éclairer, Mélissa et Léa?
Merci!
Mélissa:
*un de ces gros coussins pour "unos gruesos cojines", pourquoi limiter les coussins à un seul alors que le texte de départ ne le fait pas?
*qui accompagnait sa lente danse quotidienne, pourquoi "sa" et non pas "leur" puisqu'il s'agit des panneaux solaires?
*Ne sois pas odieux envers moi, Alberto Magno, pourquoi avoir ajouté "envers moi"?
*Elle contempla son ami avec un regard neuf. Et pendant quelques instants, j’attendais que l’idée entre dans son cerveau et se convertisse en une perspective réelle. Il me semble, sans pouvoir être totalement sûre, faute de plus de contexte, que le sujet de cette phrase c'est toujours "elle" et non pas "je".
*je fus tentée de le caresser + soupirai-je à la fin, pourquoi "je"?
"estuvo tentada" et "suspiró al fin" les verbes et sont conjugués à la 3è personne du singulier, non?
Léa:
*la voix de cette femme pour "la voz de ella", pourquoi "cette"?
*Repoussant. Ne sois pas odieux, pourquoi changer de mot? Si dans le texte de départ l'auteur le répète?
*j’étais tentée de le caresser. Même question que pour Mélissa : pourquoi "je"? Si "estuvo tentada" le verbe est conjugué à la 3è personne du singulier.
=)
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