Nunca podré olvidar la noche que nevó sobre Calcuta. El calendario del orfanato del St. Patricks desgranaba los últimos días de mayo de 1932 y dejaba atrás uno de los meses más calurosos que recordaba la historia de la ciudad de los palacios.
Día a día esperábamos con tristeza y temor la llegada de aquel verano en que cumpli-ríamos los dieciséis años y que habría de significar nuestra separación y la disolución de la Chowbar Society, aquel club secreto y reservado a siete miembros exclusivos que había sido nuestro hogar durante años en el orfanato. Allí crecimos sin otra familia que nosotros mismos y sin otros recuerdos que las historias que contábamos al llegar la madrugada en torno al fuego, en el patio de la vieja casa abandonada que se alzaba en la esquina de Cotton Street y Brabourne Road, un caserón en ruinas que habíamos bautizado como el Pala-cio de la Medianoche. No sabía entonces que aquella era la última vez que vería el lugar en cuyas calles me crié y cuyo embrujo me ha perseguido hasta hoy.
No volví a Calcuta después de aquel año, pero siempre fui fiel a la promesa que todos hicimos en silencio bajo la lluvia blanca a orillas del río Hooghly: no olvidar jamás lo que habíamos presenciado. Los años me han enseñado a atesorar en la memoria cuanto sucedió durante aquellos días Y a conservar las cartas que recibía desde la ciudad maldita y que han mantenido viva la llama de mi recuerdo. Supe así que nuestro antiguo palacio fue derribado para alzar sobre sus cenizas un edificio de oficinas y que Mr. Thomas Carter, el director del St. Patricks, falleció tras haber pasado los últimos años de su vida en la oscuridad, después de producirse el incendio que cerró sus ojos para siempre.
Lentamente, tuve noticia de la progresiva desaparición de los escenarios en que vivi-mos aquellos días. La furia de una ciudad que se devoraba a sí misma y el espejismo del tiempo acabaron por borrar el rastro de los miembros de la Chowbar Society.
De este modo, sin elección, tuve que aprender a vivir con el temor de que esta historia se perdiera para siempre por falta de un narrador.
La ironía del destino ha querido que sea yo, el menos indicado, el peor dotado para la tarea, quien emprenda la labor de relatarla y desvelar el secreto que hace ya tantos años nos unió y nos separó a la vez para siempre en la antigua estación del ferrocarril de Jheeter’s Gate. Hubiera preferido que fuese otro el encargado de rescatar esta historia del olvido, pero una vez más la vida me ha mostrado que mi papel era el de testigo, no el de protagonista.
Durante todos estos años he guardado las escasas cartas de Ben y Roshan, atesorando los documentos que daban luz al destino de cada uno de los miembros de nuestra sociedad particular, releyéndolos una y otra vez en voz alta en la soledad de mi estudio. Quizá porque de algún modo intuía que la fortuna me había hecho depositario de la memoria de todos nosotros. Quizá porque comprendía que, de entre aquellos siete muchachos, Yo siempre fui el más reticente al riesgo, el menos brillante y osado y, por tanto, el que más posibilidades tenía de sobrevivir.
Día a día esperábamos con tristeza y temor la llegada de aquel verano en que cumpli-ríamos los dieciséis años y que habría de significar nuestra separación y la disolución de la Chowbar Society, aquel club secreto y reservado a siete miembros exclusivos que había sido nuestro hogar durante años en el orfanato. Allí crecimos sin otra familia que nosotros mismos y sin otros recuerdos que las historias que contábamos al llegar la madrugada en torno al fuego, en el patio de la vieja casa abandonada que se alzaba en la esquina de Cotton Street y Brabourne Road, un caserón en ruinas que habíamos bautizado como el Pala-cio de la Medianoche. No sabía entonces que aquella era la última vez que vería el lugar en cuyas calles me crié y cuyo embrujo me ha perseguido hasta hoy.
No volví a Calcuta después de aquel año, pero siempre fui fiel a la promesa que todos hicimos en silencio bajo la lluvia blanca a orillas del río Hooghly: no olvidar jamás lo que habíamos presenciado. Los años me han enseñado a atesorar en la memoria cuanto sucedió durante aquellos días Y a conservar las cartas que recibía desde la ciudad maldita y que han mantenido viva la llama de mi recuerdo. Supe así que nuestro antiguo palacio fue derribado para alzar sobre sus cenizas un edificio de oficinas y que Mr. Thomas Carter, el director del St. Patricks, falleció tras haber pasado los últimos años de su vida en la oscuridad, después de producirse el incendio que cerró sus ojos para siempre.
Lentamente, tuve noticia de la progresiva desaparición de los escenarios en que vivi-mos aquellos días. La furia de una ciudad que se devoraba a sí misma y el espejismo del tiempo acabaron por borrar el rastro de los miembros de la Chowbar Society.
De este modo, sin elección, tuve que aprender a vivir con el temor de que esta historia se perdiera para siempre por falta de un narrador.
La ironía del destino ha querido que sea yo, el menos indicado, el peor dotado para la tarea, quien emprenda la labor de relatarla y desvelar el secreto que hace ya tantos años nos unió y nos separó a la vez para siempre en la antigua estación del ferrocarril de Jheeter’s Gate. Hubiera preferido que fuese otro el encargado de rescatar esta historia del olvido, pero una vez más la vida me ha mostrado que mi papel era el de testigo, no el de protagonista.
Durante todos estos años he guardado las escasas cartas de Ben y Roshan, atesorando los documentos que daban luz al destino de cada uno de los miembros de nuestra sociedad particular, releyéndolos una y otra vez en voz alta en la soledad de mi estudio. Quizá porque de algún modo intuía que la fortuna me había hecho depositario de la memoria de todos nosotros. Quizá porque comprendía que, de entre aquellos siete muchachos, Yo siempre fui el más reticente al riesgo, el menos brillante y osado y, por tanto, el que más posibilidades tenía de sobrevivir.
Carlos Ruiz Zafón, El palacio de la medianoche
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Brigitte nous propose sa traduction :
Jamais je ne pourrai oublier la nuit où il neigea sur Calcutta. Le calendrier de l’orphelinat St Patricks égrainait les derniers jours du mois de mai 1932 et laissait derrière lui l’un des mois les plus chauds dans l’histoire de la ville des palais.
Jour après jour, nous attendions avec tristesse et crainte l’arrivée de cet été où nous fêterions nos seize ans et qui signifierait notre séparation et la dissolution de la Chowbar Society, ce club secret et réservé à sept membres exclusifs qui avait été notre foyer pendant des années d’orphelinat. C’est là que nous avions grandi sans autre famille que nous-mêmes et sans autres souvenirs que les histoires que nous nous racontions autour du feu, au lever du jour, dans la cour de la vieille maison abandonnée qui se dressait à l’angle de Cootton street et de Brabourne Road ; une grosse maison en ruines que nous avions baptisée « le Palais de Minuit ». J’ignorais alors que cette nuit-là serait la dernière où je verrais le lieu dont les rues m’avaient vu grandir et dont le charme m’envoûte encore aujourd’hui.
Je ne suis pas revenu à Calcutta après cette année-là, mais je suis toujours resté fidèle à la promesse que nous avions tous faite en silence sous la pluie blanche près du fleuve Hooghly : ne jamais oublier ce dont nous avions été les témoins. Les années m’ont appris à conserver dans ma mémoire tout ce qui s’était passé ces jours-là et à conserver les lettres que je recevais en provenance de la ville maudite et qui ont maintenu vivace la flamme de mon souvenir.
C’est ainsi que j’appris que notre ancien palais avait été démoli pour élever sur ses cendres un immeuble de bureaux, et que Mr Thomas Carter, le directeur du St Patricks, était mort après avoir passé les dernières années de sa vie dans l’obscurité, après l’incendie qui avait fermé ses yeux à jamais.
Petit à petit, je fus informé de la disparition progressive des décors où nous avions vécu ces jours là. La furie d’une ville qui se dévorait elle-même et le mirage du temps finirent par effacer la trace des membres de la Chowbar Society.
Et c’est ainsi que, sans autre choix, je dus apprendre à vivre avec la crainte que cette histoire se perde pour toujours par faute de narrateur.
L’ironie du sort voulut que ce soit moi, le moins indiqué, le plus mal loti pour cette tâche, qui entreprenne de la raconter et de révéler le secret qui, il y a tant d’années déjà, nous avait unis et séparés en même temps pour toujours à l’ancienne gare de Jheeter’s Gate.
J’aurais préféré qu’un autre soit chargé de sauver cette histoire de l’oubli. Mais, une fois de plus, la vie m’a montré que mon rôle était celui de témoin, pas celui d’acteur.
Pendant toutes ces années, j’ai conservé les rares lettres de Ben et Roshan, accumulant les documents qui mettaient en lumière le destin de chacun des membres de notre société particulière, en les relisant encore et encore à voix haute dans la solitude de mon studio. Peut-être parce que, d’une certaine manière, j’avais l’intuition que le sort qui avait fait de moi le dépositaire de notre mémoire à tous. Peut-être parce que je comprenais que, parmi ces sept garçons que nous étions, j’ai toujours été le plus timoré face au danger, le moins brillant et intrépide cependant, celui qui avait donc le plus de chances de survivre.
Jamais je ne pourrai oublier la nuit où il neigea sur Calcutta. Le calendrier de l’orphelinat St Patricks égrainait les derniers jours du mois de mai 1932 et laissait derrière lui l’un des mois les plus chauds dans l’histoire de la ville des palais.
Jour après jour, nous attendions avec tristesse et crainte l’arrivée de cet été où nous fêterions nos seize ans et qui signifierait notre séparation et la dissolution de la Chowbar Society, ce club secret et réservé à sept membres exclusifs qui avait été notre foyer pendant des années d’orphelinat. C’est là que nous avions grandi sans autre famille que nous-mêmes et sans autres souvenirs que les histoires que nous nous racontions autour du feu, au lever du jour, dans la cour de la vieille maison abandonnée qui se dressait à l’angle de Cootton street et de Brabourne Road ; une grosse maison en ruines que nous avions baptisée « le Palais de Minuit ». J’ignorais alors que cette nuit-là serait la dernière où je verrais le lieu dont les rues m’avaient vu grandir et dont le charme m’envoûte encore aujourd’hui.
Je ne suis pas revenu à Calcutta après cette année-là, mais je suis toujours resté fidèle à la promesse que nous avions tous faite en silence sous la pluie blanche près du fleuve Hooghly : ne jamais oublier ce dont nous avions été les témoins. Les années m’ont appris à conserver dans ma mémoire tout ce qui s’était passé ces jours-là et à conserver les lettres que je recevais en provenance de la ville maudite et qui ont maintenu vivace la flamme de mon souvenir.
C’est ainsi que j’appris que notre ancien palais avait été démoli pour élever sur ses cendres un immeuble de bureaux, et que Mr Thomas Carter, le directeur du St Patricks, était mort après avoir passé les dernières années de sa vie dans l’obscurité, après l’incendie qui avait fermé ses yeux à jamais.
Petit à petit, je fus informé de la disparition progressive des décors où nous avions vécu ces jours là. La furie d’une ville qui se dévorait elle-même et le mirage du temps finirent par effacer la trace des membres de la Chowbar Society.
Et c’est ainsi que, sans autre choix, je dus apprendre à vivre avec la crainte que cette histoire se perde pour toujours par faute de narrateur.
L’ironie du sort voulut que ce soit moi, le moins indiqué, le plus mal loti pour cette tâche, qui entreprenne de la raconter et de révéler le secret qui, il y a tant d’années déjà, nous avait unis et séparés en même temps pour toujours à l’ancienne gare de Jheeter’s Gate.
J’aurais préféré qu’un autre soit chargé de sauver cette histoire de l’oubli. Mais, une fois de plus, la vie m’a montré que mon rôle était celui de témoin, pas celui d’acteur.
Pendant toutes ces années, j’ai conservé les rares lettres de Ben et Roshan, accumulant les documents qui mettaient en lumière le destin de chacun des membres de notre société particulière, en les relisant encore et encore à voix haute dans la solitude de mon studio. Peut-être parce que, d’une certaine manière, j’avais l’intuition que le sort qui avait fait de moi le dépositaire de notre mémoire à tous. Peut-être parce que je comprenais que, parmi ces sept garçons que nous étions, j’ai toujours été le plus timoré face au danger, le moins brillant et intrépide cependant, celui qui avait donc le plus de chances de survivre.
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Odile nous propose sa traduction :
Jamais je n'oublierai la nuit où la neige tomba sur Calcutta. Le calendrier de l'orphelinat de St Patrick égrenait les derniers jours du mois de mai 1932 qui venait après l'un des mois les plus chauds dont se souvenaient les annales de la cité aux palais. Jour après jour, nous attendions avec tristesse et crainte la venue de cet été qui nous verrait atteindre les dix-sept ans et signifierait aussi notre séparation et la dissolution de la Chowbar City, ce club secret réservé à 7 membres exclusifs, et qui avait été notre foyer pendant les années passées à l'orphelinat. Nous grandîmes là-bas, sans autre famille que nous-mêmes et sans autres souvenirs que les histoires que nous racontions au petit matin, autour du feu, dans la cour de la vieille maison abandonnée que se dressait à l'angle de Cotton Street et de Brabourne Road, une grande bâtisse en ruines que nous avions baptisée le Palais de Minuit. Je ne savais pas alors que ce serait la dernière nuit que je voyais l'endroit dont les rues m'avaient vu grandir et dont le sortilège me m'a pas quitté jusqu'à aujourd'hui.
Je ne revins pas à Calcutta après cette année-la, mais j'ai toujours été fidèle à la promesse silencieuse que nous fîmes tous, en silence, sous la pluie blanche, au bord du fleuve Hooghly: ne jamais oublier ce dont nous avions été les témoins. Les années m'ont appris à garder précieusement en mémoire tout ce qui s'était passé ces jours-là et à conserver les lettres venues de la ville maudite, entretenant vivace la flamme de mon souvenir. C'est ainsi que j'appris que notre ancien palais fut démoli pour ériger sur ses cendres un immeublede bureaux et que Mr Thomas Carter, le directeur de St Patricks, mourut après avoir passé les dernières années de sa vie dans l'obscurité, après l'incendie qui détruisit ses yeux pour toujours.
Peu à peu, je fus informé de la disparition progressive des lieux où nous vécûmes ces jours-là; la folie d'une ville qui se dévorait elle-même et le mirage du temps finirent par effacer la trace des membres de la Chowbar Society.
Ainsi, sans le vouloir, je dus apprendre à vivre avec la crainte que cette histoire ne se perde à tout jamais, faute d'un narrateur.
L'ironie du destin a voulu que ce soit moi, le moins indiqué, le moins bien doué pour la tâche, qui entreprenne le travail de la relater et de dévoiler le secret qui, tant d'années auparavant, nous avait unis et séparés à la fois, sur les quais de l'ancienne garde de Jheeter'Gate. J'aurais préféré qu'un autre soit chargé de sauver cette histoire de l'oubli, mais une fois de plus, la vie m'a démontré que mon rôle était celui de témoin et non celui d'acteur. Pendant toutes ces années j'ai gardé les rares lettres de Ben et de Rosham, accumulant les documents qui mettaient en lumière le destin de chacun des membres de notre société particulière, les relisant encore et encore à voix haute dans la solitude de mon studio. Peut-être parce que, d'une certaine manière, j'avais l'intuition que la chance m'avait fait dépositaire de notre mémoire à tous. Peut-être parce que je comprenais que parmi ces sept garçons, j'ai toujours été le plus craintif face au danger, le moins brillant et le moins intrépide, et par là-même, celui qui avait le plus de chances de survivre.
Jamais je n'oublierai la nuit où la neige tomba sur Calcutta. Le calendrier de l'orphelinat de St Patrick égrenait les derniers jours du mois de mai 1932 qui venait après l'un des mois les plus chauds dont se souvenaient les annales de la cité aux palais. Jour après jour, nous attendions avec tristesse et crainte la venue de cet été qui nous verrait atteindre les dix-sept ans et signifierait aussi notre séparation et la dissolution de la Chowbar City, ce club secret réservé à 7 membres exclusifs, et qui avait été notre foyer pendant les années passées à l'orphelinat. Nous grandîmes là-bas, sans autre famille que nous-mêmes et sans autres souvenirs que les histoires que nous racontions au petit matin, autour du feu, dans la cour de la vieille maison abandonnée que se dressait à l'angle de Cotton Street et de Brabourne Road, une grande bâtisse en ruines que nous avions baptisée le Palais de Minuit. Je ne savais pas alors que ce serait la dernière nuit que je voyais l'endroit dont les rues m'avaient vu grandir et dont le sortilège me m'a pas quitté jusqu'à aujourd'hui.
Je ne revins pas à Calcutta après cette année-la, mais j'ai toujours été fidèle à la promesse silencieuse que nous fîmes tous, en silence, sous la pluie blanche, au bord du fleuve Hooghly: ne jamais oublier ce dont nous avions été les témoins. Les années m'ont appris à garder précieusement en mémoire tout ce qui s'était passé ces jours-là et à conserver les lettres venues de la ville maudite, entretenant vivace la flamme de mon souvenir. C'est ainsi que j'appris que notre ancien palais fut démoli pour ériger sur ses cendres un immeublede bureaux et que Mr Thomas Carter, le directeur de St Patricks, mourut après avoir passé les dernières années de sa vie dans l'obscurité, après l'incendie qui détruisit ses yeux pour toujours.
Peu à peu, je fus informé de la disparition progressive des lieux où nous vécûmes ces jours-là; la folie d'une ville qui se dévorait elle-même et le mirage du temps finirent par effacer la trace des membres de la Chowbar Society.
Ainsi, sans le vouloir, je dus apprendre à vivre avec la crainte que cette histoire ne se perde à tout jamais, faute d'un narrateur.
L'ironie du destin a voulu que ce soit moi, le moins indiqué, le moins bien doué pour la tâche, qui entreprenne le travail de la relater et de dévoiler le secret qui, tant d'années auparavant, nous avait unis et séparés à la fois, sur les quais de l'ancienne garde de Jheeter'Gate. J'aurais préféré qu'un autre soit chargé de sauver cette histoire de l'oubli, mais une fois de plus, la vie m'a démontré que mon rôle était celui de témoin et non celui d'acteur. Pendant toutes ces années j'ai gardé les rares lettres de Ben et de Rosham, accumulant les documents qui mettaient en lumière le destin de chacun des membres de notre société particulière, les relisant encore et encore à voix haute dans la solitude de mon studio. Peut-être parce que, d'une certaine manière, j'avais l'intuition que la chance m'avait fait dépositaire de notre mémoire à tous. Peut-être parce que je comprenais que parmi ces sept garçons, j'ai toujours été le plus craintif face au danger, le moins brillant et le moins intrépide, et par là-même, celui qui avait le plus de chances de survivre.
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Claire – étudiante du groupe 2 de CAPES – nous propose sa traduction :
Je ne pourrai jamais oublier la nuit où il neigea sur Calcutta. Le calendrier de l’orphelinat de Saint Patricks égrenait les derniers jours du moi de mail 1932 et laissait derrière nous un des mois les plus chauds que gardait en mémoire l’histoire de la ville aux palais.
Jour après jour nous attendions avec tristesse et crainte l’arrivée de cet été où nous aurions dix-sept ans et qui signifierait notre séparation et la dissolution de la Chowbar Society, ce club secret et réservée à sept uniques membres qui avait été notre foyer pendant des années à l’orphelinat. Là, nous avions grandi sans autre famille que nous-mêmes et sans autres souvenirs que les histoires que nous nous racontions quand l’aube pointait, autour du feu, dans la cour de la vieille maison abandonnée qui se dressait au coin de Cotton Street et Bradbourne Road, une grande bâtisse que nous avions baptisée le Palais de Minuit. Je ne savais pas alors que ce serait la dernière fois que je verrais le lieu où se trouvaient les rues qui m’avaient vu grandir et dont la magie m’a poursuivi jusqu’à aujourd’hui.
Je ne revins pas à Calcutta après cette année-là, mais je fus toujours fidèle à la promesse que nous avions tous fait en silence sous la pluie blanche, au bord du fleuve Hoogly : ne jamais oublier ce à quoi nous avions assisté. Les années m’ont enseigné à amasser dans ma mémoire tout ce qui c’était passé pendant ces jours-là et à conserver les lettres que je recevais depuis la ville maudite et qui ont entretenu la flamme de mon souvenir. J’appris que notre ancien palais avait été démoli et qu’un immeuble de bureaux avait été dressé sur ses cendres, et que Mr Thomas Carter, le directeur de Saint Patricks, était mort après avoir passé les dernières années de sa vie dans l’obscurité, après l’incendie qui avait fermé ses yeux pour toujours.
Lentement, je fus informé de la progressive disparition des décors où nous avions vécu ces jours-là. La furie d’une ville qui se dévorait elle-même et le mirage du temps finirent par effacer toute trace des membres de la Chowbar Society.
C’est ainsi que, sans avoir le choix, je dus apprendre à vivre avec la crainte que cette histoire se perde pour toujours faute de narrateur.
L’ironie du destin a voulu que ce soit moi, le moins indiqué et le moins doué pour l’exercice, qui entreprenne la tâche de la raconter et de révéler le secret qui, il y a déjà tant d’années nous avait à la fois uni et séparé pour toujours dans l’ancienne gare ferroviaire de Jheeter’s Gate. J’aurais préféré qu’un autre soit chargé de sauver cette histoire de l’oubli, mais une fois de plus la vie m’a montré que mon rôle était celui d’un témoin, non d’un protagoniste.
Pendant toutes ces années j’ai conservé les quelques cartes de Ben et de Roshan, amassé les documents qui faisaient naître le destin de chacun des membres de notre société spéciale, les relisant encore et toujours voix haute dans la solitude de mon bureau. Peut-être parce qu’en quelque sorte je pressentais que la fortune avait fait de moi le dépositaire de notre mémoire à tous. Peut-être parce que je comprenais que, parmi ces sept adolescents, moi, j’avais toujours été le plus rétif au danger, le moins brillant et courageux et, par conséquent, celui qui avait le plus de chances de survivre.
Je ne pourrai jamais oublier la nuit où il neigea sur Calcutta. Le calendrier de l’orphelinat de Saint Patricks égrenait les derniers jours du moi de mail 1932 et laissait derrière nous un des mois les plus chauds que gardait en mémoire l’histoire de la ville aux palais.
Jour après jour nous attendions avec tristesse et crainte l’arrivée de cet été où nous aurions dix-sept ans et qui signifierait notre séparation et la dissolution de la Chowbar Society, ce club secret et réservée à sept uniques membres qui avait été notre foyer pendant des années à l’orphelinat. Là, nous avions grandi sans autre famille que nous-mêmes et sans autres souvenirs que les histoires que nous nous racontions quand l’aube pointait, autour du feu, dans la cour de la vieille maison abandonnée qui se dressait au coin de Cotton Street et Bradbourne Road, une grande bâtisse que nous avions baptisée le Palais de Minuit. Je ne savais pas alors que ce serait la dernière fois que je verrais le lieu où se trouvaient les rues qui m’avaient vu grandir et dont la magie m’a poursuivi jusqu’à aujourd’hui.
Je ne revins pas à Calcutta après cette année-là, mais je fus toujours fidèle à la promesse que nous avions tous fait en silence sous la pluie blanche, au bord du fleuve Hoogly : ne jamais oublier ce à quoi nous avions assisté. Les années m’ont enseigné à amasser dans ma mémoire tout ce qui c’était passé pendant ces jours-là et à conserver les lettres que je recevais depuis la ville maudite et qui ont entretenu la flamme de mon souvenir. J’appris que notre ancien palais avait été démoli et qu’un immeuble de bureaux avait été dressé sur ses cendres, et que Mr Thomas Carter, le directeur de Saint Patricks, était mort après avoir passé les dernières années de sa vie dans l’obscurité, après l’incendie qui avait fermé ses yeux pour toujours.
Lentement, je fus informé de la progressive disparition des décors où nous avions vécu ces jours-là. La furie d’une ville qui se dévorait elle-même et le mirage du temps finirent par effacer toute trace des membres de la Chowbar Society.
C’est ainsi que, sans avoir le choix, je dus apprendre à vivre avec la crainte que cette histoire se perde pour toujours faute de narrateur.
L’ironie du destin a voulu que ce soit moi, le moins indiqué et le moins doué pour l’exercice, qui entreprenne la tâche de la raconter et de révéler le secret qui, il y a déjà tant d’années nous avait à la fois uni et séparé pour toujours dans l’ancienne gare ferroviaire de Jheeter’s Gate. J’aurais préféré qu’un autre soit chargé de sauver cette histoire de l’oubli, mais une fois de plus la vie m’a montré que mon rôle était celui d’un témoin, non d’un protagoniste.
Pendant toutes ces années j’ai conservé les quelques cartes de Ben et de Roshan, amassé les documents qui faisaient naître le destin de chacun des membres de notre société spéciale, les relisant encore et toujours voix haute dans la solitude de mon bureau. Peut-être parce qu’en quelque sorte je pressentais que la fortune avait fait de moi le dépositaire de notre mémoire à tous. Peut-être parce que je comprenais que, parmi ces sept adolescents, moi, j’avais toujours été le plus rétif au danger, le moins brillant et courageux et, par conséquent, celui qui avait le plus de chances de survivre.
***
Andrès – étudiant du groupe 2 de CAPES – nous propose sa traduction :
Je ne pourrais jamais oublier la nuit où il neigea sur Calcutta. Le calendrier de l’orphelinat du St. Patrick égrainait les derniers jours de Mai de 1932 et laissait derrière lui un des mois les chauds enregistrés dans l’histoire de la ville des palais.
Jour après jour nous attendions avec tristesse et crainte l’arrivée de cet été où nous aurions nos seize ans et qui signifierait notre séparation ainsi que la dissolution de la Chowbar Society, ce club secret et réservé à sept membres exclusifs, qui avait été notre foyer durant des années à l’orphelinat. C’est là que nous grandîmes, sans autre famille que nous mêmes, et sans d’autres souvenirs que les histoires que nous racontions autour du feu lorsque pointait l’aube, dans le jardin de la vieille maison abandonnée qui se dressait au coin de Cotton street et Brabourne Road, une demeure en ruine que nous avions baptisé le palais de Minuit. Je ne savais pas alors que cette fois serait la dernière où j’allais voir l’endroit dans les rues duquel j’avais grandi, et dont le sortilège m’a poursuivi jusqu’à ce jour.
Je ne revins pas à Calcutta après cette année-là, mais toujours je fus fidèle à la promesse que nous fîmes tous en silence, sous la pluie blanche, au bord du fleuve Hoogly: ne jamais oublier ce que nous avions vu. Les années m’ont appris à garder en mémoire tout ce qui avait pu se produire au cours de ces journées, et à conserver les cartes que je recevais depuis la maudite ville, et qui ont maintenu éclairée la flamme de mon souvenir. Je sus ainsi que notre ancien palais fut détruit pour construire sur ses cendres un immeuble de bureaux et que Mr Thomas Carter, le directeur du St. Patricks, mourut après avoir passé les dernières années de sa vie dans l’obscurité, après que se produise l’incendie qui ferma ses yeux à jamais. Peu à peu, j’eus vent de la progressive disparition des décors où nous vécûmes ces journées. La furie d’une ville qui se dévorait à elle-même et le mirage du temps finirent par effacer la trace des membres de la Chowbar Society.
De cette manière, sans avoir le choix, je dus apprendre à vivre avec la crainte que cette histoire se perde pour toujours de par l’absence d’un narrateur.
L’ironie du sort à voulu que ce soit moi, le moins indiqué, le moins prédisposé pour cette tâche, qui entreprenne le travail de la narrer et de dévoiler le secret qui nous unit il y a maintenant tant d’années et qui nous sépara à la fois pour toujours dans l’ancienne gare de trains de Jheeter’s gate. J’aurais préféré qu’un autre soit chargé de sauver de l’oubli cette histoire, mais une fois de plus la vie m’a prouvé que mon rôle était celui d’un témoin, pas celui d’un protagoniste.
Pendant toutes ces années j’ai conservé les rares lettres de Ben et Roshan, gardant les documents qui éclairaient le destin de chacun des membres de notre société particulière, les relisant une fois, puis une autre encore, dans la solitude de mon studio. Peut-être parce que d’une certaine manière j’eus l’intuition que la fortune m’avait rendu dépositaire de notre mémoire à tous. Peut-être parce que je comprenais que, parmi ces sept garçons, moi, je fus toujours le plus réfractaire au risque, le moins brillant, et , par conséquent, celui qui avait les plus de chances de survivre.
Je ne pourrais jamais oublier la nuit où il neigea sur Calcutta. Le calendrier de l’orphelinat du St. Patrick égrainait les derniers jours de Mai de 1932 et laissait derrière lui un des mois les chauds enregistrés dans l’histoire de la ville des palais.
Jour après jour nous attendions avec tristesse et crainte l’arrivée de cet été où nous aurions nos seize ans et qui signifierait notre séparation ainsi que la dissolution de la Chowbar Society, ce club secret et réservé à sept membres exclusifs, qui avait été notre foyer durant des années à l’orphelinat. C’est là que nous grandîmes, sans autre famille que nous mêmes, et sans d’autres souvenirs que les histoires que nous racontions autour du feu lorsque pointait l’aube, dans le jardin de la vieille maison abandonnée qui se dressait au coin de Cotton street et Brabourne Road, une demeure en ruine que nous avions baptisé le palais de Minuit. Je ne savais pas alors que cette fois serait la dernière où j’allais voir l’endroit dans les rues duquel j’avais grandi, et dont le sortilège m’a poursuivi jusqu’à ce jour.
Je ne revins pas à Calcutta après cette année-là, mais toujours je fus fidèle à la promesse que nous fîmes tous en silence, sous la pluie blanche, au bord du fleuve Hoogly: ne jamais oublier ce que nous avions vu. Les années m’ont appris à garder en mémoire tout ce qui avait pu se produire au cours de ces journées, et à conserver les cartes que je recevais depuis la maudite ville, et qui ont maintenu éclairée la flamme de mon souvenir. Je sus ainsi que notre ancien palais fut détruit pour construire sur ses cendres un immeuble de bureaux et que Mr Thomas Carter, le directeur du St. Patricks, mourut après avoir passé les dernières années de sa vie dans l’obscurité, après que se produise l’incendie qui ferma ses yeux à jamais. Peu à peu, j’eus vent de la progressive disparition des décors où nous vécûmes ces journées. La furie d’une ville qui se dévorait à elle-même et le mirage du temps finirent par effacer la trace des membres de la Chowbar Society.
De cette manière, sans avoir le choix, je dus apprendre à vivre avec la crainte que cette histoire se perde pour toujours de par l’absence d’un narrateur.
L’ironie du sort à voulu que ce soit moi, le moins indiqué, le moins prédisposé pour cette tâche, qui entreprenne le travail de la narrer et de dévoiler le secret qui nous unit il y a maintenant tant d’années et qui nous sépara à la fois pour toujours dans l’ancienne gare de trains de Jheeter’s gate. J’aurais préféré qu’un autre soit chargé de sauver de l’oubli cette histoire, mais une fois de plus la vie m’a prouvé que mon rôle était celui d’un témoin, pas celui d’un protagoniste.
Pendant toutes ces années j’ai conservé les rares lettres de Ben et Roshan, gardant les documents qui éclairaient le destin de chacun des membres de notre société particulière, les relisant une fois, puis une autre encore, dans la solitude de mon studio. Peut-être parce que d’une certaine manière j’eus l’intuition que la fortune m’avait rendu dépositaire de notre mémoire à tous. Peut-être parce que je comprenais que, parmi ces sept garçons, moi, je fus toujours le plus réfractaire au risque, le moins brillant, et , par conséquent, celui qui avait les plus de chances de survivre.
***
Aurélie Bianchi – étudiante du groupe 2 de CAPES – nous propose sa traduction :
Jamais je ne pourrai oublier la nuit où il neigea sur Calcutta. Le calendrier de l’orphelinat du St Patricks égrainait les derniers jours du mois de mai 1932 et laissait dernière lui un des mois les plus chauds dont se rappellerait l’histoire de la ville des palais.
Jour après jour, nous attendions tristement et avec craintes l’arrivée de cet été où nous fêterions nos seize ans et qui devrait signifier notre séparation et la dissolution de la Chowbar Society, ce club secret et réservé à sept membres exclusifs qui avait été notre foyer durant des années à l’orphelinat. Nous grandîmes là sans autre famille que nous-même et sans autres souvenirs que les histoires que nous racontions au lever du jour autour du feu, dans la cour de la vieille maison abandonnée qui s’élevait au croisement de Cotton Street et de Brabourne Road, une grosse baraque en ruines que nous avions baptisée le Palais de Minuit. J’ignorais alors que c’était la dernière fois que je verrais le lieu dans les rues duquel je grandis et dont l’enchantement m’a poursuivi jusqu’à aujourd’hui.
Je ne revins pas à Calcutta après cette année-là, mais je restai fidèle à la promesse que nous fîmes tous en silence sous la pluie blanche au bord de la rivière Hooghly : ne jamais oublier ce à quoi nous avions assisté. Les années m’ont enseigné à conserver précieusement dans ma mémoire tout ce qui arriva ces jours-là et à conserver les lettres que je recevais de la ville maudite et qui ont maintenu en vie la flamme de mon souvenir. J’appris ainsi que notre ancien palais avait été détruit pour faire élever sur ses cendres un building de bureaux et que Mr. Thomas Carter, le directeur du St Patricks, était mort après avoir passé les dernières années de sa vie dans le noir, à la suite de l’incendie qui ferma ses yeux à tout jamais.
Lentement, je pris connaissance de la progressive disparition des scènes où nous vécûmes ces jours-là. La furie d’une ville se dévorant elle-même et le reflet du temps finirent par effacer la trace des membres de la Chowbar Society.
De cette façon, n’ayant pas le choix, je dus apprendre à vivre dans la crainte que cette histoire ne se perde pour toujours, orpheline d’un narrateur.
L’ironie du sort a voulu que ce soit moi, le moins indiqué, le pire doté pour ce travail, qui entreprenne la tâche de la raconter et de révéler le secret qui, il y a tant d’années, nous unit en même temps qu’il nous sépara pour toujours dans l’ancienne gare de chemins de fer de Jheeter’s Gate. J’aurais préféré qu’un autre soit chargé de sauvegarder cette histoire de l’oubli, mais une fois encore la vie m’a montré que mon rôle est celui de témoin, non de protagoniste.
Pendant toutes ces années, j’ai gardé les rares lettres de Ben et Roshan, conservant précieusement les documents qui mettaient la lumière sur le destin de chacun des membres de notre société particulière, les relisant de temps à autre à voix haute dans la solitude de mon bureau. Peut-être parce que, d’une certaine façon, j’avais l’intuition que le destin m’avait fait le dépositaire de notre mémoire à tous. Peut-être parce que, parmi ces sept garçons, moi, je fus toujours le plus réticent face au risque, le moins brillant et le moins courageux et, par conséquent, celui qui avait le plus de probabilités de survivre.
Jamais je ne pourrai oublier la nuit où il neigea sur Calcutta. Le calendrier de l’orphelinat du St Patricks égrainait les derniers jours du mois de mai 1932 et laissait dernière lui un des mois les plus chauds dont se rappellerait l’histoire de la ville des palais.
Jour après jour, nous attendions tristement et avec craintes l’arrivée de cet été où nous fêterions nos seize ans et qui devrait signifier notre séparation et la dissolution de la Chowbar Society, ce club secret et réservé à sept membres exclusifs qui avait été notre foyer durant des années à l’orphelinat. Nous grandîmes là sans autre famille que nous-même et sans autres souvenirs que les histoires que nous racontions au lever du jour autour du feu, dans la cour de la vieille maison abandonnée qui s’élevait au croisement de Cotton Street et de Brabourne Road, une grosse baraque en ruines que nous avions baptisée le Palais de Minuit. J’ignorais alors que c’était la dernière fois que je verrais le lieu dans les rues duquel je grandis et dont l’enchantement m’a poursuivi jusqu’à aujourd’hui.
Je ne revins pas à Calcutta après cette année-là, mais je restai fidèle à la promesse que nous fîmes tous en silence sous la pluie blanche au bord de la rivière Hooghly : ne jamais oublier ce à quoi nous avions assisté. Les années m’ont enseigné à conserver précieusement dans ma mémoire tout ce qui arriva ces jours-là et à conserver les lettres que je recevais de la ville maudite et qui ont maintenu en vie la flamme de mon souvenir. J’appris ainsi que notre ancien palais avait été détruit pour faire élever sur ses cendres un building de bureaux et que Mr. Thomas Carter, le directeur du St Patricks, était mort après avoir passé les dernières années de sa vie dans le noir, à la suite de l’incendie qui ferma ses yeux à tout jamais.
Lentement, je pris connaissance de la progressive disparition des scènes où nous vécûmes ces jours-là. La furie d’une ville se dévorant elle-même et le reflet du temps finirent par effacer la trace des membres de la Chowbar Society.
De cette façon, n’ayant pas le choix, je dus apprendre à vivre dans la crainte que cette histoire ne se perde pour toujours, orpheline d’un narrateur.
L’ironie du sort a voulu que ce soit moi, le moins indiqué, le pire doté pour ce travail, qui entreprenne la tâche de la raconter et de révéler le secret qui, il y a tant d’années, nous unit en même temps qu’il nous sépara pour toujours dans l’ancienne gare de chemins de fer de Jheeter’s Gate. J’aurais préféré qu’un autre soit chargé de sauvegarder cette histoire de l’oubli, mais une fois encore la vie m’a montré que mon rôle est celui de témoin, non de protagoniste.
Pendant toutes ces années, j’ai gardé les rares lettres de Ben et Roshan, conservant précieusement les documents qui mettaient la lumière sur le destin de chacun des membres de notre société particulière, les relisant de temps à autre à voix haute dans la solitude de mon bureau. Peut-être parce que, d’une certaine façon, j’avais l’intuition que le destin m’avait fait le dépositaire de notre mémoire à tous. Peut-être parce que, parmi ces sept garçons, moi, je fus toujours le plus réticent face au risque, le moins brillant et le moins courageux et, par conséquent, celui qui avait le plus de probabilités de survivre.
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