mardi 16 septembre 2008

Les sujets de la session de septembre


Traduction littéraire

Los niños jugaban en la bolera. A esa hora, la bolera les pertenecía : los balones, las pequeñas bicis, los palitos, la tierra. El centro, el núcleo del pueblo, el rectángulo sagrado que exaltaba a la tarde la sangre de los jóvenes, en la pugna eterna del fuerte contra el débil, que reavivaba en los viejos el primitivo impulso lúdico, era ahora, al mediodía, dominio de los niños.
El suave sol brillaba en los cristales del balcón del ayuntamiento, bruñía el llamador dorado de una casa cerrada, refulgía en los charcos aislados de la última lluvia. Julia cruzó la plaza de castaños, bordeó la bolera, caminó por una calle silenciosa, esquivó una gallina, un pato, un perro, la bicicleta llena de barro que se apoyaba en la tapia de un corral. Dejó atrás la última casa del pueblo donde una mujer tendía una larga fila de ropa : banderas rosas, amarillas, azules, blancas. El suelo estaba malo. Las botas de goma se hundían en el agua de los charcos y en el barro de las orillas. Al doblar un recodo, Julia se detuvo y miró hacia atrás. Éste era su paseo diario, éste era su camino. Conocía cada fragmento de paisaje, las praderas, los árboles. Nuevas perspectivas surgían al discurrir por los meandros del sendero. Era un paseo para hacerlo lentamente, como solía, para detenerse un momento a contemplar y respirar hondo y seguir adelante. El valle se extendía ante ella, a su mismo nivel. El camino atravesaba las tierras bajas de cultivo, los huertos y fincas que circundaban el pueblo. De vez en cuando un pequeño grupo de personas se inclinaba sobre la tierra, plantando, escarbando, recogiendo, limpiando algo. De vez en cuando avanzaba un carro, repleto de carga vegetal, alfalfa, heno. En lo alto, un niño, una mujer, un perro. El hombre iba andando, guiaba las vacas, daba pequeños golpes con un palo grueso y largo en el yugo de madera. Los pañuelos blancos que las mujeres anudaban en la cabeza, las capas de paño pardo de los hombres, habían evocado siempre a Julia escenas de novelas rurales del siglo XIX. Novelas rusas sobre todo. Luego, cuando en Ucrania había recorido en tren las largas extensiones de campos cultivados, adivinado a través de los cristales las aldeas, las casas de madera gris, las iglesias vagamente bizantinas, los turbios ríos, el trenzado de las cercas en los corrales, había comprendido lo superficial de sus evocaciones. Nada es como imaginamos. Elaboramos una amalgama de asociasiones visuales, descripciones literarias, imágenes incompletas y las mezclamos para nuestro uso. Diego lo decía : « Eres muy dada a las comparaciones gratuitas. Porque todo lugar », decía Diego, « que nos recuerda a otro lugar, nos está recordando experiencias parciales, momentos fugaces, referencias absolutamente personales, teñidas de sentimientos y por lo general inexactas. »
El camino ascendía bruscamente por la ladera de un monte ; abajo, quedaba el valle, la tierra labrada. Desde el camino, limitado por zarzas cargadas de moras en septiembre, se veía el riachuelo, abajo, semioculto entre los arbustos. Allí cogían los niños, en verano, cangrejos y pequeños peces, en un espontáneo aprendizaje del oficio de pescador. Oficio y juego que los llevaría más tarde a los violentos ríos de la montaña, al agua batalladora, encrespada y furiosa que labra a golpes las piedras de las hoces y los acantilados.
Ahora, desde esta curva, ya en lo alto de un monte bajo, Julia podía ver el pueblo a sus pies, la iglesia fortaleza, el armonioso conjunto de casas blancas y rojas, las piedras grises de las portaladas, las tapias de los corrales. Podía ver el minarete de cristal que remataba su casa con el pararrayos destelleante al sol. En seguida, dando la espalda al pueblo y al camino, se veía ya el haya púrpura, solitaria en la loma de Braña Nueva. Un poco más ariba el bosquecillo de pinos, la araucaria, los abedules, los arces, los chopos. La anarquía forestal de la finca, respetada por los descendientes de aquel botáncio aficionado que, muchos años antes, plantó el monte, cercó la propiedad, tiró la casa vieja y construyó una nueva, mandó hacer un arco de piedra, grande para que pudieran pasar los carros cargados de hierba, hizo esculpir la fecha, y se encerró allí un día y para siempre.
Al ver la casa, en lo alto, desafiante y desnuda, protegida tan sólo por los montes que asomaban por detrás de la finca, Julia se hizo una pregunta, la misma que se hacía cada vez que decidía ascender por la cuesta escarpada e incómoda, en vez de prolongar su paseo por los caminos que limitaban, los prados del valle. La pregunta era : « A qué vengo, qué busco, qué se me ha perdido aquí… »
Julia cruzó el arco de piedra y avanzó hacia la casa.

Josefina Aldecoa, La enredadera


Traduction journalistique

El papa Juan XXIII suprimió la silla gestatoria porque estaba muy gordo y creía que su peso no se correspondía con el exiguo estipendio que cobraban sus costaleros. Pudo haberles subido el sueldo, pero prefirió bajarse él de la peana. Juan XXIII fue el primer Papa que caminó con las manos en la espalda entre las hortensias y los rododendros del jardín del Vaticano con la misma actitud del campesino que observa las alcachofas de la huerta. Tenía 77 años cuando en 1958 accedió al papado. Los cardenales pensaron que sería un hombre de transición, pero Juan XXIII tenía una rareza: era un papa que creía en Dios. Y a causa de esta gracia estuvo a punto de hundir a la Iglesia. Con el Concilio Vaticano II los templos se llenaron de guitarras, el latín fue descabalgado de la liturgia, con lo cual los fieles comenzaron a entender lo que se mascullaba en el altar. En la mayoría de los casos se trataba de preces muy vulgares, sin aliento místico ni siquiera poético. Juan XXIII murió en 1963 después de desmontar el caparazón de oro de la Iglesia y dejar las sacristías infiltradas de marxistas. Vino a poner orden un intelectual dubitativo, Pablo VI, que tenía el don de angustiarse en público. Mediante distinciones escolásticas muy sutiles logró que el diálogo entre cristianos y marxistas se estabilizara en el sexo de los ángeles. Después llegó el papa Luciani, en 1978, a quien le costó muy caro no haber sabido disimular su espanto al descubrir las cuentas e inversiones del Vaticano. Pocos días después de su elección se encontró de repente en presencia de Dios, gracias a un té con leche muy cargado. Vistas las cosas que pasaban, esta vez a la hora de elegir a su sucesor, el Espíritu Santo consultó con la CIA y con el Pentágono antes de inspirar a los cardenales. En Washington le susurraron al oído que tenían preparado a un polaco, anticomunista visceral, para un alto destino. Era el Papa que necesitaba el Occidente. El 16 de octubre de 1978 fue elegido Wojtyla en la segunda votación, un hombre fuerte, de 57 años, que había sido actor en su juventud, trabajador en una fábrica, con una novia gaseada en un campo de concentración nazi. En ese momento los obreros de Polonia estaban a un punto de la rebelión. Las manifestaciones de protesta iban presididas por enormes imágenes de Wojtyla y de la Virgen María, que se reflejaban en las gafas negras del general Jaruzelski. La alta misión espiritual a la que fue llamado este Papa consistía en dar con un martillo de plata obsesivamente a un tabique deteriorado del imperio soviético cuya grieta pasaba por Cracovia. Si lograba partirlo, todo el tinglado se vendría abajo. Wojtyla comenzó a darle con el martillo y, de pronto, se acabó la historia, según Fukuyama. Que la jugada era arriesgada se supo poco después cuando el KGB le mandó unas cartas credenciales al pontífice. El turco Mehmet Ali Agca en plena plaza de San Pedro lo baleó directamente en el estómago en medio de un revuelto de seglares y monjas que rodeaba su coche descapotado. Fue el 13 de mayo de 1981. La conexión búlgara tenía ramificaciones lejanas, muy misteriosas, puesto que el mismo día, un año después, en el santuario de Fátima, en lugar de aparecérsele la Virgen, se le acercó un sacerdote dispuesto a asestarle en el costado un cuchillo de cortar jamón. A partir de entonces la fe dio un salto cualitativo: Dios también necesitaba guardaespaldas. La imagen de Wojtyla impartiendo amor divino a todo mundo dentro de una urna de cristal antibalas fue un arquetipo del final del siglo XX.

Manuel Vicent, El PAÍS 17/08/2008


Exercice de stylistique française
Vous imaginerez la suite de ce texte (15 à 20 lignes). Vous en conserverez le style et vous utiliserez le même système d'images et la même logique pour continuer à décrire les idées et l'état intérieur du héros, avant de terminer sur une clôture narrative.

[Albertine, une jeune fille qui séjourne à la station balnéaire de Balbec, a convié le héros, qui est amoureux d'elle, à passer la soirée dans sa chambre au Grand-Hôtel, où ils logent tous deux. Malgré quelques doutes, le jeune homme interprète cette invitation comme une avance amoureuse.]

Puis, tout d'un coup je pensai que j'avais tort d'avoir des doutes, elle m'avait dit de venir quand elle serait couchée. C'était clair, je trépignais de joie, je renversai à demi Françoise qui était sur mon chemin, je courais, les yeux étincelants, vers la chambre de mon amie. Je trouvai Albertine dans son lit. Dégageant son cou, sa chemise blanche changeait les proportions de son visage, qui, congestionné par le lit, ou le rhume, ou le dîner, semblait plus rose ; je pensai aux couleurs que j'avais eues quelques heures auparavant à côté de moi, sur la digue, et desquelles j'allais enfin savoir le goût ; sa joue était traversée du haut en bas par une de ses longues tresses noires et bouclées que pour me plaire elle avait défaites entièrement. Elle me regardait en souriant. À côté d'elle, dans la fenêtre, la vallée était éclairée par le clair de lune. La vue du cou nu d'Albertine, de ces joues trop roses, m'avait jeté dans une telle ivresse, c'est-à-dire avait pour moi la réalité du monde non plus dans la nature, mais dans le torrent des sensations que j'avais peine à contenir, que cette vue avait rompu l'équilibre entre la vie immense, indestructible qui roulait dans mon être, et la vie de l'univers, si chétive en comparaison. La mer, que j'apercevais à côté de la vallée dans la fenêtre, les seins bombés des premières falaises de Maineville, le ciel où la lune n'était pas encore montée au zénith, tout cela semblait plus léger à porter que des plumes pour les globes de mes prunelles qu'entre mes paupières je sentais dilatés, résistants, prêts à soulever bien d'autres fardeaux, toutes les montagnes du monde, sur leur surface délicate.

Marcel Proust, A l'ombre des jeunes filles en fleur, II (1919)

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