PRÓLOGO
A veces, Amador, tengo ganas de contarte muchas cosas. Me las aguanto, estáte tranquilo, porque bastantes rollos debo pegarte ya en mi oficio de padre como para añadir otros suplementarios disfrazado de filósofo. Comprendo que la paciencia de los hijos también tiene un límite. Además, no quiero que me pase lo que a un amigo mío gallego que cierto día contemplaba pacíficamente el mar con su chaval de cinco años. El mocoso le dijo, en tono soñador: «Papi, me gustaría que saliéramos mamá, tú y yo a dar un paseo en una barquita, por el mar.» A mi sentimental amigo se le hizo un nudo en la garganta, justo encima del de la corbata: «¡Desde luego, hijo mío, vamos cuando quieras!» «Y cuando estemos muy adentro —siguió fantaseando la tierna criatura— os tiraré a los dos al agua para que os ahoguéis.» Del corazón partido del padre brotó un berrido de dolor: «¡Pero, hijo mío...!» «Claro, papi. ¿Es que no sabes que los papas nos dais mucho la lata?» Fin de la lección primera.
Si hasta un crío de cinco años puede darse cuenta de eso, me figuro que un gamberro de más de quince como tú lo tendrá ya requetesabido. De modo que no es mi intención proporcionarte más motivos para el parricidio de los ya usuales en familias bien avenidas. Por otro lado, siempre me han parecido fastidiosos esos padres empeñados en ser «el mejor amigo de sus hijos». Los chicos debéis tener amigos de vuestra edad: amigos y amigas, claro. Con padres, profesores y demás adultos es posible en el mejor de los casos llevarse razonablemente bien, lo cual es ya bastante. Pero llevarse razonablemente bien con un adulto incluye, a veces, tener ganas de ahogarle. De otro modo no vale. Si yo tuviera quince años, lo que ya no es probable que vuelva a pasarme, desconfiaría de todos los mayores demasiado «simpáticos», de todos los que parece como si quisieran ser más jóvenes que yo y de todos los que me diesen por sistema la razón. Ya sabes, los que siempre están con que «los jóvenes sois cojonudos», «me siento tan joven como vosotros» y chorradas por el estilo. ¡Ojo con ellos! Algo querrán con tanta zalamería. Un padre o un profesor como es debido tienen que ser algo cargantes o no sirven para nada. Para joven ya estás tú.
De modo que se me ha ocurrido escribirte algunas de esas cosas que a ratos quise contarte y no supe o no me atreví. A un padre soltando el rollo filosófico hay que estarle mirando a la jeta, mientras se pone cara de cierto interés y se sueña con el liberador momento de correr a ver la tele. Pero un libro lo puedes leer cuando quieras, a ratos perdidos y sin necesidad de dar ninguna muestra de respeto: al pasar las páginas bostezas o te ríes si te apetece, con toda libertad. Como la mayor parte de lo que voy a decirte tiene mucho que ver precisamente con la libertad, es más propio para ser leído que para ser escuchado en sermón. Eso sí, tendrás que prestarme un poco de atención (aproximadamente la mitad de la que dedicas a aprender un nuevo juego de ordenador) y tener algo de paciencia, sobre todo en los primeros capítulos. Aunque comprendo que es poner las cosas bastante más difíciles, no he querido ahorrarte el esfuerzo de pensar paso a paso ni tratarte como si fueses idiota. Soy de la opinión, que no sé si compartirás, de que cuando se trata a alguien como si fuese idiota es muy probable que si no 4o es llegue pronto a serlo...
¿De qué me propongo hablarte? De mi vida y de la tuya, nada más ni nada menos. O si prefieres: de lo que yo hago y de lo que tú estás empezando a hacer. En cuanto a lo primero, a lo que hago, quisiera contestarte por fin a una pregunta que me planteaste a bocajarro hace muchos años —ya ni te acordarás— y que en su día quedó sin respuesta. Debías tener unos seis años y pasábamos el verano en Torrelodones. Esa tarde, como las otras, yo estaba tecleando con desgana en mi Olivetti portátil, encerrado en mi cuarto, ante una foto de la cola de una gran ballena, erguida y chorreante sobre el mar azul. Os oía jugar a ti y a tus primos en la piscina; os veía correr por el jardín. Perdona la cursilada confidencial: me sentía pringoso de sudor y de felicidad. De pronto te llegaste hasta la ventana abierta y me dijiste: «Hola. ¿Qué estás maquinando?» Contesté cualquier bobada porque no era el caso de empezar a explicarte que intentaba escribir un libro de ética. Ni a ti te interesaba lo que pudiera ser la ética ni estabas dispuesto a prestarme atención durante mucho más de tres minutos. Quizá sólo querías que supiese que estabas ahí: ¡como si yo pudiera olvidarlo alguna vez, entonces o ahora! Pero ya te llamaban los otros y te fuiste corriendo. Yo seguí maquinando dale que te pego y es ahora, casi diez años más tarde, cuando me decido por fin a darte explicaciones sobre esa cosa rara, la ética, de la que me sigo ocupando. Un par de años más tarde y también en nuestro miniparaíso de Torrelodones, me contaste un sueño que habías tenido. ¿A que tampoco te acuerdas? Estabas en un campo muy oscuro, como de noche, y soplaba un viento terrible. Te agarrabas a los árboles, a las piedras, pero el huracán te arrastraba sin remedio, igual que a la niña de El mago de Oz. Cuando ibas zarandeado por el aire, hacia lo desconocido, oíste mi voz («yo no te veía, pero sabía que eras tú», precisaste) diciendo: « ¡Ten confianza! ¡Ten confianza! » No sabes el regalo que me hiciste contándome esa rara pesadilla: ni en mil años que viva podría pagarte el orgullo de aquella tarde en que supe que mi voz podía darte ánimos. Pues bueno, todo lo que voy a decirte en las páginas siguientes no son más que repeticiones de ese único consejo una y otra vez: ten confianza. No en mí, claro, ni en ningún /sabio aunque sea de los de verdad, ni en alcaldes, curas ni policías. No en dioses ni diablos, ni en máquinas, ni en banderas. Ten confianza en ti mismo . En la inteligencia que te permitirá ser mejor de lo que ya eres y en el instinto de tu amor, que te abrirá a merecer la buena compañía. Ya ves que esto no es una novela de misterio, de esas que hay que leer hasta la última página para saber quién es el criminal. Tengo tanta prisa que empiezo por descubrirte en el prólogo la última lección.
Quizá sospeches que estoy tratando de comerte el coco y en cierto sentido no vas desencaminado. Verás, muchos pueblos antropófagos abren —o abrían— el cráneo de sus enemigos para comer parte de su cerebro, en un intento de apropiarse así de su sabiduría, de sus mitos y de su coraje. En este libro te estoy dando a comer algo de mi propio coco y también aprovecho para comerte un poco el tuyo. No sé si sacarás mucha pitanza de mis sesos: quizá sólo unos bocados de la experiencia de un príncipe que no todo lo aprendió en los libros. Por mi parte, quiero apropiarme a mordiscos de una buena porción del tesoro que te sobra: juventud intacta. Que nos aproveche a ambos.
A veces, Amador, tengo ganas de contarte muchas cosas. Me las aguanto, estáte tranquilo, porque bastantes rollos debo pegarte ya en mi oficio de padre como para añadir otros suplementarios disfrazado de filósofo. Comprendo que la paciencia de los hijos también tiene un límite. Además, no quiero que me pase lo que a un amigo mío gallego que cierto día contemplaba pacíficamente el mar con su chaval de cinco años. El mocoso le dijo, en tono soñador: «Papi, me gustaría que saliéramos mamá, tú y yo a dar un paseo en una barquita, por el mar.» A mi sentimental amigo se le hizo un nudo en la garganta, justo encima del de la corbata: «¡Desde luego, hijo mío, vamos cuando quieras!» «Y cuando estemos muy adentro —siguió fantaseando la tierna criatura— os tiraré a los dos al agua para que os ahoguéis.» Del corazón partido del padre brotó un berrido de dolor: «¡Pero, hijo mío...!» «Claro, papi. ¿Es que no sabes que los papas nos dais mucho la lata?» Fin de la lección primera.
Si hasta un crío de cinco años puede darse cuenta de eso, me figuro que un gamberro de más de quince como tú lo tendrá ya requetesabido. De modo que no es mi intención proporcionarte más motivos para el parricidio de los ya usuales en familias bien avenidas. Por otro lado, siempre me han parecido fastidiosos esos padres empeñados en ser «el mejor amigo de sus hijos». Los chicos debéis tener amigos de vuestra edad: amigos y amigas, claro. Con padres, profesores y demás adultos es posible en el mejor de los casos llevarse razonablemente bien, lo cual es ya bastante. Pero llevarse razonablemente bien con un adulto incluye, a veces, tener ganas de ahogarle. De otro modo no vale. Si yo tuviera quince años, lo que ya no es probable que vuelva a pasarme, desconfiaría de todos los mayores demasiado «simpáticos», de todos los que parece como si quisieran ser más jóvenes que yo y de todos los que me diesen por sistema la razón. Ya sabes, los que siempre están con que «los jóvenes sois cojonudos», «me siento tan joven como vosotros» y chorradas por el estilo. ¡Ojo con ellos! Algo querrán con tanta zalamería. Un padre o un profesor como es debido tienen que ser algo cargantes o no sirven para nada. Para joven ya estás tú.
De modo que se me ha ocurrido escribirte algunas de esas cosas que a ratos quise contarte y no supe o no me atreví. A un padre soltando el rollo filosófico hay que estarle mirando a la jeta, mientras se pone cara de cierto interés y se sueña con el liberador momento de correr a ver la tele. Pero un libro lo puedes leer cuando quieras, a ratos perdidos y sin necesidad de dar ninguna muestra de respeto: al pasar las páginas bostezas o te ríes si te apetece, con toda libertad. Como la mayor parte de lo que voy a decirte tiene mucho que ver precisamente con la libertad, es más propio para ser leído que para ser escuchado en sermón. Eso sí, tendrás que prestarme un poco de atención (aproximadamente la mitad de la que dedicas a aprender un nuevo juego de ordenador) y tener algo de paciencia, sobre todo en los primeros capítulos. Aunque comprendo que es poner las cosas bastante más difíciles, no he querido ahorrarte el esfuerzo de pensar paso a paso ni tratarte como si fueses idiota. Soy de la opinión, que no sé si compartirás, de que cuando se trata a alguien como si fuese idiota es muy probable que si no 4o es llegue pronto a serlo...
¿De qué me propongo hablarte? De mi vida y de la tuya, nada más ni nada menos. O si prefieres: de lo que yo hago y de lo que tú estás empezando a hacer. En cuanto a lo primero, a lo que hago, quisiera contestarte por fin a una pregunta que me planteaste a bocajarro hace muchos años —ya ni te acordarás— y que en su día quedó sin respuesta. Debías tener unos seis años y pasábamos el verano en Torrelodones. Esa tarde, como las otras, yo estaba tecleando con desgana en mi Olivetti portátil, encerrado en mi cuarto, ante una foto de la cola de una gran ballena, erguida y chorreante sobre el mar azul. Os oía jugar a ti y a tus primos en la piscina; os veía correr por el jardín. Perdona la cursilada confidencial: me sentía pringoso de sudor y de felicidad. De pronto te llegaste hasta la ventana abierta y me dijiste: «Hola. ¿Qué estás maquinando?» Contesté cualquier bobada porque no era el caso de empezar a explicarte que intentaba escribir un libro de ética. Ni a ti te interesaba lo que pudiera ser la ética ni estabas dispuesto a prestarme atención durante mucho más de tres minutos. Quizá sólo querías que supiese que estabas ahí: ¡como si yo pudiera olvidarlo alguna vez, entonces o ahora! Pero ya te llamaban los otros y te fuiste corriendo. Yo seguí maquinando dale que te pego y es ahora, casi diez años más tarde, cuando me decido por fin a darte explicaciones sobre esa cosa rara, la ética, de la que me sigo ocupando. Un par de años más tarde y también en nuestro miniparaíso de Torrelodones, me contaste un sueño que habías tenido. ¿A que tampoco te acuerdas? Estabas en un campo muy oscuro, como de noche, y soplaba un viento terrible. Te agarrabas a los árboles, a las piedras, pero el huracán te arrastraba sin remedio, igual que a la niña de El mago de Oz. Cuando ibas zarandeado por el aire, hacia lo desconocido, oíste mi voz («yo no te veía, pero sabía que eras tú», precisaste) diciendo: « ¡Ten confianza! ¡Ten confianza! » No sabes el regalo que me hiciste contándome esa rara pesadilla: ni en mil años que viva podría pagarte el orgullo de aquella tarde en que supe que mi voz podía darte ánimos. Pues bueno, todo lo que voy a decirte en las páginas siguientes no son más que repeticiones de ese único consejo una y otra vez: ten confianza. No en mí, claro, ni en ningún /sabio aunque sea de los de verdad, ni en alcaldes, curas ni policías. No en dioses ni diablos, ni en máquinas, ni en banderas. Ten confianza en ti mismo . En la inteligencia que te permitirá ser mejor de lo que ya eres y en el instinto de tu amor, que te abrirá a merecer la buena compañía. Ya ves que esto no es una novela de misterio, de esas que hay que leer hasta la última página para saber quién es el criminal. Tengo tanta prisa que empiezo por descubrirte en el prólogo la última lección.
Quizá sospeches que estoy tratando de comerte el coco y en cierto sentido no vas desencaminado. Verás, muchos pueblos antropófagos abren —o abrían— el cráneo de sus enemigos para comer parte de su cerebro, en un intento de apropiarse así de su sabiduría, de sus mitos y de su coraje. En este libro te estoy dando a comer algo de mi propio coco y también aprovecho para comerte un poco el tuyo. No sé si sacarás mucha pitanza de mis sesos: quizá sólo unos bocados de la experiencia de un príncipe que no todo lo aprendió en los libros. Por mi parte, quiero apropiarme a mordiscos de una buena porción del tesoro que te sobra: juventud intacta. Que nos aproveche a ambos.
Fernando Savater, Ética para Amador
***
La traduction commentée de Brigitte :
(« J'ai eu du mal à rendre la fin du texte, forcément, à cause de l'utilisation de l'expression "comer el coco" sur laquelle l'auteur joue au sens propre et figuré.
Plus haut dans le texte, j'ai rendu la question "Qué estas maquinando" en inventant un mot d'enfant, une déformation comme le font souvent les enfants de cet âge. J'ai formé le verbe "Machiner à écrire" pour rendre le "Maquinar" mais peut-être n'était-ce pas le propos de l'auteur. »)
Il y a des fois, Amador, où j’ai envie de te raconter des tas de choses. Je les garde pour moi, rassure-toi, car je dois déjà te faire assez de discours en tant que père, pour ne pas en ajouter d’autres, déguisé en philosophe.
Je comprends que la patience des enfants a aussi ses limites. En outre, je ne veux pas qu’il m’arrive ce qui est arrivé un jour à l’un des mes amis galiciens alors qu’il contemplait paisiblement la mer avec son gamin de cinq ans. Le morveux lui dit, d’un ton rêveur : « Papa, j’aimerais bien qu’on fasse une promenade en bateau sur la mer maman, toi et moi ». Mon ami, très sentimental, sentit sa gorge se nouer, juste au-dessus du nœud de sa cravate : « Bien sûr, mon fils, quand tu voudras ! » « Et, quand on sera au large – poursuivit le tendre bambin en fantasmant– je vous jetterai tous les deux à l’eau pour que vous vous noyiez. » Du cœur brisé du père jaillit un bêlement de douleur : « Mêêêê…, mon fils… ! » « Mais oui, Papa. Tu ne sais donc pas que vous, les parents vous nous cassez vraiment les pieds ? » Fin de la première leçon.
Si même un gamin de cinq ans peut se rendre compte de ça, j’imagine qu’un grand gaillard comme toi, d’un peu plus de quinze ans, doit savoir ça archi par chœur. Aussi, loin de moi l’intention de t’offrir sur un plateau de nouvelles raisons de parricide en plus de celles déjà habituelles dans les familles qui sont pourtant en bons termes. D’autre part, les parents qui s’évertuent à jouer le rôle de « meilleur ami de leurs enfants » ont toujours eu le don de m’horripiler.
Vous les jeunes, vous devez avoir des amis de votre âge : filles et garçons, bien sûr.
Avec des parents, des professeurs et autres adultes, il est possible, dans le meilleur des cas, de s’entendre raisonnablement bien, ce qui n’est déjà pas si mal. Mais s’entendre raisonnablement bien avec un adulte suppose aussi, parfois, l’envie de vouloir le noyer. Pas moyen d’éviter ça.
Moi, si j’avais quinze ans, et il est fort peu probable que cela m’arrive à nouveau un jour, je me méfierais de tous les gens plus âgés que moi et trop « sympathiques », de tous ceux qui ont l’air de vouloir faire comme s’ils étaient plus jeunes que moi et de tous ceux qui avanceraient la raison comme système de pensée.
Tu sais, ceux qui disent à longueur de journée « Vous, les jeunes, vous êtes géniaux », « je me sens aussi jeune que vous » et autres âneries du même genre. Gare à ceux-là ! S’ils vous passent tant de pommade c’est sans doute qu’ils vous veulent quelque chose. Un parent ou un professeur qui se respecte doit toujours être un peu assommant, sinon il ne sert à rien. En tant que jeune, il y a déjà toi. C’est pourquoi, il m’est venu à l’idée de t’écrire quelques unes de ces choses que j’ai voulues te dire par moments et que je n’ai pas sues ou pas osées te dire.
Quand un père sort son baratin philosophique, il faut le regarder droit dans les yeux, tandis qu’on prend un air intéressé et qu’on rêve du moment libérateur où on pourra courir regarder la télé. Mais un livre, tu peux le lire quand bon te semble, à tes moments perdus et sans la nécessité de faire preuve de respect : en le feuilletant, tu peux bailler ou rire selon ton envie, en toute liberté.
Comme la majeure partie de ce que je vais te dire a justement beaucoup à voir avec la liberté, c’est fait davantage pour être lu que pour être écouté comme un sermon. Bien sûr, il te faudra tout de même m’accorder un minimum d’attention (à peu près la moitié de ce que tu consacres à l’apprentissage d’un nouveau jeu vidéo) et avoir un peu de patience, surtout dans les premiers chapitres.
Je comprends bien que c’est rendre les choses plus difficiles, mais je n’ai pas voulu te dispenser de l’effort de réfléchir, pas à pas. Je n’ai pas voulu non plus te traiter comme si tu n’étais qu’un idiot. Je ne sais pas si tu partageras mon avis, mais je suis de ceux qui pensent que lorsqu’on traite quelqu’un comme un idiot, il est fort probable que, s’il ne l’est pas déjà, il le deviendra très vite…
De quoi je propose de te parler ? De ma vie, de la tienne, ni plus ni moins. Ou si tu préfères ; de ce que je fais et de ce que tu es en train de commencer à faire. En ce qui concerne la première chose -ce que je fais- je voudrais enfin répondre à une question que tu m’as posée à brûle-pourpoint, il y a longtemps - tu ne t’en souviens sans doute même plus – et qui, à ce moment-là, était restée sans réponse. Tu devais avoir environ six ans et nous passions l’été à Torrelodones. Cet après-midi-là, comme les autres, j’écrivais à la machine sur mon Olivetti portable, peu motivé, enfermé dans ma chambre, devant la photo d’une grande baleine dont la queue écumait au-dessus de la mer bleue. Je vous entendais jouer dans la piscine, toi et tes cousins ; je vous voyais courir dans tout le jardin. Excuse la prétention de ma confidence : je me sentais tout poisseux de sueur et de bonheur. Soudain, tu es arrivé devant la fenêtre ouverte et tu m’as dit : « Coucou, qu’est-ce que tu machines à écrire ? » J’ai répondu n’importe quelle bêtise parce que ce n’était pas le moment pour t’expliquer que j’essayais d’écrire un livre sur l’éthique. Et d’ailleurs, ce que pouvait être l’éthique ne t’intéressait pas et tu n’étais prêt à m’accorder guère plus de trois minutes d’attention. Tu voulais peut-être simplement que je sache que tu étais là. Comme si j’avais pu l’oublier une seule fois, que ce soit à l’époque ou aujourd’hui ! Mais les autres t’appelaient déjà et tu es parti en courant. Moi, j’ai continué à taper à qui mieux-mieux, et c’est maintenant, presque dix ans après, que je me décide enfin à te donner des explications sur cette chose étrange, l’éthique, dont je continue à me préoccuper. Deux années plus tard, et toujours dans notre petit paradis de Torrelodones, tu m’as raconté un rêve que tu avais fait. Tu ne t’en rappelles plus non plus, n’est-ce pas ? Tu étais dans un champ, très sombre, comme s’il faisait nuit, et un vent terrible soufflait. Tu t’accrochais aux arbres, aux pierres, mais l’ouragan t’entraînait inexorablement, comme la fillette du Magicien d’Oz. Alors que tu étais brinquebalé dans les airs, vers l’inconnu, tu as entendu ma voix (-« Moi, je ne te voyais pas mais je savais que c’était toi », avais-tu précisé) en disant : « Aies confiance ! Aies confiance ! » Tu ne sais pas quel cadeau tu m’as fait en me racontant ce drôle de cauchemar : même si je vivais encore mille ans, jamais je ne te remercierai assez pour la fierté que j’ai ressentie cet après-midi là, quand j’ai su que ma voix pouvait te donner du courage. Eh bien, tu vois, tout ce que je vais te raconter dans les pages qui suivent ne sont que des redites de cet unique conseil : aies confiance. Pas confiance en moi, bien sûr, ni en aucun savant même véritable, ni en aucun maire, ni curé ou policier. Ne crois ni en des dieux ou des diables, ni en des machines, ni en des bannières. Aies confiance en toi-même. En l’intelligence qui te rendra encore meilleur que tu ne l’es déjà, et en l’instinct de ton amour, qui te permettra de connaître la bonne compagnie que tu mérites. Tu vois, cela n’a rien d’un un roman d’intrigue, comme ceux qu’il faut lire jusqu’à la dernière page pour connaître enfin le coupable. Je suis si pressé que dans mon prologue je commence par te révéler la dernière leçon.
Peut-être me soupçonnes-tu de vouloir te prendre la tête et, dans un certain sens, tu ne fais pas vraiment fausse route. Car tu sais, de nombreux peuples anthropophages ouvrent- ou ouvraient- le crâne de leurs ennemis pour manger une partie de leur cerveau. Ils essayaient ainsi de s’approprier une partie de leur savoir, de leurs mythes et de leur force. Dans ce livre, je te donne donc à manger un peu de ma propre cervelle et j’en profite aussi pour en prendre un peu de la tienne.
Je ne sais si tu tireras grande pitance de ma cervelle : peut-être simplement quelques bouchées de l’expérience d’un prince qui n’a pas tout appris dans les livres. Pour ma part, je veux savourer à petites bouchées une bonne part du trésor dont tu es si riche : ta jeunesse intacte. Bon appétit à nous deux.
(« J'ai eu du mal à rendre la fin du texte, forcément, à cause de l'utilisation de l'expression "comer el coco" sur laquelle l'auteur joue au sens propre et figuré.
Plus haut dans le texte, j'ai rendu la question "Qué estas maquinando" en inventant un mot d'enfant, une déformation comme le font souvent les enfants de cet âge. J'ai formé le verbe "Machiner à écrire" pour rendre le "Maquinar" mais peut-être n'était-ce pas le propos de l'auteur. »)
Il y a des fois, Amador, où j’ai envie de te raconter des tas de choses. Je les garde pour moi, rassure-toi, car je dois déjà te faire assez de discours en tant que père, pour ne pas en ajouter d’autres, déguisé en philosophe.
Je comprends que la patience des enfants a aussi ses limites. En outre, je ne veux pas qu’il m’arrive ce qui est arrivé un jour à l’un des mes amis galiciens alors qu’il contemplait paisiblement la mer avec son gamin de cinq ans. Le morveux lui dit, d’un ton rêveur : « Papa, j’aimerais bien qu’on fasse une promenade en bateau sur la mer maman, toi et moi ». Mon ami, très sentimental, sentit sa gorge se nouer, juste au-dessus du nœud de sa cravate : « Bien sûr, mon fils, quand tu voudras ! » « Et, quand on sera au large – poursuivit le tendre bambin en fantasmant– je vous jetterai tous les deux à l’eau pour que vous vous noyiez. » Du cœur brisé du père jaillit un bêlement de douleur : « Mêêêê…, mon fils… ! » « Mais oui, Papa. Tu ne sais donc pas que vous, les parents vous nous cassez vraiment les pieds ? » Fin de la première leçon.
Si même un gamin de cinq ans peut se rendre compte de ça, j’imagine qu’un grand gaillard comme toi, d’un peu plus de quinze ans, doit savoir ça archi par chœur. Aussi, loin de moi l’intention de t’offrir sur un plateau de nouvelles raisons de parricide en plus de celles déjà habituelles dans les familles qui sont pourtant en bons termes. D’autre part, les parents qui s’évertuent à jouer le rôle de « meilleur ami de leurs enfants » ont toujours eu le don de m’horripiler.
Vous les jeunes, vous devez avoir des amis de votre âge : filles et garçons, bien sûr.
Avec des parents, des professeurs et autres adultes, il est possible, dans le meilleur des cas, de s’entendre raisonnablement bien, ce qui n’est déjà pas si mal. Mais s’entendre raisonnablement bien avec un adulte suppose aussi, parfois, l’envie de vouloir le noyer. Pas moyen d’éviter ça.
Moi, si j’avais quinze ans, et il est fort peu probable que cela m’arrive à nouveau un jour, je me méfierais de tous les gens plus âgés que moi et trop « sympathiques », de tous ceux qui ont l’air de vouloir faire comme s’ils étaient plus jeunes que moi et de tous ceux qui avanceraient la raison comme système de pensée.
Tu sais, ceux qui disent à longueur de journée « Vous, les jeunes, vous êtes géniaux », « je me sens aussi jeune que vous » et autres âneries du même genre. Gare à ceux-là ! S’ils vous passent tant de pommade c’est sans doute qu’ils vous veulent quelque chose. Un parent ou un professeur qui se respecte doit toujours être un peu assommant, sinon il ne sert à rien. En tant que jeune, il y a déjà toi. C’est pourquoi, il m’est venu à l’idée de t’écrire quelques unes de ces choses que j’ai voulues te dire par moments et que je n’ai pas sues ou pas osées te dire.
Quand un père sort son baratin philosophique, il faut le regarder droit dans les yeux, tandis qu’on prend un air intéressé et qu’on rêve du moment libérateur où on pourra courir regarder la télé. Mais un livre, tu peux le lire quand bon te semble, à tes moments perdus et sans la nécessité de faire preuve de respect : en le feuilletant, tu peux bailler ou rire selon ton envie, en toute liberté.
Comme la majeure partie de ce que je vais te dire a justement beaucoup à voir avec la liberté, c’est fait davantage pour être lu que pour être écouté comme un sermon. Bien sûr, il te faudra tout de même m’accorder un minimum d’attention (à peu près la moitié de ce que tu consacres à l’apprentissage d’un nouveau jeu vidéo) et avoir un peu de patience, surtout dans les premiers chapitres.
Je comprends bien que c’est rendre les choses plus difficiles, mais je n’ai pas voulu te dispenser de l’effort de réfléchir, pas à pas. Je n’ai pas voulu non plus te traiter comme si tu n’étais qu’un idiot. Je ne sais pas si tu partageras mon avis, mais je suis de ceux qui pensent que lorsqu’on traite quelqu’un comme un idiot, il est fort probable que, s’il ne l’est pas déjà, il le deviendra très vite…
De quoi je propose de te parler ? De ma vie, de la tienne, ni plus ni moins. Ou si tu préfères ; de ce que je fais et de ce que tu es en train de commencer à faire. En ce qui concerne la première chose -ce que je fais- je voudrais enfin répondre à une question que tu m’as posée à brûle-pourpoint, il y a longtemps - tu ne t’en souviens sans doute même plus – et qui, à ce moment-là, était restée sans réponse. Tu devais avoir environ six ans et nous passions l’été à Torrelodones. Cet après-midi-là, comme les autres, j’écrivais à la machine sur mon Olivetti portable, peu motivé, enfermé dans ma chambre, devant la photo d’une grande baleine dont la queue écumait au-dessus de la mer bleue. Je vous entendais jouer dans la piscine, toi et tes cousins ; je vous voyais courir dans tout le jardin. Excuse la prétention de ma confidence : je me sentais tout poisseux de sueur et de bonheur. Soudain, tu es arrivé devant la fenêtre ouverte et tu m’as dit : « Coucou, qu’est-ce que tu machines à écrire ? » J’ai répondu n’importe quelle bêtise parce que ce n’était pas le moment pour t’expliquer que j’essayais d’écrire un livre sur l’éthique. Et d’ailleurs, ce que pouvait être l’éthique ne t’intéressait pas et tu n’étais prêt à m’accorder guère plus de trois minutes d’attention. Tu voulais peut-être simplement que je sache que tu étais là. Comme si j’avais pu l’oublier une seule fois, que ce soit à l’époque ou aujourd’hui ! Mais les autres t’appelaient déjà et tu es parti en courant. Moi, j’ai continué à taper à qui mieux-mieux, et c’est maintenant, presque dix ans après, que je me décide enfin à te donner des explications sur cette chose étrange, l’éthique, dont je continue à me préoccuper. Deux années plus tard, et toujours dans notre petit paradis de Torrelodones, tu m’as raconté un rêve que tu avais fait. Tu ne t’en rappelles plus non plus, n’est-ce pas ? Tu étais dans un champ, très sombre, comme s’il faisait nuit, et un vent terrible soufflait. Tu t’accrochais aux arbres, aux pierres, mais l’ouragan t’entraînait inexorablement, comme la fillette du Magicien d’Oz. Alors que tu étais brinquebalé dans les airs, vers l’inconnu, tu as entendu ma voix (-« Moi, je ne te voyais pas mais je savais que c’était toi », avais-tu précisé) en disant : « Aies confiance ! Aies confiance ! » Tu ne sais pas quel cadeau tu m’as fait en me racontant ce drôle de cauchemar : même si je vivais encore mille ans, jamais je ne te remercierai assez pour la fierté que j’ai ressentie cet après-midi là, quand j’ai su que ma voix pouvait te donner du courage. Eh bien, tu vois, tout ce que je vais te raconter dans les pages qui suivent ne sont que des redites de cet unique conseil : aies confiance. Pas confiance en moi, bien sûr, ni en aucun savant même véritable, ni en aucun maire, ni curé ou policier. Ne crois ni en des dieux ou des diables, ni en des machines, ni en des bannières. Aies confiance en toi-même. En l’intelligence qui te rendra encore meilleur que tu ne l’es déjà, et en l’instinct de ton amour, qui te permettra de connaître la bonne compagnie que tu mérites. Tu vois, cela n’a rien d’un un roman d’intrigue, comme ceux qu’il faut lire jusqu’à la dernière page pour connaître enfin le coupable. Je suis si pressé que dans mon prologue je commence par te révéler la dernière leçon.
Peut-être me soupçonnes-tu de vouloir te prendre la tête et, dans un certain sens, tu ne fais pas vraiment fausse route. Car tu sais, de nombreux peuples anthropophages ouvrent- ou ouvraient- le crâne de leurs ennemis pour manger une partie de leur cerveau. Ils essayaient ainsi de s’approprier une partie de leur savoir, de leurs mythes et de leur force. Dans ce livre, je te donne donc à manger un peu de ma propre cervelle et j’en profite aussi pour en prendre un peu de la tienne.
Je ne sais si tu tireras grande pitance de ma cervelle : peut-être simplement quelques bouchées de l’expérience d’un prince qui n’a pas tout appris dans les livres. Pour ma part, je veux savourer à petites bouchées une bonne part du trésor dont tu es si riche : ta jeunesse intacte. Bon appétit à nous deux.
***
Odile nous propose sa traduction :
Parfois, Amador, j'ai envie de te raconter plein de choses. Mais je me retiens, sois tranquille, car je t'embête déjà bien assez avec mes histoires dans mon rôle de père pour en rajouter davantage avec des considérations philosophiques. Je comprends que la patience des enfants à aussi ses limites. De plus, je ne veux pas qu'il m'arrive ce qui est arrivé à un de mes amis galicien un jour où il contemplait paisiblement la mer avec son gamin de cinq ans. Le morveux lui dit, d'un air rêveur: « Papou, j'aimerai faire une promenade en barque sur la mer avec maman et toi .» Mon sentimental ami sentit un noeud dans la gorge, juste au-dessus du noeud de cravate: « Mais bien sûr, mon fils, nous irons quand tu le voudras! » « Et quand nous serons en pleine mer - poursuivit la tendre créature en fantasmant- je vous jetterai tous les deux à l'eau pour que vous vous noyiez . » Du coeur brisé du père jaillit un beuglement de douleur: « Mais.... qu'est-ce-que tu dis.....! » « Mais oui, papou, tu ne sais pas que vous, les papas, vous nous embêtez beaucoup? » Fin de la première leçon.
Si un enfant de cinq ans peut s'en rendre compte, j'imagine qu'un vaurien de plus de quinze ans, comme toi, doit en savoir quelque chose. C'est donc pour ça qu'il n'est pas dans mon intention de te donner des raisons supplémentaires de commettre un parricide en les rajoutant à celles que l'on trouve déjà dans les familles qui sont en bons termes. D'un autre côté, ces parents qui s'acharnent à vouloir être « le meilleur ami de leurs enfants » m'ont toujours paru pénibles. Vous, les enfants, vous devez avoir des amis de votre âge: des filles et des garçons, bien sûr. Avec les parents, les professeurs et autres adultes il est possible, dans le meilleur des cas de bien s'entendre, ce qui n'est déjà pas si mal. Mais, bien s'entendre avec un adulte n'exclut pas d'avoir envie, parfois, de le noyer. S'il en est autrement, ce n'est pas normal. Moi, si j'avais quinze ans, ce qui fort probablement ne m'arrivera plus, je me méfierais de tous les gens plus âgés que moi trop « sympathiques », de tous ceux qui voudraient avoir l'air de vouloir faire plus jeune que moi et de tous ceux qui me donneraient systématiquement raison. Tu sais bien, ceux qui disent toujours « vous, les jeunes, vous êtes super », « je me sens aussi jeune que vous » et autres stupidités de ce genre. Gare avec ceux-là! Ils ont sûrement une idée derrière la tête pour faire autant de cajôleries. Un père ou un professeur qui se respecte doit être quelque peu assommant ou alors il ne sert à rien. Le jeune, ce n'est pas moi, c'est toi.
C'est donc pourquoi j'ai eu l'idée de t'écrire quelques-unes de ces choses que parfois je voulais te dire et n'ai pas su dire ou bien n'ai pas osé faire. Un père qui débite son petit baratin philosophique, il faut le regarder droit dans les yeux, faire celui qui écoute avec intérêt et penser au moment libérateur de courir regarder la télé. Mais un livre tu peux le lire quand tu veux, à tes moments perdus, et sans besoin de lui marquer du respect : en feuilletant les pages, tu bailles ou tu ris, si tu en as envie, en toute liberté. Comme presque tout ce que je vais te dire concerne précisément la liberté, il est plus adéquat de le lire que de l'entendre sous forme de sermon. Bien sûr, il faudra que tu me prêtes un peu d'attention (à peu près la moitié de celle que tu consacres à apprendre un nouveau jeu vidéo) et que tu aies un peu de patience, surtout pendant les premiers chapitres. Même si je comprends que c'est rendre les choses un peu plus difficiles, je n'ai pas voulu t'épargner l'effort de réfléchir, pas à pas, ni non plus te traiter comme si tu étais bête. Je pense, et je ne sais pas si tu seras de mon avis, que lorsqu'on traite quelqu'un comme s'il était bête, il y a fort à parier que s'il ne l'est pas, il ne tardera pas à le devenir.
De quoi je me propose de te parler? De ma vie et de la tienne, rien de plus et rien de moins. Ou, si tu prefères : de ce que je fais et de ce que tu commences à faire. Quant à la première chose, ce que je fais, je voudrais répondre enfin à une question que tu m'as posée à brûle-pourpoint il y a plusieurs années – tu ne dois même pas t'en souvenir- et qui, à l'époque, est restée sans réponse. Tu devais avoir six ans et nous passions l'été à Torrelodones. Cette après-midi là, comme toutes les autres, j'écrivais, sans conviction, sur mon Olivetti portative, enfermé dans ma chambre, devant la photo représentant la queue dressée et ruisselante d'une grande baleine dans la mer bleue. Je vous entendais jouer, toi et tes cousins, dans la piscine. Pardonne-moi la stupidité de la confidence : je me sentais tout poisseux de sueur et de bonheur. Tout à coup, tu es arrivé devant la fenêtre ouverte et tu m'as dit: « salut!, qu'est-ce que tu machines? J'ai répondu une quelconque bêtise parce que ce n'était pas le moment de commencer à t'expliquer que j'essayais d'écrire un livre sur l 'éthique. Toi, ce que pouvait être l'éthique ne t'intéressait pas et tu n'étais pas non plus prêt à m'écouter plus de trois minutes. Peut-être voulais-tu seulement que je sache que tu étais là: comme si je pouvais l'oublier un seul moment, à l'époque ou maintenant! Mais, déjà les autres t'appelaient et tu es parti en courant. J'ai continué à machiner sans relâche et c'est maintenant, presque dix ans plus tard, que je me décide enfin à te donner des explications sur cette chose bizarre, l'éthique, dont je m'occupe toujours. Deux ans plus tard, toujours dans notre petit paradis de Torrelodones, tu m'as raconté un rêve que tu avais fait. Pas vrai que tu ne t'en souviens pas non plus? Tu étais dans un champ très sombre, comme s'il faisait nuit, et un vent terrible soufflait. Tu t'accrochais aux arbres, aux pierres, mais l'ouragan t'entraînait irrémédiablement, comme la petite fille dans Le Magicien d'Oz. Alors que tu étais secoué dans les airs, emporté vers l'inconnu, tu entendis ma voix (« je ne te voyais pas, mais je savais que c'était toi » avais-tu précisé), qui te disait : « Aie confiance! Aie confiance! » Tu ne sais pas le cadeau que tu m'as fait en me racontant cet étrange cauchemar: même si je vivais mille ans, je ne pourrais jamais te remercier pour la fierté que j'ai ressentie cette après-midi là quand j'ai compris que ma voix pouvait te donner de la force. Eh bien, tout ce que je vais te dire au cours des pages suivantes n'est rien de plus que la répétition de ce seul conseil, encore et encore: aie confiance. Pas en moi, bien sûr, pas plus qu'en aucun savant, même véritable, ni en aucun maire, curé ou policier. Ni en dieux ou en diables, ni dans les machines, ni dans les drapeaux. Aie confiance en toi-même. Dans l'intelligence, qui te permettra d'être meilleur que ce que tu es déjà et dans l'instinct de ton amour qui te conduira à mériter d'avoir de bons amis. Tu vois que ceci n'est pas un roman à énigme, de ceux qu'il faut lire jusqu'au bout pour savoir qui est l'assassin. Je suis si pressé que je commence par te révéler la dernière leçon dans le prologue.
Peut-être vas-tu soupçonner que j'essaie de te prendre la tête et d'une certaine façon, tu ne te trompes pas. Tu vois, beaucoup de peuples anthropophages ouvrent -ou plutôt ouvraient- le crâne de leurs ennemis, pour essayer ainsi de s'approprier leurs savoirs, leur mythes et leur courage. Dans ce livre, je te donne à manger un peu de ma propre tête et j'en profite aussi pour prendre un peu de la tienne. Je ne sais pas si tu tireras grand chose de ma cervelle: peut-être seulement quelques bouchées de l'expérience d'un prince qui n'a pas tout appris dans les livres. Pour ma part, je veux m'approprier à petites bouchées une bonne portion du trésor dont tu es riche: ta jeunesse intacte. Qu'elle nous fasse bon profit à tous les deux.
Parfois, Amador, j'ai envie de te raconter plein de choses. Mais je me retiens, sois tranquille, car je t'embête déjà bien assez avec mes histoires dans mon rôle de père pour en rajouter davantage avec des considérations philosophiques. Je comprends que la patience des enfants à aussi ses limites. De plus, je ne veux pas qu'il m'arrive ce qui est arrivé à un de mes amis galicien un jour où il contemplait paisiblement la mer avec son gamin de cinq ans. Le morveux lui dit, d'un air rêveur: « Papou, j'aimerai faire une promenade en barque sur la mer avec maman et toi .» Mon sentimental ami sentit un noeud dans la gorge, juste au-dessus du noeud de cravate: « Mais bien sûr, mon fils, nous irons quand tu le voudras! » « Et quand nous serons en pleine mer - poursuivit la tendre créature en fantasmant- je vous jetterai tous les deux à l'eau pour que vous vous noyiez . » Du coeur brisé du père jaillit un beuglement de douleur: « Mais.... qu'est-ce-que tu dis.....! » « Mais oui, papou, tu ne sais pas que vous, les papas, vous nous embêtez beaucoup? » Fin de la première leçon.
Si un enfant de cinq ans peut s'en rendre compte, j'imagine qu'un vaurien de plus de quinze ans, comme toi, doit en savoir quelque chose. C'est donc pour ça qu'il n'est pas dans mon intention de te donner des raisons supplémentaires de commettre un parricide en les rajoutant à celles que l'on trouve déjà dans les familles qui sont en bons termes. D'un autre côté, ces parents qui s'acharnent à vouloir être « le meilleur ami de leurs enfants » m'ont toujours paru pénibles. Vous, les enfants, vous devez avoir des amis de votre âge: des filles et des garçons, bien sûr. Avec les parents, les professeurs et autres adultes il est possible, dans le meilleur des cas de bien s'entendre, ce qui n'est déjà pas si mal. Mais, bien s'entendre avec un adulte n'exclut pas d'avoir envie, parfois, de le noyer. S'il en est autrement, ce n'est pas normal. Moi, si j'avais quinze ans, ce qui fort probablement ne m'arrivera plus, je me méfierais de tous les gens plus âgés que moi trop « sympathiques », de tous ceux qui voudraient avoir l'air de vouloir faire plus jeune que moi et de tous ceux qui me donneraient systématiquement raison. Tu sais bien, ceux qui disent toujours « vous, les jeunes, vous êtes super », « je me sens aussi jeune que vous » et autres stupidités de ce genre. Gare avec ceux-là! Ils ont sûrement une idée derrière la tête pour faire autant de cajôleries. Un père ou un professeur qui se respecte doit être quelque peu assommant ou alors il ne sert à rien. Le jeune, ce n'est pas moi, c'est toi.
C'est donc pourquoi j'ai eu l'idée de t'écrire quelques-unes de ces choses que parfois je voulais te dire et n'ai pas su dire ou bien n'ai pas osé faire. Un père qui débite son petit baratin philosophique, il faut le regarder droit dans les yeux, faire celui qui écoute avec intérêt et penser au moment libérateur de courir regarder la télé. Mais un livre tu peux le lire quand tu veux, à tes moments perdus, et sans besoin de lui marquer du respect : en feuilletant les pages, tu bailles ou tu ris, si tu en as envie, en toute liberté. Comme presque tout ce que je vais te dire concerne précisément la liberté, il est plus adéquat de le lire que de l'entendre sous forme de sermon. Bien sûr, il faudra que tu me prêtes un peu d'attention (à peu près la moitié de celle que tu consacres à apprendre un nouveau jeu vidéo) et que tu aies un peu de patience, surtout pendant les premiers chapitres. Même si je comprends que c'est rendre les choses un peu plus difficiles, je n'ai pas voulu t'épargner l'effort de réfléchir, pas à pas, ni non plus te traiter comme si tu étais bête. Je pense, et je ne sais pas si tu seras de mon avis, que lorsqu'on traite quelqu'un comme s'il était bête, il y a fort à parier que s'il ne l'est pas, il ne tardera pas à le devenir.
De quoi je me propose de te parler? De ma vie et de la tienne, rien de plus et rien de moins. Ou, si tu prefères : de ce que je fais et de ce que tu commences à faire. Quant à la première chose, ce que je fais, je voudrais répondre enfin à une question que tu m'as posée à brûle-pourpoint il y a plusieurs années – tu ne dois même pas t'en souvenir- et qui, à l'époque, est restée sans réponse. Tu devais avoir six ans et nous passions l'été à Torrelodones. Cette après-midi là, comme toutes les autres, j'écrivais, sans conviction, sur mon Olivetti portative, enfermé dans ma chambre, devant la photo représentant la queue dressée et ruisselante d'une grande baleine dans la mer bleue. Je vous entendais jouer, toi et tes cousins, dans la piscine. Pardonne-moi la stupidité de la confidence : je me sentais tout poisseux de sueur et de bonheur. Tout à coup, tu es arrivé devant la fenêtre ouverte et tu m'as dit: « salut!, qu'est-ce que tu machines? J'ai répondu une quelconque bêtise parce que ce n'était pas le moment de commencer à t'expliquer que j'essayais d'écrire un livre sur l 'éthique. Toi, ce que pouvait être l'éthique ne t'intéressait pas et tu n'étais pas non plus prêt à m'écouter plus de trois minutes. Peut-être voulais-tu seulement que je sache que tu étais là: comme si je pouvais l'oublier un seul moment, à l'époque ou maintenant! Mais, déjà les autres t'appelaient et tu es parti en courant. J'ai continué à machiner sans relâche et c'est maintenant, presque dix ans plus tard, que je me décide enfin à te donner des explications sur cette chose bizarre, l'éthique, dont je m'occupe toujours. Deux ans plus tard, toujours dans notre petit paradis de Torrelodones, tu m'as raconté un rêve que tu avais fait. Pas vrai que tu ne t'en souviens pas non plus? Tu étais dans un champ très sombre, comme s'il faisait nuit, et un vent terrible soufflait. Tu t'accrochais aux arbres, aux pierres, mais l'ouragan t'entraînait irrémédiablement, comme la petite fille dans Le Magicien d'Oz. Alors que tu étais secoué dans les airs, emporté vers l'inconnu, tu entendis ma voix (« je ne te voyais pas, mais je savais que c'était toi » avais-tu précisé), qui te disait : « Aie confiance! Aie confiance! » Tu ne sais pas le cadeau que tu m'as fait en me racontant cet étrange cauchemar: même si je vivais mille ans, je ne pourrais jamais te remercier pour la fierté que j'ai ressentie cette après-midi là quand j'ai compris que ma voix pouvait te donner de la force. Eh bien, tout ce que je vais te dire au cours des pages suivantes n'est rien de plus que la répétition de ce seul conseil, encore et encore: aie confiance. Pas en moi, bien sûr, pas plus qu'en aucun savant, même véritable, ni en aucun maire, curé ou policier. Ni en dieux ou en diables, ni dans les machines, ni dans les drapeaux. Aie confiance en toi-même. Dans l'intelligence, qui te permettra d'être meilleur que ce que tu es déjà et dans l'instinct de ton amour qui te conduira à mériter d'avoir de bons amis. Tu vois que ceci n'est pas un roman à énigme, de ceux qu'il faut lire jusqu'au bout pour savoir qui est l'assassin. Je suis si pressé que je commence par te révéler la dernière leçon dans le prologue.
Peut-être vas-tu soupçonner que j'essaie de te prendre la tête et d'une certaine façon, tu ne te trompes pas. Tu vois, beaucoup de peuples anthropophages ouvrent -ou plutôt ouvraient- le crâne de leurs ennemis, pour essayer ainsi de s'approprier leurs savoirs, leur mythes et leur courage. Dans ce livre, je te donne à manger un peu de ma propre tête et j'en profite aussi pour prendre un peu de la tienne. Je ne sais pas si tu tireras grand chose de ma cervelle: peut-être seulement quelques bouchées de l'expérience d'un prince qui n'a pas tout appris dans les livres. Pour ma part, je veux m'approprier à petites bouchées une bonne portion du trésor dont tu es riche: ta jeunesse intacte. Qu'elle nous fasse bon profit à tous les deux.
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