jeudi 13 janvier 2011

Version pour le 29 janvier

La pensión a la que me dirigí estaba cómoda­mente ubicada en un recoveco de la calle de las Tapias y se anunciaba así : HOTEL CUPIDO, todo confort, bidet en todas las habitaciones. El encar­gado roncaba a pierna suelta y se despertó furio­so. Era tuerto y propenso a la blasfemia. No sin discusión accedió a cambalachear el reloj y los bo­lígrafos por un cuarto con ventana por tres no­ches. A mis protestas adujo que la inestabilidad política había mermado la avalancha turística y re­traído la inversión privada de capital. Yo alegué que si estos factores habían afectado a la indus­tria hotelera, también habrían afectado a la in­dustria relojera y a la industria del bolígrafo,como­quiera que se llame, a lo que respondió el tuerto que tal cosa le traía sin cuidado, que tres noches era su última palabra y que lo tomaba o lo dejaba. El trato era abusivo, pero no me quedó otro remedio que aceptarlo. La habitación que me tocó en suerte era una pocilga y olía a meados. Las sá­banas estaban tan sucias que hube de despegarlas tironeando. Bajo la almohada encontré un calce­tín agujereado. El cuarto de baño comunal parecía una piscina, el water y el lavabo estaban embo­zados y flotaba en este último una sustancia vis­cosa e irisada muy del gusto de las moscas. No era cosa de ducharse y regresé a la habitación. A través de los tabiques se oían expectoraciones, ja­deos y, esporádicamente, pedos. Me dije que si fuera yo rico algún día, otros lujos no me daría, pero sí el frecuentar sólo hospedajes de una estre­lla, cuando menos. Mientras pisoteaba las cucara­chas que corrían por la cama, no pude por menos de recordar la celda del manicomio, tan higiéni­ca, y confieso que me tentó la nostalgia. Pero no hay mayor bien, dicen, que la libertad, y no era cuestión de menospreciarla ahora que gozaba de ella. Con este consuelo me metí en la cama y traté de dormirme repitiendo para mis adentros la hora en que quería despertarme, pues sé que el sub­consciente, además de desvirtuar nuestra infancia, tergiversar nuestros afectos, recordarnos lo que ansiamos olvidar, revelarnos nuestra abyecta con­dición y destrozarnos, en suma, la vida, cuando se le antoja y a modo de compensación, hace las veces de despertador.

Eduardo Mendoza, El misterio de la cripta embrujada

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