Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona.
Aunque ni el diablo sabe qué es lo que ha de recordar la gente, ni por qué. En realidad, siempre he pensado que no hay memoria colectiva, lo que quizá sea una forma de defensa de la especie humana. La frase "todo tiempo pasado fue mejor" no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que —felizmente— la gente las echa en el olvido. Desde luego, semejante frase no tiene validez universal; yo, por ejemplo, me caracterizo por recordar preferentemente los hechos malos y, así, casi podría decir que "todo tiempo pasado fue peor", si no fuera porque el presente me parece tan horrible como el pasado; recuerdo tantas calamidades, tantos rostros cínicos y crueles, tantas malas acciones, que la memoria es para mí como la temerosa luz que alumbra un sórdido museo de la vergüenza. ¡Cuántas veces he quedado aplastado durante horas, en un rincón oscuro del taller, después de leer una noticia en la sección policial!. Pero la verdad es que no siempre lo más vergonzoso de la raza humana aparece allí; hasta cierto punto, los criminales son gente más limpia, más inofensiva; esta afirmación no la hago porque yo mismo haya matado a un ser humano: es una honesta y profunda convicción. ¿Un individuo es pernicioso?. Pues se lo liquida y se acabó. Eso es lo que yo llamo una buena acción. Piensen cuánto peor es para la sociedad que ese individuo siga destilando su veneno y que en vez de eliminarlo se quiera contrarrestar su acción recurriendo a anónimos, maledicencia y otras bajezas semejantes. En lo que a mí se refiere, debo confesar que ahora lamento no haber aprovechado mejor el tiempo de mi libertad, liquidando a seis o siete tipos que conozco.
Que el mundo es horrible, es una verdad que no necesita demostración. Bastaría un hecho para probarlo, en todo caso: en un campo de concentración un ex pianista se quejó de hambre y entonces lo obligaron a comerse una rata, pero viva.
No es de eso, sin embargo, de lo que quiero hablar ahora; ya diré más adelante, si hay ocasión, algo más sobre este asunto de la rata.
Aunque ni el diablo sabe qué es lo que ha de recordar la gente, ni por qué. En realidad, siempre he pensado que no hay memoria colectiva, lo que quizá sea una forma de defensa de la especie humana. La frase "todo tiempo pasado fue mejor" no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que —felizmente— la gente las echa en el olvido. Desde luego, semejante frase no tiene validez universal; yo, por ejemplo, me caracterizo por recordar preferentemente los hechos malos y, así, casi podría decir que "todo tiempo pasado fue peor", si no fuera porque el presente me parece tan horrible como el pasado; recuerdo tantas calamidades, tantos rostros cínicos y crueles, tantas malas acciones, que la memoria es para mí como la temerosa luz que alumbra un sórdido museo de la vergüenza. ¡Cuántas veces he quedado aplastado durante horas, en un rincón oscuro del taller, después de leer una noticia en la sección policial!. Pero la verdad es que no siempre lo más vergonzoso de la raza humana aparece allí; hasta cierto punto, los criminales son gente más limpia, más inofensiva; esta afirmación no la hago porque yo mismo haya matado a un ser humano: es una honesta y profunda convicción. ¿Un individuo es pernicioso?. Pues se lo liquida y se acabó. Eso es lo que yo llamo una buena acción. Piensen cuánto peor es para la sociedad que ese individuo siga destilando su veneno y que en vez de eliminarlo se quiera contrarrestar su acción recurriendo a anónimos, maledicencia y otras bajezas semejantes. En lo que a mí se refiere, debo confesar que ahora lamento no haber aprovechado mejor el tiempo de mi libertad, liquidando a seis o siete tipos que conozco.
Que el mundo es horrible, es una verdad que no necesita demostración. Bastaría un hecho para probarlo, en todo caso: en un campo de concentración un ex pianista se quejó de hambre y entonces lo obligaron a comerse una rata, pero viva.
No es de eso, sin embargo, de lo que quiero hablar ahora; ya diré más adelante, si hay ocasión, algo más sobre este asunto de la rata.
II
Como decía, me llamo Juan Pablo Castel. Podrán preguntarse qué me mueve a escribir la historia de mi crimen (no sé si ya dije que voy a relatar mi crimen) y, sobre todo, a buscar un editor. Conozco bastante bien el alma humana para prever que pensarán en la vanidad. Piensen lo que quieran: me importa un bledo; hace rato que me importan un bledo la opinión y la justicia de los hombres. Supongan, pues, que publico esta historia por vanidad. Al fin de cuentas estoy hecho de carne, huesos, pelo y uñas como cualquier otro hombre y me parecería muy injusto que exigiesen de mí, precisamente de mí, cualidades especiales; uno se cree a veces un superhombre, hasta que advierte que también es mezquino, sucio y pérfido. De la vanidad no digo nada: creo que nadie está desprovisto de este notable motor del Progreso Humano. Me hacen reír esos señores que salen con la modestia de Einstein o gente por el estilo; respuesta: es fácil ser modesto cuando se es célebre; quiero decir parecer modesto. Aun cuando se imagina que no existe en absoluto, se la descubre de pronto en su forma más sutil: la vanidad de la modestia. ¡Cuántas veces tropezamos con esa clase de individuos! Hasta un hombre, real o simbólico, como Cristo, pronunció palabras sugeridas por la vanidad o al menos por la soberbia. ¿Qué decir de León Bloy, que se defendía de la acusación de soberbia argumentando que se había pasado la vida sirviendo a individuos que no le llegaban a las rodillas?
La vanidad se encuentra en los lugares más inesperados: al lado de la bondad, de la abnegación, de la generosidad. Cuando yo era chico y me desesperaba ante la idea de que mi madre debía morirse un día (con los años se llega a saber que la muerte no sólo es soportable sino hasta reconfortante), no imaginaba que mi madre pudiese tener defectos. Ahora que no existe, debo decir que fue tan buena como puede llegar a serlo un ser humano. Pero recuerdo, en sus últimos años, cuando yo era un hombre, cómo al comienzo me dolía descubrir debajo de sus mejores acciones un sutilísimo ingrediente de vanidad o de orgullo. Algo mucho más demostrativo me sucedió a mí mismo cuando la operaron de cáncer. Para llegar a tiempo tuve que viajar dos días enteros sin dormir. Cuando llegué al lado de su cama, su rostro de cadáver logró sonreírme levemente, con ternura, y murmuró unas palabras para compadecerme (¡ella se compadecía de mi cansancio!). Y yo sentí dentro de mí, oscuramente, el vanidoso orgullo de haber acudido tan pronto. Confieso este secreto para que vean hasta qué punto no me creo mejor que los demás.
Sin embargo, no relato esta historia por vanidad. Quizá estaría dispuesto a aceptar que hay algo de orgullo o de soberbia. Pero ¿por qué esa manía de querer encontrar explicación a todos los actos de la vida?
Cuando comencé este relato estaba firmemente decidido a no dar explicaciones de ninguna especie. Tenía ganas de contar la historia de mi crimen, y se acabó, al que no le gustara, que no la leyese. Aunque no lo creo, porque precisamente esa gente que siempre anda detrás de las explicaciones es la más curiosa y pienso que ninguno de ellos se perderá la oportunidad de leer la historia de un crimen hasta el final.
Podría reservarme los motivos que me movieron a escribir estas páginas de confesión; pero como no tengo interés en pasar por excéntrico, diré la verdad, que de todos modos es bastante simple, pensé que podrían ser leídas por mucha gente, ya que ahora soy célebre; y aunque no me hago muchas ilusiones acerca de la humanidad en general y de los lectores de estas páginas en particular, me anima la débil esperanza de que alguna persona llegue a entenderme. aunque sea una sola persona.
"¿Por qué —se podrá preguntar alguien— apenas una débil esperanza si el manuscrito ha de ser leído por tantas personas? Éste es el género de preguntas que considero inútiles, y no obstante hay que preverlas, porque la gente hace constantemente preguntas inútiles, preguntas que el análisis más superficial revela innecesarias. Puedo hablar hasta el cansancio y a gritos delante de una asamblea de cien mil rusos, nadie me entendería. ¿Se dan cuenta de lo que quiero decir?
Existió una persona que podría entenderme. Pero fue, precisamente, la persona que maté.
La vanidad se encuentra en los lugares más inesperados: al lado de la bondad, de la abnegación, de la generosidad. Cuando yo era chico y me desesperaba ante la idea de que mi madre debía morirse un día (con los años se llega a saber que la muerte no sólo es soportable sino hasta reconfortante), no imaginaba que mi madre pudiese tener defectos. Ahora que no existe, debo decir que fue tan buena como puede llegar a serlo un ser humano. Pero recuerdo, en sus últimos años, cuando yo era un hombre, cómo al comienzo me dolía descubrir debajo de sus mejores acciones un sutilísimo ingrediente de vanidad o de orgullo. Algo mucho más demostrativo me sucedió a mí mismo cuando la operaron de cáncer. Para llegar a tiempo tuve que viajar dos días enteros sin dormir. Cuando llegué al lado de su cama, su rostro de cadáver logró sonreírme levemente, con ternura, y murmuró unas palabras para compadecerme (¡ella se compadecía de mi cansancio!). Y yo sentí dentro de mí, oscuramente, el vanidoso orgullo de haber acudido tan pronto. Confieso este secreto para que vean hasta qué punto no me creo mejor que los demás.
Sin embargo, no relato esta historia por vanidad. Quizá estaría dispuesto a aceptar que hay algo de orgullo o de soberbia. Pero ¿por qué esa manía de querer encontrar explicación a todos los actos de la vida?
Cuando comencé este relato estaba firmemente decidido a no dar explicaciones de ninguna especie. Tenía ganas de contar la historia de mi crimen, y se acabó, al que no le gustara, que no la leyese. Aunque no lo creo, porque precisamente esa gente que siempre anda detrás de las explicaciones es la más curiosa y pienso que ninguno de ellos se perderá la oportunidad de leer la historia de un crimen hasta el final.
Podría reservarme los motivos que me movieron a escribir estas páginas de confesión; pero como no tengo interés en pasar por excéntrico, diré la verdad, que de todos modos es bastante simple, pensé que podrían ser leídas por mucha gente, ya que ahora soy célebre; y aunque no me hago muchas ilusiones acerca de la humanidad en general y de los lectores de estas páginas en particular, me anima la débil esperanza de que alguna persona llegue a entenderme. aunque sea una sola persona.
"¿Por qué —se podrá preguntar alguien— apenas una débil esperanza si el manuscrito ha de ser leído por tantas personas? Éste es el género de preguntas que considero inútiles, y no obstante hay que preverlas, porque la gente hace constantemente preguntas inútiles, preguntas que el análisis más superficial revela innecesarias. Puedo hablar hasta el cansancio y a gritos delante de una asamblea de cien mil rusos, nadie me entendería. ¿Se dan cuenta de lo que quiero decir?
Existió una persona que podría entenderme. Pero fue, precisamente, la persona que maté.
Ernesto Sabato, El túnel
***
***
La traduction « officielle », Le tunnel, réalisée par Michel Bibard, pour les éditions du Seuil, 1978, p. 9-13 :
I.
Il suffira de dire que je suis Juan Pablo Castel, le peintre qui a tué Maria Iribarne; je suppose que le procès est resté dans toutes les mémoires et qu'il n'est pas nécessaire d'en dire plus sur ma personne.
Pourtant, du diable si on sait ce que les gens vont se rappeler, et pourquoi ! En réalité, j'ai toujours pensé qu'il n'existe pas de mémoire collective, ce qui pourrait être pour la race humaine une manière de se défendre. Le fameux "bon vieux temps" ne signifie pas qu'il y aurait eu dans le passé moins de malheurs, mais qu'heureusement on s'empresse de les oublier. Bien sûr, cette expression n'a pas une valeur universelle : moi, par exemple, je suis porté à me rappeler de préférence le mal qui s'est fait, au point que je pourrais presque parler d'un "triste vieux temps", si ce n'était que le présent me paraît aussi horrible que le passé; je me rappelle tant de calamités, tant de visages cyniques et cruels, tant de méfaits que la mémoire est pour moi comme une lumière tremblante éclairant un sordide musée de la honte. Que de fois ne suis-je pas resté accablé, des heures durant, dans un coin obscur de mon atelier, après avoir lu tel ou tel fait divers ! Mais, à vrai dire, ce n'est pas là que la race humaine se montre sous son jour le plus honteux; jusqu'à un certain point, les criminels sont des gens plus propres, plus inoffensifs que les autres; et je ne dis pas cela parce que j'ai moi-même tué un être humain : c'est chez moi une honnête et profonde conviction. Un individu est malfaisant ? Eh bien, on le liquide et puis c'est tout. Voilà ce que j'appelle une bonne action. Pensez combien il est plus néfaste pour la société que cet individu continue à distiller son venin et qu'au lieu de l'éliminer on veuille contrer son action en recourant aux lettres anonymes, aux calomnies et autres bassesses de ce genre. Quant à moi, je dois avouer qu'à l'heure actuelle, je regrette de n'avoir pas mieux profité du temps où j'étais libre pour liquider six ou sept types de ma connaissance.
Que le monde soit horrible, c'est une vérité qui se passe de démonstration. En tout cas, il suffirait d'un fait pour le prouver : dans un camp de concentration, un ex-pianiste se plaignait de la faim; alors, on l'a forcé à manger un rat, mais vivant.
Mais ce n'est pas de cela que je veux parler maintenant; je reviendrai plus tard, si j'en ai l'occasion, sur cette histoire de rat.
II.
Comme je le disais, je m'appelle Juan Pablo Castel. On pourra se demander ce qui me pousse à écrire l'histoire de mon crime (je ne sais pas si j'ai déjà dit que je vais raconter mon crime) et, surtout, à chercher un éditeur. Je connais assez l'âme humaine pour prévoir qu'on pensera à la vanité. On peut penser ce qu'on voudra : cela m'est indifférent; il y a longtemps que l'opinion et la justice des hommes me laissent froid. Supposons donc que je publie cette histoire par vanité. En fin de compte, je suis fait de chair, d'os, de cheveux et d'ongles, comme tout autre homme, et il me paraîtrait bien injuste qu'on exige de moi, de moi précisément, des qualités particulières; il arrive qu'on se voie un surhomme, jusqu'au jour où l'on s'aperçoit que, comme les autres, on est mesquin, répugnant et faux. Je ne parle pas de la vanité : je crois que nul n'est dépourvu de ce remarquable moteur du Progrès humain. Ils me font rire, ces beaux messieurs qui vous sortent la modestie d'Einstein ou de personnages du même style ; réponse : il est facile d'être modeste quand on est célèbre; je veux dire d'avoir l'air modeste. Même quand on imagine que toute trace de vanité a disparu, on en découvre tout à coup, sous la forme la plus subtile : la vanité de la modestie. On tombe sans arrêt sur ce genre d'individus. Même un homme réel ou symbolique comme le Christ a prononcé des paroles suggérées par la vanité ou du moins par l'orgueil. Que dire de Léon Bloy qui, pour se défendre d'être orgueilleux, arguait qu'il avait passé sa vie au service d'individus qui ne lui arrivaient pas à la cheville ?
La vanité se rencontre là où l'on s'y attend le moins : aux côtés de la bonté, de l'abnégation, de la générosité. Quand j'étais petit et que je me désespérais à l'idée que ma mère devait mourir un jour (avec les années, on arrive à comprendre que la mort est non seulement supportable, mais même réconfortante), je n'imaginais qu'elle pût avoir des défauts. Maintenant qu'elle n'est plus, je dois dire qu'elle a été aussi bonne que peut parvenir à l'être un spécimen du genre humain. Mais, dans ses dernières années, alors que j'étais devenu un homme, je me rappelle comment, au début, je souffrais de découvrir dans ses meilleures actions une très subtile dose de vanité ou d'orgueil. Il m'est arrivé à moi-même quelque chose de beaucoup plus significatif quand on l'a opéré du cancer. Pour être près d'elle à temps, j'avais dû voyager deux jours entiers sans dormir. Quand j'arrivai à son chevet, elle réussit à mettre sur son visage cadavérique, un léger sourire plein de tendresse, et elle murmura quelques mots pour me plaindre (elle me plaignait de ma fatigue !). Et moi, obscurément, j'ai senti en moi-même l'orgueil vaniteux d'être accouru aussi vite. J'avoue ce secret pour qu'on voie à quel point je ne me crois pas meilleur que les autres.
Pourtant, je ne raconte pas cette histoire par vanité. Peut-être serais-je prêt à admettre qu'il y a là un peu d'orgueil et d'ostentation. Mais pourquoi cette manie de vouloir trouver une explication à tous les actes de la vie ? Quand j'ai commencé ce récit, j'étais fermement décidé à ne donner aucune espèce d'explication. J'avais envie de raconter l'histoire de mon crime, un point c'est tout : celui à qui cela ne plaisait pas n'aurait qu'à refermer le livre. Quoique j'en doute, parce que justement ces gens qui veulent toujours des explications sont les plus curieux et je pense qu'aucun d'eux ne voudra manquer l'occasion de lire jusqu'au bout l'histoire d'un crime.
Je pourrais garder pour moi les raisons qui m'ont poussé à écrire cette confession; mais comme je n'ai pas intérêt à passer pour un excentrique, je dirai la vérité, qui de toute façon est assez simple : j'ai pensé que ces pages pourraient être lues par beaucoup de gens, puisque maintenant je suis célèbre; et bien que je ne me fasse pas beaucoup d'illusions sur l'humanité en général ni sur les lecteurs de ces pages en particulier, je suis poussé par le faible espoir que quelqu'un parviendra à me comprendre. QUAND CE NE SERAIT QU'UNE SEULE PERSONNE.
"Pourquoi - pourra-t-on se demander - à peine un faible espoir si ce manuscrit doit avoir tant de lecteurs ?" Voilà le genre de questions que je considère comme inutiles. Et cependant il faut les prévoir, parce que les gens posent constamment des questions inutiles, des questions dont l'analyse la plus superficielle révèle toute la vanité : j'aurai beau m'épuiser à parler, à hurler devant un auditoire de cent mille Russes, personne ne me comprendrait. Sent-on ce que je veux dire ?
Il y a eu quelqu'un qui pouvait me comprendre. Mais c'est, précisément, la personne que j'ai tuée.
I.
Il suffira de dire que je suis Juan Pablo Castel, le peintre qui a tué Maria Iribarne; je suppose que le procès est resté dans toutes les mémoires et qu'il n'est pas nécessaire d'en dire plus sur ma personne.
Pourtant, du diable si on sait ce que les gens vont se rappeler, et pourquoi ! En réalité, j'ai toujours pensé qu'il n'existe pas de mémoire collective, ce qui pourrait être pour la race humaine une manière de se défendre. Le fameux "bon vieux temps" ne signifie pas qu'il y aurait eu dans le passé moins de malheurs, mais qu'heureusement on s'empresse de les oublier. Bien sûr, cette expression n'a pas une valeur universelle : moi, par exemple, je suis porté à me rappeler de préférence le mal qui s'est fait, au point que je pourrais presque parler d'un "triste vieux temps", si ce n'était que le présent me paraît aussi horrible que le passé; je me rappelle tant de calamités, tant de visages cyniques et cruels, tant de méfaits que la mémoire est pour moi comme une lumière tremblante éclairant un sordide musée de la honte. Que de fois ne suis-je pas resté accablé, des heures durant, dans un coin obscur de mon atelier, après avoir lu tel ou tel fait divers ! Mais, à vrai dire, ce n'est pas là que la race humaine se montre sous son jour le plus honteux; jusqu'à un certain point, les criminels sont des gens plus propres, plus inoffensifs que les autres; et je ne dis pas cela parce que j'ai moi-même tué un être humain : c'est chez moi une honnête et profonde conviction. Un individu est malfaisant ? Eh bien, on le liquide et puis c'est tout. Voilà ce que j'appelle une bonne action. Pensez combien il est plus néfaste pour la société que cet individu continue à distiller son venin et qu'au lieu de l'éliminer on veuille contrer son action en recourant aux lettres anonymes, aux calomnies et autres bassesses de ce genre. Quant à moi, je dois avouer qu'à l'heure actuelle, je regrette de n'avoir pas mieux profité du temps où j'étais libre pour liquider six ou sept types de ma connaissance.
Que le monde soit horrible, c'est une vérité qui se passe de démonstration. En tout cas, il suffirait d'un fait pour le prouver : dans un camp de concentration, un ex-pianiste se plaignait de la faim; alors, on l'a forcé à manger un rat, mais vivant.
Mais ce n'est pas de cela que je veux parler maintenant; je reviendrai plus tard, si j'en ai l'occasion, sur cette histoire de rat.
II.
Comme je le disais, je m'appelle Juan Pablo Castel. On pourra se demander ce qui me pousse à écrire l'histoire de mon crime (je ne sais pas si j'ai déjà dit que je vais raconter mon crime) et, surtout, à chercher un éditeur. Je connais assez l'âme humaine pour prévoir qu'on pensera à la vanité. On peut penser ce qu'on voudra : cela m'est indifférent; il y a longtemps que l'opinion et la justice des hommes me laissent froid. Supposons donc que je publie cette histoire par vanité. En fin de compte, je suis fait de chair, d'os, de cheveux et d'ongles, comme tout autre homme, et il me paraîtrait bien injuste qu'on exige de moi, de moi précisément, des qualités particulières; il arrive qu'on se voie un surhomme, jusqu'au jour où l'on s'aperçoit que, comme les autres, on est mesquin, répugnant et faux. Je ne parle pas de la vanité : je crois que nul n'est dépourvu de ce remarquable moteur du Progrès humain. Ils me font rire, ces beaux messieurs qui vous sortent la modestie d'Einstein ou de personnages du même style ; réponse : il est facile d'être modeste quand on est célèbre; je veux dire d'avoir l'air modeste. Même quand on imagine que toute trace de vanité a disparu, on en découvre tout à coup, sous la forme la plus subtile : la vanité de la modestie. On tombe sans arrêt sur ce genre d'individus. Même un homme réel ou symbolique comme le Christ a prononcé des paroles suggérées par la vanité ou du moins par l'orgueil. Que dire de Léon Bloy qui, pour se défendre d'être orgueilleux, arguait qu'il avait passé sa vie au service d'individus qui ne lui arrivaient pas à la cheville ?
La vanité se rencontre là où l'on s'y attend le moins : aux côtés de la bonté, de l'abnégation, de la générosité. Quand j'étais petit et que je me désespérais à l'idée que ma mère devait mourir un jour (avec les années, on arrive à comprendre que la mort est non seulement supportable, mais même réconfortante), je n'imaginais qu'elle pût avoir des défauts. Maintenant qu'elle n'est plus, je dois dire qu'elle a été aussi bonne que peut parvenir à l'être un spécimen du genre humain. Mais, dans ses dernières années, alors que j'étais devenu un homme, je me rappelle comment, au début, je souffrais de découvrir dans ses meilleures actions une très subtile dose de vanité ou d'orgueil. Il m'est arrivé à moi-même quelque chose de beaucoup plus significatif quand on l'a opéré du cancer. Pour être près d'elle à temps, j'avais dû voyager deux jours entiers sans dormir. Quand j'arrivai à son chevet, elle réussit à mettre sur son visage cadavérique, un léger sourire plein de tendresse, et elle murmura quelques mots pour me plaindre (elle me plaignait de ma fatigue !). Et moi, obscurément, j'ai senti en moi-même l'orgueil vaniteux d'être accouru aussi vite. J'avoue ce secret pour qu'on voie à quel point je ne me crois pas meilleur que les autres.
Pourtant, je ne raconte pas cette histoire par vanité. Peut-être serais-je prêt à admettre qu'il y a là un peu d'orgueil et d'ostentation. Mais pourquoi cette manie de vouloir trouver une explication à tous les actes de la vie ? Quand j'ai commencé ce récit, j'étais fermement décidé à ne donner aucune espèce d'explication. J'avais envie de raconter l'histoire de mon crime, un point c'est tout : celui à qui cela ne plaisait pas n'aurait qu'à refermer le livre. Quoique j'en doute, parce que justement ces gens qui veulent toujours des explications sont les plus curieux et je pense qu'aucun d'eux ne voudra manquer l'occasion de lire jusqu'au bout l'histoire d'un crime.
Je pourrais garder pour moi les raisons qui m'ont poussé à écrire cette confession; mais comme je n'ai pas intérêt à passer pour un excentrique, je dirai la vérité, qui de toute façon est assez simple : j'ai pensé que ces pages pourraient être lues par beaucoup de gens, puisque maintenant je suis célèbre; et bien que je ne me fasse pas beaucoup d'illusions sur l'humanité en général ni sur les lecteurs de ces pages en particulier, je suis poussé par le faible espoir que quelqu'un parviendra à me comprendre. QUAND CE NE SERAIT QU'UNE SEULE PERSONNE.
"Pourquoi - pourra-t-on se demander - à peine un faible espoir si ce manuscrit doit avoir tant de lecteurs ?" Voilà le genre de questions que je considère comme inutiles. Et cependant il faut les prévoir, parce que les gens posent constamment des questions inutiles, des questions dont l'analyse la plus superficielle révèle toute la vanité : j'aurai beau m'épuiser à parler, à hurler devant un auditoire de cent mille Russes, personne ne me comprendrait. Sent-on ce que je veux dire ?
Il y a eu quelqu'un qui pouvait me comprendre. Mais c'est, précisément, la personne que j'ai tuée.
***
Brigitte nous propose sa traduction :
ERNESTO SABATO - EL TUNEL
- I -
Dire que je suis Juan Pablo Castel, le peintre qui a tué María Iribarne, suffira amplement ; je suppose que le procès est resté gravé dans toutes les mémoires et qu’il n’est nul besoin d’explications supplémentaires à mon sujet.
Même si le diable en personne ignore ce dont les gens doivent se souvenir, ni pourquoi.
A vrai dire, j’ai toujours pensé qu’il n’y a pas de mémoire collective, ce qui est peut-être une façon de se protéger, propre au genre humain.
La phrase « Tout ce qui est passé fut meilleur » ne veut pas dire que de mauvaises choses n’arrivaient pas avant, mais plutôt que – heureusement – les gens les précipitent dans l’oubli.
Bien sûr, une telle phrase n’a aucune valeur universelle ; moi, par exemple, ce qui me caractérise, c’est que je me souviens de préférence des mauvaises choses. Ainsi donc, je pourrais presque affirmer « Tout ce qui est passé fut pire », si le présent ne me semblait pas tout aussi horrible que le passé ; je me rappelle tant d’horreurs, tant de visages cyniques et cruels, tant de mauvaises actions, que la mémoire est pour moi comme la lumière effrayante qui éclaire un sordide musée de la honte. Combien de fois suis-je resté terré dans un recoin sombre du garage, après avoir lu une nouvelle dans la rubrique policière des faits divers ! Mais, certes, ce n’est pas toujours là qu’apparaît ce qui fait la plus grande honte de l’espèce humaine ; dans une certaine mesure, les criminels sont des gens plus propres, plus inoffensifs ; je n’affirme pas cela parce que j’ai moi-même tué un être humain : c’est une conviction profonde et sincère. Un type est nocif ? Eh bien, on le liquide et terminé. Voilà ce que j’appelle une bonne action. Imaginez combien il est pire pour la société que cet individu continue à distiller son venin et qu’au lieu de l’éliminer, on veuille neutraliser ses agissements en ayant recours à des anonymes, à la médisance et autres bassesses similaires.
En ce qui me concerne, je dois avouer qu’à présent je regrette de ne pas avoir mieux profité de ma liberté pour liquider six ou sept types que je connais.
Le monde est horrible : c’est une vérité qui n’a nul besoin d’être démontrée. Il suffirait d’un fait pour le prouver, par exemple : dans un camp de concentration, un ancien pianiste se plaignit d’avoir faim, alors on l’obligea à manger un rat, mais un rat vivant.
Mais ce n’est pas de cela, cependant, dont je veux parler maintenant ; j’ajouterai plus loin, si j’en ai l’occasion, autre chose sur cette histoire de rat.
- II -
Comme je le disais, je m’appelle Juan Pablo Castel. Sans doute vous demanderez-vous ce qui me pousse à écrire l’histoire de mon crime (je ne sais pas si j’ai déjà dit que j’allais faire le récit de mon crime) et, surtout, chercher un éditeur. Je connais assez bien l’âme humaine pour me douter que vous penserez à de la vanité de ma part. Pensez ce que vous voulez : je m’en fiche royalement. Ca fait un bon moment que je n’ai plus rien à faire de l’opinion et de la justice des hommes. Supposez, donc, que je publie cette histoire par vanité. En fin de compte, je suis fait de chaire, d’os, de poils et d’ongles comme n’importe quel autre homme et je trouverais injuste que vous exigiez de moi, et de moi en particulier, des qualités spéciales ; on se prend parfois pour un surhomme, jusqu’à ce qu’on réalise que, ça aussi, c’est mesquin, sale et perfide. De la vanité, je n’en parle pas : je crois que personne n’est totalement dépourvu de ce remarquable moteur du Progrès Humain. Ils me font bien rigoler tous ces messieurs qui ont la modestie d’Einstein ou de gens du même acabit ; réponse : il est facile d’être modeste quand on est célèbre ; je veux dire, avoir l’air modeste. Même quand on imagine qu’elle n’existe pas, on la découvre soudain sous sa forme la plus subtile : la vanité de la modestie. Combien de fois croisons-nous ce genre d’individus ! Même un homme, réel ou symbolique, comme le Christ, a prononcé des paroles inspirées par la vanité ou du moins par la prétention. Que dire de León Bloy, qui se défendait qu’on l’accuse de prétention en invoquant qu’il avait passé sa vie à servir des individus qui ne lui arrivaient pas à la cheville ? La vanité se retrouve dans les endroits les plus inattendus : aux côtés de la bonté, de l’abnégation, de la générosité. Quand j’étais jeune et que j’étais désespéré à l’idée que ma mère devrait mourir un jour (avec les années, on arrive à savoir que la mort est non seulement supportable mais aussi réconfortante), je n’imaginais pas que ma mère puisse avoir des défauts. Maintenant qu’elle n’est plus de ce monde, je dois dire qu’elle fut aussi bonne que peut l’être un être humain. Mais je me rappelle, dans les dernières années de sa vie, j’étais alors devenu un homme, comme je commençais à souffrir en découvrant derrière ses meilleures actions une subtile pointe de vanité ou d’orgueil. Quelque chose de plus révélateur m’arriva quand on l’opéra d’un cancer. Pour arriver à temps, je dus voyager deux jours entiers sans dormir. Quand je suis arrivé à son chevet, son visage cadavérique parvint à ébaucher un léger sourire, plein de tendresse, et elle murmura quelques mots pour me plaindre (Elle avait pitié de ma fatigue !). Et, intérieurement, j’ai ressenti, l’orgueil vaniteux d’être accouru si vite. Je vous confie ce secret pour que vous voyiez à quel point je ne me considère pas meilleur que les autres.
Cependant, je ne raconte pas cette histoire par vanité. Peut-être serais-je prêt à admettre qu’il y a là une part d’orgueil ou de prétention. Mais, pourquoi cette manie de vouloir trouver des explications à tous les actes de la vie ? Quand j’ai commencé ce récit, j’étais fermement décidé à ne donner d’explications d’aucune sorte. J’avais envie de raconter l’histoire de mon crime, un point c’est tout : celui à qui ça ne plaît pas, qu’il ne lise pas ! Même si je n’en crois rien car, justement, les gens qui sont toujours à l’affût des explications sont les plus curieux et je pense qu’aucun d’entre eux ne perdra l’occasion de lire l’histoire d’un crime jusqu’au bout.
Je pourrais garder pour moi les motivations qui m’ont incitées à écrire ces pages de confession ; mais, comme je n’ai aucun intérêt à passer pour un excentrique, je dirai la vérité qui, en somme, est assez simple : j’ai pensé qu’elles pourraient être lues par beaucoup de monde, puisque à présent je suis célèbre ; et même si je ne me fais guère d’illusions sur l’humanité en général et sur les lecteurs de ces pages en particulier, je suis animé par le faible espoir que quelqu’un parvienne à me comprendre. NE SERAIT-CE QU’UNE SEULE PERSONNE.
« Pourquoi – pourra-t-on se demander – juste un faible espoir si le manuscrit doit être lu par autant de personnes ? » Voilà le genre de questions que je considère superflues. Et il faut cependant les prévoir parce que les gens posent constamment des questions superflues, des questions que l’analyse la plus superficielle rend inutiles. Je pourrais parler jusqu’à épuisement et à grands cris face à une assemblée de cent mille russes : personne ne me comprendrait. Est-ce que vous comprenez ce que je veux dire ?
Une seule personne aurait pu me comprendre. Mais c’est, précisément, la personne que j’ai tuée.
ERNESTO SABATO - EL TUNEL
- I -
Dire que je suis Juan Pablo Castel, le peintre qui a tué María Iribarne, suffira amplement ; je suppose que le procès est resté gravé dans toutes les mémoires et qu’il n’est nul besoin d’explications supplémentaires à mon sujet.
Même si le diable en personne ignore ce dont les gens doivent se souvenir, ni pourquoi.
A vrai dire, j’ai toujours pensé qu’il n’y a pas de mémoire collective, ce qui est peut-être une façon de se protéger, propre au genre humain.
La phrase « Tout ce qui est passé fut meilleur » ne veut pas dire que de mauvaises choses n’arrivaient pas avant, mais plutôt que – heureusement – les gens les précipitent dans l’oubli.
Bien sûr, une telle phrase n’a aucune valeur universelle ; moi, par exemple, ce qui me caractérise, c’est que je me souviens de préférence des mauvaises choses. Ainsi donc, je pourrais presque affirmer « Tout ce qui est passé fut pire », si le présent ne me semblait pas tout aussi horrible que le passé ; je me rappelle tant d’horreurs, tant de visages cyniques et cruels, tant de mauvaises actions, que la mémoire est pour moi comme la lumière effrayante qui éclaire un sordide musée de la honte. Combien de fois suis-je resté terré dans un recoin sombre du garage, après avoir lu une nouvelle dans la rubrique policière des faits divers ! Mais, certes, ce n’est pas toujours là qu’apparaît ce qui fait la plus grande honte de l’espèce humaine ; dans une certaine mesure, les criminels sont des gens plus propres, plus inoffensifs ; je n’affirme pas cela parce que j’ai moi-même tué un être humain : c’est une conviction profonde et sincère. Un type est nocif ? Eh bien, on le liquide et terminé. Voilà ce que j’appelle une bonne action. Imaginez combien il est pire pour la société que cet individu continue à distiller son venin et qu’au lieu de l’éliminer, on veuille neutraliser ses agissements en ayant recours à des anonymes, à la médisance et autres bassesses similaires.
En ce qui me concerne, je dois avouer qu’à présent je regrette de ne pas avoir mieux profité de ma liberté pour liquider six ou sept types que je connais.
Le monde est horrible : c’est une vérité qui n’a nul besoin d’être démontrée. Il suffirait d’un fait pour le prouver, par exemple : dans un camp de concentration, un ancien pianiste se plaignit d’avoir faim, alors on l’obligea à manger un rat, mais un rat vivant.
Mais ce n’est pas de cela, cependant, dont je veux parler maintenant ; j’ajouterai plus loin, si j’en ai l’occasion, autre chose sur cette histoire de rat.
- II -
Comme je le disais, je m’appelle Juan Pablo Castel. Sans doute vous demanderez-vous ce qui me pousse à écrire l’histoire de mon crime (je ne sais pas si j’ai déjà dit que j’allais faire le récit de mon crime) et, surtout, chercher un éditeur. Je connais assez bien l’âme humaine pour me douter que vous penserez à de la vanité de ma part. Pensez ce que vous voulez : je m’en fiche royalement. Ca fait un bon moment que je n’ai plus rien à faire de l’opinion et de la justice des hommes. Supposez, donc, que je publie cette histoire par vanité. En fin de compte, je suis fait de chaire, d’os, de poils et d’ongles comme n’importe quel autre homme et je trouverais injuste que vous exigiez de moi, et de moi en particulier, des qualités spéciales ; on se prend parfois pour un surhomme, jusqu’à ce qu’on réalise que, ça aussi, c’est mesquin, sale et perfide. De la vanité, je n’en parle pas : je crois que personne n’est totalement dépourvu de ce remarquable moteur du Progrès Humain. Ils me font bien rigoler tous ces messieurs qui ont la modestie d’Einstein ou de gens du même acabit ; réponse : il est facile d’être modeste quand on est célèbre ; je veux dire, avoir l’air modeste. Même quand on imagine qu’elle n’existe pas, on la découvre soudain sous sa forme la plus subtile : la vanité de la modestie. Combien de fois croisons-nous ce genre d’individus ! Même un homme, réel ou symbolique, comme le Christ, a prononcé des paroles inspirées par la vanité ou du moins par la prétention. Que dire de León Bloy, qui se défendait qu’on l’accuse de prétention en invoquant qu’il avait passé sa vie à servir des individus qui ne lui arrivaient pas à la cheville ? La vanité se retrouve dans les endroits les plus inattendus : aux côtés de la bonté, de l’abnégation, de la générosité. Quand j’étais jeune et que j’étais désespéré à l’idée que ma mère devrait mourir un jour (avec les années, on arrive à savoir que la mort est non seulement supportable mais aussi réconfortante), je n’imaginais pas que ma mère puisse avoir des défauts. Maintenant qu’elle n’est plus de ce monde, je dois dire qu’elle fut aussi bonne que peut l’être un être humain. Mais je me rappelle, dans les dernières années de sa vie, j’étais alors devenu un homme, comme je commençais à souffrir en découvrant derrière ses meilleures actions une subtile pointe de vanité ou d’orgueil. Quelque chose de plus révélateur m’arriva quand on l’opéra d’un cancer. Pour arriver à temps, je dus voyager deux jours entiers sans dormir. Quand je suis arrivé à son chevet, son visage cadavérique parvint à ébaucher un léger sourire, plein de tendresse, et elle murmura quelques mots pour me plaindre (Elle avait pitié de ma fatigue !). Et, intérieurement, j’ai ressenti, l’orgueil vaniteux d’être accouru si vite. Je vous confie ce secret pour que vous voyiez à quel point je ne me considère pas meilleur que les autres.
Cependant, je ne raconte pas cette histoire par vanité. Peut-être serais-je prêt à admettre qu’il y a là une part d’orgueil ou de prétention. Mais, pourquoi cette manie de vouloir trouver des explications à tous les actes de la vie ? Quand j’ai commencé ce récit, j’étais fermement décidé à ne donner d’explications d’aucune sorte. J’avais envie de raconter l’histoire de mon crime, un point c’est tout : celui à qui ça ne plaît pas, qu’il ne lise pas ! Même si je n’en crois rien car, justement, les gens qui sont toujours à l’affût des explications sont les plus curieux et je pense qu’aucun d’entre eux ne perdra l’occasion de lire l’histoire d’un crime jusqu’au bout.
Je pourrais garder pour moi les motivations qui m’ont incitées à écrire ces pages de confession ; mais, comme je n’ai aucun intérêt à passer pour un excentrique, je dirai la vérité qui, en somme, est assez simple : j’ai pensé qu’elles pourraient être lues par beaucoup de monde, puisque à présent je suis célèbre ; et même si je ne me fais guère d’illusions sur l’humanité en général et sur les lecteurs de ces pages en particulier, je suis animé par le faible espoir que quelqu’un parvienne à me comprendre. NE SERAIT-CE QU’UNE SEULE PERSONNE.
« Pourquoi – pourra-t-on se demander – juste un faible espoir si le manuscrit doit être lu par autant de personnes ? » Voilà le genre de questions que je considère superflues. Et il faut cependant les prévoir parce que les gens posent constamment des questions superflues, des questions que l’analyse la plus superficielle rend inutiles. Je pourrais parler jusqu’à épuisement et à grands cris face à une assemblée de cent mille russes : personne ne me comprendrait. Est-ce que vous comprenez ce que je veux dire ?
Une seule personne aurait pu me comprendre. Mais c’est, précisément, la personne que j’ai tuée.
***
Odile nous propose sa traduction :
Il suffira de dire que je suis Juan Pablo Castel, le peintre qui a tué María Iribarne ; je suppose que le procès est resté dans toutes les mémoires et qu' il n'est pas nécessaire de donner de plus amples explications sur ma personne.
Bien que le diable lui-même ignore ce que peuvent bien retenir les gens, et pourquoi. En réalité, j'ai toujours pensé qu'il n'y a pas de mémoire collective, ce qui est peut-être une forme de défense chez l'espèce humaine. Dire « le bon vieux temps » ne signifie pas qu'il y aurait eu autrefois moins de malheurs, mais qu' heureusement les gens les oublient. Une telle expression n'a pas de valeur universelle ; moi, par exemple, j' ai tendance à me rappeler de préférence des mauvaises actions et, ainsi, je pourrais presque dire le « triste vieux temps », si ce n'était parce que le présent me paraît aussi horrible que le passé ; je me souviens de tant de calamités, de tant de visages cyniques et cruels, de tant de méfaits, que la mémoire est pour moi comme la tremblante lumière qui éclaire un sordide musée de la honte.
Que de fois suis-je resté accablé pendant des heures, dans un coin obscur de l'atelier, après avoir lu un fait divers dans la rubrique policière! Mais, à vrai dire, ce n'est pas toujours là qu'apparaît le plus honteux de la race humaine ; jusqu'à un certain point, les criminels sont des gens plus propres, plus inoffensifs que les autres ; je ne dis pas cela parce que j'ai moi-même tué quelqu'un, non, c'est une honnête et profonde conviction. Un individu est malfaisant? Eh bien, on le liquide et c'est tout. Voilà ce que j'appelle une bonne action. Pensez combien il est plus néfaste pour la société que cet individu continue à distiller son venin et qu'au lieu de l'éliminer on veuille contrer son action en recourant aux lettres anonymes, aux calomnies et autres bassesses similaires. En ce qui me concerne, je dois avouer que je regrette maintenant de ne pas avoir profité du temps où j'étais libre pour liquider six ou sept types de ma connaissance;
Que le monde soit horrible, c'est une vérité qui n'a pas besoin d'être démontrée. En tout cas, un fait suffirait pour le prouver : dans un camp de concentration un ex-pianiste se plaignait d'avoir faim, alors on le força à manger un rat, mais vivant. Ce n'est pas de cela dont je veux parler maintenant : je reviendrai plus loin, si l'occasion s'en présente, sur cette histoire de rat.
II
Comme je le disais, je m'appelle Juan Pablo Castel. On pourra se demander ce qui me pousse à écrire l'histoire de mon crime (je ne sais pas si j'ai déjà dit que je vais raconter mon crime) et, surtout, à chercher un éditeur. Je connais assez bien l'âme humaine pour prévoir qu'on pensera à la vanité. On pensera ce qu'on voudra : je m'en moque ; cela fait belle lurette que l'opinion et la justice des hommes me laissent indifférent. Supposons donc que je publie cette histoire par vanité. En fin de compte, je suis fait de chair, d'os, de cheveux et d'ongles comme tout autre homme, et il me semblerait très injuste qu'on exige de moi, de moi précisément, des qualités particulières : on se croit parfois un surhomme, jusqu'à ce qu'on s'aperçoive que l'on est aussi mesquin, répugnant et faux que les autres. Je ne parle pas de la vanité : je crois que personne n'est dépourvu de ce remarquable moteur du Progrès Humain. Ils me font bien rire tous ces beaux messieurs qui affichent la modestie d'Einstein ou de personnalités de ce type : réponse : il est facile d'être modeste quand on est célèbre ; je veux dire d'avoir l'air modeste. Même quand on imagine qu'elle n'existe pas, on la décèle tout à coup sous sa forme la plus subtile : la vanité de la modestie. Combien de fois croisons-nous ce genre d'individus! Même un homme, réel ou symbolique, comme le Christ, a prononcé des paroles inspirées par la vanité ou du moins par l'orgueil. Et que dire de León Bloy, qui pour se défendre d'être orgueilleux arguait qu'il avait passé sa vie à servir des individus qui ne lui arrivaient pas à la cheville?
La vanité se rencontre dans les endroits les plus inattendus : aux côtés de la bonté, de l'abnégation, de la générosité. Quand j'étais petit et que je me désepérais à l'idée que ma mère devait mourir un jour (avec les années, on finit par comprendre que non seulement la mort est supportable, mais qu'elle est même réconfortante), je ne n'imaginais pas que ma mère puisse avoir des défauts. Maintenant qu'elle n'est plus, je dois dire qu'elle a été aussi bonne que peut parvenir à l'être un représentant du genre humain. Mais, dans les dernières années de sa vie, alors que j'étais devenu un homme, je me souviens comme je souffrais, au début, de découvrir sous ses meilleures actions une très subtile pointe de vanité ou d'orgueil. Il m'est arrivé à moi-même quelque chose de beaucoup plus significatif quand on l'opéra d'un cancer. Pour être près d'elle à temps, j'avais dû voyager deux jours entiers sans dormir. Lorsque j'arrivai à son chevet, elle réussit à mettre sur son visage cadavérique un léger sourire, plein de tendresse, et elle murmura quelques mots pour me plaindre (elle me plaignait de ma fatigue!). Et moi, obscurément, je sentis en moi-même, l'orgueil vaniteux d'être accouru aussi vite. Je confesse ce secret afin qu'on voie à quel point je ne me crois pas meilleur que les autres. Cependant, je ne raconte pas cette histoire par vanité. Peut-être serais-je prêt à accepter qu'il y a là un peu d' orgueil ou de prétention. Mais, pourquoi cette manie de vouloir trouver une explication à tous les actes de la vie?
Quand j'ai commencé ce récit, j'étais fermement décidé à ne donner aucune sorte d'explication. J'avais envie de raconter l'histoire de mon crime, un point c'est tout, et celui à qui cela n'aurait pas l'heur de plaire n'aurait qu'à refermer le livre. Quoique j'en doute car justement ces gens qui veulent toujours des explications sont les plus curieux et je pense qu'aucun d'entre eux ne perdra l'occasion de lire jusqu'au bout l'histoire d'un crime.
Je pourrais taire les motifs qui m'ont incité à écrire cette confession ; mais comme je n'ai pas intérêt à passer pour un excentrique, je dirai la vérité, laquelle de toute façon, est assez simple : j'ai pensé que ces pages pourraient être lues par beaucoup de gens maintenant que je suis célèbre ; et même si je ne me fais pas beaucoup d'illusions sur l'humanité en général, et sur les lecteurs de ces pages en particulier, je suis poussé par le faible espoir que quelqu'un parvienne à me comprendre, ne serait-ce qu'une seule personne.
« Pourquoi ? - pourra-t-on se demander – seulement un faible espoir si ce manuscrit doit avoir autant de lecteurs? » Voilà le genre de questions que je considère comme inutiles, et cependant, il faut les prévoir, car les gens posent sans cesse des questions inutiles, des questions dont l'analyse la plus superficielle révèle l'inutilité. Je pourrais parler jusqu'à épuisement et à grands cris devant une assemblée de cent mille russes, personne ne me comprendrait. Vous voyez ce que je veux dire?
Il y a eu une seule personne qui pouvait me comprendre. Mais, c'est précisément la personne que j'ai tuée.
Il suffira de dire que je suis Juan Pablo Castel, le peintre qui a tué María Iribarne ; je suppose que le procès est resté dans toutes les mémoires et qu' il n'est pas nécessaire de donner de plus amples explications sur ma personne.
Bien que le diable lui-même ignore ce que peuvent bien retenir les gens, et pourquoi. En réalité, j'ai toujours pensé qu'il n'y a pas de mémoire collective, ce qui est peut-être une forme de défense chez l'espèce humaine. Dire « le bon vieux temps » ne signifie pas qu'il y aurait eu autrefois moins de malheurs, mais qu' heureusement les gens les oublient. Une telle expression n'a pas de valeur universelle ; moi, par exemple, j' ai tendance à me rappeler de préférence des mauvaises actions et, ainsi, je pourrais presque dire le « triste vieux temps », si ce n'était parce que le présent me paraît aussi horrible que le passé ; je me souviens de tant de calamités, de tant de visages cyniques et cruels, de tant de méfaits, que la mémoire est pour moi comme la tremblante lumière qui éclaire un sordide musée de la honte.
Que de fois suis-je resté accablé pendant des heures, dans un coin obscur de l'atelier, après avoir lu un fait divers dans la rubrique policière! Mais, à vrai dire, ce n'est pas toujours là qu'apparaît le plus honteux de la race humaine ; jusqu'à un certain point, les criminels sont des gens plus propres, plus inoffensifs que les autres ; je ne dis pas cela parce que j'ai moi-même tué quelqu'un, non, c'est une honnête et profonde conviction. Un individu est malfaisant? Eh bien, on le liquide et c'est tout. Voilà ce que j'appelle une bonne action. Pensez combien il est plus néfaste pour la société que cet individu continue à distiller son venin et qu'au lieu de l'éliminer on veuille contrer son action en recourant aux lettres anonymes, aux calomnies et autres bassesses similaires. En ce qui me concerne, je dois avouer que je regrette maintenant de ne pas avoir profité du temps où j'étais libre pour liquider six ou sept types de ma connaissance;
Que le monde soit horrible, c'est une vérité qui n'a pas besoin d'être démontrée. En tout cas, un fait suffirait pour le prouver : dans un camp de concentration un ex-pianiste se plaignait d'avoir faim, alors on le força à manger un rat, mais vivant. Ce n'est pas de cela dont je veux parler maintenant : je reviendrai plus loin, si l'occasion s'en présente, sur cette histoire de rat.
II
Comme je le disais, je m'appelle Juan Pablo Castel. On pourra se demander ce qui me pousse à écrire l'histoire de mon crime (je ne sais pas si j'ai déjà dit que je vais raconter mon crime) et, surtout, à chercher un éditeur. Je connais assez bien l'âme humaine pour prévoir qu'on pensera à la vanité. On pensera ce qu'on voudra : je m'en moque ; cela fait belle lurette que l'opinion et la justice des hommes me laissent indifférent. Supposons donc que je publie cette histoire par vanité. En fin de compte, je suis fait de chair, d'os, de cheveux et d'ongles comme tout autre homme, et il me semblerait très injuste qu'on exige de moi, de moi précisément, des qualités particulières : on se croit parfois un surhomme, jusqu'à ce qu'on s'aperçoive que l'on est aussi mesquin, répugnant et faux que les autres. Je ne parle pas de la vanité : je crois que personne n'est dépourvu de ce remarquable moteur du Progrès Humain. Ils me font bien rire tous ces beaux messieurs qui affichent la modestie d'Einstein ou de personnalités de ce type : réponse : il est facile d'être modeste quand on est célèbre ; je veux dire d'avoir l'air modeste. Même quand on imagine qu'elle n'existe pas, on la décèle tout à coup sous sa forme la plus subtile : la vanité de la modestie. Combien de fois croisons-nous ce genre d'individus! Même un homme, réel ou symbolique, comme le Christ, a prononcé des paroles inspirées par la vanité ou du moins par l'orgueil. Et que dire de León Bloy, qui pour se défendre d'être orgueilleux arguait qu'il avait passé sa vie à servir des individus qui ne lui arrivaient pas à la cheville?
La vanité se rencontre dans les endroits les plus inattendus : aux côtés de la bonté, de l'abnégation, de la générosité. Quand j'étais petit et que je me désepérais à l'idée que ma mère devait mourir un jour (avec les années, on finit par comprendre que non seulement la mort est supportable, mais qu'elle est même réconfortante), je ne n'imaginais pas que ma mère puisse avoir des défauts. Maintenant qu'elle n'est plus, je dois dire qu'elle a été aussi bonne que peut parvenir à l'être un représentant du genre humain. Mais, dans les dernières années de sa vie, alors que j'étais devenu un homme, je me souviens comme je souffrais, au début, de découvrir sous ses meilleures actions une très subtile pointe de vanité ou d'orgueil. Il m'est arrivé à moi-même quelque chose de beaucoup plus significatif quand on l'opéra d'un cancer. Pour être près d'elle à temps, j'avais dû voyager deux jours entiers sans dormir. Lorsque j'arrivai à son chevet, elle réussit à mettre sur son visage cadavérique un léger sourire, plein de tendresse, et elle murmura quelques mots pour me plaindre (elle me plaignait de ma fatigue!). Et moi, obscurément, je sentis en moi-même, l'orgueil vaniteux d'être accouru aussi vite. Je confesse ce secret afin qu'on voie à quel point je ne me crois pas meilleur que les autres. Cependant, je ne raconte pas cette histoire par vanité. Peut-être serais-je prêt à accepter qu'il y a là un peu d' orgueil ou de prétention. Mais, pourquoi cette manie de vouloir trouver une explication à tous les actes de la vie?
Quand j'ai commencé ce récit, j'étais fermement décidé à ne donner aucune sorte d'explication. J'avais envie de raconter l'histoire de mon crime, un point c'est tout, et celui à qui cela n'aurait pas l'heur de plaire n'aurait qu'à refermer le livre. Quoique j'en doute car justement ces gens qui veulent toujours des explications sont les plus curieux et je pense qu'aucun d'entre eux ne perdra l'occasion de lire jusqu'au bout l'histoire d'un crime.
Je pourrais taire les motifs qui m'ont incité à écrire cette confession ; mais comme je n'ai pas intérêt à passer pour un excentrique, je dirai la vérité, laquelle de toute façon, est assez simple : j'ai pensé que ces pages pourraient être lues par beaucoup de gens maintenant que je suis célèbre ; et même si je ne me fais pas beaucoup d'illusions sur l'humanité en général, et sur les lecteurs de ces pages en particulier, je suis poussé par le faible espoir que quelqu'un parvienne à me comprendre, ne serait-ce qu'une seule personne.
« Pourquoi ? - pourra-t-on se demander – seulement un faible espoir si ce manuscrit doit avoir autant de lecteurs? » Voilà le genre de questions que je considère comme inutiles, et cependant, il faut les prévoir, car les gens posent sans cesse des questions inutiles, des questions dont l'analyse la plus superficielle révèle l'inutilité. Je pourrais parler jusqu'à épuisement et à grands cris devant une assemblée de cent mille russes, personne ne me comprendrait. Vous voyez ce que je veux dire?
Il y a eu une seule personne qui pouvait me comprendre. Mais, c'est précisément la personne que j'ai tuée.
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