mercredi 22 septembre 2010

Version pour le 30 septembre

En silencio y en orden abandonan la sala las mujeres hacia el sótano de la prisión de Ventas. Y Elvira le contesta, a Tomasa, que no tiene frío.
—Pero tengo hambre.
Pero tiene hambre. Tiene tanta hambre como en el puerto de Alicante, cuando esperaba un barco que nunca llegó, y a su madre se le acabaron las joyas y ya no tenía nada para cambiar por chocolate a la guardia italiana que los vigilaba, y el dinero republicano ya no era de curso legal, y los billetes que había ahorrado doña Martina envejecían inútiles en el fondo de una caja de caoba, una caja preciosa que había comprado su padre en Guinea. Porque su padre había vivido en Guinea, antes de conocer a su madre, antes de que lo trasladaran a Pamplona y luego a Burgos, donde se casó con ella y nació Paulino. Su padre había vivido en muchos sitios. Elvira sólo en dos: nació en Valencia, y no salió de Valencia hasta que la trajeron aquí, a esta ciudad que ni siquiera conoce, de la que ha visto tan sólo una plaza de toros, muy bonita, a través de los barrotes de la puerta del furgón. Ni siquiera conoce Alicante, sólo vio una calle con muchas palmeras camino del puerto.
Pero su padre conocía bien todas las ciudades en las que vivió, y de cada una de ellas conservaba un recuerdo. De Malabo se trajo la cajita de madera donde su madre guardaba los ahorros, pero se trajo también una dolencia en el estómago que le obligó a abandonar el ejército cuando la ley de Azaña. Era teniente cuando se retiró. Y Elvira recuerda que su madre se puso muy contenta. Pero no se puso tanto cuando volvió a incorporarse, aunque le hubieran ascendido a capitán. No se puso nada contenta. Fue al principio de la guerra, y el batallón donde su padre era capitán se llamaba Alicante Rojo. Así lo escribía su padre en las cartas, Batallón Alicante Rojo, delante de la fecha y detrás de ¡Viva la República!
Dos días después de recibir el primer ¡Viva la República!, que llegó desde Segorbe, un pueblo de Castellón, Paulino entró en casa con un papel en la mano.
En la boca, Paulino escondía una sonrisa.
—Me he alistado como voluntario, mamá.
Su madre abandonó el peine y la melena roja de Elvira:
—Eres demasiado joven.
—No.
No, replicó Paulino con firmeza mostrándole el papel que llevaba en la mano. Su madre continuó peinando a Elvira:
—Eres demasiado joven, Paulino.
No añadió nada más; acostumbrada a que las decisiones de los hombres no se discuten. Paulino ya es un hombre, le había escrito su marido en la primera carta, y la República le necesita.
Cuando la madre, doña Martina, acabó de anudar una cinta en la cola de caballo que le había hecho a Elvira, la niña corrió a la habitación de su hermano.
—¿Tú también te vas a la guerra?
—Mueve la coleta como a mí me gusta, chiqueta.
El cabello de Elvira azotó el aire a izquierda y derecha, y su hermano aprovechó los ojos cerrados de la niña para tirar de un extremo del lazo.
—Mamá, mamá, Paulino me ha deshecho la coleta. Paulino se marchó al frente esa misma tarde. Acababa de cumplir diecinueve años.

Dulce Chacón, La voz dormida

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