jeudi 18 juin 2009

Test de juin 2009, traduction littéraire

Era el último descendiente de una antigua estirpe de terratenientes, cuya laboriosidad, sensatez y tesón habían hecho posible que un apellido noble y una fortuna considerable llegasen hasta él, para extinguirse previsiblemente a su muerte, ya que en las fechas en que se inicia este relato y aunque su edad corría parejas con el siglo, permanecía soltero. El grueso de su fortuna provenía de una finca de casi 300 hectáreas, situada a caballo entre los términos municipales de San Ubaldo más tarde asimilado al de la ciudad de Bassora y de Santa Gertrudis de Colbattó, de donde provenía una de las ramas del tronco familiar; en dicha finca, conocida en todo el contorno por el apelativo de "casa Aixelà", se asentaba la vivienda ancestral de esta ilustre familia; el resto de la finca estaba dedicado a la explotación forestal y a tierras de sembradura donde crecían la avena y la alfalfa, aunque, en los años inmediatamente posteriores a la guerra civil, una parte de aquéllas había sido reconvertida en viñedos, de los cuales se obtenía un vino de muy baja calidad, áspero y cabezón, que se vendía a granel en las bodegas de Bassora para consumo de la clase trabajadora. Una tarde de verano, bajo un sol terrible, por la cuesta que conducía a la finca subía resoplando una monjita. Antes de rematar la cuesta se detuvo unos instantes para recobrar el aliento y para hacer acopio de valor, porque temía ser mal recibida. En lo alto de la loma el camino moría al chocar con el muro de cerca que protegía la finca; a los pies de la loma estaba el pueblo de San Ubaldo, que apenas contaba a la sazón unas mil almas, y más allá, la mole del Hospital, el cauce seco del río y la carretera que, proveniente de Bassora, cruzaba el pueblo y continuaba hacia Colbattó, para enlazar allí con la carretera general de Barcelona. A aquella hora el pueblo parecía abandonado: nadie circulaba por sus calles irregulares, cuyo trazado seguía el cauce de antiguas rieras o los deslindes de fincas desaparecidas. La cancela estaba abierta de par en par cuando la monjita llegó ante ella. Buscó algún modo de anunciar su presencia y al cabo de un rato, no habiendo visto timbre ni campana ni persona alguna a quien dirigirse, franqueó la entrada con paso decidido. Se encontró en el arranque de un sendero ancho y sinuoso, bordeado de altos tilos, mirtos y adelfas; el jardín, espeso y sombrío, ocultaba la casa y los edificios auxiliares que integraban la parte habitada de la finca. Tanto la grava del sendero como las plantas y los árboles del jardín parecían cuidados con esmero, pero no se veía ni oía a nadie; reinaba el silencio opaco de las horas más sofocantes del verano. La monjita se adentró en el sendero; había avanzado unos metros cuando aparecieron por una revuelta, como si hubieran estado al acecho tras los arrayanes, dos perros enormes. Su aspecto era amenazador; la monjita se detuvo, cerró los ojos y musitó: Ave María Purísima. Con los ojos cerrados oía el jadeo de los perros y sentía el contacto de sus hocicos contra el hábito. De pronto sonó una voz que se acercaba gritando: ¡León! ¡Negrita! ¡Estarse quietos! Abrió los ojos y vio una mujer que corría por el sendero repitiendo a voces: ¡León! ¡Negrita! ¡Aquí! Los perros continuaron olisqueando el hábito, gruñendo y mostrando unos dientes espantosos. La mujer llegó junto a ellos, les dio unas palmadas en los lomos sin contemplaciones y dijo: No tenga miedo, hermana, no le harán nada. Era gorda y risueña, de mediana edad; llevaba un delantal blanco salpicado de sangre. La monjita repitió la salutación en voz más alta y la mujer le preguntó en qué podía servirla. La monjita dijo que deseaba ver al señor Aixelà, si éste se encontraba en casa y podía recibirla. Como estar, está, dijo la guardesa, pero no sé si podrá recibirla; lleva desde la mañana encerrado en el despacho con el administrador y ha dejado dicho que no le molestemos. La monjita asintió. Dígale por favor que soy la Superiora de las hermanas de la Caridad, las que se ocupan del Hospital, dijo; luego agregó con una sonrisa forzada: Y si no le importa, llévese de aquí a los perros o lléveme a mí donde yo no los vea.
Entre los tilos crecían algunos cipreses altísimos; en las ramas de un árbol se puso a cantar inopinadamente un jilguero. Los perros seguían a las dos mujeres retozando; habían depuesto su actitud hostil y parecían deseosos de jugar, pero la monjita procuraba no perderlos de vista. La casa era una antigua construcción de piedra, irregular, alargada, con tejado a dos aguas, puerta de arco y ventanas rectangulares, altas y angostas como troneras. Sobre la puerta había un reloj de sol y en el dintel, una fecha grabada que en el curso de los siglos se había vuelto ilegible. En la explanada que dejaba el sendero frente a la casa, una encina proyectaba su sombra sobre un camión desvencijado, pintado de verde. Por el borde de la caja vacía del camión un gato asomaba la cabeza. La mujer explicó a la monjita que el camión y el gato eran del administrador. Luego dijo: Pero el amo no quiere que el gato entre en la casa, porque es travieso y podría romper algún objeto de valor. No tenga miedo de que el gato se baje del camión mientras estén aquí estos dos, añadió señalando a los perros. Se esmeraba por mostrarse cortés con la monja y borrar la mala impresión que debían de haberle causado los perros. No son malos de natural, le había dicho mientras caminaban por el sendero, pero están para guardar la finca y cumplen su trabajo sin hacer distingos. Ya sabe usted lo mal que andan las cosas por esta zona, había añadido en tono confidencial. La monjita no lo sabía, pero se abstuvo de confesarlo; era nueva en la región y en el cargo que desempeñaba. Se esforzaba por que su silencio no pareciera altivo: no quería coaccionar a aquella mujer buena y sencilla. Sin embargo la cancela estaba abierta, había dicho al fin por decir algo. La guardesa había asentido: El amo dice que no son las puertas lo que arredra a los ladrones, sino el temor a lo que hay tras ellas. En ángulo recto con la casa, pero desprendido de ella, había un cobertizo, del que salió un hombre joven, vestido con un mono azul y enarbolando un bieldo de madera clara. De los labios le colgaba una colilla. Al ver a la monja apoyó la herramienta en el suelo, se quitó la boina y se quedó mirándola con expresión estúpida y atemorizada. Los perros se tumbaron al sol, jadeando y babeando; uno de ellos se revolcaba en el polvo. Qué animales más tontos, pensó la monjita mientras cruzaba la puerta de la casa. En contraste con la luminosidad exterior, el zaguán parecía sumido en tinieblas. Espere aquí, hermana, dijo la mujer.

Eduardo Mendoza, El año del diluvio

***

Brigitte nous propose sa traduction :

Il était le dernier descendant d’une vieille souche de propriétaires terriens, dont la ténacité, le bon sens et l’acharnement au travail avaient permis qu’un noble nom et une fortune considérable parviennent jusqu’à lui, pour s’éteindre à sa mort de façon prévisible, puisque à la date où débute ce récit, et bien que son âge frisât le siècle, il était toujours célibataire.
Le gros de sa fortune provenait d’un domaine de presque 300 hectares, situé à cheval sur les municipalités de San Ubaldo, assimilée plus tard à la ville de Bassora, et de Santa Gertrudis de Colbattó d’où venait l’une des branches de l’arbre familial. C’est dans cette propriété, connue dans toute la région sous le nom de « Casa Aixela », que s’élevait la demeure ancestrale de cette illustre famille. Le reste du domaine était consacré à l’exploitation forestière et à des terres de semis où poussaient l’avoine et la luzerne, même si pendant les années qui suivirent immédiatement la guerre civile, une partie d’entre elles avait été convertie en vignobles dont on obtenait un vin de bien piètre qualité, râpeux et capiteux, vendu en vrac dans les caves de Bassora pour la consommation de la classe laborieuse.
Un après-midi d’été, sous un soleil de plomb, sur la côte qui menait à la propriété, grimpait en haletant une petite bonne sœur.
Avant d’arriver au bout de la côte, elle s’arrêta quelques instants pour reprendre son souffle et s’armer de courage, car elle craignait d’être mal accueillie.
Au sommet de la colline, le chemin disparaissait en touchant le mur d’enceinte qui protégeait la propriété ; au pied de la colline, s’étendait le village de San Ubaldo, qui comptait à peine quelques mille âmes à l’époque et, plus loin, la masse de l’Hôpital, le lit de la rivière et la route qui, venant de Bassora, traversait le village puis continuait vers Colbattó, pour rejoindre la route principale de Barcelone.
A cette heure, le village semblait abandonné : personne ne circulait dans les rues tortueuses dont le tracé suivait le lit d’anciens canaux ou les limites de propriétés disparues. La grille était grande ouverte quand la religieuse arriva devant. Elle chercha un moyen d’annoncer sa présence et au bout d’un moment, n’ayant vu ni sonnette, ni cloche, ni personne à qui s’adresser, elle franchit l’entrée d’un pas décidé.
Elle se retrouva au départ d’une allée large et sinueuse, bordée de hauts tilleuls, de myrtes et de lauriers-roses ; le parc, touffu et sombre, cachait la maison et les bâtiments annexes qui constituaient la partie habitée du domaine. Le gravier du chemin autant que les plantes et les arbres du jardin avaient l’air soigneusement entretenus. Mais on ne voyait ni entendait personne. Il régnait le silence pesant des heures les plus suffocantes de l’été. La petite religieuse avança ; elle avait fait quelques mètres lorsqu’ apparurent, à un détour du chemin, comme s’ils étaient restés aux aguets derrière les myrtes, deux énormes molosses. Leur aspect était menaçant ; la religieuse s’arrêta, ferma les yeux et murmura : Sainte Marie Mère de Dieu ! Les yeux fermés, elle entendait le halètement des chiens et sentait le contact de leur mufle contre sa robe. Soudain, une voix retentit qui s’approchait en criant : Lion ! Noiraude ! Couchés ! Elle ouvrit les yeux et vit une femme qui courait sur le sentier en répétant à grands cris : Lion ! Noiraude ! Ici ! Les chiens continuèrent à flairer l’habit, grognant et exhibant des crocs effrayants. La femme arriva près d’eux, leur donna quelques tapes sur les flancs sans ménagement et dit : n’ayez pas peur, ma sœur, ils ne vous feront aucun mal. Elle était grosse et souriante, d’âge moyen ; elle portait un tablier blanc plein d’éclaboussures de sang. La religieuse répéta sa prière d’une voix plus forte et la femme lui demanda en quoi elle pouvait lui être utile. La religieuse dit qu’elle désirait voir monsieur Aixela, s’il se trouvait chez lui, et s’il pouvait la recevoir. Pour être là, il est là, dit la gardienne, mais je ne sais pas s’il pourra vous recevoir ; il est enfermé dans son bureau depuis ce matin avec le régisseur et il a demandé qu’on ne le dérange pas. La petite religieuse acquiesça. Dîtes-lui, s’il vous plaît, que je suis la Supérieure des Sœurs de la Charité, celles qui s’occupent de l’Hôpital, dit-elle ; puis elle ajouta, avec un sourire forcé : Et si ça ne vous dérange pas, emmenez les chiens ou bien conduisez-moi là où je ne les verrai pas.
Entre les tilleuls poussaient de très hauts cyprès ; sur les branches d’un arbre, un rossignol se mit soudain à chanter. Les chiens suivaient les deux femmes en batifolant ; ils avaient abandonné leur attitude hostile et semblaient désireux de jouer, mais la religieuse tâchait de ne pas les perdre de vue. La maison était une ancienne construction de pierre, irrégulière, construite tout en long, avec un toit à double pente, une porte en arche et des fenêtres rectangulaires, hautes et étroites comme des meurtrières. Au-dessus de la porte, il y avait un cadran solaire et, sur le linteau, une date gravée qui, au fil des siècles, était devenue illisible. Sur l’esplanade que formait le chemin devant la maison un chêne vert projetait son ombre sur un camion démantibulé, peint en vert. Par le coffre vide du camion, on pouvait voir la tête d’un chat. La femme expliqua à la religieuse que le camion et le chat appartenaient au régisseur. Puis elle dit : mais le maître ne veut pas que le chat entre dans la maison, parce qu’il est espiègle et qu’il pourrait casser un objet de valeur. Tant qu’ils seront là tous les deux, ajouta-t-elle en montrant les chiens, pas de danger que le chat descende du camion. Elle s’efforçait de se montrer courtoise avec la religieuse pour effacer la mauvaise impression que les chiens avait dû lui causer. Ils ne sont pas d’un naturel méchant, lui avait-elle dit pendant qu’elles marchaient sur le chemin, mais ils sont là pour garder la propriété et ils font leur travail sans distinction. Vous savez comme les choses vont mal dans ce coin, avait-elle ajouté sur un ton de confidence. La religieuse ne le savait pas, mais elle se garda bien de l’avouer ; elle était nouvelle dans la région et à la charge qu’elle occupait. Elle faisait en sorte que son silence ne paraisse pas hautain : elle ne voulait pas contrarier cette femme gentille et simple. Pourtant, le portail était ouvert, avait-elle dit enfin, histoire de dire quelque chose. La gardienne avait acquiescé : le maître dit que ce ne sont pas les portes qui dissuadent les voleurs mais la peur de ce qui est derrière. Perpendiculaire à la maison sans lui être contiguë, il y avait une remise ; un homme jeune en sortit, en un bleu de travail et arborant une fourche en bois clair. Un mégot pendait à ses lèvres. En voyant la religieuse, il posa son outil par terre, ôta son béret et resta à la regarder avec une expression niaise et effrayée. Les chiens s’étendirent au soleil, haletant et bavant ; l’un d’eux se roulait dans la poussière. Quels stupides animaux, pensa la religieuse alors qu’elle franchissait la porte de la maison. La luminosité extérieure était telle que, par contraste, le vestibule semblait plongé dans les ténèbres. Attendez, ici, ma sœur, dit la femme.

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