vendredi 7 décembre 2012

Intégration d'une nouvelle recrue dans l'équipe tradabordienne

Nous accueillons Jennifer Mouele, étudiante à l'Université de Lyon 3. Elle participera à notre projet « Lectures d'ailleurs » avec un texte du Péruvien Christian Reynoso, « Dueños del mundo ».

Bienvenue à bord !

Publicado en:
— Revista Pez de Oro Nro 11—12. Puno, noviembre 2006

— www.escritorescontemporaneos.blogspot.com

Christian Reynoso. Escritor y periodista peruano. Ha publicado la novela “Febrero lujuria” (2007), y el libro de relatos “Los testimonios del manto sagrado” (2001). Además, diversos cuentos en revistas y blogs. En el ensayo periodístico ha publicado: “Látigo del Altiplano” (2002) y “El último Laykakota” (2008), biografías de los personajes puneños Samuel Frisancho y Francisco Montoya. El 2013 publicará su siguiente novela titulada “Santificado sea su nombre”. Reside en Lima. Actualmente es editor periodístico de la Asociación SER y cursa la Maestría de Literatura Hispanoamericana de la Pontificia Universidad Católica del Perú.


***

« Dueños del mundo »


—Tiene que ser un gato color café —dijo doña Sara, con autoridad y decisión—. De lo contrario, no servirá de nada — concluyó.
Al otro lado del teléfono, desde New York, Patricio añadió que por supuesto tenía que ser un gato color café y además de diez años.
¿Dónde encontrarlo? Ese era el problema. No tenían la menor idea. Tampoco lo buscarían de techo en techo y menos, se darían el trabajo de visitar los albergues de animales. Fue entonces que Aguirre, amigo de ellos, les recomendó poner un aviso en el periódico. Ensayaron varios textos hasta quedar conformes con uno. El publicado fue el siguiente:


SE COMPRA UN GATO DE COLOR CAFÉ Y DIEZ AÑOS DE EDAD
Buena salud (Indispensable)
Se paga desde $ 50.00
Dirigirse a Pablo Sexto H —10 de 1 a 5 de la tarde el día viernes

Cumplido el plazo, se presentaron treinta y siete ofertas de gatos. Patricio llegó desde New York para la selección. La sala donde recibieron a los gatos y a sus dueños se llenó de ronroneos, maullidos y murmullos. Cada quien pretendía vender a su gato a costa de convincentes e inteligentes argumentos.
Después de una larga y difícil deliberación, doña Sara y Patricio, ayudados del incondicional Aguirre, se decidieron finalmente por dos gatos. El uno, flaco y de pelaje fino; el otro, gordo, bigotón y de pelaje ordinario.
En la noche les dieron abundante agua y trozos de sardina. Luego, con paciencia de relojero, los hicieron dormir haciéndoles suaves caricias en las orejas.
Al día siguiente, desde muy temprano, doña Sara puso en práctica sus buenos oficios culinarios. Patricio destapó una botella de cogñac y esperaron la hora del almuerzo. El plato de fondo fue gato al horno con ensalada mixta.
Aguirre fue el invitado de honor. 


***


Momentos después que Franco Hinojosa vendió a Gaitán, su gato, gordo y bigotón, sintió un enorme vacío. Primero en el estómago y luego en el corazón. Había razón: lo quería pero también necesitaba el dinero. Los 70 dólares que recibió y que ahora llevaba en el bolsillo le servirían para concretar uno de sus proyectos más anhelados.

Lo único que le molestaba era no haberse enterado cuál sería el destino del gato. Era extraño que los compradores pagaran tanto dinero, a pesar de ser un gato ordinario. Al preguntarles, no quisieron dar mayores detalles. Le respondieron que las preguntas no estaban permitidas.
—Nosotros pagamos y usted no pregunta —le dijeron—. Y si no está de acuerdo, ha sido un gusto y hasta luego.
Ni modo, se dijo Franco Hinojosa. Necesitaba el dinero. Por último, la más perjudicada sería su sobrina Gabriela, que esos días terminaba de pintar un cuadro en el que Gaitán hacía de modelo. Sabía que ella pondría el grito en el cielo y le reclamaría no haberla informado con anticipación; pero no importaba, él estaba seguro que había hecho lo correcto. Era justo y necesario.
Con ese dinero podría pagar tres avisos seguidos en el periódico más leído de la ciudad, anunciando la venta de su casa. PRECIO RAZONABLE Y BUENA UBICACIÓN, hizo anotar en la segunda línea; y en la tercera, más grande, el número telefónico al que los interesados podrían llamar.
Una vez vendida la casa y con dinero de sobra, tramitaría sus papeles para salir del país. Quería vivir en una ciudad de Centro América y allí tendría todos los gatos que quisiera porque de todas maneras debía remediar la pérdida de Gaitán.
La casa, como decía el aviso, efectivamente gozaba de una buena ubicación. No sufría de malestar vehicular y el supermercado quedaba a pocas cuadras. Además, estaba vacía. Apenas en el primer piso había un teléfono y un colchón en el que dormía Franco Hinojosa. Hacía poco, Gaitán había sido otro de los ocupantes pero ahora era parte del pasado.
Después de haber cancelado los tres avisos en el periódico, Franco Hinojosa regresó a su casa. Una vez allí se acomodó en el colchón, con el teléfono cerca, dispuesto a contestar las llamadas que recibiría. Entonces pasaron dos y tres días y luego, dos y tres semanas, hasta cumplirse un mes, sin que nadie llamara. Franco Hinojosa quedó seco de sed y muerto de hambre.
En uno de esos días, cuando la situación no podía ser peor, recibió la visita de su sobrina pintora. Gabriela entró alegre y efusiva, diciéndole que lo había estado llamando por teléfono para darle una buena noticia: se iba al Brasil; pero que todas las veces que llamó sólo contestó el tonito que indicaba teléfono fuera de servicio.
—Y claro... —continuó Gabriela, entregándole un papel—. Si desde hace un mes que no pagas la cuenta. ¿Te has olvidado, acaso? —preguntó—. El recibo estaba allí, debajo de la puerta.


***


Por fin, a tanta insistencia, firmaron el papel que le autorizaba la visa de residencia en el Brasil. Gabriela tendría ahora tres semanas para alistar sus maletas, despedirse de los amigos, terminar de pintar unos cuadros y ver que su tío Franco quedara en buenas manos. Los últimos días había sufrido un colapso nervioso.
Gabriela hubiera querido llevarse a Gaitán, el gato del tío, pero había sido vendido a unas extraños compradores que pagaron una suma considerable de dinero, a pesar de que no era un gato fino aunque sí simpático. Por eso, el día que Franco le dijo que Gaitán no estaría más con ellos, se quedó con los crespos hechos. No podría terminar de pintar Los gatos borrachos. Cuadro que tenía como modelo principal a Gaitán. Puso el grito en el cielo y luego, resignándose, guardó el lienzo. Mejor se dedicaría al cuadro de las prostitutas de la calle Tristán.
A pesar de todo no podía quejarse. Las cosas estaban saliendo bien los últimos meses. Había obtenido la visa e incluso recibió la llamada de un comprador, de apellido Aguirre, que había visto uno de sus cuadros —el de los mimos— en una exposición, y que estaba interesado en adquirirlo.
—Por supuesto —respondió ella—. Tendremos que hablar de precios.
Sabía que si concretaba la venta, el dinero le caería a pelo. Mientras más ingresos, estaría mejor en el Brasil.
A los dos días concertaron una cita. Gabriela lo invitó a su taller. Aguirre admiró y elogió sus cuadros. Dijo que el de los mimos le gustaba de manera especial porque le traía recuerdos de la infancia. Lo pondría en el lugar más vistoso de su oficina y estaba dispuesto a pagar lo que ella pidiese. Gabriela puso su mejor sonrisa y terminaron en un buen acuerdo. Aguirre salió contento con el lienzo y Gabriela recibió más dinero de lo que esperaba.
Llegado el día de su viaje, muy temprano recibió una llamada. Era su amiga Azucena que le decía que su tía había fallecido y que por favor le prestara su vestido negro. Lo necesitaba para ir al entierro. Gabriela le dio las condolencias y en la siguiente media hora le llevó el vestido.

—Quédatelo —le dijo al entregárselo.

—Sólo lo quiero para hoy —contestó Azucena. —No te preocupes, sabes que hoy me voy del país.
—Gracias amiga. Te lo agradezco mucho.
Se despidieron con un fuerte abrazo. En seguida, Gabriela tomó un taxi rumbo al aeropuerto. Luego de constatar el itinerario del vuelo, estuvo sentada dos horas en la sala de espera número siete. La impaciencia y la emoción la invadían. Pensó en todo lo que haría. Primero pasaría un tiempo en las playas de Porto Alegre y luego se instalaría en Sao Paulo. Allí empezaría una nueva vida y un nuevo concepto de creación pictórica con las costumbres y tradiciones que conocería y aprendería de aquel país.
De pronto, por los altoparlantes anunciaron que los pasajeros de la sala siete verificaran sus papeles en el counter para luego abordar el avión. Todos hicieron lo propio. Gabriela también. Cuando llegó su turno, entregó el pasaporte y los documentos necesarios.
—Espere un momento —le dijeron, amablemente.
Verificaron en las computadoras. A los dos minutos le informaron que no podría salir del país. Ahí mismo, vino un agente de seguridad y la condujo a una oficina. La hizo sentar en una silla.
—Espere, por favor.
Gabriela quedó muda. No entendía qué pasaba. Esta contrariedad, imprevista, le cortó el habla. No sabía qué decir ni qué hacer. Sólo estaba segura de que se trataba de un error.
Pasaron veinte largos minutos y por fin alguien apareció. No era el agente de seguridad sino un señor alto y de traje oscuro. Gabriela lo reconoció al instante. Era el hombre que le había comprado el cuadro de los mimos. ¿Qué apellidaba? ¿Qué apellidaba? Aguirre, recordó.
—Disculpe señorita —dijo el hombre—. Hemos cometido un error con sus papeles. Esperamos no haberle causado inconvenientes —empezó a darle una serie de explicaciones.
Cuando Gabriela salió de la oficina no pudo contener las lágrimas. Había sucedido un error de homonimia con su nombre.
El avión había partido sin ella.

***


Aguirre a sus cuarenta y cinco años se tiró la gran borrachera de su vida, después de haber almorzado gato al horno con ensalada mixta, en la casa de unos amigos. Fue tal la borrachera que no pudo pararse de la silla sino hasta después de dormir un par de horas. Cuando despertó tampoco pudo. La cabeza le daba vueltas y los efectos de las botellas de cogñac seguían presentes. Tuvieron que levantarlo entre dos, muy a pesar de todas las groserías que dijo. Después de tenerlo en pie, llamaron a Leonor, su amante, para que lo llevara a descansar.

—¡Hombre! —dijo cuando lo vio—. ¡¿Hasta qué extremos tomas?! ¡Es el colmo!
Pero Aguirre, ensimismado en su maravilloso mareo, apenas escuchó. Las voces le venían lejanas y llegaban a su cerebro como ecos disparejos. Sin embargo, lo que sí pudo sentir y reconocer, fue el olor de Leonor: a miel y limón.
Lo subieron a un taxi. Leonor fue al lado del conductor, y él, en el asiento de atrás. Apoyó su cabeza en el espaldar y luego de intentar diferentes posturas, logró acomodarse a sus anchas.
—Leonor, Leonor —logró balbucear—. ¿A dónde vamos?
—¡No fastidies, hombre! —respondió ella—. ¡Duerme de una vez!
Las últimas palabras de Leonor retumbaron en la inconciencia de Aguirre. Duérmete de una vez, duérmete de una vez, duérmete de una vez... En ese continuo tamborileo verbal Aguirre quedó dormido. Antes de que su mente estuviera en negro, tuvo repentinas imágenes: se vio abrazando a Leonor por la cintura y luego desnudándola lentamente. Después le mordía una oreja, le acariciaba los senos y le hacía el amor.
Al día siguiente, cuando Aguirre despertó, lo primero que salió de su boca, fue un grito de terror y angustia.
—¡Por la puta madre! —gritó, muy peruanísimo y cerró los ojos.
En el asiento de adelante del taxi, Leonor dormía apoyada en el pecho del conductor. Estaba desnuda y él la abrazaba por la cintura.
Ambos roncaban de placer.


***


Se cumplían ocho días del entierro de Leonor. Había sido asesinada en circunstancias poco claras aunque los vecinos más cercanos aducían que se había tratado de un crimen pasional.

Azucena, la sobrina de Leonor, seguía sentada en un sillón de la sala, donde se había levantado la capilla ardiente. Una capa de polvo cubría su vestido negro. Sus piernas estaban recogidas y sus ojos, todavía llorosos, se veían confundidos en el limbo de la soledad que ahora le tocaría vivir, sin la tía Leonor.
Había sido como su madre. Aún recordaba los momentos cuando tía Leonor salía todas las mañanas al huerto a recoger los huevos de la codorniz y de la gallina japonesa que criaba con mucho empeño. Aunque no tanto, como el que ponía en las legumbres que sembraba: espinaca, lechuga, acelga, hierba luisa y repollo. Azucena la miraba desde la ventana de su habitación y era feliz. Pero ahora, esos momentos nunca más volverían a repetirse. Lo había entendido hacía ocho días desde que se sentó en el sillón de la sala. Y seguía ahí, desde entonces, pensando y pensando en su nueva vida sin tía Leonor.
Apenas recordaba que el día del entierro, luego de despedir a la gente en el panteón, regresó a su casa y cerró la puerta con llave.
Luego, abrió el estante prohibido y sacó también las pastillas prohibidas de Leonor. Preparó un vaso con agua y las bebió. Todavía dio un paseo por el huerto hasta regresar a la sala y sentarse en el sillón con las piernas recogidas.
Después de ocho días, cuando los vecinos entraron a la casa por la fuerza, preocupados por su ausencia, la encontraron en la misma posición. Su cadáver empezaba a oler mal y una capa de polvo cubría su vestido negro. Sus ojos, todavía llorosos, se veían confundidos en el limbo que ahora viviría sin la tía Leonor.

FIN

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